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Mijaíl Bulgákov, Un ojo desaparecido

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Un ojo desaparecido
Así pues, había transcurrido un año. Justamente un año desde el momento en que llegué a esta misma casa. También entonces colgaba una cortina de lluvia detrás de las ventanas y también entonces las últimas hojas de los abedules se marchitaban melancólicamente. Parecía que nada había cambiado a mi alrededor. Pero yo sí había cambiado mucho. Decidí festejar, en la más completa soledad, esta noche de recuerdos…
Me dirigí por el crujiente suelo a mi dormitorio y me miré en el espejo. Sí, había una gran diferencia. Un año antes, en el espejo recién sacado de la maleta se había reflejado un rostro afeitado. En ese entonces, la raya a un lado adornaba la cabeza de veinticuatro años. Ahora la raya había desaparecido. Los cabellos estaban echados hacia atrás sin ninguna pretensión. Es imposible seducir a nadie con la raya en el pelo si te encuentras a treinta verstas de la línea del ferrocarril. Lo mismo en cuanto al afeitado: sobre mi labio superior se había establecido firmemente una franja que parecía un cepillo de dientes amarillento y duro y mis mejillas se habían vuelto como un rallador, de modo que si durante el trabajo sentía comezón en el antebrazo, era muy agradable rascármelo con la mejilla. Suele ocurrir así si en vez de tres veces a la semana te afeitas sólo una.
En alguna ocasión, en algún lugar… no recuerdo en dónde… leí algo acerca de un inglés que fue a parar a una isla desierta. Era un inglés muy interesante. Estuvo en esa isla hasta tener alucinaciones. Y cuando un barco se acercó y la lancha arrojó a los hombres salvavidas él -anacoreta- los recibió con disparos de revólver, creyendo que se trataba de un espejismo, de un engaño del desierto campo de agua. Pero ese inglés estaba afeitado. Cada día se afeitaba en la isla deshabitada. Recuerdo que este orgulloso hijo de Britania me produjo la más grande admiración. Cuando vine a este lugar, puse en mi maleta una maquinilla de afeitar Gillette, con una docena de hojas de recambio, una navaja y una brocha. Había decidido firmemente que me afeitaría cada tercer día, porque este lugar no era en nada inferior a una isla deshabitada.
Pero sucedió que, en cierta ocasión, un claro día del mes de abril, después de que yo hubiera colocado todos esos encantos ingleses bajo un dorado y oblicuo rayo de luz y hubiera dejado impecable mi mejilla derecha, irrumpió, trotando como un caballo, Egórich, calzado con unas enormes botas rotas, y me informó que una mujer estaba dando a luz en los matorrales del vedado, junto al riachuelo. Recuerdo que con la toalla me limpié la mejilla izquierda y salí a toda prisa acompañado de Egórich. Éramos tres los que corríamos hacia el riachuelo, turbio y crecido en medio de los desnudos sotos de mimbres: la comadrona llevando las pinzas de torsión, un rollo de gasa y un frasco de yodo, yo con los ojos extraviados y saltones y, detrás, Egórich. Éste, a cada cinco pasos, se sentaba en la tierra y, maldiciendo, arrancaba pedazos de su bota izquierda: se le había despegado la suela. El viento volaba a nuestro encuentro, el dulce y salvaje viento de la primavera rusa. La comadrona Pelagueia Ivánovna había perdido su pasador y sus cabellos recogidos en un moño se habían soltado y le golpeaban el hombro.
-¿Por qué demonios te bebes todo tu dinero? -farfullé al vuelo a Egórich-. Es una canallada. Eres el guardián de una clínica y vas vestido como un mendigo.
-Eso no es dinero -dijo Egórich haciendo rechinar con rabia los dientes-. Por veinte rublos al mes todo este sufrimiento… ¡Ah, maldita seas! -Egórich golpeaba el suelo con el pie como un furioso caballo trotón-. Dinero… con eso no sólo no me alcanza para botas, ni siquiera para comer y beber…
-Beber, eso es lo principal para ti -dije con voz afónica, asfixiándome-, por eso vas tan desarrapado…
Junto al puente podrido se oyó un lastimero y débil gemido, que voló sobre el impetuoso torrente y se apagó. Llegamos corriendo y vimos a una mujer desgreñada, que se retorcía de dolor. El pañuelo se le había caído de la cabeza y los húmedos cabellos estaban pegados a su frente sudorosa. La mujer, en su sufrimiento, ponía los ojos en blanco y con las uñas desgarraba su pelliza. Una brillante sangre había salpicado la primera hierba verde, clara y pálida, que había brotado en la tierra fértil y embebida de agua.
-No alcanzó a llegar, no alcanzó a llegar -dijo apresuradamente Pelagueia Ivánovna mientras ella misma, con la cabeza descubierta y parecida a una bruja, deshacía el rollo de gasa.
Allí, con el alegre rugido de las aguas que se precipitaban a través de los oscurecidos pilares de madera del puente, Pelagueia Ivánovna y yo recibimos a un bebé de sexo masculino. Lo recibimos vivo y salvamos a la madre. Luego las dos enfermeras y Egórich, con el pie izquierdo descalzo, libre ya de la odiada suela podrida, llevaron a la parturienta hasta el hospital en una camilla.
Cuando ésta, ya tranquila y pálida, yacía cubierta por las sábanas, cuando el bebé ya había sido colocado en una cuna junto a ella y cuando todo estuvo en orden, le pregunté:
-¿No podías encontrar un lugar mejor que el puente para dar a luz? ¿Por qué no viniste a caballo?
Ella contestó:
-Mi suegro no me dio el caballo. “Son sólo cinco verstas”, me dijo. “Llegarás. Eres una mujer fuerte. Para qué cansar en vano al caballo…”
-Tu suegro es un tonto y un cerdo -respondí.
-Ah, qué gente tan ignorante -añadió compasivamente Pelagueia Ivánovna, y luego, por alguna razón, se rió.
Capté su mirada, que se había detenido en mi mejilla izquierda.
Salí, y en la sala de partos me miré al espejo. El espejo me mostró lo que mostraba normalmente: una fisonomía contraída de tipo claramente degenerativo, con un ojo derecho que aparentemente había recibido un golpe. Pero -y de eso el espejo no tenía la culpa- en la mejilla derecha del degenerado se podía haber bailado como sobre parquet, mientras que en la izquierda se extendía un espeso vello rojizo. El mentón servía de línea divisoria. Me vino a la memoria un libro de tapas amarillas: Sajalín. En ese libro había fotografías de distintos hombres.
«Asesinato, robo, un hacha ensangrentada -pensé yo-, diez años… Qué vida tan original llevo, después de todo, en esta isla deshabitada. Debo ir a terminar de afeitarme…»
Y aspirando el aire de abril que llegaba de los negros campos, escuchando el estruendo que producían los cuervos desde las copas de los abedules y entrecerrando los ojos a causa del primer sol, atravesé el patio dispuesto a terminar de afeitarme. Eran alrededor de las tres de la tarde. Terminé de afeitarme a las nueve de la noche. Nunca, según había podido observar, las cosas inesperadas -como un parto en medio de los matorrales- llegaban solas a Múrievo. En cuanto puse la mano en la abrazadera de la puerta de mi balcón, el hocico de un caballo apareció en el portón de la entrada, junto con una carreta cubierta de suciedad, que se zarandeaba fuertemente. La conducía una campesina que gritaba con voz aguda:
-¡Arre, maldito!
Desde el balcón oí cómo, entre un montón de trapos, gimoteaba un muchachito.
Por supuesto, resultó que tenía la pierna rota y durante dos horas el enfermero y yo estuvimos atareados colocando el vendaje de yeso al niño, que durante esas dos horas estuvo dando alaridos. Después, había que comer y después tuve pereza de afeitarme: quería leer alguna cosa. Después llegó arrastrándose el crepúsculo, el horizonte se oscureció y yo, apresuradamente, por fin terminé de afeitarme. Pero como la dentada Gillette se había quedado olvidada en el agua jabonosa, para siempre quedó en ella una franja oxidada como recuerdo del parto de primavera junto al puente.
Sí… no tenía sentido afeitarse dos veces a la semana. En ocasiones estábamos completamente cubiertos de nieve, aullaba la tormenta, y nos quedábamos sin salir del hospital de Múrievo durante un par de días; ni siquiera había quien fuera a Voznesensk, a nueve verstas de distancia, a traer los periódicos. Durante las largas noches, yo paseaba arriba y abajo por mi gabinete y deseaba ardientemente leer un periódico, como en la infancia había deseado leer El rastreador de Cooper. Pero los aires ingleses no se extinguieron por completo en la isla deshabitada de Múrievo y, de tiempo en tiempo, sacaba del estuche negro el brillante juguetito, me afeitaba con indolencia y salía limpio y terso como el orgulloso habitante de la isla. Lástima que no hubiera nadie que pudiera admirarme.
Pero… sí… hubo, además de éste, otro caso similar. En cierta ocasión, según recuerdo, ya había sacado la maquinilla de afeitar y Axinia me había traído al gabinete el mellado jarro con agua caliente, cuando tocaron amenazadoramente a la puerta y me llamaron. Pelagueia Ivánovna y yo debíamos ir a un lugar terriblemente lejano. Y atravesamos, envueltos en nuestras pellizas de cordero y más parecidos a un negro fantasma que a nosotros mismos, aquel enloquecido océano blanco. La tormenta silbaba como una bruja, aullaba, escupía, reía. Todo había desaparecido y yo experimentaba una conocida sensación de frío en algún lugar de la región del plexo solar ante la sola idea de que pudiéramos confundir el camino en medio de aquella oscuridad que giraba satánicamente alrededor de nosotros y muriéramos todos: Pelagueia Ivánovna, el cochero, el caballo y yo. También, recuerdo, surgió en mí la tonta idea de que, cuando nos estuviéramos congelando y nos encontráramos cubiertos a medias por la nieve, inyectaría morfina a la comadrona, al cochero y a mí mismo… ¿Para qué? Simplemente para no sufrir… «Aun sin morfina te congelarás espléndidamente, médico -recuerdo que me contestó una voz seca y fuerte-, nada te…» ¡Uh-uh-uh!… ¡Ah-ah-ah!…, soplaba la bruja, y nos sacudíamos en el trineo… Seguramente publicarán en algún periódico de la capital, en la última página, que en tales y tales circunstancias perecieron en el cumplimiento de su deber el doctor fulano de tal, junto con Pelagueia Ivánovna, el cochero y un par de caballos. Paz a sus restos en el mar de nieve. Púa…, las cosas que pueden venir a la cabeza cuando el así llamado deber te arrastra y te arrastra…
No perecimos, ni nos extraviamos, sino que llegamos a la aldea Gríshievo, donde, sujetando al bebé por la piernecita, realicé el segundo viraje de mi vida. La parturienta era la esposa del maestro de la aldea y, mientras Pelagueia Ivánovna y yo -ensangrentados hasta los codos y cubiertos de sudor hasta los ojos- a la luz de la lámpara nos ocupábamos del viraje, se oía cómo, al otro lado de la puerta de tablones, el marido sollozaba y se paseaba por la parte oscura de la isba. Acompañado de los gemidos de la parturienta y de los incesantes sollozos del marido, debo confesar que le rompí el brazo al bebé. El niño nació muerto. ¡Ah, cómo me corría el sudor por la espalda! Instantáneamente me vino a la cabeza la idea de que aparecería alguien amenazador, negro y enorme, que irrumpiría en la isba y diría con voz de piedra: «Ajá. ¡Retírenle el título!»
Yo, sintiendo desfallecer mis fuerzas, miraba aquel cuerpecito amarillo e inerte y a la madre del color de la cera, que yacía inmóvil, inconsciente a causa del cloroformo. Por el postigo de la ventana que habíamos abierto para disipar el asfixiante olor del cloroformo, entraba una ráfaga de viento y nieve que se transformaba en una nube de vapor. Cerré el postigo y de nuevo fijé la mirada en la manita fláccida que sostenía la enfermera. Ah, no puedo expresar la desesperación con la que regresé a casa solo, ya que había dejado a Pelagueia Ivánovna para que cuidara de la madre. El trineo se sacudía en medio de la tormenta, que ya había amainado; los sombríos bosques me miraban con reproche, sin esperanza, con desesperación. Me sentía derrotado, deshecho, aplastado por el cruel destino. Él me había arrojado a este lugar perdido y me había obligado a luchar solo, sin ningún tipo de apoyo ni indicaciones. ¡Cuántas dificultades tan increíbles me veo obligado a soportar! A mí pueden traerme cualquier caso complicado o difícil, la mayoría de las veces quirúrgico, y yo debo hacerle frente, con mi rostro sin afeitar, y vencerlo. Y cuando no lo venzo, sufro como ahora, que voy dando tumbos por los baches del camino y he dejado atrás el cadáver de un recién nacido y a su madre. Mañana, en cuanto cese la tormenta, Pelagueia Ivánovna la traerá al hospital y la gran interrogante será: ¿podré salvarla? ¿Y cómo debo salvarla? ¿Cómo entender esa grandiosa palabra? En realidad actúo al azar, no sé nada. Hasta ahora había tenido suerte, algunos casos asombrosos han terminado bien, pero hoy, hoy no he tenido suerte. Ah, mi corazón se siente agobiado por la soledad, el frío, porque no hay nadie alrededor. Quizá he cometido un crimen -con el bracito-. Quisiera irme a algún sitio, caer ante los pies de alguien y decirle que las cosas son así, que yo, el médico tal, he roto el brazo de un bebé. Quítenme el título, soy indigno de él, queridos colegas, envíenme a Sajalín. ¡Oh, qué neurastenia!
Me tumbé en el fondo del trineo y me encogí, para que el frío no me devorara con tanta crueldad. Me sentí como un perro miserable, sin hogar ni experiencia.
Viajamos durante mucho, mucho tiempo, hasta que vimos los destellos del pequeño pero alegre y eternamente familiar farol del portón de entrada del hospital. El farol parpadeaba, se desvanecía, aparecía y desaparecía de nuevo, nos atraía hacia sí. Al verlo, mi alma solitaria se sintió menos apesadumbrada y cuando ya finalmente se afirmó ante mis ojos, cuando creció y se acercó, cuando las paredes del hospital dejaron de ser negras para adquirir su habitual tono blanquecino, yo, mientras atravesaba el portón, me decía a mí mismo:
«Preocuparse por el brazo es una tontería. No tiene ninguna importancia. Se lo rompiste a un bebé que ya estaba muerto. No es en el brazo en lo que debes pensar ahora, sino en que la madre está viva.»
El farol me animó, el familiar balcón también, pero ya dentro de la casa, cuando subía hacia mi gabinete y comencé a sentir el calor de la estufa y a saborear por anticipado el sueño liberador de todos los tormentos, farfullé de la siguiente manera:
«Las cosas son así, pero de todas maneras tengo miedo y me siento muy solo. Muy solo.»
La maquinilla de afeitar estaba sobre la mesa y junto a ella el jarro con el agua, que se había enfriado ya. Con desprecio arrojé la maquinilla al cajón. Sí, en verdad que era un momento muy adecuado para afeitarse…
Había transcurrido un año. Mientras transcurría lentamente me había parecido multifacético, variado, complicado y terrible, pero ahora comprendo que ha pasado como un huracán. Me miro en el espejo y veo las huellas que ha dejado en mi rostro. Los ojos se han vuelto más severos e intranquilos, la boca más firme y viril, la arruga del entrecejo me quedará para toda la vida, como me quedan los recuerdos. Los veo en el espejo correr en un impetuoso torrente. Pero… en otra ocasión también temblé al pensar en mi título y en que algún fantástico tribunal me juzgaría y los terribles jueces me preguntarían:
«¿Dónde está la mandíbula del soldado? ¡Eh! ¡Contesta, malvado sinvergüenza con título universitario!»
¡Cómo no voy a recordarlo! El asunto es que, aunque en el mundo existe el enfermero Demián Lukich que extrae los dientes con la misma habilidad con que un carpintero saca los clavos herrumbrosos de las tablas viejas, el tacto y el sentimiento de mi propia dignidad me sugirieron, desde mis primeros pasos en el hospital de Múrievo, que debía aprender a extraer muelas. Demián Lukich podría ausentarse o enfermar y nuestras comadronas saben hacerlo todo menos una cosa: extraer muelas. Ese no es asunto de ellas.
En consecuencia… Recuerdo perfectamente un rostro sonrosado pero consumido por el sufrimiento que estaba en el taburete frente a mí. Era el de un soldado que, como muchos otros, había vuelto del frente que se desmoronaba después de la revolución. Recuerdo con exactitud la enorme muela agujereada, fuertemente enclavada en la mandíbula. Frunciendo el ceño con expresión de sabiduría y tosiendo con preocupación, coloqué las tenazas en aquella muela. Debo añadir, sin embargo, que en ese momento recordaba con toda claridad el conocido relato de Chéjov acerca de cómo le extrajeron una muela al sacristán. Entonces, por primera vez, me pareció que ese relato no era gracioso. Algo crujió con fuerza en el interior de la boca y el soldado dio un corto alarido:
-|Ay!
Después de eso, cesó la resistencia a mis manos y las tenazas salieron de la boca con un objeto blanco y ensangrentado apretado entre ellas. En ese instante sentí que el corazón me daba un vuelco porque ese objeto superaba, por sus dimensiones, a cualquier diente, aunque éste fuera una muela de soldado. Al principio no comprendí nada, pero luego estuve a punto de echarme a llorar: de las tenazas verdaderamente colgaba una muela de raíces muy largas, pero de la muela colgaba un enorme trozo de hueso, inmaculadamente blanco e irregular.
«Le he roto la mandíbula…», pensé, y las piernas me flaquearon. Dando gracias al destino porque no se encontraban en ese momento junto a mí ni el enfermero ni las comadronas, con un movimiento subrepticio envolví el fruto de mi audaz trabajo en una gasa y lo escondí en mi bolsillo. El soldado se balanceaba en el taburete aferrándose con una mano a la pata del sillón ginecológico y con la otra a la pata del taburete, y me miraba con ojos saltones y completamente atontados. Confundido, le di un vaso con una solución de permanganato de potasio y le ordené:
-Enjuágate la boca.
Fue una acción tonta. El soldado se llenó la boca de la solución y cuando la escupió, ésta salió mezclada con la sangre de color escarlata que ya por el camino se había convertido en un líquido espeso de un color nunca antes visto. Luego, la sangre comenzó a manar de tal forma de la boca del soldado, que yo mismo me asusté. Si le hubiera hecho un corte en la garganta con una navaja de afeitar, seguramente no habría manado con tanta fuerza. Dejé el vaso con el permanganato y me lancé hacia el soldado con bolas de gasa con las que intentaba taparle el agujero abierto en la mandíbula. La gasa se volvió inmediatamente escarlata y, al sacarla, vi con horror que en aquel agujero fácilmente se podía acomodar una ciruela de las de gran tamaño.
«He arruinado a este pobre soldado», pensé con desesperación mientras sacaba largas franjas de gasa de un frasco. Finalmente la sangre se detuvo y unté con yodo el agujero de la mandíbula.
-No comas nada durante tres horas -dije con voz temblorosa a mi paciente.
-Se lo agradezco profundamente -respondió el soldado, mirando con cierto asombro la taza, llena de su sangre.
-Tú, amigo mío -dije con voz lastimera-, haz lo siguiente… Ven mañana o pasado mañana a verme. Necesito… sabes… será necesario examinarte… Tienes al lado una muela sospechosa… ¿De acuerdo?
-Se lo agradezco profundamente -repitió el soldado con aire sombrío, y se alejó sujetándose la mandíbula. Yo me lancé hacia el consultorio y estuve sentado allí durante un tiempo, cogiéndome la cabeza con las manos y balanceándome, como si yo mismo tuviera dolor de muelas. Unas cinco veces saqué del bolsillo la dura y ensangrentada bola, pero siempre volvía a esconderla rápidamente.
Durante una semana viví como extraviado en la niebla, adelgacé y me debilité.
«El soldado tendrá gangrena o septicemia… ¡Ah, demonios! ¿Para qué le habré metido las tenazas en la boca?»
Escenas absurdas me cruzaban por la mente. Por ejemplo, el soldado comienza a temblar. Primero camina, y relata cosas sobre Kérenski y el frente, pero se va poniendo cada vez más silencioso. Ya no está para Kérenski. El soldado está acostado sobre una almohada de percal y delira. Tiene cuarenta grados de temperatura. Todos los aldeanos visitan al soldado. Al final el soldado ya está tendido sobre la mesa, bajo los iconos, con la nariz afilada.
En la aldea comienza el cotilleo.
«¿Cómo habrá podido pasarle esto?»
«El doctor le sacó una muela…»
«Ahí está el asunto…»
Más días, más cotilleo. Una investigación. Aparece un hombre de rostro severo.
«¿Usted le extrajo una muela al soldado…?»
«Sí… yo.»
Exhuman al soldado. Un juicio. El oprobio. Yo soy la causa de la muerte. Y he aquí que ya no soy un médico, sino un hombre desdichado, arrojado por la borda, mejor dicho, un ex hombre.
El soldado no volvía al hospital, yo me deprimía y la bola se llenaba de herrumbre y se secaba sobre el escritorio. Una semana más tarde debía ir a la capital de distrito por el salario del personal. Me marché a los cinco días y, ante todo, fui a ver al médico del hospital de distrito. Ese hombre, con una barbita ahumada por el humo del tabaco, había trabajado durante veinticinco años en el hospital. Había visto de todo. Esa noche, en su gabinete, yo tomaba melancólicamente té con limón y hurgaba en el mantel, hasta que finalmente no resistí y, hablando con rodeos, le conté una historia confusa y falsa: a veces… ocurren ciertas cosas… si alguien extrae una muela… y rompe la mandíbula… puede producirse la gangrena, ¿verdad…? Sabe, un trozo… he leído…
El médico me escuchó un buen rato fijando en mí sus ojos descoloridos bajo cejas hirsutas, y de pronto me dijo:
-Usted le ha roto el alvéolo… En el futuro extraerá muy bien las muelas… Deje el té y vamos a beber un poco de vodka antes de la cena.
En ese momento, y para toda la vida, el soldado que me atormentaba salió de mi cabeza.
¡Ah, el espejo de los recuerdos! Había transcurrido un año. ¡Qué gracioso me resulta ahora recordar ese alvéolo! Yo, a decir verdad, nunca extraeré los dientes como Demián Lukich. ¡Faltaría más! Él extrae unos cinco dientes cada día, mientras que yo uno cada dos semanas. Pero, pese a eso, los extraigo como muchos quisieran poder hacerlo. Y ya no rompo los alvéolos, y si lo hiciera, no me asustaría.
Pero ¿qué importancia tienen los dientes? Cuántas cosas no habré visto y hecho en este año inolvidable.
La noche entraba en la habitación. La lámpara estaba ya encendida y yo, flotando en el amargo olor a tabaco, hacía un balance. Mi corazón se llenó de orgullo. Había hecho dos amputaciones desde la cadera (las de dedos ni siquiera las cuento). ¿Y cuántos raspados? Los tengo anotados dieciocho veces. ¿Y la hernia? ¿Y la traqueotomía? Todo lo he hecho, y ha salido bien. ¡Cuántos abscesos gigantescos he abierto! ¿Y los vendajes en las fracturas? Los he hecho de yeso y almidonados. He arreglado dislocaciones. He hecho intubaciones. Y partos. ¡De todo tipo! Es verdad que no haría cesáreas. Siempre se puede enviar a la parturienta a la ciudad. Pero fórceps, virajes, todos los que quieran.
Recuerdo mi último examen estatal de medicina legal. El profesor me dijo:
-Hable de las heridas a quemarropa.
Comencé a hablar con soltura, y hablé durante mucho rato; por mi memoria visual pasaba flotando la página de un grueso libro de texto. Finalmente quedé agotado; el profesor me miró con repugnancia y dijo con voz cascada:
-Nada parecido a lo que usted acaba de decir ocurre en las heridas a quemarropa. ¿Cuántos sobresalientes tiene?
-Quince -contesté.
El profesor puso frente a mi apellido un aprobado y yo salí de allí rodeado de niebla y vergüenza…
Salí y muy pronto me marché a Múrievo, y aquí estoy, solo. El diablo sabrá lo que ocurre en las heridas a quemarropa. Yo sé que cuando aquí había una persona acostada en la mesa de operaciones y una espuma de burbujas -rosada por la sangre- le salía de la boca no perdí el dominio de mí mismo. No, aunque su pecho había sido destrozado a quemarropa con perdigones para lobos, hasta tal punto que se veía un pulmón y la carne del pecho colgaba a pedazos. Y un mes y medio más tarde ese mismo hombre salió vivo de mi hospital. En la universidad nunca tuve el honor de tener entre mis manos unos fórceps, en cambio aquí, aunque temblando, aprendí a utilizarlos en un momento. No oculto que recibí a un bebé extraño: la mitad de su cabeza estaba hinchada, de color azul purpúreo y sin un ojo. Sentí que me helaba. Escuché vagamente las palabras de consuelo de Pelagueia Ivánovna:
-No es nada, doctor, simplemente le ha puesto en el ojo una de las paletas de los fórceps.
Estuve temblando durante dos días, pero dos días más tarde la cabeza recuperó su estado normal.
Y cuántas heridas he cosido. Cuántas pleuritis purulentas he visto, cuántas neumonías, tifus, cánceres, sífilis, hernias (y las he curado), hemorroides, sarcomas…
Inspirado, abrí el libro de registros y estuve contando durante una hora. ¡Y los conté todos! En un año, hasta esa misma noche, había atendido a 15613 enfermos. Internados había tenido 200 y sólo habían muerto seis.
Cerré el libro y me dispuse a dormir. A mis veinticuatro años, estaba acostado en mi cama en espera de poder conciliar el sueño, y pensaba que mi experiencia era ahora enorme. ¿De qué podía tener miedo? De nada. Había sacado guisantes de los oídos de los niños, había cortado, cortado, cortado… Mi mano era valiente, no temblaba. Había visto toda clase de picardías y aprendido a comprender incomprensibles frases de labios de las campesinas. Me orientaba en ellas como Sherlock Holmes en los documentos misteriosos… El sueño estaba cada vez más cerca…
-Yo… -farfullé, mientras me quedaba dormido-, yo verdaderamente ya no puedo imaginar que me traigan un caso que me ponga en un callejón sin salida…, quizá allá, en la capital, dirán que actúo como un enfermero… qué importa… ellos están bien… en las clínicas y universidades… en los gabinetes de rayos X… en cambio yo aquí… soy todo… y los campesinos no pueden vivir sin mí… Cómo temblaba cuando llamaban a la puerta, cómo me contraía mentalmente por el miedo… En cambio ahora…

***
-¿Cuándo ocurrió esto?
-Hace una semana, padrecito, hace una semana… Lo echó…
Y la campesina comenzó a sollozar.
Era una mañana grisácea del mes de octubre: el primer día de mi segundo año. La noche anterior me había sentido orgulloso y me había jactado de mí mismo mientras lograba conciliar el sueño, y esta mañana estaba de pie, con mi bata, y observaba desorientado…
La mujer sostenía en sus brazos a su hijito de un año como si fuera un tronco; al chiquillo le faltaba el ojo izquierdo. En lugar de un ojo, de su estirado y delgadísimo párpado asomaba un globo de color amarillo, del tamaño de una manzana pequeña. El chiquillo gritaba y pataleaba de dolor, y la campesina sollozaba. Yo no sabía qué hacer. Lo examiné desde todos los ángulos. Demián Lukich y la comadrona estaban de pie detrás de mí. Callaban. Nunca habían visto nada semejante.
«¿Qué puede ser esto…? Una herida cerebral… Hmm… pero está vivo… Sarcoma… Hmm… es demasiado blando… Un horrible tumor nunca visto… Pero a partir de dónde… De lo que fuera el ojo… O quizá el ojo nunca haya existido… en todo caso, ahora no está…»
-Pues bien -dije con aire inspirado-, es necesario operar este problema…
E inmediatamente me imaginé cómo haría una incisión en el párpado, cómo lo abriría y…
«¿Y qué…? ¿Qué ocurrirá más adelante? Tal vez eso provenía del cerebro… Diablos… Es bastante suave… se parece al cerebro…»
-¿Qué? ¿Cortarle? -preguntó la campesina palideciendo-. ¿Cortar en el ojo? No doy mi consentimiento…
Y, horrorizada, se puso a envolver al chiquillo en trapos.
-No tiene ningún ojo -contesté categóricamente-. Observa, no hay lugar para el ojo. Tu niño tiene un extraño tumor…
-Dele unas gotas -dijo la campesina, aterrorizada.
-¿Te estás burlando acaso? ¿Qué tienen que ver las gotas aquí? ¡Ninguna gota lo puede ayudar!
-Entonces qué, ¿se va a quedar sin ojo?
-Te estoy diciendo que no tiene ojo…
-¡Pues hace tres días tenía uno! -exclamó con desesperación la mujer.
«¡Diablos…!»
-No lo sé, quizá en realidad lo tenía… Diablos… Pero es que ahora no lo tiene… Y por último, querida, es mejor que lleves a tu niño a la ciudad. Allí le harán inmediatamente una operación… ¿No es verdad, Demián Lukich?
-Sí -respondió meditabundo el enfermero, evidentemente sin saber qué decir-, es algo nunca visto.
-¿Que lo operen en la ciudad? -preguntó la campesina con horror-. No lo permitiré.
El asunto terminó con que la mujer se llevó a su niño sin permitir que le tocaran el ojo.
Durante dos días estuve rompiéndome la cabeza, me encogía de hombros, hurgaba en la biblioteca, miraba ilustraciones que representaban a niños con ampollas emergiendo en lugar de ojos… Diablos.
Dos días más tarde me había olvidado del chiquillo.

***
Transcurrió una semana.
-¡Ana Zhújova! -grité.
Entró una alegre campesina con un niño en brazos.
-¿De qué se trata? -pregunté como de costumbre.
-El costado me duele, no puedo respirar -comunicó la campesina, y por alguna razón sonrió burlonamente.
El sonido de su voz me hizo estremecer.
-¿No me reconoce? -preguntó la campesina con tono burlón.
-Espera…, espera…, sí… Espera… ¿Este es el mismo niño?
-El mismo. ¿Recuerda, señor doctor, que usted dijo que no había ojo y que era necesario operar para…?
Me quedé atontado. La campesina me miraba con aire victorioso, la risa jugueteaba en sus ojos.
El niño estaba sentado tranquilo en sus brazos y miraba el mundo con sus ojos castaños. No había ni rastro del tumor amarillo.
«Esto es brujería…», pensé desconcertado.
Después, cuando me hube recobrado un poco, tiré cuidadosamente el párpado hacia atrás. El niño lloriqueó, trató de girar la cabeza, pero de todas formas pude ver… una pequeñísima cicatriz en la mucosa… Vaya…
-En cuanto salimos de aquí la otra vez… se reventó…
-No hace falta que me cuentes nada, mujer -dije yo confundido-, lo he comprendido ya…
-Y usted decía que no tenía ojo… Pues le ha salido uno -y la campesina rió burlonamente.
«Lo he comprendido, ¡que el diablo me lleve…! Un enorme absceso se había desarrollado en el párpado inferior, y había hecho a un lado el ojo, lo había cubierto completamente… y cuando se reventó, el pus salió… y todo quedó en su lugar…»

***
No. Nunca, ni siquiera cuando esté quedándome dormido, murmuraré con orgullo que nada me puede asombrar. No. Ha transcurrido un año, y pasará otro y será tan rico en sorpresas como el primero… Eso significa que hay que aprender con humildad.

Mijaíl Bulgákov, Un ojo desaparecido (Fuente: http://buenoscuentos.com/cuentos/un-ojo-desaparecido).

Mijaíl Bulgákov


Las Bibliotecas Imposibles

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El universo de Borges, su biblioteca de Babel, está formada por galerías hexagonales en las que, en cuatro de sus caras, se disponen anaqueles repletos de libros distribuidos de forma uniforme. En el centro de cada hexágono hay unos pozos de ventilación y desde allí se pueden ver los interminables pisos superiores e inferiores a cada celda. Los bibliotecarios pueden desplazarse libremente durante su vida por todas las galerías buscando un libro o el catálogo de catálogos de libros. Siguiendo su descripción, una de las caras libres de cada hexágono tiene un angosto zaguán que comunica con otra galería y que está provista de una escalera en espiral para subir o bajar a los pisos superiores o inferiores. En aquella biblioteca borgiana, que contiene todos los libros posibles, necesariamente hay, al menos, un ejemplar del libro de relatos Las bibliotecas imposibles―publicado de forma muy cuidada por la editorial Cuadernos del Vigía― y también multitud de facsímiles imperfectos de este libro que no difieren sino por una letra o por una coma.
Para conmemorar los diez años que lleva funcionando la Biblioteca Central de Córdoba, Mario Cuenca Sandoval ha reunido a once grandes autores de cuentos unidos por su devoción a lo fantástico, por esa querencia a que sus personajes ―sumidos generalmente en sus quehaceres cotidianos― se aparten de lo que entendemos por realidad. En todos ellos, aunque con estilos y temáticas muy diversas, se aprecia un conocimiento de los grandes maestros del género ―a los que, en algunos casos, hacen su particular homenaje―, así como la influencia del cine, el cómic o los videojuegos.
Conviene leer despacio el generoso prólogo en el que Mario Cuenca Sandoval nos descubre algunas de las bibliotecas ficticias que han pensado autores como Lasswitz, Lem, Asimov, Bradbury, Doctorow o el propio Borges, entre otros, y en el que da un pormenorizado avance de lo que el lector va a encontrar en las páginas de este volumen.
Aquí podemos descubrir una biblioteca minúscula y extraña escondida en otra biblioteca, compartir la obsesión por conservar lo escrito de cualquier agresión externa, hojear los manuscritos de una biblioteca de grandes obras rechazadas por las editoriales, examinar sorprendentes títulos en la Gran Biblioteca de Oz, acompañar a unos investigadores hasta la sede de la biblioteca digital Diabase, intentar evitar el encuentro con el Libro maldito, buscar la forma de escapar descubriendo el Pasaje en la biblioteca de la casa oscura, comprobar algunas de las consecuencias que traen los recortes económicos en cultura por parte de las administraciones públicas, discriminar los libros construidos para confundir la literatura científica con la de ficción, aprender a enamorarse de una persona a través de sus lecturas privadas o adentrarnos en los almacenes del Ministerio de la Ficción donde están escritas todas las posibilidades históricas, mundos futuros imaginados que en cualquier momento podrían servir para construir la realidad. En esta colección de cuentos, la irrupción del elemento fantástico ―esa yuxtaposición conflictiva de órdenes de realidad de la que habla David Roas―, ocurre a veces de un modo muy sutil, casi imperceptible, y otras, en cambio, se apodera del espacio de ficción y los personajes se apartan de toda realidad lógica sucumbiendo a mundos casi oníricos.
Una biblioteca, cualquier biblioteca por modesta que sea, siempre tiene algo de fantástico por lo que contiene. Si en el relato de Borges la certidumbre de que todo está ya escrito abrumaba al narrador hasta anularlo, a muchos lectores nos reconforta el hecho de tener constancia de que sólo a través de la lectura podremos estar acaso un poco más cerca de lo que puede ser la sabiduría. Al fin y al cabo, los libros, parafraseando a Cortázar, van siendo los únicos lugares en los que todavía se puede estar tranquilo.
Con Las bibliotecas imposibles, Mario Cuenca Sandoval y los once autores de estos relatos consiguen hacer un bello homenaje a la fascinación que las bibliotecas despiertan en los lectores al descubrir allí su mejor refugio.





Las bibliotecas imposibles
Autores: José María Merino, Clara Obligado, Lola López Mondéjar, Juan Francisco Ferré, Carmen Velasco, Alberto Chimal, Pablo de Santis, Roberto Valencia, Mercedes Cebrián, Juan Jacinto Muñoz Rengel y Juan Gómez Bárcena. Edición y prólogo: Mario Cuenca Sandoval.
Editorial: Cuadernos del Vigía (2017).

Stig Dagerman, Los juegos de la noche

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Los juegos de la noche
A veces, por la noche, cuando la madre llora en el cuarto y sólo pasos desconocidos resuenan en las escaleras, Ake tiene un juego que juega en vez de llorar. Finge ser invisible y poder transportarse adonde quiere, nada más que pensándolo. Aquella noche no había más que un sitio adonde pudiera anhelar dirigirse y en donde Ake está a menudo. Ignora cómo ha llegado allí, sabe solamente que está en una sala. No sabe cómo es, porque no tiene ojos para ella, pero está llena de humo de tabaco, los hombres estallan en risas espantosas sin motivo, las mujeres, que no logran hablar claramente, se inclinan sobre una mesa y ríen de una manera espantosa, ellas también. Esto traspasa a Ake como cuchilladas, pero después de todo se siente feliz de estar allí. En la mesa, alrededor de la cual todos están sentados, hay varias botellas, y cuando un vaso está vacío, una mano desenrosca un tapón y llena de nuevo el vaso.
Ake, que es invisible, se tiende sobre el piso y gatea bajo la mesa sin que ninguno de los convidados lo note. Tiene en la mano una barrena invisible y, sin dudar un instante, la planta en la mesa y se pone a perforarla. Pronto ha atravesado la madera, pero sigue. Siente que su barrena muerde el vidrio y, de pronto, cuando ha perforado el fondo de una botella, el aguardiente corre en un delgado hilo regular por el hueco hecho en la mesa. Reconoce los zapatos de su padre y no osa pensar en lo que pasaría si de pronto él se volviera otra vez visible. Pero en ese momento, con un estremecimiento de alegría, oye a su padre que dice:
-¡Vaya! ¡Ya no hay más nada que beber! -y otra voz que asiente-:Cierto, en ese caso… -y luego todo el mundo se levanta en la sala.
Ake sigue a su padre por las escaleras y, cuando llegan a la calle, lo guía, aunque su padre no se da cuenta, hacia una estación de taxis y cuchichea la dirección exacta al chofer; luego durante todo el trayecto se mantiene en el estribo para controlar que vayan en la buena dirección. Cuando están sólo a algunas cuadras de la casa, Ake anhela estar de vuelta y se encuentra extendido al fondo del sofá de la cocina: oye detenerse un coche abajo en la calle: cuando vuelve a ponerse en marcha se da cuenta de que no era el suyo, y que aquél se ha detenido ante la puerta del inmueble de al lado. El verdadero está, pues, todavía en camino; quizá ha sido obstruido en algún lugar cerca del cruce más próximo; quizá ha sido detenido por un ciclista volcado; suceden tantas cosas a los automóviles…
Pero finalmente llega un automóvil que parece ser el bueno. A algunas puertas de la de Ake, comienza a disminuir la velocidad, costea lentamente la casa de al lado y se detiene con un pequeño rechinamiento justamente ante la puerta precisa. Una puerta se abre, una puerta se cierra con un crujido, alguien silba haciendo tintinear una moneda. Su padre no acostumbra silbar, pero nunca se sabe… ¿Por qué no se pondría a silbar de pronto? El auto arranca y vira en la esquina, luego todo se vuelve silencioso. Ake presta oídos y escucha lo que sucede en la escalera, pero no llega ningún ruido de puerta. Ni el menor clic del dispositivo automático, ni el menor ruido de pasos sordos trepando la escalera.
¿Por qué lo habré dejado yo tan pronto, piensa Ake, en vista de que estábamos tan cerca? Yo habría podido seguirlo hasta la misma puerta. Evidentemente, ahora él está abajo, ha perdido la llave y no puede entrar. Tal vez se va a encolerizar, se va a ir y no regresará hasta que la puerta esté abierta, mañana por la mañana. Y no sabe silbar, es bien sabido, de otra manera me silbaría a mí o a mamá para que le tirásemos la llave.
Tan silenciosamente como le es posible, Ake salta el borde del sofá que rechina como siempre, y choca en la oscuridad con la mesa de la cocina: allí se para como petrificado, sobre el frío linóleo, pero su madre llora con grandes sollozos, regulares como la respiración de un durmiente; ella no ha oído nada, pues se desliza hasta la ventana y aparta suavemente la persiana para mirar afuera. No hay alma viviente en la calle, pero la lámpara encima de la puerta de enfrente está encendida. Se enciende al mismo tiempo que el dispositivo automático de la escalera. En esto se parece exactamente al que está encima de la puerta de Ake.
Pronto Ake comienza a tener frío y con sus pies desnudos vuelve a pasitos al sofá. Para no chocar con la mesa sigue el fregadero con la mano y de pronto la punta de sus dedos toca algo frío y puntiagudo. Deja que sus dedos continúen la exploración durante un instante, luego empuña el mango del cuchillo. Cuando se desliza en su lecho tiene el cuchillo aún. Lo pone bajo la frazada, cerca de él, y de nuevo se hace invisible. Se encuentra en el mismo salón de hace poco, se mantiene a la entrada y mira a los hombres y las mujeres que retienen prisionero a su padre. Se da cuenta de que si su padre debe recobrar la libertad es necesario liberarlo de la misma manera que Fred ha liberado al misionero, cuando éste estaba atado a un poste y se hallaba a punto de ser asado por los caníbales.
Ake avanza a paso de lobo, alza su cuchillo invisible y lo hunde en la espalda del gordo monigote que está sentado junto a su padre. El gordo cae tieso, muerto -Ake le da una vuelta a la mesa- y uno tras otro resbalan de sus sillas sin saber demasiado lo que les sucede. Cuando el padre está al fin liberado, Ake lo arrastra por las escaleras y como no se oye ningún coche en la calle, bajan los escalones muy lentamente, atraviesan la calle y suben a un tranvía. Ake se las arregla para que su padre tenga un asiento en el interior; espera que el cobrador no perciba que ha bebido un poco y que su padre no diga algo desagradable al conductor o acaso tenga un estallido de risa sin motivo,
El canto de un lejano tranvía nocturno, que se amortigua en un viraje, penetra implacablemente en la cocina, y Ake, que ha abandonado ya el tranvía y reposa de nuevo en el sofá, nota que su madre ha dejado de sollozar durante su corta ausencia. En el cuarto la persiana vuela contra el techo con un crujido terrible y cuando ese crujido se ha esfumado, la madre abre la ventana y a Ake le gustaría poder saltar del lecho y correr al cuarto para anunciarle que puede cerrar la ventana otra vez, bajar la persiana e ir a acostarse con toda tranquilidad, porque ahora, de todos modos, el padre no tardará. Va a llegar en el próximo tranvía, yo mismo lo he ayudado a tomarlo”. Pero Ake comprende que esto no serviría de nada, ella nunca le creería. Ella no sabe todo lo que él ha hecho por ella. Cuando están solos por la noche y ella lo supone dormido, no sabe qué viajes él emprende y en qué aventuras él se lanza por ella.
Cuando más tarde el tranvía se detiene en la parada de la esquina, él se mantiene pegado a la ventana y mira afuera por la rendija entre la persiana y las jambas. Los primeros que llegan son dos jóvenes que han debido saltar del tranvía en marcha, se entretienen dándose puñetazos, habitan en la casa nueva al otro lado de la calle. Se oyen las voces de los que han bajado en la esquina y mientras el tranvía iluminado sale de detrás de las casas y atraviesa lentamente la calle de Ake llenándola de hierros viejos, aparecen gentes en pequeños grupos que luego se dispersan en diferentes direcciones. Un hombre de paso vacilante, con su sombrero en la mano como un mendigo, mete la cabeza por la puerta de Ake, pero no es su padre, es el portero.
Ake no se mueve. Sigue esperando. Sabe que muchas cosas pueden retener al pasajero del tranvía en la esquina. Hay varias vidrieras, particularmente la de una zapatería donde su padre quizá se haya detenido antes de entrar para elegir un par de zapatos. La vidriera del vendedor de frutas y legumbres está llena de carteles pintados a mano y habitualmente muchos se paran a mirar los interesantes muñecos que allí hay dibujados. Hay también una distribuidora automática que funciona mal y es posible que el padre haya introducido una pieza de veinte para comprarle una caja de pastillas de regaliz y ahora no logre abrir la puertita.
Mientras Ake se mantiene junto a la ventana y espera que su padre se aleje de la distribuidora, su madre sale de pronto del cuarto y pasa ante la cocina. Como está descalza, Ake no ha oído nada, pero ella seguramente no lo ha notado, porque sin detenerse va hacia la entrada. Ake suelta la persiana que tenía separada y permanece completamente inmóvil en la oscuridad total, mientras su madre busca algo entre los abrigos. Debe ser un pañuelo, porque un momento más larde ella se suena y vuelve al cuarto. Aunque ella está descalza, Ake observa que trata de andar silenciosamente para no despertarlo. Después de haber entrado al cuarto, cierra rápidamente la ventana y baja la persiana con un golpe seco y rápido.
Luego ella se tira en la cama y los sollozos recomienzan exactamente como si no pudiera sollozar más que en esa posición o como si no pudiera evitar llorar cuando se halla tendida.
Después de haber mirado una vez más hacia la calle y encontrarla completamente vacía, aparte de una mujer que se deja acariciar por un marinero bajo el balcón de enfrente, Ake vuelve con pasos afelpados a acostarse. El piso rechina de pronto bajo sus pies y tiene la impresión de que resuena como si él hubiera dejado caer algo. Ahora está horriblemente fatigado; mientras avanza, el sueño se despliega sobre él como una niebla y a través de esa niebla percibe un crujido de pasos en la escalera, pero no van en la buena dirección, sino que descienden en lugar de subir. Tan pronto se ha deslizado bajo el cobertor se sumerge, de mala gana pero rápidamente, en las aguas del sueño y las últimas olas que se cierran encima de su cabeza son dulces como sollozos.
Pero el sueño es tan frágil que no logra retener a Ake apartado de lo que le preocupaba cuando estaba despierto. Seguramente que no ha oído al auto frenar ante la puerta, ni encenderse el dispositivo automático con un pequeño clic, ni el ruido de los pasos trepando la escalera, pero la llave introducida en la cerradura atraviesa el sueño y Ake de pronto se despierta, la alegría lo golpea como un relámpago, lo enciende desde los pies a la cabeza. Pero la alegría se disipa también en una humareda de preguntas. Ake tiene un juego al que se entrega cada vez que despierta de esta manera. Se entretiene en pensar que su padre atraviesa la entrada en dos zancadas y se aposta entre la cocina y el cuarto a fin de que su madre y él puedan ambos oírlo exclamar: Tengo un compañero que se ha caído del andamio y he tenido que acompañarlo al hospital, me he quedado con él toda la noche y no he podido llamarte porque no había teléfono cerca’, o bien: “Imagínense que hemos ganado el premio gordo en la lotería y si he vuelto tan tarde es porque yo quería que ustedes no perdieran el resuello tan pronto. O bien: Imagínense que hoy el patrón me ha regalado un bote de motor y he salido a probarlo y mañana por la mañana temprano salimos los tres. ¿Qué me dicen de eso?
En realidad, esto se desarrolla más lentamente y sobre todo no es tan sorprendente. Su padre no halla el interruptor de la entrada. Finalmente renuncia y tropieza con un armazón de madera que cae a tierra. Reniega y trata de recogerlo, pero en vez de hacerlo vuelca un bulto que estaba junto a la pared. Renuncia entonces y trata de hallar un gancho donde colgar su abrigo, pero cuando al fin ha hallado uno, el abrigo se le desliza también y cae al suelo con un ruido blando. Apoyado en la pared, el padre da a continuación algunos pasos para ir al baño, enciende la luz y, como tantas otras veces, Ake permanece acostado, paralizado para escuchar el ruido de las salpicaduras en el piso. El padre apaga, tropieza en la puerta, jura y entra al cuarteo a través de la cortina que se estremece como una serpiente presta a morder.
Luego todo está silencioso. El padre permanece de pie en el cuarto sin decir una palabra, sus zapatos rechinan débilmente, su respiración es pesada e irregular, pero esos dos ruidos lo vuelven todo todavía más aterradoramente silencioso y en ese silencio un nuevo relámpago golpea a Ake. Es el odio lo que lo enciende y aprieta el mango del cuchillo tan fuerte que le hace daño, aunque no siente dolor. Pero el silencio dura sólo un instante. Su padre comienza a desvestirse. La chaqueta, el chaleco. Tira sus ropas sobre una silla. Se apoya en un armario y deja caer de los pies sus zapatos. La corbata hace un chasquido como un batir de alas. Luego da algunos pasos más por el cuarto, es decir hacia la cama, y se queda inmóvil mientras da cuerda a su reloj. Luego todo se pone silencioso, tan terriblemente silencioso como antes, sólo el reloj roe el silencio como un ratón, el reloj del hombre ebrio.
Y después sucede lo que el silencio esperaba, la madre hace un movimiento desesperado en la cama y el grito brota de su boca como sangre.
-Cochino, cochino, cochino, cochino -exclama ella hasta que su voz muere y todo se vuelve silencioso. Únicamente el reloj roe, roe, y la mano que aprieta el cuchillo está toda húmeda de sudor. Es tan grande la angustia en la cocina que no se podría soportar sin un arma; finalmente, Ake está tan fatigado por el miedo que, sin resistencia, sumerge en el sueño antes que nada la cabeza. Tarde en la noche se despierta de pronto y, por la puerta abierta, oye rechinar la cama de al lado y un dulce murmullo llenar el cuarto; no sabe exactamente lo que esto significa, sino que esos dos ruidos implican la desaparición del miedo por esta noche. Suelta el cuchillo que sostenía su mano y lo rechaza lejos de él, lleno de un deseo ardiente de su propio cuerpo; en el momento de adormecerse, se entrega al último de los juegos de la noche, el que le trae la paz final.
La paz final… sin embargo, no hay fin. Poco antes de las seis de la tarde la madre entra a la cocina donde él, sentado a la mesa, está haciendo su tarea de cálculo. Ella simplemente le saca de las manos, el libro de aritmética y lo hace levantarse del banco.
-Ve a ver a papá -dice arrastrándolo con ella hacia la entrada y poniéndose detrás para cortarle la retirada- ve a ver a papá y dile de mi parte que te dé dinero.
Los días son peores que las noches. Los juegos de la noche son mucho mejores que los del día. Por la noche se puede ser invisible y corretear sobre los techos hasta el sitio donde se tiene necesidad de ustedes. Por el día no se es invisible. Por el día la cosa no va tan rápida, no es tan bueno jugar. Ake cruza la puerta de la casa y no es de ningún modo invisible. El hijo del portero le tira del abrigo para que vaya a jugar a las bolas, pero Ake sabe que su madre está en la ventana y lo siguen con los ojos hasta que ha desaparecido tras la esquina, tanto que él se desprende sin decir palabra y se va corriendo como si alguien fuera en su persecución. Cuando ha doblado la esquina, se pone a andar tan lentamente como le es posible; cuenta los cuadros de la acera y los salivazos que hay en ella. Se le une el hijo del portero, pero Ake no le responde, pues no se le puede decir a nadie que ha salido a buscar al padre con su paga. Al fin, el hijo del portero se cansa y Ake se acerca cada vez más al sitio al que no quiere acercarse. Finge alejarse cada vez más, pero esta no es verdad de ningún modo.
La primera vez él pasa delante del café sin entrar. Merodea tan cerca que el guardia gruñe a su lado. Se mete en una calle transversal y se detiene ante la casa donde se halla el taller de su padre. Un poco más tarde, pasa bajo la puerta cochera y desemboca en el patio y finge creer que su padre está aún allí, que se ha escondido en alguna parte detrás de los toneles o los sacos para que Ake lo busque. Levanta las tapas de los toneles de pintura y cada vez se asombra de no hallar a su padre acurrucado en uno de ellos. Después de haber buscado en el patio durante casi media hora, acaba por comprender que su padre no ha podido esconderse ahí, y se va.
Al lado del café hay una locería y una relojería. Ake se para primero a mirar la vidriera en que se exhiben porcelanas. Trata de contar los perros, primero los perros de raza de la fila delantera, luego los que puede entrever cuando pone sus manos de visera, y pasa revista a los anaqueles y mostradores en el interior de la tienda. El relojero se dispone justamente a bajar la cortina de su comercio, pero por los huecos del enrejado Ake puede ver de todos modos los relojes allá dentro, que hacen tictac. Mira también el reloj que marca la hora exacta y decide que el segundero tiene que dar diez vueltas antes de que él entre.
Ake aprovecha el momento en que el guardia disputa con un individuo que le muestra algo en un periódico para colarse en el café; en seguida avanza corriendo hacia la mesa precisa, a fin de no ser visto por demasiada gente. Su padre no lo ve en seguida, pero uno de los otros pintores hace una señal en dirección de Ake y dice:
-Tu chiquillo está ahí.
El padre pone al hijo en sus rodillas y frota su barba de dos días contra la mejilla. Ake trata de no mirarlo a los ojos, pero de vez en cuando no lo puede evitar, fascinado por las ventanillas rojas en lo blanco de los ojos.
-¿Qué quieres, tú? -dice el padre: su lengua es blanda, pastosa, y tiene que repetir varias veces la misma cosa antes de estar satisfecho él mismo de ello,
-Vengo a buscar dinero.
Su padre entonces vuelve a ponerlo suavemente en el suelo, se echa hacia atrás y ríe tan fuerte que sus camaradas se ven obligados a hacerle señal de callarse. Riéndose, saca su portamonedas, quita torpemente el elástico y busca mucho antes de hallar la pieza de una corona más brillante.
-Toma, Ake -dice- ve a comprarte dulces con esto.
Los otros pintores no quieren ser menos y Ake recibe una corona de cada uno de ellos. Retiene el dinero en su mano mientras, abrumado de confusión yvergüenza, se dirige prudentemente a la salida por entre las mesas. Se muere de miedo de que alguien lo vea salir cuando pase corriendo delante del guardia y que un soplón vaya a decir en la escuela:
-Ayer por la tarde vi salir a Ake de la taberna.
Se detiene de todos modos un instante ante la vidriera del relojero y, mientras la aguja da diez vueltas en torno de su eje, permanece allí, apoyado contra la reja. Él sabe que esta noche deberá jugar aún, pero no sabe a quién odia más de los dos seres por los cuales juega.
Cuando más tarde dobla lentamente la esquina, encuentra la mirada de su madre allá arriba a diez metros del suelo y avanza hacia la puerta del inmueble lentamente con cuanto coraje tiene para ello. Al lado hay un vendedor de leña y se arriesga de todos modos a arrodillarse un momentito y a mirar por el tragaluz a un viejito que recoge carbón en un saco negro. Cuando el viejito ha terminado, la madre está detrás de Ake. Ella lo levanta bruscamente y lo toma por el mentón para captar su mirada.
-¿Qué ha dicho? -cuchichea-.¿Acaso te has comportado de nuevo como un flojo?
-Dijo que iba a venir en seguida -cuchichea Ake en respuesta.
-¿Y el dinero?
-Mamá, cierra los ojos -dice Ake y juega el último de los juegos del día.
Mientras su madre eleva los ojos, Ake desliza suavemente las cuatro piezas de una corona en la mano extendida; luego baja la calle corriendo, sus pies tienen tanto miedo que patinan en el pavimento. Un grito cada vez más fuerte lo persigue a lo largo de las casas pero esto no lo detiene, por el contrario él corre todavía más rápido.

Stig Dagerman, Los juegos de la noche.


Stig Dagerman

Historia de lo fantástico

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La editorial Iberoamericana-Vervuert, especializada en libros académicos de humanidades, ha publicado con gran acierto Historia de lo fantástico en la cultura española contemporánea (1900-2015). Dirigido por David Roas, el volumen está articulado en catorce capítulos —escritos por diferentes investigadores vinculados al Grupo de Estudios sobre lo Fantástico de la Universidad Autónoma de Barcelona― en los que se hace un amplio recorrido historiográfico por diversas manifestaciones de lo fantástico ―narrativa, teatro, televisión, cine y cómic― en los últimos 115 años, abarcando desde el modernismo hasta la actualidad. Es interesante el análisis transversal que se hace en los diferentes capítulos de la interconexión entre estas formas de ficción.
Este libro tiene algo de reivindicativo al mostrar por primera vez el verdadero valor de lo fantástico en nuestra cultura que, a pesar de no poder compararse con la posición predominante que tradicionalmente se le ha dado al realismo, no se puede obviar su notoria influencia en grandes obras de ficción. Tampoco se puede negar una ya larga tradición de autores interesados en esta forma de expresión —aunque con una presencia casi subterránea y muy relacionada, durante un tiempo, con autores exiliados — ni la existencia de un público fiel y cada vez más numeroso. Esto ha dado lugar a un cambio de percepción que en la actualidad se ve reflejado no solo en su visibilidad con el auge de autores —a partir de la década de los 60 y aún más en los 80— que centran su trabajo creativo en lo fantástico, sino también en el propio interés académico con un incremento considerable del número de estudios rigurosos y sistemáticos sobre esta temática. 
A pesar de ser un tratado de investigación Historia de lo fantástico tiene una estructura que lo hace accesible a un público generalista interesado en los temas tratados y aporta multitud de datos que pueden ser consultados. En los diferentes capítulos se hace una minuciosa recopilación, selección y análisis crítico de una información que hasta ahora estaba muy dispersa y se logra dar una visión global justificada con numerosas referencias bibliográficas.
Lo fantástico se define como una irrupción de algo imposible en la realidad cotidiana ―no solo del personaje que lo protagoniza, sino también del lector― creando una perplejidad y una inseguridad ante lo inexplicable. Esto lo diferencia de otras formas de ficción cercanas con las que a veces hibrida como pueden ser los mundos maravillosos, el realismo mágico, la ciencia ficción, las historias de hadas o de terror. Ese es el marco conceptual de este volumen que engloba también la evolución de la propia definición de lo fantástico y la influencia de autores principalmente de habla inglesa: desde el dominio de lo legendario y su concepción para imaginar excepciones a las leyes científicas conocidas hasta el cuestionamiento de la realidad y la relación del sujeto con ésta en ambientes cotidianos. Incluso, en narrativa y en cine, pero sobre todo en teatro lo fantástico en ocasiones se utiliza como un recurso que, de algún modo, logra mimetizar la realidad social y se convierte en una herramienta para hacer crítica, más o menos soslayada, de los sistemas políticos.
Se pueden destacar los capítulos referidos a análisis comparados absolutamente inéditos en nuestro país como es el de la presencia de lo fantástico en televisión. En todos los casos hay una profundización y una visión global hasta ahora sin precedentes en los estudios sobre lo fantástico en cualquiera de sus manifestaciones. En el caso del teatro, de la televisión y del cómic son muy escasos los estudios previos, mientras que el número y calidad de trabajos sobre lo fantástico en el cine y, sobre todo, en narrativa es significativamente mayor. 
El estudio de la evolución del discurso de lo fantástico en los diferentes periodos estudiados —las poéticas dominantes―, su interdependencia entre las distintas formas de expresión de ficción, junto con la influencia que todo ello ha tenido de la «cultura fantástica» de otros países, es quizás el mayor logro de este volumen. Historia de lo fantástico es un libro de gran interés que, por la cantidad de información recogida en sus páginas, ya es de consulta obligada para todo aquel que quiera profundizar en el significado y la influencia de lo fantástico en la cultura española del último siglo.










Historia de lo fantástico en la cultura española contemporánea (1900-2015).
David Roas (Dir.)
Iberoamericana-Vervuert (2017).

Medardo Fraile, No hay prisa en abrir los ojos

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No hay prisa en abrir los ojos
Tras las cortinas se adivinaba ya la luz aún manchada de sombras, pero serían –pensó– las ocho, la hora de levantarse, como todos los días de su vida. ¿Por qué? Se removió en la cama y sintió el cuerpo magullado por la batalla de cada noche, la colcha caída, sábanas arrugadas, las cenizas de tanta gente soñada y muerta doliéndole en la almohada endurecida, pero las siete de la mañana le habían parecido siempre temprano, y las nueve demasiado tarde. Sólo por eso. No había otra razón. ¿Qué prisa tienes? No abras los ojos, no hay prisa. ¿Quién le hablaba? ¿Oía otra voz o se hablaba a sí mismo? Sigue ahí, descansa. No abras los ojos. La noche ha sido terrible y te ha vencido. Sigue durmiendo, abre los ojos hacia ti mismo, mira dentro de ti, donde aún te late el corazón, donde están las cenizas de los que habitan tus sueños en las sombras. Pero eran ya las ocho, ¡las ocho! Y abrió los párpados, y no halló cosa en que poner los ojos, que no fuera recuerdo del olvido.
Medardo Fraile, No hay prisa en abrir los ojos (Antes del futuro imperfecto, Páginas de Espuma).

Medardo Fraile

Zorros plateados

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El instinto de supervivencia muestra lo mejor y lo peor del ser humano, pero la sensación de que todo se confabula para hacernos sentir desamparados hace aflorar afectos que pueden dar algo de sentido a nuestras vidas. Algunas de las grandes guerras del último siglo y su dramática irrupción en vidas cotidianas recorren transversalmente las páginas de este libro. Zorros plateados es el último volumen de relatos de Manuel Moya (Fuenteheridos, 1960), con el que ha ganado el XXVII Premio Tiflos de Cuento. 
En estas diez historias Manuel Moya nos demuestra una notable sensibilidad ante los más desfavorecidos y una aguda capacidad para observar y escuchar. Con una aparente facilidad logra crear atmósferas especiales describiendo detalles mínimos como la pelusa de los abedules que danzan en el aire, el salitre que carcome los muros de una fachada, el manzano que da sombra en un huerto o el papel de estraza con el que una frutera envuelve unos plátanos.
A lo largo de las páginas de este libro vamos conociendo a personajes que buscan afectos entre el dolor. Son hombres y mujeres que intentan escapar de un destino que zarandea sus vidas: un hombre cuida con amor a su mujer sabiendo que, en realidad, ella nunca le quiso; una madre descubre que el deseo insatisfecho de su antiguo jefe puede provocar en ella el más profundo dolor; el autor de la soledad tiene entre sus heterónimos a sus más cercanos amigos; una extraña pareja formada por una mujer de la Toscana y un joven alemán comparten un gran secreto; dos amigos, a pesar de que la vida los separa, mantienen una ilusión viva desde la infancia; un soldado cambia el rumbo de su decisión cuando encuentra unos pequeños zapatos de una niña junto a una muñeca con pelo de mazorca y paja; un teniente, como los grandes héroes, lucha contra la burocracia y sus superiores por defender la vida de un grupo de personas que huye de la guerra; un anciano tuvo hace tiempo la mala fortuna de encontrar a una joven muerta sin saber que ese fatal hallazgo despertaría el interés en historiadores del arte; una joven pareja vive en Budapest una aventura de amor fantástica; un carpintero sabe que cuando en la aldea no queda ya nadie del gremio, solo él puede construir su propio ataúd.
Manuel Moya consigue conmovernos, igual que hacía Ignacio Aldecoa, con sus humildes pero vibrantes personajes que muestran una realidad cruda y a la vez llena de ternura. Los cuentos suceden en su mayor parte en los años anteriores y posteriores a la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Civil Española y, en cualquier caso, en todos están presentes las secuelas de los regímenes fascistas de Europa y Sudamérica. Son sucesos del pasado, pero también nos hablan del presente, de lo poco que ha cambiado el mundo después de las grandes guerras y de la insensibilidad que mostramos ante sucesos parecidos a los que pudieron padecer nuestros abuelos. El dualismo de los protagonistas impregna algunos cuentos; la frontera entre lo reprochable y lo plausible a veces es tenue. La estructura de los cuentos, la puntuación, los silencios necesarios y el lenguaje que utiliza Moya no solo consiguen mantener al lector atrapado, sino que, al igual que algunos de los personajes, puede llegar a sentir frío, hambre e impotencia. 
Zorros plateados es un libro redondo. Los cuentos tienen un ritmo y una tensión creciente que te arrastran desde el principio hasta el fin y dejan un poso tras la lectura que te obliga a cuestionarte sobre la naturaleza humana y cómo los sucesos nos transforman. Aquí Manuel Moya nos muestra, una vez más —como lo ha hecho en gran parte de su obra literaria—, una noble actitud ante el mundo.







Zorros plateados
Manuel Moya

Edhasa, 2017
Publicado en Culturamas el 15 de septiembre de 2017.

Adolfo Bioy Casares, El calamar opta por su tinta

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El calamar opta por su tinta

Más ocurrió en este pueblo en los últimos días que en el resto de su historia. Para medir como corresponde mi palabra recuerden ustedes que hablo de uno de los pueblos viejos de la provincia, de uno en cuya vida abundan los hechos notables: la fundación, en pleno siglo XIX; algo después el cólera –un brote que felizmente no llegó a mayores- y el peligro del malón, 
que si bien no se concretaría nunca, mantuvo a la gente en jaque a lo largo de un lustro en que partidos limítrofes conocieron la tribulación por el indio. Dejando atrás la época heroica, pasaré por alto tantas otras visitas de gobernadores, diputados, candidatos de toda laya, amén 
de cómicos y uno o dos gigantes del deporte. Para morderme la cola concluiré esta breve lista con la fiesta del Centenario de la Fundación, genuino torneo de oratoria y homenajes. 
Como he de comunicar un hecho de primer orden, presento mis credenciales al lector. De espíritu amplio e ideas avanzadas, devoro cuanto libro atrapo en la librería de mi amigo el gallego Villarroel, desde el doctor Jung hasta Hugo, Walter Scott y Goldoni, sin olvidar el último tomito de Escenas matritenses. Mi meta es la cultura, pero bordeo los “malditos treinta años” y de veras temo que me quede por aprender más de lo que sé. En resumen, procuro seguir el movimiento e inculcar las luces entre los vecinos, todos bellas personas, platita labrada, eso sí muy afectos a la siesta que hereditariamente acunan desde la edad media y el oscurantismo. Soy docente –maestro de escuela- y periodista. Ejerzo la cátedra de la péndola en modestos órganos locales, ora factotum de El Mirasol (título mal elegido, que provoca pullas y atrae una enormidad de correspondencia errónea, pues nos tomas por tribuna cerealista), ora de Nueva Patria. 
El tema de esta crónica ofrece una particularidad que no quiero omitir: no sólo ocurrió el hecho en mi pueblo; ocurrió en la manzana donde transcurre mi vida entera, donde se halla mi hogar, mi escuelita –segundo hogar- y el bar de un hotel frente a la estación, al cual acudimos noche a noche, en altas horas, el núcleo con inquietud de la juventud lugareña. El epicentro del fenómeno, el foco si prefieren, fue el corralón de Juan Camargo, cuyos fondos lindan por el costado este con el hotel y por el norte con el patio de casa. Un par de circunstancias, que no cualquiera vincularía, lo anunciaron: me refiero al pedido de los libros y al retiro del molinete de riego. 
Las Margaritas, el petit-hôtel particular de don Juan, verdadero chalet provisto de florido jardín a la calle, ocupa la mitad del frente y apenas parte del fondo del terreno del corralón, donde se amontonan incalculables materiales, como reliquias de buques en el fondo del mar. En cuanto al molinete, giró siempre en el apuntado jardín, al extremo de configurar una de las más viejas tradiciones y una de las más interesantes peculiaridades de nuestro pueblo. 
Un día domingo, a principios de mes, misteriosamente el molinete faltó. Como al cabo de la semana no había reaparecido, el jardín perdió color y brillo. Mientras muchos miraron sin ver, hubo uno a quien la curiosidad embargó desde el primer momento. Ese uno infestó a otros, y a la noche, en el bar, frente a la estación, la muchachada bullía de preguntas y comentarios. De tal modo, al calor de una comezón ingenua, natural, destapamos algo que tenia poco de natural y resultó una sorpresa. 
Bien sabíamos que don Juan no era hombre de cortar el agua del jardín, por descuido, un verano seco. Por de pronto lo reputamos pilar del pueblo. Con fidelidad la estampa retrata el carácter de nuestro cincuentón: elevada estatura, porte corpulento, cabello cano peinado en dóciles mitades, cuyas ondas dibujan arcos paralelos a los del bigote y a los inferiores de la cadena del reloj. Otro detalles revelan al caballero chapado a la antigua: breeches, polainas de cuero, botín. En su vida, regida por la moderación y el orden, nadie, que yo recuerde, computó una debilidad, llámela borrachera, mujerzuela o traspié político. En un ayer que de buen grado olvidaríamos -¿quién de nosotros, en materia de infamia, no arrojó su canita al aire?- don Juan se mantuvo limpio. Por algo le reconocieron autoridad los mismos interventores de la Cooperativa, etcétera, gente muy poco espectable, francamente pelandrunes. Por algo en años ingratos aquel bigotazo constituyó el manubrio del que la familia sana del pueblo se mantuvo colgada. 
Obligatorio es reconocer que este varón señero milita ideas de viejo cuño y que nuestras filas, de suyo idealistas, hasta ahora no produjeron prohombres de temple comparable. En un país nuevo, las ideas nuevas carecen de tradición. Ya se sabe, sin tradición no hay estabilidad. 
Por arriba de esta figura, nuestra jerarquía ad usum no pone a nadie, salvo a doña Remedios, madre y consejera única de tan abultado hijo. Entre nosotros, no sólo porque manu militari arregla cuanto conflicto le someten o no, la llamamos Remedio Heroico. Aunque burlesco, el mote es cariñoso. 
Para completar el cuadro de quienes viven en el chalet, ya no falta sino un apéndice indudablemente menor, el ahijado, don Tadeíto, alumno del turno de la noche de mi escuela. Como doña Remedios y don Juan no toleran casi nunca extraños en la casa, ni en calidad de colaboradores ni de invitados, el muchacho reúne sobre la testa los títulos de peón y dependiente del corralón y de sirvientillo de Las Margaritas. Agreguen a lo anterior que el pobre diablo acude regularmente a mis clases y comprenderán por qué respondo con cajas destempladas a cuantos, por pifia y maldad pura, le endosan el sonsonete de un apodo. Que olímpicamente lo rechazaran del servicio militar me tiene sin cuidado, porque de envidioso no peco. 
El domingo en cuestión, a una hora que se me extravió entre las dos y las cuatro de la tarde, llamaron a mi puerta, con el deliberado afán, a juzgar por los golpes, de voltearla. Tambaleando me incorporé, murmuré: “No es otro”, proferí palabras que no están bien en boca de un maestro y como si esta no fuera época de visitas desagradables abrí, seguro de encontrar a don Tadeíto. Tuve razón. Ahí sonreía el alumno, con la cara tan flacucha que ni siquiera servía de pantalla contra el sol, de lleno en mis ojos. A lo que entendí solicitaba a boca de jarro y con esa voz que de pronto se ahuyenta, textos de primer grado, segundo y tercero. Irritadamente inquirí: 
-¿Podrías informar para qué? 
-Pide padrino –contestó. 
En el acto entregué los libros y olvidé el episodio como si fuera parte de un sueño. 
Horas después, cuando me dirigía a la estación y alargaba el camino con una vuelta para matar el tiempo, advertí en Las Margaritas la falta del molinete. La comenté en el andén, mientras esperábamos el expreso de Plaza de las 19.30 que llegó a las 20.54, y la comenté a la noche, en el bar. No me referí al pedido de textos, ni menos aún vinculé un hecho con otro, porque al primero, ya dije, lo registré apenas en la memoria. 
Supuse que tras un día tan movido retomaríamos el tranco habitual. El lunes, a la hora de la siesta, alborozadamente me dije: “Esta va de veras”, pero todavía cosquilleaba el fleco del poncho la nariz, cuando empezó el estruendo. Murmurando: “Y hoy qué le ha dado. Si lo pesco a las patadas en la puerta pagará lágrimas de sangre”, enfilé las alpargatas y me encaminé al zaguán. 
-¿Ya es una costumbre interrumpir a tu maestro? –espeté al recibir de vuelta la pila de libros. 
La sorpresa me confundió enteramente, porque oí por toda conversación: 
-Pide padrino los de tercero, cuarto y quinto. Logré articular: 
-¿Para qué? 
-Pide padrino –explicó don Tadeíto. 
Entregué los libros y volví al lecho, en pos del sueño. Admito que dormí, pero lo hice, ruego que me crean, en el aire. 
Luego, camino de la estación, comprobé que el molinete no había retomado su puesto y que el tono amarillo se difundía en el jardín. Conjeturé, por lógica, despropósitos y en pleno andén, mientras el físico se lucía ante frívolas bandadas de señoritas, la mente aún trabajaba en la interpretación del misterio. 
Mirando la luna, enorme allá por el cielo, uno de nosotros, creo que Di Pinto, entregado siempre a la quimera romántica de quedar como hombre de campo (¡por favor, ante los amigos de toda la vida!), comentó: 
-La luna se hizo de seca. No atribuyamos, pues, a un pronóstico de lluvia el retiro de un artefacto. ¡Su móvil habrá tenido nuestro don Juan! 
Badaracco, mozo despierto, que presenta un lunar, porque en otra época, aparte del sueldo bancario, cobraba un tanto por delación, me preguntó: 
-¿Por qué no apestillas al respecto al taradito? 
-¿A quién? –interrogué por decoro. 
-A tu alumno – respondió. 
Aprobé el temperamento y lo apliqué esa misma noche, después de clase. Traté de marear primero a don Tadeíto con la perogrullada de que la lluvia entona al vegetal, para atacar por fin a fondo. El diálogo fue como sigue: 
-¿Se descompaginó el molinete? 
-No 
-No lo veo en el jardín. 
-¿Cómo lo va a ver? 
-¿Por qué cómo lo voy a ver? 
-Porque está regando el depósito. 
Aclaro que entre nosotros llamamos depósito a la última barraca del corralón, donde don Juan amontona los materiales de poca venta, por ejemplo, estrafalarias estufas y estatuas, monolitos y malacates. 
Urgido por el deseo de notificar a los muchachos de la novedad sobre el molinete, ya despachaba a mi alumno sin interrogarlo sobre el otro punto. Recordar y chillar fue todo uno. Desde el zaguán don Tadeíto me miró con ojos de oveja. 
-¿Qué hace don Juan con los textos? –grité. 
-Y... –gritó de vuelta- los deposita en el depósito. 
Alelado corrí al hotel, ante mis comunicaciones, tal como lo preví, cundió la perplejidad entre la juventud. Todos formulamos alguna opinión, pues el buen callar en aquel momento era un bochorno, y por fortuna nadie prestó oídos a nadie. O quizá prestara oídos el patrón, el enorme don Pomponio del vientre hidrópico, a quien los del grupo a gatas distinguimos de las columnas, mesas y vajilla, porque la soberbia del intelecto nos ofusca. La voz de bronce, apagada por ríos de ginebra, de don Pomponio, llamó al orden. Siete caras miraron para arriba y catorce ojos quedaron pendientes de una sola cara roja y brillante, que se partía en la boca, para inquirir: 
-¿Por qué no se dan traslado en comitiva y piden explicación a don Juan en persona? 
El sarcasmo despabiló a uno, de apellido Aldini, que estudia por correspondencia y lleva corbata blanca. Enarcando cejas me dijo: 
-¿Por qué no ordenas a tu alumno que espíe las conversaciones entre doña Remedios y don Juan? Después le aplicas la picana. 
-¿Qué picana? 
-Tu autoridad de maestro ciruela –aclaró con odio. 
-¿Don Tadeíto tiene memoria? –preguntó Badaracco. 
-Tiene –afirmé-. Lo que entra en su caletre, por un rato queda fotografiado. 
-Don Juan –continuó Aldini- para todo se aconseja de doña Remedios. 
-Ante un testigo como el ahijado –declaró Di Pinto- hablarán con entera libertad. 
-Si hay misterio, saldrá a relucir –vaticinó Toledo. Chazarreta, que trabajaba de ayudante en la feria, gruñó: 
-Si no hay misterio ¿qué hay? 
Como el diálogo se desencaminaba, Badaracco, famoso por la ecuanimidad, contuvo a los polemistas. 
-Muchachos –los reconvino-, no están en edad de malgastar energías. Para tener la última palabra, Toledo repitió: 
-Si hay misterio, saldrá a relucir. 
Salió a relucir, pero no sin que antes giraran días enteros. 
A la otra siesta, cuando me hundía en el sueño, resonaron, cómo no, los golpes. A juzgar por las palpitaciones, resonaron a un tiempo en la puerta y en mi corazón. Don Tadeíto traía los libros de la víspera y reclamaba los de primer año, segundo y tercero, del ciclo secundario. Porque el texto superior escapa a mi órbita, hubo que comparecer en el negocio de librería de Villarroel, a vivo golpe en la puerta despertar al gallego y aplacarlo posteriormente con la satisfacción de que don Juan reclamaba los libros. Como era de temer, el gallego preguntó: 
-¿Qué mosca picó al tío ese? En la perra vida compró un libro y a la vejez viruela. Va de suyo que el muy chulo los pide en préstamo. 
-No lo tome a la tremenda, gallego –le razoné con palmaditas-. Por lo amargado parece criollo. 
Referí los pedidos previos de textos primarios y mantuve la más estricta reserva en cuanto al molinete, de cuya desaparición, según él mismo me dio a entender, estaba perfectamente compenetrado. Con los libracos debajo del brazo, agregué: 
-A la noche nos reunimos en el bar del hotel para debatir todo esto. Si quiere aportar su grano de arena, allá nos encuentra. 
En el trayecto de ida y vuelta no vimos un alma, salvo al perro barcino del carnicero, que debía de estar de nuevo empachado, porque en sus cabales ni el más humilde irracional se expone a la resolana de las dos de la tarde. 
Adoctriné al discípulo para que me reportara verbatim de las conversaciones entre don Juan y doña Remedios. Por algo afirman que en el pecado está el castigo. Esa misma noche emprendí una tortura que, en mi gula de curioso, no había previsto: escuchar aquellos coloquios puntualmente comunicados, interminables y de lo más insulsos. De cuando en cuando llegó a la punta de mi lengua alguna ironía cruel sobre que me tenían sin cuidado las 
opiniones de doña Remedios acerca de la última partida de jabón amarillo y la franeleta para el reuma de don Juan; pero me refrené, pues ¿cómo delegar en el criterio del mozo la estimación de lo que era importante o no? 
Por descontado que al otro día me interrumpió la siesta con los libros en devolución para Villarroel. Ahí se produjo la primera novedad: don Juan, dijo don Tadeíto, ya no quería textos; quería diarios viejos, que él debía procurar al kilo, en la mercería, la carnicería y la panadería. A su debido tiempo me enteré de que los diarios, como antes los libros, iban a parar al depósito. 
Después hubo un período en que no ocurrió nada. El alma no tiene arreglo: eché de menos los mismos golpes que antes me arrancaban de la siesta. Quería que pasara algo, bueno o malo. Habituado a la vida intensa, ya no me resignaba a la pachorra. Por fin una noche el alumno, tras un prolijo inventario de los efectos de la sal y otras materias nutritivas en el organismo de doña Remedios, sin la más leve alteración de tono que preparara para un cambio de tema, recitó: 
-Padrino dijo a doña Remedios que tienen una visita viviendo en el depósito y que por poco no se la lleva por delante los otros días, porque miraba a una especie de columpio de parque de diversiones al que no había dado entrada en los libros y que él no perdió el aplomo aunque el estado de la misma daba lástima y le recordaba un bagre boqueando fuera de la laguna. Dijo que atinó a traer un balde lleno de agua, porque sin pensarlo comprendió que le pedían agua y él no iba a permitir cruzado de brazos que un semejante muriera. No obtuvo resultado apreciable y prefirió acercar un bebedero a tocar la visita. Llenó el bebedero a baldazos y no obtuvo resultado apreciable. De pronto se acordó del molinete y como el médico de cabecera que prueba, dijo, a tientas los remedios para salvar a un moribundo, corrió a buscar el molinete y lo conectó. A ojos vista el resultado fue apreciable porque el moribundo revivió como si le cayera de lo más bien respirar el aire mojado. Padrino dijo que perdió un rato con su visita, porque le preguntó como pudo si necesitaba algo y que la visita era francamente avispada y al cabo de un cuartito de hora ya picoteaba por acá y por allá alguna palabra en castilla y le pedía los rudimentos para instruirse. Padrino dijo que mandó al ahijado a pedir los textos de los primeros grados al maestro. Como la visita era francamente avispada aprendió todos los grados en dos días y en uno lo que tuvo ganas del bachillerato. Después, dijo padrino, se puso a leer los diarios para enterarse de cómo andaba el mundo. 
Aventuré la pregunta: 
-¿La conversación fue hoy? 
-Y, claro –contestó-, mientras tomaban el café. 
-¿Dijo algo más tu padrino? 
-Y, claro, pero no me acuerdo. 
-¿Cómo no me acuerdo? –protesté airadamente. 
-Y, usted me interrumpió –explicó el alumno. 
-Te doy la razón. Pero no me vas a dejar así –argumenté-, muerto de curiosidad. A ver, un esfuerzo. 
-Y, usted me interrumpió. 
-Ya sé. Te interrumpí. Yo tengo toda la culpa. 
-Toda la culpa –repitió. 
-Don Tadeíto es bueno. No va a dejar así al maestro, en la mitad de la charla, para seguir mañana o nunca. 
Con honda pena repitió: 
-O nunca. 
Yo estaba contrariado, como si me sustrajeran una ganancia de gran valor. No sé por qué reflexioné que nuestro diálogo consistía en repeticiones y de repente entreví en eso mismo una esperanza. Repetí la última frase del relato de don Tadeíto: 
-Leyó los diarios para enterarse de cómo andaba el mundo. Mi alumno continuó indiferentemente: 
-Dijo padrino que la visita quedó pasmada al enterarse de que el gobierno de este mundo no estaba en manos de gente de lo mejorcito, sino más bien de medias cucharas, cuando no de pelafustanes. Que tal morralla tuviera a su arbitrio la bomba atómica, dijo la visita, era de alquilar balcones. Que si la tuviera a su arbitrio la gente de lo mejorcito, acabaría por tirarla, porque está visto que si alguien la tiene, la tira; pero que la tuviera esa morralla no era serio. Dijo que en otros mundos antes de ahora descubrieron la bomba y que tales mundos fatalmente reventaron. Que los tuvo sin cuidado que reventaran, porque estaban lejos, pero que nuestro mundo está cerca y que ellos temen que una explosión en cadena los envuelva. 
La increíble sospecha de que don Tadeíto se burlaba de mí, me llevó a interrogarlo con severidad: 
-¿Estuviste leyendo Sobre cosas que se ven en el cielo del doctor Jung? Por fortuna no oyó la interrupción y prosiguió: 
-Dijo padrino que la visita dijo que vino de su planeta en un vehículo especialmente fabricado a puro pulmón, porque por allá escasea el material adecuado y que es el fruto de años de investigación y trabajo. Que vino como amigo y como libertador, y que pedía el pleno apoyo de padrino para llevar adelante un plan para salvar el mundo. Dijo padrino que la entrevista con la visita tuvo lugar esta tarde y que él, ante la gravedad, no trepidó en molestar a doña Remedios, para recabarle su opinión, que desde ya descontaba era la suya. 
Como la pausa inmediata no concluía, pregunté cuál fue la respuesta de la señora. 
-Ah, no sé – contestó. 
-¿Cómo ah no sé? –repetí enojado de nuevo. 
-Los dejé hablando y me vine, porque era hora de clase. Pensé yo solo: cuando no llego tarde el maestro se pone contento. 
Envanecida la cara de oveja esperaba congratulaciones. Con admirable presencia de ánimo reflexioné que los muchachos no creerían mi relato, si no llevaba como testigo a don Tadeíto. Violentamente lo empuñé de un brazo y a empujones lo llevé hasta el bar. Ahí estaban los amigos, con el agregado del gallego Villarroel. 
Mientras tenga memoria no olvidaré aquella noche: 
-Señores –grité, a tiempo que proyectaba a don Tadeíto contra nuestra mesa-. Traigo la explicación de todo, una novedad de envergadura y un testigo que no me dejará mentir. Con lujo de detalle don Juan comunicó el hecho a su señora madre y mi fiel alumno no perdió palabra. En el depósito del corralón, aquí nomás, pared de por medio, está alojado -¿adivinen quién?- un habitante de otro mundo. No se alarmen, señores: aparentemente el viajero no dispone de constitución robusta, ya que tolera mal el aire seco de nuestra ciudad –todavía resultaremos competidores de Córdoba- y para que no muera como pescado fuera del agua, don Juan le enchufó el molinete, que de continuo humedece el ambiente del depósito. Es más: aparentemente el móvil del arribo del monstruo no debe provocar inquietud. Llegó para salvarnos, persuadido de que el mundo va camino de estallar por la bomba atómica y a calzón quitado informó a don Juan de su punto de vista. Naturalmente, don Juan, mientras degustaba el café, consultó con doña Remedios. Es de lamentar que este mozo aquí presente –agité a don Tadeíto, como si fuera monigote- se retiró justo a tiempo de no oír la opinión de doña 
Remedios, de modo que no sabemos qué resolvieron. 
-Sabemos –dijo el librero, moviendo como trompa labios mojados y gordos. 
Me incomodó que me corrigieran la plana en una novedad de la que me creía único depositario. Inquirí: 
-¿Qué sabemos? 
-No se amosque usted –pidió Villarroel, que ve bajo el agua-. Si es como usted dice aquello de que el viajero muere si le quitan el molinete, don Juan le condenó a morir. De acá pasé frente a Las Margaritas y a la luz de la luna vi perfectamente el molinete que regaba el jardín como antes. 
-Yo también lo vi –confirmó Chazarreta. 
-Con la mano en el corazón –murmuró Aldini- les digo que el viajero no mintió. Tarde o temprano reventamos con la bomba atómica. No veo escapatoria. 
Como hablando solo preguntó Badaracco: 
-No me digan que esos viejos, entre ellos, liquidaron nuestra última esperanza. 
-Don Juan no quiere que le cambien su composición de lugar –opinó el gallego-. Prefiere que este mundo estalle, a que la salvación venga de otros. Vea usted, es una manera de amar a la humanidad. 
-Asco por lo desconocido –comenté-. Oscurantismo. 
Afirman que el miedo aviva la mente. La verdad es que algo extraño flotaba en el bar aquella noche, y que todos aportábamos ideas. 
-Coraje, muchachos, hagamos algo –exhortó Badaracco-. Por amor a la humanidad. 
-¿Por qué tiene usted, señor Badaracco, tanto amor a la humanidad? –preguntó el gallego. Ruborizado, Badaracco balbuceó: 
-No sé. Todos sabemos. 
-¿Qué sabemos, señor Badaracco? ¿Si usted piensa en los hombres, los encuentra admirables? Yo todo lo contrario: estúpidos, crueles, mezquinos, envidiosos –declaró Villarroel. 
-Cuando hay elecciones –reconoció Chazarreta-, tu bonita humanidad se desnuda rápidamente y se muestra tal cual es. Gana siempre el peor. 
-¿El amor por la humanidad es una frase hueca?
-No, señor maestro –respondió Villarroel-. Llamamos amor a la humanidad a la compasión por el dolor ajeno y a la veneración por las obras de nuestros grandes ingenios, por el Quijote del Manco Inmortal, por los cuadros de Velásquez y de Murillo. En ninguna de ambas formas vale ese amor como argumento para demorar el fin del mundo. Sólo para los hombres existen las obras y después del fin del mundo –el día llegará, por la bomba o por muerte natural- no tendrán ni justificación ni asidero, créame usted. En cuanto a la compasión, sale gananciosa con un fin próximo... Como de ninguna manera nadie escapará a la muerte ¡que venga pronto, para todos, que así la suma del dolor será la mínima!
-Perdemos tiempo en el preciosismo de una charla académica y aquí nomás, pared por medio, muere nuestra última esperanza –dije con una elocuencia que fui el primero en admirar.
-Hay que obrar ahora –observó Badaracco-. Pronto será tarde.
-Si le invadimos el corralón, don Juan a lo mejor se enoja –apuntó Di Pinto.
Don Pomponio, que se arrimó sin que lo oyéramos y por poco nos derriba con el susto, propuso:
-¿Por qué no destacan a este mozo don Tadeíto como piquete de avanzada? Sería lo prudente.
-Bueno –aprobó Toledo-. Que don Tadeíto conecte el molinete en el depósito y que espíe, para contarnos cómo es el viajero de otro planeta.
En tropel salimos a la noche, iluminada por la impasible luna. Casi llorando rogaba Badaracco:
-Generosidad, muchachos. No importa que pongamos en peligro el pellejo. Están pendientes de nosotros todas las madres y todas las criaturas del mundo.
Frente al corralón nos arremolinamos, hubo marchas y contramarchas, cabildeos y corridas. Por fin Badaracco juntó coraje y empujó adentro a don Tadeíto. Mi alumno volvió después de un rato interminable, para comunicar:
-El bagre se murió.
Nos desbandamos tristemente. El librero regresó conmigo. Por una razón que no entiendo del todo su compañía me confortaba.
Frente a Las Margaritas, mientras el molinete monótonamente regaba el jardín, exclamé:
-Yo le echo en cara la falta de curiosidad –para agregar con la mirada absorta en las constelaciones-. Cuántas Américas y Terranovas infinitas perdimos esta noche.
-Don Juan –dijo Villarroel- prefirió vivir en su ley de hombre limitado. Yo le admiro el coraje. Nosotros dos, ni siquiera a entrar aquí nos atrevemos.
Dije:
-Es tarde.
-Es tarde –repitió.


Adolfo Bioy Casares, El calamar opta por su tinta (El lado oscuro de la sombra).


Adolfo Bioy Casares

Victor Balcells, Homenaje a Ionesco

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Homenaje a Ionesco
Mi abuelo tenía, del lado materno, un sobrino que había sido diplomático en el Congo. Allí estuvo casado con una indígena que transportaba agua, cuyos hijos fueron mestizos colonos en el cuerno de África, junto a su tío, que fue secuestrado por un conjunto de piratas del Océano Índico, y cuya mujer se había divorciado de él trágicamente en la plaza roja de Moscú, no sin antes engendrar a un niño con poderes ajedrecísticos que fue campeón mundial, y cuyo abuelo ya había sido campeón mundial, pero de oratoria, al vencer a su tía, una gorda con amplias cuerdas vocales, cuya nieta hablaba al revés, de modo que sus hermanos no entendían nada, pero sí sus doce primos, unos especialistas en matemática, en Galois, en concreto, muerto en un duelo por un lío de faldas; su padre (el de sus primos) fue atropellado por un coche, curiosamente pilotado por su mujer; luego, al llamar a su suegro para confesar el delito, ella se quedó callada; pero su suegro sabía entender los silencios, su padre había sido monje de clausura y había callado toda la vida, incluso al engendrar a su hijo; y más tarde la apostasía le fue concedida por su cuñado, el Obispo de Canterbury entonces, cuyo nieto se casó tres veces seguidas por defunción de sus dos primeras mujeres, y cuya tercera mujer, una estudiante de la universidad de Salamanca...
Conocí a esa tercera mujer, si no me equivoco. Hablaba con las columnas dóricas de la facultad.
No era la misma.
Victor Balcells, Homenaje a Ionesco (Fuente: http://www.enriquevilamatas.com/escritores/escrbalcellsmv1.html).

Victor Balcells





Ignacio Aldecoa, Los bisoñés de don Ramón

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Los bisoñés de don Ramón

Él era rubito, gordito, culoncito. Su madre era muy buena cristiana y su padre muy trabajador. Se llamaba Ramón Martínez García, aunque familiarmente lo disminuyesen con un apodo que sonaba a batería de cocina; en la casa le decían el señorito Cuchín.
Cuchín, en el colegio, sacaba las mejores notas. Nunca participó en los bruscos juegos de los compañeros de menor talla intelectual, que, greñudos y sucios, arrastraban con ellos un aroma especial hecho de sudorcillo, tinta, lapiceros recién afilados y palo de regaliz. Cuando llegó el tiempo de hacer la primera comunión fue elegido para el rezo de presentación.
Su madre, aquel día, fue una isla de felicidad rodeada de enhorabuenas. Enarcaba el busto y mostraba, pechugona, el canal de los senos sobre el que pendía una cruz de oro y pequeños brillantes. Transpiraba vanidad de pavota en su sofoco burgués.
El niño fue creciendo. Muchas veces, cuando llegaban visitas de importancia, la madre le llamaba para que luciese sus habilidades. Si Cuchín estaba estudiando, ella contaba, gordeando el habla:
—Sabes, María, a Cuchín le hemos puesto estudio. Un muchacho tan estudioso como él bien merece los sacrificios de los padres.
Cuando Cuchín no estudiaba era llamado al cuarto de estar para que declamase.
—Vamos a ver, Cuchín —decía su mamá—, recítanos esa fábula tan bonita que has aprendido en el colegio esta semana.
Y el niño se subía encima de una silla, sin más, y comenzaba, engolado como un sermoneador malo:
Admiróse un portugués
de ver que en su tierna infancia
todos los niños de Francia…
Las visitas se hacían lenguas de la inteligencia de Cuchín, y aconsejaban, aparatosas y picaruelas:
—¡Qué bien, qué bien! No estudies tanto, Cuchín, que te vas a quedar calvo.
Luego le sometían a un interrogatorio, al que contestaba con enérgica precisión.
—Cuchín, ¿y tú qué vas a ser?
—Ministro, señora.
—Pero ¿no te gustaría más ser ingeniero, por ejemplo?
—No, señora. Yo seré ministro.
Una de ellas, que tenía un hijo que quería ser bombero y otro revisador de contadores, se asombraba y, luego, picada por el niño, le preguntaba, buscándole las cosquillas.
—Pero ¿no te parece que es muy difícil, Cuchín?
—No, señora.
E intervenía la madre del genio sonriendo de la contestación de su vástago.
—Mira, Josefina, cuando el niño lo dice es que lo será. ¡Menuda cabeza tiene! El profesor de matemáticas, que ya sabes que es lo principal, me dijo el otro día, cuando fui a pagar la cuenta del colegio: «Señora, bien puede usted estar orgullosa de su hijo. Ha aprendido las cuatro reglas con gran facilidad, lo que a otro le cuesta cinco, a él le cuesta uno.»
La visita asentía con la cabeza, entre crédula y dudosa.
A última hora llegaba el padre de la oficina, frotándose las manos y sonriendo becerril. Después de saludar, preguntaba:
—¿Y Cuchín, dónde está?
—Estudiando, Marcelo.
—Anda, dile que venga.
La madre hacía un gesto pomposo llamando a la criada.
—Serafina, Serafina.
Aparecía la sirvienta.
—Diga, señora.
—Haz el favor de decir al señorito Cuchín que su padre está aquí, que traiga la carpeta de deberes.
El niño, modosito y solemne, besaba en ambas mejillas a su progenitor, que tenía la tripa a punto de reventar, como una sandía madura.
—Vamos a ver, ¿qué te han puesto hoy?
—Cinco cuentas, papá, y la provincia de Gerona.
—No digas cuentas, hijo mío, acostúmbrate a llamarlas operaciones. ¿Te sabes ya la provincia de Gerona?
—Y todo Cataluña, papá.
—Muy bien. Esto es trabajo adelantado. Para ser un hombre de provecho hace falta trabajar. Toma ejemplo de tu padre, que no era nada, y ya ves: jefe de negociado de primera, y, todavía, joven.
Interrumpía la visita:
—Y tan joven que estás, Marcelo.
—Gracias, Josefina.
Don Marcelo comenzaba a tomar la lección al genio:
—Afluentes del...
Pam, pam, pam. Se los decía todos. La visita se aburría, la visita se despedía, la visita se marchaba llena de celos y rabia hacia la casa. Los niños de la visita pagaban aquella noche los conocimientos geográficos y matemáticos de Cuchín: soplamocos y a la cama sin cenar.

Cuchín fue creciendo en sabiduría, aunque no demasiado en estatura, puesto que arrastraba un algo las posaderas por el entarimado. Acabó el bachiller con sobresalientes. Acabó su carrera de Derecho con notables y se afilió a un partido político moderado, aburrido, triste y feo. Cuchín daba jabón a su jefe:
—Don Francisco, muy bueno su editorial de hoy. ¡Qué nervio, don Francisco! Don Francisco, así acaba usted con la oposición en un mes. Don Francisco, esta noche tenemos fiesta en mi casa, ¿podrá usted acudir? Mire, don Francisco, que la fiesta es en su honor.
—Sí, Ramón, iré, pero sólo un momento. Ya sabes lo que es esto.
—Sí, don Francisco, hay que sacrificarse por la patria.
Cambiaban de tema para hablar de toros.
Don Francisco acudió a la fiesta que en su honor daba la familia de Ramón.
La madre invitó a lo mejor de lo mejor. Había muchas señoras, muchas que no lo eran tanto y bastantes de pega.
—Ramón, don Francisco sube por las escaleras.
—Ahora voy, mamá.
—Date prisa que ya está aquí.
Se abría la puerta. Un criado alquilón cogía el sombrero y el bastón de don Francisco. Ramón le ayudaba a quitarse la capa.
—Este mayo..., hace frío todavía.
—Sí, don Francisco. Ahora voy a permitirme presentarle a mis padres.
—Encantado, señora. Mucho gusto, caballero. Tienen ustedes una alhaja de hijo. Un chico que llegará lejos, muy lejos.
—Y que lo diga usted, don Francisco.
Ramón se puso colorado por aquella salida. Don Francisco sonrió. El gran hombre se estiró el lazo y penetró acompañado de la señora de la casa en el salón.
En el salón había como un vago rumor de corriente admirativa que hacía enarcar el pecho al político.
Una señorita comenzó a tocar una cosa de Chopin en el piano. Los comentarios se reducían a ella, porque era elegante hacerlo. Algún caballero disimulaba un bostezo.
La señora de la casa, pegada al político, se ponía pelmaza de tanto ofrecerle.
—¿Una copa de champán, don Francisco?
—Gracias, señora.
—No hay de qué darlas. ¿De modo que mi querido Cuchín es muy trabajador y le hace a usted un gran papel?
—Mucho, señora.
El político variaba la conversación.
—Dígame, ¿quién es esa joven tan encantadora que toca a Mozart?
Entonces, finamente, la señora le explicaba:
—Es la hija de un subalterno de mi marido, don Francisco.
Y arreglaba la coladura delicadamente, como si fuera un traje de noche pasado de moda.
—Con Chopin en los dedos es una maravilla, ¿no le parece a usted?
El político arrugaba el entrecejo y se ponía serio. Cuchín se acercaba servicial a don Francisco:
—¿Qué tal, se divierte?
—Mucho, Ramón, pero tengo que ausentarme, con gran sentimiento, desde luego.
Don Francisco se levantó cuando la señorita, hija de un subalterno del papá de Ramón, terminó de desafinar el piano. En la puerta, con la capa puesta y el sombrero y el bastón en la mano, reverenció a la señora de la casa:
—Una fiesta deliciosa. He pasado una magnífica velada. Buenas noches, señora; buenas noches, caballero. Hasta mañana, Ramón.
El niño Ramón estaba hecho una furia. Se acercó a su madre en el pasillo:
—¿Qué le has dicho, mamá, para que se haya ido tan temprano?
—Nada, hijito.
—Tú le has dicho algo. Tú has metido la pata.
—¡Pero qué maneras son ésas, hijo! —terciaba el padre.
—Se ha ido, y yo esperaba tanto de esta fiesta.
—Cálmate, otra vez será.
La ausencia de los dueños de la casa se empezó a notar. La madre, conteniendo un suspiro, se adentró en el salón. Instantes después entró el padre. Ramón se metió en su habitación como en una madriguera, con los hombros caídos y casi arrastrándose de puro disgusto.
—¿Y Cuchín? —preguntó la señorita del piano.
—Ha tenido que salir para algo urgente.
Cuchín poco a poco se fue quedando calvo. Primero se le hicieron unas entradas grandes como bahías. Después, el tiempo lo tonsuró. Un noviembre, cuando ya contaba cuarenta y pico de años, se murió su padre. Se quedó solo con su mamá, que ya tenía el pelo blanco y brillante como un duro. Cuchín no se había casado; despreciaba a las mujeres. Era ya secretario de no se sabe qué en un Ministerio. Hacía la ronda a lo que se propuso alcanzar desde niño. La cabeza la tenía igual que el culito de una criatura.
La madre de Cuchín visitaba la cocina.
—Serafina, la sopa, templada. Ya sabes que el señorito no aguanta el calor. Ten cuidado con los empanados. Ya sabes, poca harina. El vino, fresco, sin que esté helado.
—Sí, señora.
—¡Ah!, y dile a Aurelia que no se perfume demasiado para servir la mesa. Pone un insoportable olor a pachulí que le quita el apetito al señorito.
Luego se marchaba al cuarto de estar a dormitar, esperando la llegada del hijo.
Cuchín llegaba siempre tarde, en un coche discreto. Besaba a su madre.
—¿Qué tal, mamá?
—Bien. ¿Y tú, hijo mío?
—Mucho trabajo. Este año es agotador. Zascandileando de aquí para allá. Funerales por no sé quién. Firmas. Estoy hecho la cusca.
Se iban a comer. Comían el uno frente al otro, serios, taciturnos. La madre daba órdenes a la sirvienta:
—Cambíale el plato. Por ahí no, Aurelia. ¿Cuántas veces te lo tengo que decir?
—Sí, señora.
Después de comer, Cuchín se echaba un rato. A las cinco desaparecía.
Algunos días volvía a cenar; la mayoría regresaba de madrugada. Su madre optó por no esperarle.
Un día, revolviendo en los cajones de su hijo, se encontró con una sorpresa desagradable. Cuchín, su niño Cuchín, poseía tres bisoñés. La madre se asustó. No sabía qué pensar. Llamó a Serafina. La vieja sirvienta se quedó muda. Después se recobró.
—Yo creo, señora, que el señorito está todavía joven y querrá presumir, ¿no le parece?
—¿Presumir mi Cuchín? No puede ser. Esto es algo peor.
—Pero ya es mayorcito. Será que de vez en cuando echa una cana al aire.
—¿Una cana al aire? Cierra esa boca de infierno. Llama a Aurelia y vamos a rezar el rosario.
—Señora, Aurelia ha salido con su novio.
—Pues quítate el delantal y vente a rezar.
—Señora, tengo que planchar las camisas del señorito, si no se va a enfadar.
—Pues que se enfade, que más lo estoy yo.
Pasaba el tiempo. Llegó la hora de cenar. La madre esperó en balde la llegada de su Cuchín: la madre no probó bocado. Serafina la instaba.
—Coma, señora, y olvídese; igual es que el señorito tiene novia.
—¿Novia, Serafina? Cuchín no tiene más novia que su madre, y se acabó. ¿Una novia mi hijito? Márchate, Serafina, que voy a tener que llorar.
A las dos de la mañana llegó Cuchín. Traía una mustia flor en el ojal, los ojos turbios, la memoria débil y un bisoñé torcido, de medio lado, casi ridículo, casi chulón. El bisoñé era rubio. Se fue de puntillas, silbando por lo bajo, hacia su habitación. Encendió la luz y creyó que veía visiones. Su madre, en bata y con la cabeza llena de bigudíes, le estaba esperando sentada sobre la cama.
—Buenas noches, mamá.
Por primera vez en su vida ella dejó de tratarlo como a un niño y de llamarle Cuchín.
—Ramón, no te comprendo.
—¿No, mamá?
—¿Qué quieres decir con «no, mamá»?
La escena era de una extrema tirantez. Cuchín se fue quitando lentamente el abrigo. Su madre se espantó.
—¡Una flor! ¿De dónde vendrás? ¡Oh! ¡Y carmín!, carmín en el cuello.
—¿Dónde? —preguntó Cuchín.
—En el lado derecho.
Cuchín se pasó el pañuelo. Lo miró y, divertidamente, dijo:
—Anda, pues es verdad.
—Y tan verdad.
Se hizo de nuevo el silencio. Cuchín se quitó un zapato con mucha dificultad, forcejando lamentablemente.
—¡Cómo vienes, Ramón! Si tu padre te viera. Nunca pensé que pudieras haber caído tan bajo...
—Mamá, yo creo que tengo edad...
—Sois todos iguales. Iguales. Y yo que creí que tenía una joya. Tú no sabes el daño que me has hecho. Además, ¿no te das cuenta del escándalo que estás dando?
—No, mamá.
Desabridamente, la madre respondió:
—Deja de hacerte el ingenuo, Ramón. No vas a hacerme creer que eres tonto y que no te enteras.
La vieja estaba envarada, tremenda, en su papelón de juez.
—¿Y los bisoñés? ¿Para qué los tienes si no para golfear?
—Mira, mamá, es que estar tan calvo como yo no es agradable.
—Pero es digno. Tu padre estaba calvo de tanto pensar. De tanto pensar en ti, no lo olvides.
—Mamá, eso es ridículo —se manifestaba Ramón.
—¿Ridículo? No te conozco, Ramón. ¿Y tú? ¿Tú no te quedaste calvo de trabajar honradamente? ¿Y ahora cómo vienes? Como una mujerzuela, ¿me oyes? Con postizos y añadiduras para tus harto desgraciadas juergas.
—En el sentido estricto no son juergas, mamá, es desesperación.
—¿Desesperación?
Cuchín alzó el gallo y se manifestó con un gran mimo:
—Sí, desesperación; porque yo ya no tengo porvenir, porque yo ya no puedo llegar a más. Madre, madre mía, porque todos mis sueños se han deshecho y yo nunca llegaré a ministro.
La madre se enterneció.
—Me lo debías haber dicho antes.
—Sí, mamá, perdóname. Yo nunca llegaré a ministro.
La madre tuvo un arrebato de emoción.
Cuchín, con soflama, humillaba el gesto.
—Mamá, ¿me perdonas?
—Sí, Ramón.
—Un hombre necesita de vez en cuando divertirse.
—Sí, Ramón.
Y la madre confesó la falta del progenitor de Cuchín, disculpando a su hijo.
—Tu difunto padre, que Dios tenga en su gloria, también de vez en cuando echaba su canita al aire.
Y la madre ayudó a su niño a quitarse el zapato. Después, llena de majestad, se fue hacia su habitación. El secretario, picaresca mente, se miraba al espejo, quitándose el bisoñé. Se hacía muecas. Era un farsante y podía hacer carrera.

Ignacio Aldecoa, Los bisoñés de don Ramón.


Ignacio Aldecoa

Marguerite Yourcenar, Aquiles o la mentira

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Aquiles o la mentira
Habían apagado todas las lámparas. Las sirvientas, en la sala de abajo, tejían a ciegas los hilos de una inesperada trama, que se convertía en la de las Parcas; un inútil bordado colgaba de las manos de Aquiles. El vestido negro de Misandra ya no se distinguía del vestido rojo de Deidamía; el vestido blanco de Aquiles parecía verde bajo la luna. Desde la llegada de aquella joven extranjera en que todas las mujeres presentían un dios, el temor se había introducido en la Isla como una sombra acostada a los pies de la belleza. El día ya no era día, sino la máscara rubia de las tinieblas. Los senos de mujer se hacían coraza en un pecho de soldado. En cuanto Tetis vio formarse en los ojos de Júpiter la película de los combates en que sucumbiría Aquiles, buscó por todos los mares del mundo una isla, una roca, un lecho estanco para flotar sobre el porvenir. Aquella diosa inquieta rompió los cables submarinos que transmitían a la Isla el fragor de las batallas, reventó el ojo del faro que guiaba a los navíos, echó a fuerza de tempestades a los pájaros migratorios que podían llevarle a su hijo mensajes de sus hermanos de armas. Como las campesinas que visten de mujer a sus hijos enfermos para despistar a la Fiebre, ella lo había vestido con sus túnicas de diosa para engañar a la Muerte. Aquel hijo infectado de mortalidad le recordaba la única culpa de su juventud divina: se había acostado con un hombre sin tomar la banal precaución de convertirlo en dios. En el hijo se encontraban los toscos rasgos del padre, revestidos de una belleza que sólo de ella procedía y que algún día le harían más penosa la obligación de morir. Envuelto en sedas, en mil velos de gasa, enredado en collares de oro, Aquiles se había introducido, por orden suya, en la torre de las doncellas; acababa de salir del colegio de los Centauros: cansado de bosques, soñaba con cabelleras; harto de gargantas salvajes, soñaba con senos de mujer. El refugio femenino donde lo encerraba su madre se transformó, para aquel emboscado, en una sublime aventura; era preciso entrar, con la protección de un corsé o de un vestido, en ese amplio continente inexplorado de la Mujer en donde el hombre no ha penetrado hasta ahora sino como un vencedor, y a la luz de los incendios de amor. Tránsfuga del campo de los machos, Aquiles venía a intentar aquí la suerte única de ser algo diferente a sí mismo. Para los esclavos, él pertenecía a la raza asexuada de los amos; el padre de Deidamía llevaba la aberración hasta amar en él a la virgen que no era; tan sólo las dos primas se negaban a creer en aquella muchacha demasiado parecida a la imagen ideal que un hombre se hace de las mujeres. Aquel joven ignorante de las realidades del amor empezaba, en el lecho de Deidamía, su aprendizaje de luchas, estertores y subterfugios; su desvanecimiento sobre aquella tierna víctima servía de sustituto a un goce más terrible, que él no sabía dónde tomar, cuyo nombre ignoraba y que no era otro sino la Muerte. El amor de Deidamía, los celos de Misandra rehacían de él el duro contrario de una mujer. Ondeaban las pasiones en la torre como chales de seda atormentados por la brisa. Aquiles y Deidamía se aborrecían como los que se aman; Misandra y Aquiles se amaban como los que se aborrecen. Aquella enemiga de fuertes músculos se convertía para Aquiles en lo equivalente a un hermano; aquel rival delicioso enternecía a Misandra como si fuera una especie de hermana. Cada ola que por la Isla pasaba traía consigo unos mensajes: los cadáveres griegos, impulsados a alta mar por inauditos vientos, eran otros tantos residuos del ejército naufragado por no tener ayuda de Aquiles. Buscábanlos los proyectores bajo un disfraz de astro. La gloria, la guerra, vagamente entrevistas entre las nieblas del porvenir, le parecían queridas exigentes cuya posesión le obligaría a cometer innumerables crímenes: en el fondo de aquella prisión de mujeres creía poder escapar a los ruegos de sus futuras víctimas. Una barca embarazada de reyes hizo un alto al pie del apagado faro, que no era sino un escollo más: Ulises, Patroclo y Tersites, advertidos por una carta anónima, habían anunciado su visita a las princesas. Misandra, de súbito complaciente, ayudaba a Deidamía a colocar unas horquillas en el pelo de Aquiles. Sus anchas manos temblaban, como si acabara de dejar caer un secreto. Las puertas abiertas de par en par dejaron entrar a la noche, a los reyes, al viento, al cielo cuajado de signos. Tersites respiraba agitadamente, cansado de subir la escalera de los mil escalones y se frotaba con las manos sus angulosas rodillas de inválido: parecía un rey que, por cicatería, se hubiera convertido en su propio bufón. Patroclo, vacilante ante el hurón escondido entre aquellas Damas, tendía al azar sus manos enguantadas de hierro. La cabeza de Ulises recordaba una moneda usada, roída y herrumbrosa, en la que aún se distinguían las facciones del rey de Ítaca. Con la mano a modo de visera, como un marino en la punta de un mástil, examinaba a las princesas adosadas a la pared como una triple estatua de mujer. Los cabellos cortos de Misandra, sus grandes manos que sacudían con fuerza las de los jefes, su desenfado, hicieron que, en un principio, él la tomara por escondite de un varón. Los marineros de la escolta desclavaban unos cajones y desembalaban —mezcladas con los espejos, las joyas y los neceseres de esmalte— las armas de Aquiles, que él sin duda se apresuraría a esgrimir. Pero los cascos que manejaban las seis manos pintadas recordaban los que utilizan los peluqueros; los cintos reblandecidos se convertían en cinturones femeninos; entre los brazos de Deidamía, un escudo redondo parecía una cuna. Como si el disfraz fuera un maleficio del que nada escapaba en la Isla, el oro se convertía en plata sobredorada, los marinos en máscaras y los reyes en buhoneros. Tan sólo Patroclo resistía al sortilegio, lo rompía como una hoja desnuda. Un grito de admiración de Deidamía lo señaló a la atención de Aquiles, que saltó hacia aquel acero vivo, tomó entre sus manos la dura cabeza cincelada como el pomo de una espada, sin percatarse de que sus velos, sus pulseras y sus sortijas hacían de su ademán un arrebato de enamorada. La lealtad, la amistad, el heroísmo, dejaban de ser palabras de hipócritas que disfrazan sus almas: la lealtad residía en aquellos ojos que permanecían límpidos ante el amasijo de mentiras; la amistad podría albergarse en los corazones de ambos; la gloria sería su porvenir. Patroclo, ruborizándose, rechazó aquel abrazo de mujer. Aquiles retrocedió, dejó caer los brazos, vertió unas lágrimas que no hacían sino perfeccionar su disfraz de doncella, pero que proporcionaron a Deidamía nuevas razones para preferir a Patroclo. Miradas, sonrisas interceptadas como si fueran una correspondencia amorosa, la turbación del joven abanderado, medio ahogado por aquella marea de encajes, convirtieron el desconcierto de Aquiles en un furioso ataque de celos. El muchacho vestido de bronce eclipsaba las imágenes nocturnas que de Deidamía conservaba Aquiles, y el uniforme superaba, a sus ojos de mujer, el pálido destello de un cuerpo desnudo. Aquiles cogió torpemente una espada, que soltó inmediatamente, y utilizó sus manos para apretar el cuello de Deidamía, sus manos envidiosas del éxito de una compañera. Los ojos de la mujer estrangulada saltaron como dos largas lágrimas; intervinieron los esclavos; las puertas, al cerrarse con un ruido de millares de suspiros, ahogaron los últimos estertores de Deidamía: los reyes, desconcertados, se hallaron al otro lado del umbral. La habitación de las Damas se llenó de una oscuridad sofocante, interna, que nada tenía que ver con la noche. Aquiles, arrodillado, escuchaba cómo la vida de Deidamía se escapaba de su garganta lo mismo que el agua del cuello demasiado estrecho de una jarra. Se sentía más separado que nunca de aquella mujer que él había tratado, no sólo de poseer, sino de ser: cada vez menos cercana, a medida que él iba apretando su cuello, el enigma de ser una muerta venía a añadirse en ella al misterio de ser una mujer. Palpaba con horror sus senos, sus caderas, sus cabellos desnudos. Se levantó, tanteando las paredes en donde ya no se abría ninguna salida, avergonzado de no haber reconocido en los reyes los secretos emisarios de su propio valor, seguro de haber dejado escapar su única probabilidad de ser un dios. Los astros, la venganza de Misandra, la indignación del padre de Deidamía, se unirían para mantenerlo encerrado en aquel palacio sin fachada a la gloria: sus mil pasos en torno al cadáver compondrían en lo sucesivo la inmovilidad de Aquiles. Unas manos casi tan frías como las de Deidamía se posaron en su hombro: se quedó estupefacto al oír a Misandra proponerle la huida antes de que estallara sobre él la cólera del padre todopoderoso. Confió su muñeca a la mano de aquella fatal amiga y siguió los pasos de aquella muchacha, que tan bien se desenvolvía en las tinieblas, sin saber si Misandra obedecía a un rencor o a una gratitud sombría, si llevaba por guía a una mujer que se vengaba o a una mujer a quien él había vengado. Las puertas cedían y luego volvían a cerrarse: las desgastadas baldosas se hundían suavemente bajo sus pies como el blando hueco de una ola; Aquiles y Misandra continuaban su descenso en espiral, cada vez más deprisa, como si su vértigo fuera un peso. Misandra contaba los escalones, desgranaba en voz alta una suerte de rosario de piedra. Por fin encontraron una puerta que daba al acantilado, a los diques, a las escaleras del faro: el aire salado como la sangre y las lágrimas brotó y salpicó el rostro de la extraña pareja aturdida por aquella marea de frescor. Con una risa dura, Misandra detuvo a la hermosa criatura, ya preparada para saltar, y le tendió un espejo en donde el alba le permitía ver su rostro, como si ella no hubiera consentido en llevarlo hasta la luz del día sino para infligirle, en un reflejo más espantoso que el vacío, la prueba pálida y maquillada de su no-existencia de dios. Pero su palidez de mármol, sus cabellos que ondeaban al viento como el penacho de un casco, su maquillaje mezclado con el llanto que se le pegaba a las mejillas como la sangre de un herido, mostraban, al contrario, dentro del estrecho marco, todos los futuros aspectos de Aquiles, como si aquel delgado espejo hubiera encarcelado al porvenir. La hermosa criatura solar se arrancó el cinturón, se deshizo del chal y quiso liberarse de sus asfixiantes gasas, pero temió exponerse más al fuego de los centinelas si cometía la imprudencia de mostrarse desnudo. Durante un instante, la más dura de aquellas dos mujeres divinas se inclinó sobre el mundo, dudando si tomar sobre sus propios hombros la carga del destino de Aquiles, de Troya en llamas y de Patroclo vengado, ya que ni el más perspicaz de los dioses o de los carniceros hubiera podido distinguir aquel corazón de hombre de su propio corazón. Prisionera de sus senos, Misandra empujó las dos hojas de la puerta, que gimieron en su nombre, e impulsó con el codo a Aquiles hacia todo lo que ella no podría ser. La puerta volvió a cerrarse tras la enterrada viva: libre como un águila, Aquiles corrió a lo largo de la barandilla, bajó precipitadamente las escaleras, descendió veloz por las murallas, saltó precipicios, rodó como una granada, se disparó como una flecha, voló como una Victoria. Las rocas le rasgaban los vestidos sin morder su carne invulnerable: la ágil criatura se detuvo, desató sus sandalias y ofreció a las plantas de sus pies descalzos una probabilidad de ser heridas. La escuadra levaba anclas: se oían voces de sirenas que cruzaban el mar; la arena, agitada por el viento, apenas grababa los pies ligeros de Aquiles. Una cadena tensada por la resaca amarraba la barca al malecón y sus máquinas se estremecían para una próxima marcha: Aquiles se subió al cable de las Parcas con los brazos abiertos, sostenido por las alas de sus chales flotantes, protegido como por blanca nube por las gaviotas de su madre marina. De un salto, aquella muchacha despeinada en quien nacía un dios subió a la popa del navío. Los marineros se arrodillaron, prorrumpieron en exclamaciones, saludaron con maravillados exabruptos la llegada de la Victoria. Patroclo abrió los brazos, creyó reconocer a Deidamía; Ulises movió la cabeza; Tersites se echó a reír. Nadie sospechaba que aquella diosa no era una mujer.

Marguerite Yourcenar, Aquiles o la mentira.


Marguerite Yourcenar

Marcel Schwob, Crates, cínico

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Crates, cínico

Nació en Tebas. Fue discípulo de Diógenes y también conoció a Alejandro. Su padre, Ascondas, era rico y le dejó doscientos talentos. Un día fue a ver una tragedia de Eurípides y se sintió inspirado ante la aparición de Telefo, rey de Misia, vestido como un mendigo y con una canasta en la mano. Se levantó en medio del teatro y en voz alta anunció que distribuiría entre quienes los quisieran los doscientos talentos de su herencia, y que desde ese momento le bastarían las ropas de Telefo. Los tebanos comenzaron a reír y se amontonaron frente a su casa; pero él se reía más que ellos. Les arrojó su dinero y sus muebles por las ventanas, tomó un manto de tela y una alforja, y se fue.
Al llegar a Atenas vagabundeó por las calles y para descansar apoyaba las espaldas contra las murallas, al lado de los excrementos. Puso en práctica todo lo que aconsejaba Diógenes. El tonel le pareció superfluo. Crates opinaba que de ninguna manera el hombre es un caracol ni un crustáceo. Vivía entre la basura, completamente desnudo, recogiendo cortezas de pan, aceitunas podridas y espinas de pescado para llenar su alforja. Solía decir que su alforja era una ciudad amplia y opulenta donde no había parásitos ni cortesanas, y que producía para su rey cantidad suficiente de tomillo, ajo, higos y pan. Así Crates llevaba su patria a cuestas y se alimentaba de ella.
No se inmiscuía en los asuntos públicos, ni siquiera para burlarse de ellos; tampoco le daba por insultar a los reyes. Desaprobaba la actitud de Diógenes, quien un día había gritado: «¡Hombres, acercaos!», y luego golpeó con su bastón a quienes habían acudido diciendo: «Llamé a hombres, no a excrementos.» Crates era tierno con la gente. Nada le preocupaba. Se había acostumbrado a las llagas. Lamentaba mucho no tener un cuerpo lo suficientemente flexible como para poder lamerlas, como hacen los perros. Deploraba también la necesidad de ingerir alimentos sólidos y de beber agua. Pensaba que el hombre debía bastarse a sí mismo, sin ninguna ayuda exterior. Por eso no iba en busca de agua para lavarse. Cuando la mugre lo incomodaba, se frotaba el cuerpo contra las murallas pues había observado que así proceden los asnos. Rara vez hablaba de los dioses: no le importaban; lo mismo le daba que los hubiera o no, pues sabía que nada podían hacerle. En todo caso, les reprochaba el haber hecho deliberadamente desdichado al hombre al ponerle la cara en dirección al cielo y privarlo de la facultad que poseen la mayor parte de los animales: la de caminar en cuatro patas. Puesto que los dioses han decidido que para vivir hay que comer —pensaba Crates— tendrían que haber puesto la cara del hombre mirando al suelo, que es donde crecen las raíces: nadie puede alimentarse de aire o de estrellas
La vida no fue generosa con él. A fuerza de exponer sus ojos al polvo acre del Ática, contrajo legañas. Una enfermedad desconocida de la piel lo cubrió de tumores. Se rascó con sus uñas, que no cortaba nunca, y observó que de ello sacaba un doble provecho pues, al mismo tiempo que las iba gastando, sentía alivio. Sus largos cabellos llegaron a parecerse a un felpudo, y los dispuso de manera que lo protegieran de la lluvia y del sol.
Cuando Alejandro fue a verlo, no le dirigió palabras mordaces, pero lo consideró un espectador más, sin hacer ninguna diferencia entre el rey y la muchedumbre. Crates no tenía opinión sobre los poderosos. Le importaban tan poco como los dioses. Sólo le preocupaban los hombres y la manera de pasar la vida con la mayor sencillez posible. Las recriminaciones de Diógenes le causaban risa, lo mismo que sus pretensiones de reformar las costumbres. Crates se consideraba muy por encima de cuestiones tan vulgares. Transformaba la máxima inscrita en el frontispicio del templo de Delfos, y decía: «Vive tú mismo.» La idea de cualquier conocimiento le parecía absurda. Sólo estudiaba las relaciones de su cuerpo con lo que éste necesitaba, tratando de reducirlas tanto como fuera posible. Diógenes mordía como los perros; Crates vivía como los perros.
Tuvo un discípulo llamado Metrocles. Era un joven rico de Maronea. Su hermana Hiparquia, bella y noble, se enamoró de Crates. Hay testimonios de que se sintió atraída por él y de que fue a buscarlo. Parece imposible, pero es cierto. Nada la desalentó: ni la suciedad del cínico, ni su pobreza absoluta, ni el horror de su vida pública. Él le previno que vivía como los perros, en las calles, y que buscaba huesos en los montones de basura. Le advirtió que nada de su vida en común sería ocultado y que la poseería públicamente cuando tuviera ganas, como los perros hacen con las perras. A Hiparquia eso no le extrañó. Cuando sus padres trataron de retenerla, ella amenazó con matarse. Le tuvieron piedad. Entonces abandonó el pueblo de Maronea, desnuda, con los cabellos sueltos, cubierta sólo con un viejo lienzo, y vivió con Crates, vestida igual que él. Se dice que tuvieron un hijo, Pasicles, pero no hay nada seguro al respecto.
Parece que esta Hiparquia fue buena y compasiva con los pobres. Acariciaba a los enfermos y lamía sin la menor repugnancia las heridas sangrantes de los que sufrían, covencida de que estas personas eran para ella lo que las ovejas son para las ovejas, lo que los perros son para los perros. Si hacía frío, Crates e Hiparquia se acurrucaban contra los pobres y trataban de trasmitirles el calor de sus cuerpos. Les prestaban la ayuda muda que los animales se prestan unos a otros. No tenían preferencia por ninguno de los que se acercaban a ellos. Les bastaba con que fueran seres humanos.
Esto es todo lo que llegó a nosotros de la mujer de Crates; no sabemos cuándo ni cómo murió. Su hermano Metrocles admiraba a Crates y lo imitaba. Pero nunca tuvo tranquilidad: su salud estaba perturbada por flatulencias continuas, que no podía retener. Se desesperó y resolvió matarse. Crates se enteró de su desgracia y quiso consolarlo. Comió una buena cantidad de altramuces y se fue a ver a Metrocles. Le preguntó si era la vergüenza de su enfermedad lo que lo afligía tanto. Metrocles confesó que no podía soportar su desgracia. Entonces Crates, inflado por los altramuces, soltó unos cuantos gases en presencia de su discípulo y le hizo ver que la naturaleza sometía a todos los hombres al mismo mal. Luego le reprochó que hubiese sentido vergüenza y le puso su propio ejemplo. Soltó después unos cuantos gases más, tomó a Metrocles de la mano y se lo llevó.
Los dos anduvieron mucho tiempo juntos por las calles de Atenas, seguramente con Hiparquia. Hablaban muy poco entre ellos. No sentían vergüenza por nada. Aunque revolvían los mismos montones de basura que los perros, éstos parecían respetarlos. Cabe pensar que, de haber estado muy hambrientos, se habrían peleado con ellos a dentelladas. Pero los biógrafos no mencionan nada por el estilo. Sabemos que Crates murió viejo; que terminó por quedarse en un mismo sitio, recostado bajo el alero de un galpón del Pireo donde los marineros guardaban los bultos del puerto; que dejó de vagar en busca de algo que roer; que no quería siquiera extender el brazo; y que un día lo encontraron desecado por el hambre.

Marcel Schwob, Crates, cínico.


Marcel Schwob



Nikolái Gógol, El capote

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El capote

En el departamento ministerial de **F; pero creo que será preferible no nombrarlo, porque no hay gente más susceptible que los empleados de esta clase de departamentos, los oficiales, los cancilleres…, en una palabra: todos los funcionarios que componen la burocracia. Y ahora, dicho esto, muy bien pudiera suceder que cualquier ciudadano honorable se sintiera ofendido al suponer que en su persona se hacía una afrenta a toda la sociedad de que forma parte. Se dice que hace poco un capitán de Policía -no recuerdo en qué ciudad- presentó un informe, en el que manifestaba claramente que se burlaban los decretos imperiales y que incluso el honorable título de capitán de Policía se llegaba a pronunciar con desprecio. Y en prueba de ello mandaba un informe voluminoso de cierta novela romántica, en la que, a cada diez páginas, aparecía un capitán de Policía, y a veces, y esto es lo grave, en completo estado de embriaguez. Y por eso, para evitar toda clase de disgustos, llamaremos sencillamente undepartamento al departamento de que hablemos aquí.
Pues bien: en cierto departamento ministerial trabajaba un funcionario, de quien apenas si se puede decir que tenía algo de particular. Era bajo de estatura, algo picado de viruelas, un tanto pelirrojo y también algo corto de vista, con una pequeña calvicie en la frente, las mejillas llenas de arrugas y el rostro pálido, como el de las personas que padecen de hemorroides… ¡Qué se le va a hacer! La culpa la tenía el clima petersburgués.
En cuanto al grado -ya que entre nosotros es la primera cosa que sale a colación-, nuestro hombre era lo que llaman un eterno consejero titular, de los que, como es sabido, se han mofado y chanceado diversos escritores que tienen la laudable costumbre de atacar a los que no pueden defenderse. El apellido del funcionario en cuestión era Bachmachkin, y ya por el mismo se ve claramente que deriva de la palabra zapato; pero cómo, cuándo y de qué forma, nadie lo sabe. El padre, el abuelo y hasta el cuñado de nuestro funcionario y todos los Bachmachkin llevaron siempre botas, a las que mandaban poner suelas sólo tres veces al año. Nuestro hombre se llamaba Akakiy Akakievich. Quizá al lector le parezca este nombre un tanto raro y rebuscado, pero puedo asegurarle que no lo buscaron adrede, sino que las circunstancias mismas hicieron imposible darle otro, pues el hecho ocurrió como sigue:
Akakiy Akakievich nació, si mal no se recuerda, en la noche del veintidós al veintitrés de marzo. Su difunta madre, buena mujer y esposa también de otro funcionario, dispuso todo lo necesario, como era natural, para que el niño fuera bautizado. La madre guardaba aún cama, la cual estaba situada enfrente de la puerta, y a la derecha se hallaban el padrino, Iván Ivanovich Erochkin, hombre excelente, jefe de oficina en el Senado, y la madrina, Arina Semenovna Belobriuchkova, esposa de un oficial de la Policía y mujer de virtudes extraordinarias.
Dieron a elegir a la parturienta entre tres nombres: Mokkia, Sossia y el del mártir Josdasat. «No -dijo para sí la enferma-. ¡Vaya unos nombres! ¡ No!» Para complacerla, pasaron la hoja del almanaque, en la que se leían otros tres nombres, Trifiliy, Dula y Varajasiy.
-¡Pero todo esto parece un verdadero castigo! -exclamó la madre-. ¡Qué nombres! ¡Jamás he oído cosa semejante! Si por lo menos fuese Varadat o Varuj; pero ¡Trifiliy o Varajasiy!
Volvieron otra hoja del almanaque y se encontraron los nombres de Pavsikajiy y Vajticiy.
-Bueno; ya veo -dijo la anciana madre- que este ha de ser su destino. Pues bien: entonces, será mejor que se llame como su padre. Akakiy se llama el padre; que el hijo se llame también Akakiy.
Y así se formó el nombre de Akakiy Akakievich. El niño fue bautizado. Durante el acto sacramental lloró e hizo tales muecas, cual si presintiera que había de ser consejero titular. Y así fue como sucedieron las cosas. Hemos citado estos hechos con objeto de que el lector se convenza de que todo tenía que suceder así y que habría sido imposible darle otro nombre.
Cuándo y en qué época entró en el departamento ministerial y quién le colocó allí, nadie podría decirlo. Cuantos directores y jefes pasaron le habían visto siempre en el mismo sitio, en idéntica postura, con la misma categoría de copista; de modo que se podía creer que había nacido así en este mundo, completamente formado con uniforme y la serie de calvas sobre la frente.
En el departamento nadie le demostraba el menor respeto. Los ordenanzas no sólo no se movían de su sitio cuando él pasaba, sino que ni siquiera le miraban, como si se tratara sólo de una mosca que pasara volando por la sala de espera. Sus superiores le trataban con cierta frialdad despótica. Los ayudantes del jefe de oficina le ponían los montones de papeles debajo de las narices, sin decirle siquiera: «Copie esto», o «Aquí tiene un asunto bonito e interesante», o algo por el estilo como corresponde a empleados con buenos modales. Y él los cogía, mirando tan sólo a los papeles, sin fijarse en quién los ponía delante de él, ni si tenía derecho a ello. Los tomaba y se ponía en el acto a copiarlos.
Los empleados jóvenes se mofaban y chanceaban de él con todo el ingenio de que es capaz un cancillerista -si es que al referirse a ellos se puede hablar de ingenio-, contando en su presencia toda clase de historias inventadas sobre él y su patrona, una anciana de setenta años. Decían que ésta le pegaba y preguntaban cuándo iba a casarse con ella y le tiraban sobre la cabeza papelitos, diciéndole que se trataba de copos de nieve. Pero a todo esto, Akakiy Akakievich no replicaba nada, como si se encontrara allí solo. Ni siquiera ejercía influencia en su ocupación, y a pesar de que le daban la lata de esta manera, no cometía ni un solo error en su escritura. Sólo cuando la broma resultaba demasiado insoportable, cuando le daban algún golpe en el brazo, impidiéndole seguir trabajando, pronunciaba estas palabras:
-¡Dejadme! ¿Por qué me ofendéis?
Había algo extraño en estas palabras y en el tono de voz con que las pronunciaba. En ellas aparecía algo que inclinaba a la compasión. Y así sucedió en cierta ocasión: un joven que acababa de conseguir empleo en la oficina y que, siguiendo el ejemplo de los demás, iba a burlarse de Akakiy, se quedó cortado, cual si le hubieran dado una puñalada en el corazón, y desde entonces pareció que todo había cambiado ante él y lo vio todo bajo otro aspecto. Una fuerza sobrenatural le impulsó a separarse de sus compañeros, a quienes había tomado por personas educadas y como es debido. Y aun mucho más tarde, en los momentos de mayor regocijo, se le aparecía la figura de aquel diminuto empleado con la calva sobre la frente, y oía sus palabras insinuantes.
«¡Dejadme! ¿Por qué me ofendéis?»
Y simultáneamente con estas palabras resonaban otras: «¡Soy tu hermano!» El pobre infeliz se tapaba la cara con las manos, y más de una vez, en el curso de su vida, se estremeció al ver cuánta inhumanidad hay en el hombre y cuánta dureza y grosería encubren los modales de una supuesta educación, selecta y esmerada. Y, ¡Dios mío!, hasta en las personas que pasaban por nobles y honradas…
Difícilmente se encontraría un hombre que viviera cumpliendo tan celosamente con sus deberes… y, ¡es poco decir!, que trabajara con tanta afición y esmero. Allí, copiando documentos, se abría ante él un mundo más pintoresco y placentero. En su cara se reflejaba el gozo que experimentaba. Algunas letras eran sus favoritas, y cuando daba con ellas estaba como fuera de sí: sonreía, parpadeaba y se ayudaba con los labios, de manera que resultaba hasta posible leer en su rostro cada letra que trazaba su pluma.
Si le hubieran dado una recompensa a su celo tal vez, con gran asombro por su parte, hubiera conseguido ser ya consejero de Estado. Pero, como decían sus compañeros bromistas, en vez de una condecoración de ojal, tenía hemorroides en los riñones. Por otra parte, no se puede afirmar que no se le hiciera ningún caso. En cierta ocasión, un director, hombre bondadoso, deseando recompensarle por sus largos servicios, ordenó que le diesen un trabajo de mayor importancia que el suyo, que consistía en copiar simples documentos. Se le encargó que redactara, a base de un expediente, un informe que había de ser elevado a otro departamento. Su trabajo consistía sólo en cambiar el título y sustituir el pronombre de primera persona por el de tercera. Esto le dio tanto trabajo, que, todo sudoroso, no hacía más que pasarse la mano por la frente, hasta que por fin acabó por exclamar:
-No; será mejor que me dé a copiar algo, como hacía antes.
Y desde entonces le dejaron para siempre de copista.
Fuera de estas copias, parecía que en el mundo no existía nada para él. Nunca pensaba en su traje. Su uniforme no era verde, sino que había adquirido un color de harina que tiraba a rojizo. Llevaba un cuello estrecho y bajo, y, a pesar de que tenía el cuello corto, éste sobresalía mucho y parecía exageradamente largo, como el de los gatos de yeso que mueven la cabeza y que llevan colgando, por docenas, los artesanos.
Y siempre se le quedaba algo pegado al traje, bien un poco de heno, o bien un hilo. Además. tenía la mala suerte, la desgracia, de que al pasar siempre por debajo de las ventanas lo hacía en el preciso momento en que arrojaban basuras a la calle. Y por eso, en todo momento, llevaba en el sombrero alguna cáscara de melón o de sandía o cosa parecida. Ni una sola vez en la vida prestó atención a lo que ocurría diariamente en las calles, cosa que no dejaba de advertir su colega, el joven funcionario, a quien, aguzando de modo especial su mirada, penetrante y atrevida, no se le escapaba nada de cuanto pasara por la acera de enfrente, ora fuese alguna persona que llevase los pantalones de trabillas, pero un poco gastados, ora otra cosa cualquiera, todo lo cual hacía asomar siempre a su rostro una sonrisa maliciosa.
Pero Akakiy Akakievich, adonde quiera que mirase, siempre veía los renglones regulares de su letra limpia y correcta. Y sólo cuando se le ponía sobre el hombro el hocico de algún caballo, y éste le soplaba en la mejilla con todo vigor, se daba cuenta de que no estaba en medio de una línea, sino en medio de la calle.
Al llegar a su casa se sentaba en seguida a la mesa, tomaba rápidamente la sopa de schi, y después comía un pedazo de carne de vaca con cebollas, sin reparar en su sabor. Era capaz de comerlo con moscas y con todo aquello que Dios añadía por aquel entonces. Cuando notaba que el estómago empezaba a llenársele, se levantaba de la mesa, cogía un tintero pequeño y empezaba a copiar los papeles que había llevado a casa. Cuando no tenía trabajo, hacía alguna copia para él, por mero placer, sobre todo si se trataba de algún documento especial, no por la belleza del estilo, sino porque fuese dirigido a alguna persona nueva de relativa importancia.
Cuando el cielo gris de Petersburgo oscurece totalmente y toda la población de empleados se ha saciado cenando de acuerdo con sus sueldos y gustos particulares; cuando todo el mundo descansa, procurando olvidarse del rasgar de las plumas en las oficinas, de los vaivenes, de las ocupaciones propias y ajenas y de todas las molestias que se toman voluntariamente los hombres inquietos y a menudo sin necesidad; cuando los empleados gastan el resto del tiempo divirtiéndose unos, los más animados, asistiendo a algún teatro, otros saliendo a la calle, para observar ciertos sombreritos y las modas últimas, quiénes acudiendo a alguna reunión en donde se prodiguen cumplidos a lindas muchachas o a alguna en especial, que se considera como estrella en este limitado círculo de empleados, y quiénes, los más numerosos, yendo simplemente a casa de un compañero, que vive en un cuarto o tercer piso compuesto de dos pequeñas habitaciones y un vestíbulo o cocina, con objetos modernos, que denotan casi siempre afectación, una lámpara o cualquier otra cosa adquirida a costa de muchos sacrificios, renunciamientos y privaciones a cenas o recreos. En una palabra: a la hora en que todos los empleados se dispersan por las pequeñas viviendas de sus amigos para jugar al whist y tomar algún que otro vaso de té con pan tostado de lo más barato y fumar una larga pipa, tragando grandes bocanadas de humo y, mientras se distribuían las cartas, contar historias escandalosas del gran mundo a lo que un ruso no puede renunciar nunca, sea cual sea su condición, y cuando no había nada que referir, repetir la vieja anécdota acerca del comandante a quien vinieron a decir que habían cortado la cola del caballo de la estatua de Pedro el Grande, de Falconet…; en suma, a la hora en que todos procuraban divertirse de alguna forma, Akakiy Akakievich no se entregaba a diversión alguna.
Nadie podía afirmar haberle visto siquiera una sola vez en alguna reunión. Después de haber copiado a gusto, se iba a dormir, sonriendo y pensando de antemano en el día siguiente. ¿Qué le iba a traer Dios para copiar mañana?
Y así transcurría la vida de este hombre apacible, que, cobrando un sueldo de cuatrocientos rublos al año, sabía sentirse contento con su destino. Tal vez hubiera llegado a muy viejo, a no ser por las desgracias que sobrevienen en el curso de la vida, y esto no sólo a los consejeros de Estado, sino también a los privados e incluso a aquellos que no dan consejos a nadie ni de nadie los aceptan.
Existe en Petersburgo un enemigo terrible de todos aquellos que no reciben más de cuatrocientos rublos anuales de sueldo. Este enemigo no es otro que nuestras heladas nórdicas, aunque, por lo demás, se dice que son muy sanas. Pasadas las ocho, la hora en que van a la oficina los diferentes empleados del Estado, el frío punzante e intenso ataca de tal forma los narices sin elección de ninguna especie, que los pobres empleados no saben cómo resguardarse. A estas horas, cuando a los más altos dignatarios les duele la cabeza de frío y las lágrimas les saltan de los ojos, los pobres empleados, los consejeros titulares, se encuentran a veces indefensos. Su única salvación consiste en cruzar lo más rápidamente posible las cinco o seis calles, envueltos en sus ligeros capotes, y luego detenerse en la conserjería, pateando enérgicamente, hasta que se deshielan todos los talentos y capacidades de oficinistas que se helaron en el camino.
Desde hacía algún tiempo, Akakiy Akakievich sentía un dolor fuerte y punzante en la espalda y en el hombro, a pesar de que procuraba medir lo más rápidamente posible la distancia habitual de su casa al departamento. Se le ocurrió al fin pensar si no tendría la culpa de ello su capote. Lo examinó minuciosamente en casa y comprobó que precisamente en la espalda y en los hombros la tela clareaba, pues el paño estaba tan gastado, que podía verse a través de él. Y el forro se deshacía de tanto uso.
Conviene saber que el capote de Akakiy Akakievich también era blanco de las burlas de los funcionarios. Hasta le habían quitado el nombre noble de capote y le llamaban bata. En efecto, este capote había ido tomando una forma muy curiosa; el cuello disminuía cada año más y más, porque servía para remendar el resto. Los remiendos no denotaban la mano hábil de un sastre, ni mucho menos, y ofrecían un aspecto tosco y antiestético. Viendo en qué estado se encontraba su capote, Akakiy Akakievich decidió llevarlo a Petrovich, un sastre que vivía en un cuarto piso interior, y que, a pesar de ser bizco y picado de viruelas, revelaba bastante habilidad en remendar pantalones y fraques de funcionarios y de otros caballeros, claro está, cuando se encontraba tranquilo y sereno y no tramaba en su cabeza alguna otra empresa.
Es verdad que no haría falta hablar de este sastre; mas como es costumbre en cada narración esbozar fielmente el carácter de cada personaje, no queda otro remedio que presentar aquí a Petrovich.
Al principio, cuando aún era siervo y hacía de criado, se llamaba Gregorio a secas. Tomó el nombre de Petrovich al conseguir la libertad, y al mismo tiempo empezó a emborracharse los días de fiesta, al principio solamente los grandes y luego continuó haciéndolo, indistintamente, en todas las fiestas de la Iglesia, dondequiera que encontrase alguna cruz en el calendario. Por ese lado permanecía fiel a las costumbres de sus abuelos, y riñendo con su mujer, la llamaba impía y alemana.
Ya que hemos mencionado a su mujer, convendría decir algunas palabras acerca de ella. Desgraciadamente, no se sabía nada de la misma, a no ser que era esposa de Petrovich y que se cubría la cabeza con un gorrito y no con un pañuelo. Al parecer, no podía enorgullecerse de su belleza; a lo sumo, algún que otro soldado de la guardia es muy posible que si se cruzase con ella por la calle le echase alguna mirada debajo del gorro, acompañada de un extraño movimiento de la boca y de los bigotes con un curioso sonido inarticulado .
Subiendo la escalera que conducía al piso del sastre, que, por cierto, estaba empapada de agua sucia y de desperdicios, desprendiendo un olor a aguardiente que hacía daño al olfato y que, como es sabido, es una característica de todos los pisos interiores de las casas petersburguesas; subiendo la escalera, pues, Akakiy Akakievich reflexionaba sobre el precio que iba a cobrarle Petrovich, y resolvió no darle más de dos rublos.
La puerta estaba abierta, porque la mujer de Petrovich, que en aquel preciso momento freía pescado, había hecho tal humareda en la cocina, que ni siquiera se podían ver las cucarachas. Akakiy Akakievich atravesó la cocina sin ser visto por la mujer y llegó a la habitación, donde se encontraba Petrovich sentado en una ancha mesa de madera con las piernas cruzadas, como un bajá, y descalzo, según costumbre de los sastres cuando están trabajando. Lo primero que llamaba la atención era el dedo grande, bien conocido de Akakiy Akakievich por la uña destrozada, pero fuerte y firme, como la concha de una tortuga. Llevaba al cuello una madeja de seda y de hilo y tenía sobre las rodillas una prenda de vestir destrozada. Desde hacía tres minutos hacía lo imposible por enhebrar una aguja, sin conseguirlo, y por eso echaba pestes contra la oscuridad y luego contra el hilo, murmurando entre dientes:
-¡Te vas a decidir a pasar, bribona! ¡Me estás haciendo perder la paciencia, granuja!
Akakiy Akakievich estaba disgustado por haber llegado en aquel preciso momento en que Petrovich se hallaba encolerizado. Prefería darle un encargo cuando el sastre estuviese algo menos batallador, más tranquilo, pues, como decía su esposa, ese demonio tuerto se apaciguaba con el aguardiente ingerido. En semejante estado, Petrovich solía mostrarse muy complaciente y rebajaba de buena gana, más aún, daba las gracias y hasta se inclinaba respetuosamente ante el cliente. Es verdad que luego venía la mujer llorando y decía que su marido estaba borracho y por eso había aceptado el trabajo a bajo precio. Entonces se le añadían diez kopeks más, y el asunto quedaba resuelto. Pero aquel día Petrovich parecía no estar borracho y por eso se mostraba terco, poco hablador y dispuesto a pedir precios exorbitantes.
Akakiy Akakievich se dio cuenta de todo esto y quiso, como quien dice, tomar las de Villadiego; pero ya no era posible. Petrovich clavó en él su ojo torcido y Akakiy Akakievich dijo sin querer:
-¡Buenos días, Petrovich!
-¡Muy buenos los tenga usted también! -respondió Petrovich, mirando de soslayo las manos de Akakiy Akakievich para ver qué clase de botín traía éste.
-Vengo a verte, Petrovich, pues yo…
Conviene saber que Akakiy Akakievich se expresaba siempre por medio de preposiciones, adverbios y partículas gramaticales que no tienen ningún significado. Si el asunto en cuestión era muy delicado, tenía la costumbre de no terminar la frase, de modo que a menudo empezaba por las palabras: «Es verdad, justamente eso…», y después no seguía nada y él mismo se olvidaba, pensando que lo había dicho todo.
-¿Qué quiere, pues? -le preguntó Petrovich, inspeccionando en aquel instante con su único ojo todo el uniforme, el cuello, las mangas, la espalda, los faldones y los ojales, que conocía muy bien, ya que era su propio trabajo.
Esta es la costumbre de todos los sastres y es lo primero que hizo Petrovich.
-Verás, Petrovich…; yo quisiera que… este capote…; mira el paño…; ¿ves?, por todas partes está fuerte…, sólo que está un poco cubierto de polvo, parece gastado; pero en realidad está nuevo, sólo una parte está un tanto…, un poquito en la espalda y también algo gastado en el hombro y un poco en el otro hombro… Mira, eso es todo… No es mucho trabajo…
Petrovich tomó el capote, lo extendió sobre la mesa y lo examinó detenidamente. Después meneó la cabeza y extendió la mano hacia la ventana para coger su tabaquera redonda con el retrato de un general, cuyo nombre no se podía precisar, puesto que la parte donde antes se viera la cara estaba perforada por el dedo y tapada ahora con un pedazo rectangular de papel. Después de tomar una pulgada de rapé, Petrovich puso el capote al trasluz y volvió a menear la cabeza. Luego lo puso al revés con el forro hacia afuera, y de nuevo meneó la cabeza; volvió a levantar la tapa de la tabaquera adornada con el retrato del general y arreglada con aquel pedazo de papel, e introduciendo el rapé en la nariz, cerró la tabaquera y se la guardó, diciendo por fin:
-Aquí no se puede arreglar nada. Es una prenda gastada.
Al oír estas palabras, el corazón se le oprimió al pobre Akakiy Akakievich.
-¿Por qué no es posible, Petrovich? -preguntó con voz suplicante de niño-. Sólo esto de los hombros está estropeado y tú tendrás seguramente algún pedazo…
-Sí, en cuanto a los pedazos se podrían encontrar -dijo Petrovich-; sólo que no se pueden poner, pues el paño está completamente podrido y se deshará en cuanto se toque con la aguja.
-Pues que se deshaga, tú no tiene más que ponerle un remiendo.
-No puedo poner el remiendo en ningún sitio, no hay dónde fijarlo, además, sería un remiendo demasiado grande. Esto ya no es paño; un golpe de viento basta para arrancarlo.
-Bueno, pues refuérzalo…; como no…, efectivamente, eso es…
-No -dijo Petrovich con firmeza-; no se puede hacer nada. Es un asunto muy malo. Será mejor que se haga con él unas onuchkas para cuando llegue el invierno y empiece a hacer frío, porque las medias no abrigan nada, no son más que un invento de los alemanes para hacer dinero -Petrovich aprovechaba gustoso la ocasión para meterse con los alemanes-. En cuanto al capote, tendrá que hacerse otro nuevo.
Al oír la palabra nuevo, Akakiy Akakievich sintió que se le nublaba la vista y le pareció que todo lo que había en la habitación empezaba a dar vueltas. Lo único que pudo ver claramente era el semblante del general tapado con el papel en la tabaquera de Petrovich.
-¡Cómo uno nuevo! -murmuró como en sueño-. Si no tengo dinero para ello.
-Sí; uno nuevo -repitió Petrovich con brutal tranquilidad.
-…Y de ser nuevo…, ¿cuánto sería…?
-¿Que cuánto costaría?
-Sí.
-Pues unos ciento cincuenta rublos -contestó Petrovich, y al decir esto apretó los labios.
Era muy amigo de los efectos fuertes y le gustaba dejar pasmado al cliente y luego mirar de soslayo para ver qué cara de susto ponía al oír tales palabras.
-¡Ciento cincuenta rublos por el capote! -exclamó el pobre Akakiy Akakievich.
Quizá por primera vez se le escapaba semejante grito, ya que siempre se distinguía por su voz muy suave.
-Sí -dijo Petrovich-. Y además, ¡qué capote! Si se le pone un cuello de marta y se le forra el capuchón con seda, entonces vendrá a costar hasta doscientos rublos.
-¡Por Dios, Petrovich! -le dijo Akakiy Akakievich con voz suplicante, sin escuchar, es decir, esforzándose en no prestar atención a todas sus palabras y efectos-. Arréglalo como sea para que sirva todavía algún tiempo.
-¡No! Eso sería tirar el trabajo y el dinero… -repuso Petrovich.
Y tras aquellas palabras, Akakiy Akakievich quedó completamente abatido y se marchó. Mientras tanto, Petrovich permaneció aun largo rato en pie, con los labios expresivamente apretados, sin comenzar su trabajo, satisfecho de haber sabido mantener su propia dignidad y de no haber faltado a su oficio.
Cuando Akakiy Akakievich salió a la calle se hallaba como en un sueño.
«¡Qué cosa! -decía para sí-. Jamás hubiera pensado que iba a terminar así…¡Vaya! -exclamó después de unos minutos de silencio-. ¡He aquí al extremo que hemos llegado! La verdad es que yo nunca podía suponer que llegara a esto… -y después de otro largo silencio, terminó diciendo-: ¡Pues así es! ¡Esto sí que es inesperado!… ¡Qué situación! …»
Dicho esto, en vez de volver a su casa se fue, sin darse cuenta, en dirección contraria. En el camino tropezó con un deshollinador, que, rozándole el hombro, se lo manchó de negro; del techo de una casa en construcción le cayó una respetable cantidad de cal; pero él no se daba cuenta de nada. Sólo cuando se dio de cara con un guardia, que habiendo colocado la alabarda junto a él echaba rapé de la tabaquera en su palma callosa, se dio cuenta porque el guardia le gritó:
-¿Por qué te metes debajo de mis narices? ¿Acaso no tienes la acera?
Esto le hizo mirar en torno suyo y volver a casa. Solamente entonces empezó a reconcentrar sus pensamientos, y vio claramente la situación en que se hallaba y comenzó a monologar consigo mismo, no en forma incoherente, sino con lógica y franqueza, como si hablase con un amigo inteligente a quien se puede confiar lo más íntimo de su corazón
-No -decía Akakiy Akakievich-; ahora no se puede hablar con Petrovich, pues está algo…; su mujer debe de haberle proporcionado una buena paliza. Será mejor que vaya a verle un domingo por la mañana; después de la noche del sábado estará medio dormido, bizqueando, y deseará beber para reanimarse algo, y como su mujer no le habrá dado dinero, yo le daré una moneda de diez kopeks y él se volverá más tratable y arreglará el capote…
Y esta fue la resolución que tomó Akakiy Akakievich. Y procurando animarse, esperó hasta el domingo. Cuando vio salir a la mujer de Petrovich, fue directamente a su casa. En efecto, Petrovich, después de la borrachera de la víspera, estaba más bizco que nunca, tenía la cabeza inclinada y estaba medio dormido; pero con todo eso, en cuanto se enteró de lo que se trataba, exclamó como si le impulsara el propio demonio:
-¡No puede ser! ¡Haga el favor de mandarme hacer otro capote!
Y entonces fue cuando Akakiy Akakievich le metió en la mano la moneda de diez kopeks.
-Gracias, señor; ahora podré reanimarme un poco bebiendo a su salud -dijo Petrovich-. En cuanto al capote, no debe pensar más en él, no sirve para nada. Yo le haré uno estupendo.., se lo garantizo.
Akakiy Akakievich volvió a insistir sobre el arreglo; pero Petrovich no le quiso escuchar.
-Le haré uno nuevo, magnífico… Puede contar conmigo; lo haré lo mejor que pueda. Incluso podrá abrochar el cuello con corchetes de plata, según la última moda.
Sólo entonces vio Akakiy Akakievich que no podía pasarse sin un nuevo capote y perdió el ánimo por completo.
Pero ¿cómo y con qué dinero iba a hacérselo? Claro, podía contar con un aguinaldo que le darían en las próximas fiestas. Pero este dinero lo había distribuido ya desde hace tiempo con un fin determinado. Era preciso encargar unos pantalones nuevos y pagar al zapatero una vieja deuda por las nuevas punteras en un par de botas viejas, y, además, necesitaba encargarse tres camisas y dos prendas de ropa de esas que se considera poco decoroso nombrarlas por su propio nombre. Todo el dinero estaba distribuido de antemano, y aunque el director se mostrara magnánimo y concediese un aguinaldo de cuarenta y cinco a cincuenta rublos, sería solo una pequeñez en comparación con el capital necesario para el capote, era una gota de agua en el océano. Aunque, claro, sabía que a Petrovich le daba a veces no sé qué locura y entonces pedía precios tan exorbitantes, que incluso su mujer no podía contenerse y exclamaba:
-¡Te has vuelto loco, grandísimo tonto! Unas veces trabajas casi gratis y ahora tienes la desfachatez de pedir un precio que tú mismo no vales.
Por otra parte, Akakiy Akakievich sabía que Petrovich consentiría en hacerle el capote por ochenta rublos. Pero, de todas maneras, ¿dónde hallar esos ochenta rublos ? La mitad quizá podría conseguirla, y tal vez un poco más. Pero ¿y la otra mitad?…
Pero antes el lector ha de enterarse de dónde provenía la primera mitad. Akakiy Akakievich tenía la costumbre de echar un kopek siempre que gastaba un rublo, en un pequeño cajón, cerrándolo con llave, cajón que tenía una ranura ancha para hacer pasar el dinero. Al cabo de cada medio año hacía el recuento de esta pequeña cantidad de monedas de cobre y las cambiaba por otras de plata. Practicaba este sistema desde hacía mucho tiempo y de esta manera, al cabo de unos años, ahorró una suma superior a cuarenta rublos. Así, pues, tenía en su poder la mitad, pero ¿y la otra mitad? ¿Dónde conseguir los cuarenta rublos restantes?
Akakiy Akakievich pensaba, pensaba, y finalmente llegó a la conclusión de que era preciso reducir los gastos ordinarios por lo menos durante un año, o sea dejar de tomar té todas las noches, no encender la vela por la noche, y si tenía que copiar algo, ir a la habitación de la patrona para trabajar a la luz de su vela. También sería preciso al andar por la calle pisar lo más suavemente posible las piedras y baldosas e incluso hasta ir casi de puntillas para no gastar demasiado rápidamente las suelas, dar a lavar la ropa a la lavandera también lo menos posible. Y para que no se gastara, quitársela al volver a casa y ponerse sólo la bata, que estaba muy vieja, pero que, afortunadamente, no había sido demasiado maltratada por el tiempo.
Hemos de confesar que al principio le costó bastante adaptarse a estas privaciones, pero después se acostumbró y todo fue muy bien. Incluso hasta llegó a dejar de cenar; pero, en cambio, se alimentaba espiritualmente con la eterna idea de su futuro capote. Desde aquel momento diríase que su vida había cobrado mayor plenitud; como si se hubiera casado o como si otro ser estuviera siempre en su presencia, como si ya no fuera solo, sino que una querida compañera hubiera accedido gustosa a caminar con él por el sendero de la vida. Y esta compañera no era otra, sino… el famoso capote, guateado con un forro fuerte e intacto. Se volvió más animado y de carácter más enérgico, como un hombre que se ha propuesto un fin determinado. La duda e irresolución desaparecieron en la expresión de su rostro, y en sus acciones también todos aquellos rasgos de vacilación e indecisión. Hasta a veces en sus ojos brillaba algo así como una llama, y los pensamientos más audaces y temerarios surgían en su mente: «¿Y si se encargase un cuello de marta?» Con estas reflexiones por poco se vuelve distraído. Una vez estuvo a punto de hacer una falta, de modo que exclamó «¡Ay!», y se persignó. Por lo menos una vez al mes iba a casa de Petrovich para hablar del capote y consultarle sobre dónde sería mejor comprar el paño, y de qué color y de qué precio, y siempre volvía a casa algo preocupado, pero contento al pensar que al fin iba a llegar el día en que, después de comprado todo, el capote estaría listo. El asunto fue más de prisa de lo que había esperado y supuesto. Contra toda suposición, el director le dio un aguinaldo, no de cuarenta o cuarenta y ocho rublos, sino de sesenta rublos. Quizá presintió que Akakiy Akakievich necesitaba un capote o quizá fue solamente por casualidad; el caso es que Akakiy Akakievich se enriqueció de repente con veinte rublos más. Esta circunstancia aceleró el asunto. Después de otros dos o tres meses de pequeños ayunos consiguió reunir los ochenta rublos. Su corazón, por lo general tan apacible, empezó a latir precipitadamente. Y ese mismo día fue a las tiendas en compañía de Petrovich. Compraron un paño muy bueno -¡y no es de extrañar!-; desde hacía más de seis meses pensaban en ello y no dejaban pasar un mes sin ir a las tiendas para cerciorarse de los precios. Y así es que el mismo Petrovich no dejó de reconocer que era un paño inmejorable. Eligieron un forro de calidad tan resistente y fuerte, que según Petrovich era mejor que la seda y le aventajaba en elegancia y brillo No compraron marta porque, en efecto, era muy cara; pero, en cambio, escogieron la más hermosa piel de gato que había en toda la tienda y que de lejos fácilmente se podía tomar por marta.
Petrovich tardó unas dos semanas en hacer el capote, pues era preciso pespuntear mucho; a no ser por eso lo hubiera terminado antes. Por su trabajo cobró doce rublos, menos ya no podía ser. Todo estaba cosido con seda y a dobles costuras, que el sastre repasaba con sus propios dientes estampando en ellas variados arabescos.
Por fin, Petrovich le trajo el capote. Esto sucedió…, es difícil precisar el día; pero de seguro que fue el más solemne en la vida de Akakiy Akakievich. Se lo trajo por la mañana, precisamente un poco antes de irse él a la oficina. No habría podido llegar en un momento más oportuno, pues ya el frío empezaba a dejarse sentir con intensidad y amenazaba con volverse aún más punzante. Petrovich apareció con el capote como conviene a todo buen sastre. Su cara reflejaba una expresión de dignidad que Akakiy Akakievich jamás le había visto. Parecía estar plenamente convencido de haber realizado una gran obra y se le había revelado con toda claridad el abismo de diferencia que existe entre los sastres que sólo hacen arreglos y ponen forros y aquellos que confeccionan prendas nuevas de vestir.
Sacó el capote, que traía envuelto en un pañuelo recién planchado; sólo después volvió a doblarlo y se lo guardó en el bolsillo para su uso particular. Una vez descubierto el capote, lo examinó con orgullo, y cogiéndolo con ambas manos lo echó con suma habilidad sobre los hombros de Akakiy Akakievich. Luego, lo arregló, estirándolo un poco hacia abajo. Se lo ajustó perfectamente, pero sin abrocharlo. Akakiy Akakievich, como hombre de edad madura, quiso también probar las mangas. Petrovich le ayudó a hacerlo, y he aquí que aun así el capote le sentaba estupendamente. En una palabra: estaba hecho a la perfección. Petrovich aprovechó la ocasión para decirle que si se lo había hecho a tan bajo precio era sólo porque vivía en un piso pequeño, sin placa, en una calle lateral y porque conocía a Akakiy Akakievich desde hacía tantos años. Un sastre de la perspectiva Nevski sólo por el trabajo le habría cobrado setenta y cinco rublos Akakiy Akakievich no tenía ganas de tratar de ello con Petrovich, temeroso de las sumas fabulosas de las que el sastre solía hacer alarde. Le pagó, le dio las gracias y salió con su nuevo capote camino de la oficina.
Petrovich salió detrás de él y, parándose en plena calle, le siguió largo rato con la mirada, absorto en la contemplación del capote. Después, a propósito, pasó corriendo por una callejuela tortuosa y vino a dar a la misma calle para mirar otra vez el capote del otro lado, es decir, cara a cara. Mientras tanto, Akakiy Akakievich seguía caminando con aire de fiesta. A cada momento sentía que llevaba un capote nuevo en los hombros y hasta llegó a sonreírse varias veces de íntima satisfacción. En efecto, tenía dos ventajas: primero, porque el capote abrigaba mucho, y segundo, porque era elegante. El camino se le hizo cortísimo, ni siquiera se fijó en él y de repente se encontró en la oficina. Dejó el capote en la conserjería y volvió a mirarlo por todos los lados, rogando al conserje que tuviera especial cuidado con él.
No se sabe cómo, pero al momento, en la oficina, todos se enteraron de que Akakiy Akakievich tenía un capote nuevo y que el famoso batín había dejado de existir. En el acto todos salieron a la conserjería para ver el nuevo capote de Akakiy Akakievich. Empezaron a felicitarle cordialmente de tal modo, que no pudo por menos de sonreírse: pero luego acabó por sentirse algo avergonzado. Pero cuando todos se acercaron a él diciendo que tenía que celebrar el estreno del capote por medio de un remojón y que, por lo menos, debía darles una fiesta, el pobre Akakiy Akakievich se turbó por completo y no supo qué responder ni cómo defenderse. Sólo pasados unos minutos y poniéndose todo colorado intentó asegurarles, en su simplicidad, que no era un capote nuevo, sino uno viejo.
Por fin, uno de los funcionarios, ayudante del Jefe de oficina, queriendo demostrar sin duda alguna que no era orgulloso y sabía tratar con sus inferiores, dijo:
-Está bien, señores; yo daré la fiesta en lugar de Akakiy Akakievich y les convido a tomar el té esta noche en mi casa. Precisamente hoy es mi cumpleaños.
Los funcionarios, como hay que suponer, felicitaron al ayudante del jefe de oficina y aceptaron muy gustosos la invitación. Akakiy Akakievich quiso disculparse, pero todos le interrumpieron diciendo que era una descortesía, que debería darle vergüenza y que no podía de ninguna manera rehusar la invitación.
Aparte de eso, Akakiy Akakievich después se alegró al pensar que de este modo tendría ocasión de lucir su nuevo capote también por la noche.
Se puede decir que todo aquel día fue para él una fiesta grande y solemne.
Volvió a casa en un estado de ánimo de lo más feliz, se quitó el capote y lo colgó cuidadosamente en una percha que había en la pared, deleitándose una vez más al contemplar el paño y el forro y, a propósito, fue a buscar el viejo capote, que estaba a punto de deshacerse, para compararlo. Lo miró y hasta se echó a reír. Y aun después, mientras comía, no pudo por menos de sonreírse al pensar en el estado en que se hallaba el capote. Comió alegremente y luego, contrariamente a lo acostumbrado, no copió ningún documento. Por el contrario, se tendió en la cama, cual verdadero sibarita, hasta el oscurecer. Después, sin más demora, se vistió, se puso el capote y salió a la calle.
Desgraciadamente, no pudo recordar de momento dónde vivía el funcionario anfitrión; la memoria empezó a flaquearle, y todo cuanto había en Petersburgo, sus calles y sus casas se mezclaron de tal suerte en su cabeza, que resultaba difícil sacar de aquel caos algo más o menos ordenado. Sea como fuera, lo seguro es que el funcionario vivía en la parte más elegante de la ciudad, o sea lejos de la casa de Akakiy Akakievich. Al principio tuvo que caminar por calles solitarias escasamente alumbradas, pero a medida que iba acercándose a la casa del funcionario, las calles se veían más animadas y mejor alumbradas. Los transeúntes se hicieron más numerosos y también las señoras estaban ataviadas elegantemente. Los hombres llevaban cuellos de castor y ya no se veían tanto los veñkas con sus trineos de madera con rejas guarnecidas de clavos dorados; en cambio, pasaban con frecuencia elegantes trineos barnizados, provistos de pieles de oso y conducidos por cocheros tocados con gorras de terciopelo color frambuesa, o se veían deslizarse, chirriando sobre la nieve, carrozas con los pescantes sumamente adornados.
Para Akakiy Akakievich todo esto resultaba completamente nuevo; hacía varios años que no había salido de noche por la calle.
Todo curioso, se detuvo delante del escaparate de una tienda, ante un cuadro que representaba a una hermosa mujer que se estaba quitando el zapato, por lo que lucía una pierna escultural: a su espalda, un hombre con patillas y perilla, a estilo español, asomaba la cabeza por la puerta. Akakiy Akakievich meneó la cabeza sonriéndose y prosiguió su camino. ¿Por qué sonreiría? Tal vez porque se encontraba con algo totalmente desconocido, para lo que, sin embargo, muy bien pudiéramos asegurar que cada uno de nosotros posee un sexto sentido. Quizá también pensara lo que la mayoría de los funcionarios habrían pensado decir: «¡Ah, estos franceses! ¡No hay otra cosa que decir! Cuando se proponen una cosa, así ha de ser…» También puede ser que ni siquiera pensara esto, pues es imposible penetrar en el alma de un hombre y averiguar todo cuanto piensa.
Por fin, llegó a la casa donde vivía el ayudante del jefe de oficina. Este llevaba un gran tren de vida; en la escalera había un farol encendido, y él ocupaba un cuarto en el segundo piso. Al entrar en el recibimiento, Akakiy Akakievich vio en el suelo toda una fila de chanclos. En medio de ellos, en el centro de la habitación, hervía a borbotones el agua de un samovar esparciendo columnas de vapor. En las paredes colgaban capotes y capas, muchas de las cuales tenían cuellos de castor y vueltas de terciopelo. En la habitación contigua se oían voces confusas, que de repente se tornaron claras y sonoras al abrirse la puerta para dar paso a un lacayo que llevaba una bandeja con vasos vacíos, un tarro de nata y una cesta de bizcochos. Por lo visto los funcionarios debían de estar reunidos desde hacía mucho tiempo y ya habían tomado el primer vaso de té. Akakiy Akakievich colgó él mismo su capote y entró en la habitación. Ante sus ojos desfilaron al mismo tiempo las velas, los funcionarios, las pipas y mesas de juego mientras que el rumor de las conversaciones que se oían por doquier y el ruido de las sillas sorprendían sus oídos.
Se detuvo en el centro de la habitación todo confuso, reflexionando sobre lo que tenía que hacer. Pero ya le habían visto sus colegas; le saludaron con calurosas exclamaciones y todos fueron en el acto al recibimiento para admirar nuevamente su capote. Akakiy Akakievich se quedó un tanto desconcertado; pero como era una persona sincera y leal no pudo por menos de alegrarse al ver cómo todos ensalzaban su capote.
Después, como hay que suponer, le dejaron a él y al capote y volvieron a las mesas de whist. Todo ello, el ruido, las conversaciones y la muchedumbre… le pareció un milagro. No sabía cómo comportarse ni qué hacer con sus manos, pies y toda su figura; por fin, acabó sentándose junto a los que jugaban: miraba tan pronto las cartas como los rostros de los presentes; pero al poco rato empezó a bostezar y a aburrirse, tanto más cuanto que había pasado la hora en la que acostumbraba acostarse.
Intentó despedirse del dueño de la casa; pero no le dejaron marcharse, alegando que tenía que beber una copa de champaña para celebrar el estreno del capote. Una hora después servían la cena: ensaladilla, ternera asada fría, empanadas, pasteles y champaña. A Akakiy Akakievich le hicieron tomar dos copas, con lo cual todo cuanto había en la habitación se le apareció bajo un aspecto mucho más risueño. Sin embargo, no consiguió olvidar que era media noche pasada y que era hora de volver a casa. Al fin, y para que al dueño de la casa no se le ocurriera retenerle otro rato, salió de la habitación sin ser visto y buscó su capote en el recibimiento, encontrándolo, con gran dolor, tirado en el suelo. Lo sacudió, le quitó las pelusas, se lo puso y, por último, bajó las escaleras.
Las calles estaban todavía alumbradas. Algunas tiendas de comestibles, eternos clubs de las servidumbres y otra gente, estaban aún abiertas; las demás estaban ya cerradas, pero la luz que se filtraba por entre las rendijas atestiguaba claramente que los parroquianos aún permanecían allí. Eran éstos sirvientes y criados que seguían con sus chismorreos, dejando a sus amos en la absoluta ignorancia de dónde se encontraban.
Akakiy Akakievich caminaba en un estado de ánimo de lo más alegre. Hasta corrió, sin saber por qué, detrás de una dama que pasó con la velocidad de un rayo, moviendo todas las partes del cuerpo. Pero se detuvo en el acto y prosiguió su camino lentamente, admirándose él mismo de aquel arranque tan inesperado que había tenido.
Pronto se extendieron ante él las calles desiertas, siendo notables de día por lo poco animadas y cuanto más de noche. Ahora parecían todavía mucho más silenciosas y solitarias. Escaseaban los faroles, ya que por lo visto se destinaba poco aceite para el alumbrado; a lo largo de la calle, en que se veían casas de madera y verjas, no había un alma. Tan sólo la nieve centelleaba tristemente en las calles, y las cabañas bajas, con sus postigos cerrados, parecían destacarse aún más sombrías y negras. Akakiy Akakievich se acercaba a un punto donde la calle desembocaba en una plaza muy grande, en la que apenas si se podían ver las cosas del otro extremo y daba la sensación de un inmenso y desolado desierto.
A lo lejos, Dios sabe dónde, se vislumbraba la luz de una garita que parecía hallarse al fin del mundo. Al llegar allí, la alegría de Akakiy Akakievich se desvaneció por completo. Entró en la plaza no sin temor, como si presintiera algún peligro. Miró hacia atrás y en torno suyo: diríase que alrededor se extendía un inmenso océano. «¡No! ¡Será mejor que no mire!», pensó para sí, y siguió caminando con los ojos cerrados. Cuando los abrió para ver cuánto le quedaba aún para llegar al extremo opuesto de la plaza, se encontró casi ante sus propias narices con unos hombres bigotudos, pero no tuvo tiempo de averiguar más acerca de aquellas gentes. Se le nublaron los ojos y el corazón empezó a latirle precipitadamente.
-¡Pero si este capote es mío! -dijo uno de ellos con voz de trueno, cogiéndole por el cuello.
Akakiy Akakievich quiso gritar pidiendo auxilio, pero el otro le tapó la boca con el pañuelo, que era del tamaño de la cabeza de un empleado, diciéndole: «¡Ay de ti si gritas!»
Akakiy Akakievich sólo se dio cuenta de cómo le quitaban el capote y le daban un golpe con la rodilla que le hizo caer de espaldas en la nieve, en donde quedó tendido sin sentido.
Al poco rato volvió en sí y se levantó, pero ya no había nadie. Sintió que hacía mucho frío y que le faltaba el capote. Empezó a gritar, pero su voz no parecía llegar hasta el extremo de la plaza. Desesperado, sin dejar de gritar, echó a correr a través de la plaza directamente a la garita, junto a la cual había un guarda, que, apoyado en la alabarda, miraba con curiosidad, tratando de averiguar qué clase de hombre se le acercaba dando gritos.
Al llegar cerca de él, Akakiy Akakievich le gritó todo jadeante que no hacía más que dormir y que no vigilaba, ni se daba cuenta de cómo robaban a la gente. El guarda le contestó que él no había visto nada: sólo había observado cómo dos individuos le habían parado en medio de la plaza, pero creyó que eran amigos suyos. Añadió que haría mejor, en vez de enfurecerse en vano, en ir a ver a la mañana siguiente al inspector de policía, y que éste averiguaría sin duda alguna quién le había robado el capote.
Akakiy Akakievich volvió a casa en un estado terrible. Los cabellos que aún le quedaban en pequeña cantidad sobre las sienes y la nuca estaban completamente desordenados. Tenía uno de los costados, el pecho y los pantalones, cubiertos de nieve. Su vieja patrona, al oír cómo alguien golpeaba fuertemente en la puerta, saltó fuera de la cama, calzándose sólo una zapatilla, y fue corriendo a abrir la puerta, cubriéndose pudorosamente con una mano el pecho, sobre el cual no llevaba más que una camisa. Pero al ver a Akakiy Akakievich retrocedió de espanto. Cuando él le contó lo que le había sucedido ella alzó los brazos al cielo y dijo que debía dirigirse directamente al Comisario del distrito y no al inspector, porque éste no hacía más que prometerle muchas cosas y dar largas al asunto. Lo mejor era ir al momento al Comisario del distrito, a quien ella conocía, porque Ana, la finlandesa que tuvo antes de cocinera, servía ahora de niñera en su casa, y que ella misma le veía a menudo, cuando pasaba delante de la casa. Además, todos los domingos, en la iglesia pudo observar que rezaba y al mismo tiempo miraba alegremente a todos, y todo en él denotaba que era un hombre de bien.
Después de oír semejante consejo se fue, todo triste, a su habitación. Cómo pasó la noche…, sólo se lo imaginarían quienes tengan la capacidad suficiente de ponerse en la situación de otro.
A la mañana siguiente, muy temprano, fue a ver al Comisario del distrito, pero le dijeron que aún dormía. Volvió a las diez y aún seguía durmiendo. Fue a las once, pero el Comisario había salido. Se presentó a la hora de la comida, pero los escribientes que estaban en la antesala no quisieron dejarle pasar e insistieron en saber qué deseaba, por qué venía y qué había sucedido. De modo que, en vista de los entorpecimientos, Akakiy Akakievich quiso, por primera vez en su vida, mostrarse enérgico, y dijo, en tono que no admitía réplicas, que tenía que hablar personalmente con el Comisario, que venía del Departamento del Ministerio para un asunto oficial y que, por tanto, debían dejarle pasar, y si no lo hacían, se quejaría de ello y les saldría cara la cosa. Los escribientes no se atrevieron a replicar y uno de ellos fue a anunciarle al Comisario.
Éste interpretó de un modo muy extraño el relato sobre el robo del capote. En vez de interesarse por el punto esencial empezó a preguntar a Akakiy Akakievich por qué volvía a casa a tan altas horas de la noche y si no habría estado en una casa sospechosa. De tal suerte, que el pobre Akakiy Akakievich se quedó todo confuso. Se fue sin saber si el asunto estaba bien encomendado. En todo el día no fue a la oficina (hecho sin precedente en su vida). Al día siguiente se presentó todo pálido y vestido con su viejo capote, que tenía el aspecto aún más lamentable. El relato del robo del capote -aparte de que no faltaron algunos funcionarios que aprovecharon la ocasión para burlarse- conmovió a muchos. Decidieron en seguida abrir una suscripción en beneficio suyo, pero el resultado fue muy exiguo, debido a que los funcionarios habían tenido que gastar mucho dinero en la suscripción para el retrato del director y para un libro que compraron a indicación del jefe de sección, que era amigo del autor. Así, pues, sólo consiguieron reunir una suma insignificante. Uno de ellos, movido por la compasión y deseos de darle por lo menos un buen consejo, le dijo que no se dirigiera al Comisario, pues suponiendo aún que deseara granjearse las simpatías de su superior y encontrar el capote, este permanecería en manos de la Policía hasta que lograse probar que era su legítimo propietario. Lo mejor sería, pues, que se dirigiera a una «alta personalidad», cuya mediación podría dar un rumbo favorable al asunto. Como no quedaba otro remedio, Akakiy Akakievich se decidió a acudir a la «alta personalidad».
¿Quién era aquella «alta personalidad» y qué cargo desempeñaba? Eso es lo que nadie sabría decir. Conviene saber que dicha «alta personalidad» había llegado a ser tan sólo esto desde hacía algún tiempo, por lo que hasta entonces era por completo desconocido. Además su posición tampoco ahora se consideraba como muy importante en comparación con otras de mayor categoría. Pero siempre habrá personas que consideran como muy importante lo que los demás califican de insignificante. Además, recurriría a todos los medios para realzar su importancia. Decretó que los empleados subalternos le esperasen en la escalera hasta que llegase él y que nadie se presentara directamente a él sino que las cosas se realizaran con un orden de lo más riguroso. El registrador tenía que presentar la solicitud de audiencia al secretario del Gobierno, quien a su vez la transmitía al consejero titular o a quien se encontrase de categoría superior. Y de esta forma llegaba el asunto a sus manos. Así, en nuestra santa Rusia, todo está contagiado de la manía de imitar y cada cual se afana en imitar a su superior. Hasta cuentan que cierto consejero titular, cuando le ascendieron a director de una cancillería pequeña, en seguida se hizo separar su cuarto por medio de un tabique de lo que él llamaba «sala de reuniones». A la puerta de dicha sala colocó a unos conserjes con cuellos rojos y galones que siempre tenían la mano puesta sobre el picaporte para abrir la puerta a los visitantes, aunque en la «sala de reuniones» apenas si cabía un escritorio de tamaño regular.
El modo de recibir y las costumbres de la «alta personalidad» eran majestuosos e imponentes, pero un tanto complicados. La base principal de su sistema era la severidad. «Severidad, severidad, y… severidad», solía decir, y al repetir por tercera vez esta palabra dirigía una mirada significativa a la persona con quien estaba hablando aunque no hubiera ningún motivo para ello, pues los diez empleados que formaban todo el mecanismo gubernamental, ya sin eso estaban constantemente atemorizados. Al verle de lejos, interrumpían ya el trabajo y esperaban en actitud militar a que pasase el jefe. Su conversación con los subalternos era siempre severa y consistía sólo en las siguientes frases: «¿Cómo se atreve? ¿Sabe usted con quién habla ? ¿Se da usted cuenta? ¿Sabe a quién tiene delante?»
Por lo demás, en el fondo era un hombre bondadoso, servicial y se comportaba bien con sus compañeros, sólo que el grado de general le había hecho perder la cabeza. Desde el día en que le ascendieron a general se hallaba todo confundido, andaba descarriado y no sabía cómo comportarse. Si trataba con personas de su misma categoría se mostraba muy correcto y formal y en muchos aspectos hasta inteligente. Pero en cuanto asistía a alguna reunión donde el anfitrión era tan sólo de un grado inferior al suyo, entonces parecía hallarse completamente descentrado. Permanecía callado y su situación era digna de compasión, tanto más cuanto él mismo se daba cuenta de que hubiera podido pasar el tiempo de una manera mucho más agradable. En sus ojos se leía a menudo el ardiente deseo de tomar parte en alguna conversación interesante o de juntarse a otro grupo, pero se retenía al pensar que aquello podía parecer excesivo por su parte o demasiado familiar, y que con ello rebajaría su dignidad. Y por eso permanecía eternamente solo en la misma actitud silenciosa, emitiendo de cuando en cuando un sonido monótono, con lo cual llegó a pasar por un hombre de lo más aburrido.
Tal era la «alta personalidad» a quien acudió Akakiy Akakievich, y el momento que eligió para ello no podía ser más inoportuno para él; sin embargo, resultó muy oportuno para la «alta personalidad». Ésta se hallaba en su gabinete conversando muy alegremente con su antiguo amigo de la infancia, a quien no veía desde hacía muchos años, cuando le anunciaron que deseaba hablarle un tal Bachmachkin.
-¿Quién es? -preguntó bruscamente.
-Un empleado.
-¡Ah! ¡Que espere! Ahora no tengo tiempo -dijo la alta personalidad. Es preciso decir que la alta personalidad mentía con descaro; tenía tiempo; los dos amigos ya habían terminado de hablar sobre todos los temas posibles, y la conversación había quedado interrumpida ya más de una vez por largas pausas, durante las cuales se propinaban cariñosas palmaditas, diciendo:
-Así es, Iván Abramovich.
-En efecto, Esteban Varlamovich.
Sin embargo, cuando recibió el aviso de que tenía visita, mandó que esperase el funcionario, para demostrar a su amigo, que hacía mucho que estaba retirado y vivía en una casa de campo, cuánto tiempo hacía esperar a los empleados en la antesala. Por fin. después de haber hablado cuanto quisieron o, mejor dicho, de haber callado lo suficiente, acabaron de fumar sus cigarros cómodamente recostados en unos mullidos butacones, y entonces su excelencia pareció acordarse de repente de que alguien le esperaba, y dijo al secretario, que se hallaba en pie, junto a la puerta, con unos papeles para su informe:
-Creo que me está esperando un empleado. Dígale que puede pasar.
Al ver el aspecto humilde y el viejo uniforme de Akakiy Akakievich, se volvió hacia él con brusquedad y le dijo:
-¿Qué desea?
Pero todo esto con voz áspera y dura, que sin duda alguna había ensayado delante del espejo, a solas en su habitación, una semana antes que le nombraran para el nuevo cargo.
Akakiy Akakievich, que ya de antemano se sentía todo tímido, se azoró por completo. Sin embargo, trató de explicar como pudo o mejor dicho, con toda la fluidez de que era capaz su lengua, que tenía un capote nuevo y que se lo habían robado de un modo inhumano, añadiendo, claro está, más particularidades y más palabras innecesarias. Rogaba a su excelencia que intercediera por escrito… o así…. como quisiera…. con el jefe de la Policía u otra persona para que buscasen el capote y se lo restituyesen. Al general le pareció, sin embargo, que aquel era un procedimiento demasiado familiar, y por eso dijo bruscamente:
-Pero, ¡señor!, ¿no conoce usted el reglamento? ¿Cómo es que se presenta así? ¿Acaso ignora cómo se procede en estos asuntos? Primero debería usted haber hecho una instancia en la cancillería, que habría sido remitida al jefe del departamento, el cual la transmitiría al secretario y éste me la hubiera presentado a mí.
-Pero, excelencia… -dijo Akakiy Akakievich recurriendo a la poca serenidad que aún quedaba en él y sintiendo que sudaba de una manera horrible-. Yo, excelencia, me he atrevido a molestarle con este asunto porque los secretarios…, los secretarios… son gente de poca confianza..
-¡Cómo! ¿Qué? ¿Qué dice usted?.-exclamó la «alta personalidad»-. ¿Cómo se atreve a decir semejante cosa? ¿De dónde ha sacado usted esas ideas? ¡Qué audacia tienen los jóvenes con sus superiores y con las autoridades!
Era evidente que la «alta personalidad» no había reparado en que Akakiy Akakievich había pasado de los cincuenta años, de suerte que la palabra «joven» sólo podía aplicársele relativamente, es decir, en comparación con un septuagenario.
-¿Sabe usted con quién habla? ¿Se da cuenta de quién tiene delante? ¿Se da usted cuenta, se da usted cuenta? ¡Le pregunto yo a usted!
Y dio una fuerte patada en el suelo y su voz se tornó tan cortante, que aun otro que no fuera Akakiy Akakievich se habría asustado también.
Akakiy Akakievich se quedó helado, se tambaleó, un estremecimiento le recorrió todo el cuerpo, y apenas si se pudo tener en pie. De no ser porque un guardia acudió a sostenerle, se hubiera desplomado. Le sacaron fuera casi desmayado.
Pero aquella «alta personalidad», satisfecha del efecto que causaron sus palabras, y que habían superado en mucho sus esperanzas, no cabía en sí de contento, al pensar que una palabra suya causaba tal impresión, que podía hacer perder el sentido a uno. Miró de reojo a su amigo, para ver lo que opinaba de todo aquello, y pudo comprobar, no sin gran placer, que su amigo se hallaba en una situación indefinible, muy próxima al terror.
Cómo bajó las escaleras Akakiy Akakievich y cómo salió a la calle, esto son cosas que ni él mismo podía recordar, pues apenas si sentía las manos y los pies. En su vida le habían tratado con tanta grosería, y precisamente un general y además un extraño. Caminaba en medio de la nevasca que bramaba en las calles, con la boca abierta, haciendo caso omiso de las aceras. El viento, como de costumbre en San Petersburgo, soplaba sobre él de todos los lados, es decir, de los cuatro puntos cardinales y desde todas las callejuelas. En un instante se resfrío la garganta y contrajo una angina. Llegó a casa sin poder proferir ni una sola palabra: tenía el cuerpo todo hinchado y se metió en la cama. ¡Tal es el efecto que puede producir a veces una reprimenda!
Al día siguiente amaneció con una fiebre muy alta. Gracias a la generosa ayuda del clima petersburgués, el curso de la enfermedad fue más rápido de lo que hubiera podido esperarse, y cuando llegó el médico y le cogió el pulso, únicamente pudo prescribirle fomentos, sólo con el fin de que el enfermo no muriera sin el benéfico auxilio de la medicina. Y sin más ni más, le declaró en el acto que le quedaban sólo un día y medio de vida. Luego se volvió hacia la patrona, diciendo:
-Y usted, madrecita, no pierda el tiempo: encargue en seguida un ataúd de madera de pino, pues uno de roble sería demasiado caro para él.
Ignoramos si Akakiy Akakievich oyó estas palabras pronunciadas acerca de su muerte, y en el caso de que las oyera, si llegaron a conmoverle profundamente y le hicieron quejarse de su Destino, ya que todo el tiempo permanecía en el delirio de la fiebre.
Visiones extrañas a cuál más curiosas se le aparecían sin cesar. Veía a Petrovich y le encargaba que le hiciese un capote con alguna trampa para los ladrones, que siempre creía tener debajo de la cama, y a cada instante llamaba a la patrona y le suplicaba que sacara un ladrón que se había escondido debajo de la manta; luego preguntaba por qué el capote viejo estaba colgado delante de él, cuando tenía uno nuevo. Otras veces creía estar delante del general, escuchando sus insultos y diciendo: «Perdón, excelencia.» Por último se puso a maldecir y profería palabras tan terribles, que la vieja patrona se persignó, ya que jamás en la vida le había oído decir nada semejante; además, estas palabras siguieron inmediatamente al título de excelencia. Después sólo murmuraba frases sin sentido, de manera que era imposible comprender nada. Sólo se podía deducir realmente que aquellas palabras e ideas incoherentes se referían siempre a la misma cosa: el capote. Finalmente, el pobre Akakiy Akakievich exhaló el último suspiro.
Ni la habitación ni sus cosas fueron selladas por la sencilla razón de que no tenía herederos y que sólo dejaba un pequeño paquete con plumas de ganso, un cuaderno de papel blanco oficial, tres pares de calcetines, dos o tres botones desprendidos de un pantalón y el capote que ya conoce el lector. ¡Dios sabe para quién quedó todo esto!
Reconozco que el autor de esta narración no se interesó por el particular. Se llevaron a Akakiy Akakievich y lo enterraron; San Petersburgo se quedó sin él como si jamás hubiera existido.
Así desapareció un ser humano que nunca tuvo quién le amparara, a quien nadie había querido y que jamás interesó a nadie. Ni siquiera llamó la atención del naturalista, quien no desprecia de poner en el alfiler una mosca común y examinarla en el microscopio. Fue un ser que sufrió con paciencia las burlas de sus colegas de oficina y que bajó a la tumba sin haber realizado ningún acto extraordinario; sin embargo, divisó, aunque sólo fuera al fin de su vida, el espíritu de la luz en forma de capote, el cual reanimó por un momento su miserable existencia, y sobre quien cayó la desgracia, como también cae a veces sobre los privilegiados de la tierra…
Pocos días después de su muerte mandaron a un ordenanza de la oficina con orden de que Akakiy Akakievich se presentase inmediatamente, porque el jefe lo exigía. Pero el ordenanza tuvo que volver sin haber conseguido su propósito y declaró que Akakiy Akakievich ya no podía presentarse. Le preguntaron:
-¿Y por qué?
-¡Pues, porque no! Ha muerto; hace cuatro días que lo enterraron.
Y de este modo se enteraron en la oficina de la muerte de Akakiy Akakievich. Al día siguiente su sitio se hallaba ya ocupado por un nuevo empleado. Era mucho más alto y no trazaba las letras tan derechas al copiar los documentos, sino mucho más torcidas y contrahechas. Pero ¿quién iba a imaginarse que con ello termina la historia de Akakiy Akakievich, ya que estaba destinado a vivir ruidosamente aún muchos días después de muerto como recompensa a su vida que pasó inadvertido? Y, sin embargo, así sucedió, y nuestro sencillo relato va a tener de repente un final fantástico e inesperado.
En San Petersburgo se esparció el rumor de que en el puente de Kalenik, y a poca distancia de él, se aparecía de noche un fantasma con figura de empleado que buscaba un capote robado y que con tal pretexto arrancaba a todos los hombres, sin distinción de rango ni profesión, sus capotes, forrados con pieles de gato, de castor, de zorro, de oso, o simplemente guateados: en una palabra: todas las pieles auténticas o de imitación que el hombre ha inventado para protegerse.
Uno de los empleados del Ministerio vio con sus propios ojos al fantasma y reconoció en él a Akakiy Akakievich. Se llevó un susto tal, que huyó a todo correr, y por eso no pudo observar bien al espectro. Sólo vio que aquel le amenazaba desde lejos con el dedo. En todas partes había quejas de que las espaldas y los hombros de los consejeros, y no sólo de consejeros titulares, sino también de los áulicos, quedaban expuestos a fuertes resfriados al ser despojados de sus capotes.
Se comprende que la Policía tomara sus medidas para capturar de la forma que fuese al fantasma, vivo o muerto, y castigarlo duramente, para escarmiento de otros, y por poco lo logró. Precisamente una noche un guarda en una sección de la calleja Kiriuchkin casi tuvo la suerte de coger al fantasma en el lugar del hecho, al ir aquél a quitar el capote de paño corriente a un músico retirado que en otros tiempos había tocado la flauta. El guarda, que lo tenía cogido por el cuello, gritó para que vinieran a ayudarle dos compañeros, y les entregó al detenido, mientras él introducía sólo por un momento la mano en la bota en busca de su tabaquera para reanimar un poco su nariz, que se le había quedado helada ya seis veces. Pero el rapé debía de ser de tal calidad que ni siquiera un muerto podía aguantarlo. Apenas el guarda hubo aspirado un puñado de tabaco por la fosa nasal izquierda, tapándose la derecha, cuando el fantasma estornudó con tal violencia, que empezó a salpicar por todos lados. Mientras se frotaba los ojos con los puños, desapareció el difunto sin dejar rastros, de modo que ellos no supieron si lo habían tenido realmente en sus manos.
Desde entonces los guardas cogieron un miedo tal a los fantasmas, que ni siquiera se atrevían a detener a una persona viva, y se limitaban solo a gritarle desde lejos: «¡Oye, tú! ¡Vete por tu camino!» El espectro del empleado empezó a esparcirse también más allá del puente de Kalenik, sembrando un miedo horrible entre la gente tímida.
Pero hemos abandonado por completo a la «alta personalidad», quien, a decir verdad, fue el culpable del giro fantástico que tomó nuestra historia, por lo demás muy verídica. Pero hagamos justicia a la verdad y confesemos que la «alta personalidad» sintió algo así como lástima, poco después de haber salido el pobre Akakiy Akakievich completamente deshecho. La compasión no era para él realmente ajena: su corazón era capaz de nobles sentimientos, aunque a menudo su alta posición le impidiera expresarlos. Apenas marchó de su gabinete el amigo que había venido de fuera, se quedó pensando en el pobre Akakiy Akakievich. Desde entonces se le presentaba todos los días, pálido e incapaz de resistir la reprimenda de que él le había hecho objeto. El pensar en él le inquietó tanto, que pasada una semana se decidió incluso a enviar un empleado a su casa para preguntar por su salud y averiguar si se podía hacer algo por él. Al enterarse de que Akakiy Akakievich había muerto de fiebre repentina, se quedó aterrado, escuchó los reproches de su conciencia y todo el día estuvo de mal humor. Para distraerse un poco y olvidar la impresión desagradable, fue por la noche a casa de un amigo, donde encontró bastante gente y, lo que es mejor, personas de su mismo rango, de modo que en nada podía sentirse atado. Esto ejerció una influencia admirable en su estado de ánimo. Se tornó vivaz, amable, tomó parte en las conversaciones de un modo agradable; en un palabra: pasó muy bien la velada. Durante la cena tomó unas dos copas de champaña, que, como se sabe, es un medio excelente para comunicar alegría. El champaña despertó en él deseos de hacer algo fuera de lo corriente, así es que resolvió no volver directamente a casa, sino ir a ver a Carolina Ivanovna, dama de origen alemán al parecer, con quien mantenía relaciones de íntima amistad. Es preciso que digamos que la «alta personalidad» ya no era un hombre joven. Era marido sin tacha y buen padre de familia, y sus dos hijos, uno de los cuales trabajaba ya en una cancillería, y una linda hija de dieciséis años, con la nariz un poco encorvada sin dejar de ser bonita, venían todas las mañanas a besarle la mano, diciendo: «Bonjour, papa.» Su esposa, que era joven aún y no sin encantos, le alargaba la mano para que él se la besara, y luego, volviéndola hacia fuera tomaba la de él y se la besaba a su vez. Pero la «alta personalidad», aunque estaba plenamente satisfecho con las ternuras y el cariño de su familia, juzgaba conveniente tener una amiga en otra parte de la ciudad y mantener relaciones amistosas con ella. Esta amiga no era más joven ni más hermosa que su esposa; pero tales problemas existen en el mundo y no es asunto nuestro juzgarlos.
Así, pues, la «alta personalidad» bajó las escaleras, subió al trineo y ordenó al cochero:
-¡A casa de Carolina Ivanovna!
Envolviéndose en su magnífico capote permaneció en este estado, el más agradable para un ruso, en que no se piensa en nada y entre tanto se agitan por sí solas las ideas en la cabeza, a cual más gratas, sin molestarse en perseguirlas ni en buscarlas. Lleno de contento, rememoró los momentos felices de aquella velada y todas sus palabras que habían hecho reír a carcajadas a aquel grupo, alguna de las cuales repitió a media voz. Le parecieron tan chistosas como antes, y por eso no es de extrañar que se riera con todas sus ganas.
De cuando en cuando le molestaba en sus pensamientos un viento fortísimo que se levantó de pronto Dios sabe dónde, y le daba en pleno rostro, arrojándole además montones de nieve. Y como si ello fuera poco, desplegaba el cuello del capote como una vela, o de repente se lo lanzaba con fuerza sobrehumana en la cabeza, ocasionándole toda clase de molestias, lo que le obligaba a realizar continuos esfuerzos para librarse de él.
De repente sintió como si alguien le agarrara fuertemente por el cuello; volvió la cabeza y vio a un hombre de pequeña estatura, con un uniforme viejo muy gastado, y no sin espanto reconoció en él a Akakiy Akakievich. E1 rostro del funcionario estaba pálido como la nieve, y su mirada era totalmente la de un difunto. Pero el terror de la «alta personalidad» llegó a su paroxismo cuando vio que la boca del muerto se contraía convulsivamente exhalando un olor de tumba y le dirigía las siguientes palabras:
-¡Ah! ¡Por fin te tengo!… ¡Por fin te he cogido por el cuello! ¡Quiero tu capote! No quisiste preocuparte por el mío y hasta me insultaste. ¡Pues bien: dame ahora el tuyo!
La pobre «alta personalidad» por poco se muere. Aunque era firme de carácter en la cancillería y en general para con los subalternos, y a pesar de que al ver su aspecto viril y su gallarda figura, no se podía por menos de exclamar: «¡Vaya un carácter!», nuestro hombre, lo mismo que mucha gente de figura gigantesca, se asustó tanto, que no sin razón temió que le diese un ataque. Él mismo se quitó rápidamente el capote y gritó al cochero, con una voz que parecía la de un extraño:
-¡A casa, a toda prisa!
El cochero, al oír esta voz que se dirigía a él generalmente en momentos decisivos, y que solía ser acompañado de algo más efectivo, encogió la cabeza entre los hombros para mayor seguridad, agitó el látigo y lanzó los caballos a toda velocidad. A los seis minutos escasos la «alta personalidad» ya estaba delante del portal de su casa.
Pálido, asustado y sin capote había vuelto a su casa, en vez de haber ido a la de Carolina Ivanovna. A duras penas consiguió llegar hasta su habitación y pasó una noche tan intranquila, que a la mañana siguiente, a la hora del té, le dijo su hija:
-¡Qué pálido estás, papá!
Pero papá guardaba silencio y a nadie dijo una palabra de lo que le había sucedido, ni en dónde había estado, ni adónde se había dirigido en coche. Sin embargo, este episodio le impresionó fuertemente, y ya rara vez decía a los subalternos: «¿Se da usted cuenta de quién tiene delante?» Y si así sucedía, nunca era sin haber oído antes de lo que se trataba. Pero lo más curioso es que a partir de aquel día ya no se apareció el fantasma del difunto empleado. Por lo visto, el capote del general le había venido justo a la medida. De todas formas, no se oyó hablar más de capotes arrancados de los hombros de los transeúntes.
Sin embargo, hubo unas personas exaltadas e inquietas que no quisieron tranquilizarse y contaban que el espectro del difunto empleado seguía apareciéndose en los barrios apartados de la ciudad. Y, en efecto, un guardia del barrio de Kolomna vio con sus propios ojos asomarse el fantasma por detrás de su casa. Pero como era algo débil desde su nacimiento -en cierta ocasión un cerdo ordinario, ya completamente desarrollado, que se había escapado de una casa particular, le derribó, provocando así las risas de los cocheros que le rodeaban y a quienes pidió después, como compensación por la burla de que fue objeto, unos centavos para tabaco-, como decimos, pues, era muy débil y no se atrevió a detenerlo. Se contentó con seguirlo en la oscuridad hasta que aquel volvió de repente la cabeza y le preguntó:
-¿Qué deseas? -y le enseñó un puño de esos que no se dan entre las personas vivas.
-Nada -replicó el guardia, y no tardó en dar media vuelta.
El fantasma era, no obstante, mucho más alto y tenía bigotes inmensos. A grandes pasos se dirigió al puente Obuko, desapareciendo en las tinieblas de la noche.

Nikolái Gógol, El capote

Nikolái Gógol

Italo Calvino, La aventura de un matrimonio

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La aventura de un matrimonio
El obrero Arturo Massolari hacía el turno de noche, el que termina a las seis. Para volver a su casa tenía un largo trayecto que recorría en bicicleta con buen tiempo, en tranvía los meses lluviosos e invernales. Llegaba entre las siete menos cuarto y las siete, a veces un poco antes, otras un poco después de que sonara el despertador de Elide, su mujer.
A menudo los dos ruidos, el sonido del despertador y los pasos de él al entrar, se superponían en la mente de Elide, alcanzándola en el fondo del sueño, ese sueño compacto de la mañana temprano que ella trataba de seguir exprimiendo unos segundos con la cara hundida en la almohada. Después se levantaba repentinamente de la cama y ya estaba metiendo a ciegas los brazos en la bata, el pelo sobre los ojos. Elide se le aparecía así, en la cocina, donde Arturo sacaba los recipientes vacíos del bolso que llevaba al trabajo: la fiambrera, el termo, y los depositaba en el fregadero. Ya había encendido el calentador y puesto el café. Apenas la miraba, Elide se pasaba una mano por el pelo, se esforzaba por abrir bien los ojos, como si cada vez se avergonzase un poco de esa primera imagen que el marido tenía de ella al regresar a casa, siempre tan en desorden, con la cara medio dormida. Cuando dos han dormido juntos es otra cosa, por la mañana los dos emergen del mismo sueño, los dos son iguales.
En cambio a veces entraba él en la habitación para despertarla con la taza de café, un minuto antes de que sonara el despertador; entonces todo era más natural, la mueca al salir del sueño adquiría una dulzura indolente, los brazos que se levantaban para estirarse, desnudos, terminaban por ceñir el cuello de él. Se abrazaban. Arturo llevaba el chaquetón impermeable; al sentirlo cerca ella sabía el tiempo que hacía: si llovía, o había niebla o nieve, según lo húmedo y frío que estuviera. Pero igual le decía: “¿Qué tiempo hace?”, y él empezaba como de costumbre a refunfuñar medio irónico, pasando revista a los inconvenientes que había tenido, empezando por el final: el recorrido en bicicleta, el tiempo que hacía al salir de la fábrica, distinto del que hacía la noche anterior al entrar, y los problemas en el trabajo, los rumores que corrían en la sección, y así sucesivamente.
A esa hora la casa estaba siempre mal caldeada, pero Elide se había desnudado completamente, temblaba un poco, y se lavaba en el cuartito de baño. Detrás llegaba él, con más calma, se desvestía y se lavaba también, lentamente, se quitaba de encima el polvo y la grasa del taller. Al estar así los dos junto al mismo lavabo, medio desnudos, un poco ateridos, dándose algún empellón, quitándose de la mano el jabón, el dentífrico, y siguiendo con las cosas que tenían que decirse, llegaba el momento de la confianza, y a veces, frotándose mutuamente la espalda, se insinuaba una caricia y terminaban abrazados.
Pero de pronto Elide:
-¡Dios mío! ¿Qué hora es ya? -y corría a ponerse el portaligas, la falda, a toda prisa, de pie, y con el cepillo yendo y viniendo por el pelo, y adelantaba la cara hacia el espejo de la cómoda, con las horquillas apretadas entre los labios. Arturo la seguía, encendía un cigarrillo, y la miraba de pie, fumando, y siempre parecía un poco incómodo por verse allí sin poder hacer nada. Elide estaba lista, se ponía el abrigo en el pasillo, se daban un beso, abría la puerta y ya se la oía bajar corriendo las escaleras.
Arturo se quedaba solo. Seguía el ruido de los tacones de Elide peldaños abajo, y cuando dejaba de oírla, la seguía con el pensamiento, los brincos veloces en el patio, el portal, la acera, hasta la parada del tranvía. El tranvía, en cambio, lo escuchaba bien: chirriar, pararse, y el golpe del estribo cada vez que subía alguien. “Lo ha atrapado”, pensaba, y veía a su mujer agarrada entre la multitud de obreros y obreras al “once”, que la llevaba a la fábrica como todos los días. Apagaba la colilla, cerraba los postigos de la ventana, la habitación quedaba a oscuras, se metía en la cama.
La cama estaba como la había dejado Elide al levantarse, pero de su lado, el de Arturo, estaba casi intacta, como si acabaran de tenderla. Él se acostaba de su lado, como corresponde, pero después estiraba una pierna hacia el otro, donde había quedado el calor de su mujer, estiraba la otra pierna, y así poco a poco se desplazaba hacia el lado de Elide, a aquel nicho de tibieza que conservaba todavía la forma del cuerpo de ella, y hundía la cara en su almohada, en su perfume, y se dormía.
Cuando volvía Elide, por la tarde, Arturo cabía un rato que daba vueltas por las habitaciones: había encendido la estufa, puesto algo a cocinar. Ciertos trabajos los hacía él, en esas horas anteriores a la cena, como hacer la cama, barrer un poco, y hasta poner en remojo la ropa para lavar. Elide encontraba todo mal hecho, pero a decir verdad no por ello él se esmeraba más: lo que hacía era una especie de ritual para esperarla, casi como salirle al encuentro aunque quedándose entre las paredes de la casa, mientras afuera se encendían las luces y ella pasaba por las tiendas en medio de esa animación fuera del tiempo de los barrios donde hay tantas mujeres que hacen la compra por la noche.
Por fin oía los pasos por la escalera, muy distintos de los de la mañana, ahora pesados, porque Elide subía cansada de la jornada de trabajo y cargada con la compra. Arturo salía al rellano, le tomaba de la mano la cesta, entraban hablando. Elide se dejaba caer en una silla de la cocina, sin quitarse el abrigo, mientras él sacaba las cosas de la cesta. Después:
-Arriba, un poco de coraje -decía ella, y se levantaba, se quitaba el abrigo, se ponía ropa de estar por casa. Empezaban a preparar la comida: cena para los dos, después la merienda que él se llevaba a la fábrica para el intervalo de la una de la madrugada, la colación que ella se llevaría a la fábrica al día siguiente, y la que quedaría lista para cuando él se despertara por la tarde.
Elide a ratos se movía, a ratos se sentaba en la silla de paja, le daba indicaciones. Él, en cambio, era la hora en que estaba descansado, no paraba, quería hacerlo todo, pero siempre un poco distraído, con la cabeza ya en otra parte. En esos momentos a veces estaban a punto de chocar, de decirse unas palabras hirientes, porque Elide hubiera querido que él estuviera más atento a lo que ella hacía, que pusiera más empeño, o que fuera más afectuoso, que estuviera más cerca de ella, que le diera más consuelo. En cambio Arturo, después del primer entusiasmo porque ella había vuelto, ya estaba con la cabeza fuera de casa, pensando en darse prisa porque tenía que marcharse.
La mesa puesta, con todo listo y al alcance de la mano para no tener que levantarse, llegaba el momento en que los dos sentían la zozobra de tener tan poco tiempo para estar juntos, y casi no conseguían llevarse la cuchara a la boca de las ganas que tenían de estarse allí tomados de las manos.
Pero todavía no había terminado de filtrarse el café y él ya estaba junto a la bicicleta para ver si no faltaba nada. Se abrazaban. Parecía que sólo entonces Arturo se daba cuenta de lo suave y tibia que era su mujer. Pero cargaba al hombro la barra de la bici y bajaba con cuidado la escalera.
Elide lavaba los platos, miraba la casa de arriba abajo, las cosas que había hecho su marido, meneando la cabeza. Ahora él corría por las calles oscuras, entre los escasos faroles, quizás ya había dejado atrás el gasómetro. Elide se acostaba, apagaba la luz. Desde su lado, acostada, corría una pierna hacia el lugar de su marido buscando su calor, pero advertía cada vez que donde ella dormía estaba más caliente, señal de que también Arturo había dormido allí, y eso la llenaba de una gran ternura.

Italo Calvino, La aventura de un matrimonio. 1958 (Los amores difíciles).

Italo Calvino

James Baldwin, Una lección de humildad

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Una lección de humildad
Cierto día el califa Harun al Raschid organizó un gran banquete en el salón principal de palacio.
Las paredes y el cielo raso brillaban por el oro y las piedras preciosas con las que estaban adornados. Y la gran mesa estaba decorada con exóticas plantas y flores Allí estaban los hombres más nobles de toda Persia y Arabia. También estaban presentes como invitados muchos hombres sabios, poetas y músicos.
Después de un buen tiempo de transcurrida la fiesta, el califa se dirigió al poeta y le dijo:
-Oh, príncipe hacedor de hermosos poemas, muéstranos tu habilidad, describe en versos este alegre y glorioso banquete.
El poeta se puso de pie y empezó con estas palabras:
-¡Salud!, oh califa, y goza bajo el abrigo de vuestro extraordinario palacio.
-Buena introducción -dijo Raschid-. Pero permítenos escuchar más de tu discurso.
El poeta prosiguió:
-Y que en cada nuevo amanecer te llegue también una nueva alegría. Que cada atardecer veas que todos tus deseos fueron realizados.
-¡Bien, bien! Sigue pues con tu poema.
El poeta se inclinó ligeramente en señal de agradecimiento por tan deferentes palabras del califa y prosiguió:
-¡Pero cuando la hora de la muerte llegue, oh mi califa, entonces, aprenderás que todas las delicias de la vida no fueron más que efímeros momentos, como una puesta de sol.
Los ojos del califa se llenaron de lágrimas, y la emoción ahogó sus palabras. Cubrió su rostro con las manos y empezó a sollozar.
Luego, uno de los oficiales que estaba sentado cerca del poeta alzó la voz:
-¡Alto! El califa quiso que lo alegraran con cosas placenteras, y tú le estás llenando la cabeza con cosas muy tristes.
-Deja al poeta solo –dijo Raschid-. Él ha sido capaz de ver la ceguera que hay en mí y trata de hacer que yo abra los ojos.
Harun al Raschid (Aaron el Justo), fue el más grande de los califas de Bagdad. Se puede encontrar más historias sobre él en ese maravilloso libro conocido como Las mil y una noches.
James Baldwin, Una lección de humildad.


James Baldwin
A lesson in humility
One day the caliph, Haroun-al-Raschid, made a great feast. The feast was held in the grandest room of the palace. The walls and ceiling glittered with gold and precious gems. The table was decorated with rare and beautiful plants and flowers.
All the noblest men of Persia and Arabia were there. Many wise men and poets and musicians had also been invited.
In the midst of the feast the caliph called upon the poet, Abul Atayah, and said, "O prince of verse makers, show us thy skill. Describe in verse this glad and glorious feast."
The poet rose and began: "Live, O caliph and enjoy thyself in the shelter of thy lofty palace."
"That is a good beginning," said Raschid. "Let us hear the rest."
The poet went on: "May each morning bring thee some new joy. May each evening see that all thy wishes have been performed."
"Good! good!" said the caliph, "Go on."
The poet bowed his head and obeyed: "But when the hour of death comes, O my caliph, then alas! thou wilt learn that all thy delights were but a shadow."
The caliph's eyes were filled with tears. Emotion choked him. He covered his face and wept.
Then one of the officers, who was sitting near the poet, cried out: "Stop! The caliph wished you to amuse him with pleasant thoughts, and you have filled his mind with melancholy."
"Let the poet alone," said Raschid. "He has seen me in my blindness, and is trying to open my eyes."
Haroun-al-Raschid (Aaron the Just) was the greatest of all the caliphs of Bagdad. In a wonderful book, called "The Arabian Nights," there are many interesting stories about him.
James Baldwin, A lesson in humility.

Elena Garro, El anillo

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El anillo

Siempre fuimos pobres, señor, y siempre fuimos desgraciados, pero no tanto como ahora en que la congoja campea por mis cuartos y corrales. Ya sé que el mal se presenta en cualquier tiempo y que toma cualquier forma, pero nunca pensé que tomara la forma de un anillo. Cruzaba yo la Plaza de los Héroes, estaba oscureciendo y la boruca de los pájaros en los laureles empezaba a calmarse. Se me había hecho tarde. “Quién sabe qué estarán haciendo mis muchachos”, me iba yo diciendo. Desde el alba me había venido para Cuernavaca. Tenía yo urgencia de llegar a mi casa, porque mi esposo, como es debido cuando uno es mal casada, bebe, y cuando yo me ausento se dedica a golpear a mis muchachos. Con mis hijos ya no se mete, están grandes señor, y Dios no lo quiera, pero podrían devolverle el golpe. En cambio con las niñas se desquita. Apenas salía yo de la calle que baja del mercado, cuando me cogió la lluvia. Llovía tanto, que se habían formado ríos en las banquetas. Iba yo empinada para guardar mi cara de la lluvia cuando vi brillar a mi desgracia en medio del agua que corría entre las piedras. Parecía una serpientita de oro, bien entumida por la frescura del agua. A su lado se formaban remolinos chiquitos.
“¡Ándale, Camila, un anillo dorado!” y me agaché y lo cogí. No fue robo. La calle es la calle y lo que pertenece a la calle nos pertenece a todos. Estaba bien frío y no tenía ninguna piedra: era una alianza. Se secó en la palma de mi mano y no me pareció que extrañara ningún dedo, porque se me quedó quieto y se entibió luego. En el camino a mi casa me iba yo diciendo: “Se lo daré a Severina, mi hijita mayor”. Somos tan pobres, que nunca hemos tenido ninguna alhaja y mi lujo, señor, antes de que nos desposeyeran de las tierras, para hacer el mentado tiro al pichón en donde nosotros sembrábamos, fue comprarme unas chanclitas de charol con trabilla, para ir al entierro de mi niño. Usted debe de acordarse, señor, de aquel día en que los pistoleros de Legorreta lo mataron a causa de las tierras. Ya entonces éramos pobres, pero desde ese día sin mis tierras y sin mi hijo mayor, hemos quedado verdaderamente en la desdicha. Por eso cualquier gustito nos da tantísimo gusto. Me encontré a mis muchachos sentados alrededor del corral.
—¡Anden, hijos! ¿Cómo pasaron el día?
—Aguardando su vuelta —me contestaron. Y vi que en todo el día no habían probado bocado.
—Enciendan la lumbre, vamos a cenar.
Los muchachos encendieron la lumbre y yo saqué el cilantro y el queso.
—¡Qué gustosos andaríamos con un pedacito de oro! —dije yo preparando la sorpresa—. ¡Qué suerte la de la mujer que puede decir que sí o que no, moviendo sus pendientes de oro!
—Sí, qué suerte… —dijeron mis muchachitos.
—¡Qué suerte la de la joven que puede señalar con su dedo para lucir un anillo! —dije.
Mis muchachos se echaron a reír y yo saqué el anillo y lo puse en el dedo de mi hija Severina. Y allí paró todo, señor, hasta que Adrián llegó al pueblo, para caracolear sus ojos delante de las muchachas. Adrián no trabajaba más que dos o tres veces a la semana reparando las cercas de piedra. Los más de los días los pasaba en la puerta de “El Capricho” mirando cómo comprábamos la sal y las botellas de refrescos. Un día detuvo a mi hijita Aurelia.
—¿Oye, niña, de qué está hecha tu hermanita Severina?
—Yo no sé… —le contestó la inocente.
—Oye, niña, ¿y para quién está hecha tu hermanita Severina?
—Yo no sé… —le contestó la inocente.
—Oye, niña, ¿y esa mano en la que lleva el anillo a quién se la regaló?
—Yo no sé… —le contestó la inocente.
—Mira, niña, dile a tu hermanita Severina que cuando compre la sal me deje que se la pague y que me deje mirar sus ojos.
—Sí, joven —le contestó la inocente. Y llegó a platicarle a su hermana lo que le había dicho Adrián.
La tarde del siete de mayo estaba terminando. Hacía mucho calor y el trabajo nos había dado sed a mi hija Severina y a mí.
—Anda, hija, ve a comprar unos refrescos.
Mi hija se fue y yo me quedé esperando su vuelta sentada en el patio de mi casa. En la espera me puse a mirar cómo el patio estaba roto y lleno de polvo. Ser pobre señor, es irse quebrando como cualquier ladrillo muy pisado. Así somos los pobres, ni quién nos mire y todos nos pasan por encima. Ya usted mismo lo vio, señor, cuando mataron a mi hijito el mayor para quitarnos las tierras. ¿Qué pasó? Que el asesino Legorreta se hizo un palacio sobre mi terreno y ahora tiene sus reclinatorios de seda blanca, en la iglesia del pueblo y los domingos cuando viene desde México, la llena con sus pistoleros y sus familiares, y nosotros los descalzos, mejor no entramos para no ver tanto desacato. Y de sufrir tanta injusticia, se nos juntan los años y nos barren el gusto y la alegría y se queda uno como un montón de tierra antes de que la tierra nos cobije. En esos pensamientos andaba yo, sentada en el patio de mi casa, ese siete de mayo. “¡Mírate, Camila, bien fregada! Mira a tus hijos. ¿Qué van a durar? ¡Nada! Antes de que lo sepan estarán aquí sentados, si es que no están muertos como mi difuntito asesinado, con la cabeza ardida por la pobreza, y los años colgándoles como piedras, contando los días en que no pasaron hambre”… Y me fui, señor, a caminar mi vida. Y vi que todos los caminos estaban llenos con las huellas de mis pies. ¡Cuánto se camina! ¡Cuánto se rodea! Y todo para nada o para encontrar una mañana a su hijito tirado en la milpa con la cabeza rota por los máuseres y la sangre saliéndole por la boca. No lloré, señor. Si el pobre empezara a llorar, sus lágrimas ahogarían al mundo, porque motivo para llanto son todos los días. Ya me dará Dios lugar para llorar, me estaba yo diciendo, cuando me vi que estaba en el corredor de mi casa esperando la vuelta de mi hijita Severina. La lumbre estaba apagada y los perros estaban ladrando como ladran en la noche, cuando las piedras cambian de lugar. Recordé que mis hijos se habían ido con su papá a la peregrinación del Día de la Cruz en Guerrero y que no iban a volver hasta el día nueve. Luego recordé que Severina había ido a “El Capricho”. “¿Dónde fue mi hija que no ha vuelto?” Miré el cielo y vi cómo las estrellas iban a la carrera. Bajé mis ojos y me hallé con los de Severina, que me miraban tristes desde un pilar.
—Aquí tiene su refresco —me dijo con una voz en la que acababan de sembrar la desdicha.
Me alcanzó la botella de refresco y fue entonces cuando vi que su mano estaba hinchada, y que el anillo no lo llevaba.
—¿Dónde está tu anillo, hija?
—Acuéstese, mamá.
Se tendió en su camita con los ojos abiertos. Yo me tendí junto a ella. La noche pasó larga y mi hijita no volvió a usar la palabra en muchos días. Cuando Gabino llegó con los muchachos, Severina ya empezaba a secarse.
—¿Quién le hizo el mal? —preguntó Gabino y se arrinconó y no quiso beber alcohol en muchos días.
Pasó el tiempo y Severina seguía secándose. Sólo su mano seguía hinchada. Yo soy ignorante, señor, nunca fui a la escuela, pero me fui a Cuernavaca a buscar al doctor Adame, con domicilio en Aldana 17.
—Doctor, mi hija se está secando…
El doctor se vino conmigo al pueblo. Aquí guardo todavía sus recetas. Camila sacó unos papeles arrugados.
—¡Mamá! ¿Sabes quién le hinchó la mano a Severina? —-me preguntó Aurelia.
—No, hija, ¿quién?
—Adrián, para quitarle el anillo.
¡Ah, el ingrato! y en mis adentros veía que las recetas del doctor Adame no la podían aliviar. Entonces, una mañana, me fui a ver a Leonor, la tía del nombrado Adrián.
—Pasa, Camila.
Entré con precauciones: mirando para todos lados para ver si lo veía.
—Mira, Leonor, yo no sé quién es tu sobrino, ni qué lo trajo al pueblo, pero quiero que me devuelva el anillo que le quitó a mi hija, pues de él se vale para hacerle el mal.
—¿Qué anillo?
—El anillo que yo le regalé a Severina. Adrián con sus propias manos se lo sacó en “El Capricho” y desde entonces ella está desconocida.
—No vengas a ofender, Camila, Adrián no es hijo de bruja.
—Leonor, dile que me devuelva el anillo por el bien de él y de toda su familia.
—¡Yo no puedo decirle nada! Ni me gusta que ofendan a mi sangre bajo mi techo.
Me fui de allí y toda la noche velé a mi niña. Ya sabe, señor, que lo único que la gente regala es el mal. Esa noche Severina empezó a hablar el idioma de los maleados. ¡Ay, Jesús bendito, no permitas que mi hija muera endemoniada! Y me puse a rezar una Magnífica. Mi comadre Gabriel, aquí presente, me dijo: “Vamos por Fulgencia, para que le saque el mal del pecho”. Dejamos a la niña en compañía de su padre y sus hermanos y nos fuimos por Fulgencia. Luego, toda la noche Fulgencia curó a la niña, cubierta con una sábana.
—Después de que cante el primer gallo, le habré sacado el mal —dijo.
Y así fue, señor, de repente Severina se sentó en la cama y gritó: “¡Ayúdeme mamacita!”. Y echó por la boca un animal tan grande como mi mano. El animal traía entre sus patas pedacitos de su corazón. Porque mi niña tenía el animal amarrado a su corazón… Entonces cantó el primer gallo.
—Mira —me dijo Fulgencia—, ahora que te devuelvan el anillo, porque antes de los tres meses habrán crecido las crías.
Apenas amaneció, me fui a las cercas a buscar al ingrato. Allí lo esperé. Lo vi venir, no venía silbando, con un pie venía trayendo a golpecitos una piedra. Traía los ojos bajos y las manos en los bolsillos.
—Mira, Adrián desconocido, no sabemos de dónde vienes, ni quiénes fueron tus padres y sin embargo te hemos recibido aquí con cortesía. Tú en cambio andas dañando a las jóvenes. Yo soy la madre de Severina y te pido que me devuelvas el anillo con que le haces el mal.
—¿Qué anillo? —me dijo ladeando la cabeza. Y vi que sus ojos brillaban con gusto.
—El que le quitaste a mi hijita en “El Capricho”.
—-¿Quién lo dijo? —y se ladeó el sombrero.
—Lo dijo Aurelia.
—¿Acaso lo ha dicho la propia Severina?
—¡Cómo lo ha de decir si está dañada!
—¡Hum!… Pues cuántas cosas se dicen en este pueblo. ¡Y quién lo dijera con tan bonitas mañanas!
—Entonces ¿no me lo vas a dar?
—¿Y quién dijo que lo tengo?
—Yo te voy a hacer el mal a ti y a toda tu familia —le prometí.
Lo dejé en las cercas y me volví a mi casa. Me encontré a Severina sentadita en el corral, al rayo del sol. Pasaron los días y la niña se empezó a mejorar. Yo andaba trabajando en el campo y Fulgencia venía para cuidarla.
—¿Ya te dieron el anillo?
—No.
—Las crías están creciendo.
Seis veces fui a ver al ingrato Adrián a rogarle que me devolviera el anillo. Y seis veces se recargó contra las cercas y me lo negó gustoso.
—Mamá, dice Adrián que aunque quisiera no podría devolver el anillo, porque lo machacó con una piedra y lo tiró a una barranca. Fue una noche que andaba borracho y no se acuerda de cuál barranca fue.
—Dile que me diga cuál barranca es para ir a buscarlo.
—No se acuerda… —me repitió mi hija Aurelia y se me quedó mirando con la primera tristeza de su vida. Me salí de mi casa y me fui a buscar a Adrián.
—Mira, desconocido, acuérdate de la barranca en la que tiraste el anillo.
—¿Qué barranca?
—En la que tiraste el anillo.
—¿Qué anillo?
—¿No te quieres acordar?
—De lo único que me quiero acordar es que de aquí a catorce días me caso con mi prima Inés.
—¿La hija de tu tía Leonor?
—Sí, con esa joven.
—Es muy nueva la noticia.
—Tan nueva de esta mañana…
—Antes me vas a dar el anillo de mi hija Severina. Los tres meses ya se están cumpliendo.
Adrián se me quedó mirando, como si me mirara de muy lejos, se recargó en la cerca y adelantó un pie.
—Eso sí que no se va a poder…
Y allí se quedó, mirando al suelo. Cuando llegué a mi casa Severina se había tendido en su camita. Aurelia me dijo que no podía caminar. Mandé traer a Fulgencia. Al llegar nos contó que la boda de Inés y de Adrián era para un domingo y que ya habían invitado a las familias. Luego miró a Severina con mucha tristeza.
—Tu hija no tiene cura. Tres veces le sacaremos el mal y tres veces dejará crías. No cuentes más con ella.
Mi hija empezó a hablar el idioma desconocido y sus ojos se clavaron en el techo. Así estuvo varios días y varias noches. Fulgencia no podía sacarle el mal, hasta que llegara a su cabal tamaño. ¿Y quién nos dice, señor, que anoche se nos pone tan malísima? Fulgencia le sacó el segundo animal con pedazos muy grandes de su corazón. Apenas le quedó un pedazo chiquito de su corazón, pero bastante grande para que el tercer animal se prenda a él. Esta mañana mi niña estaba como muerta y yo oí que repicaban campanas.
—¿Qué es ese ruido, mamá?
—Campanas, hija…
—Se está casando Adrián —le dijo Aurelia.
Y yo señor, me acordé del ingrato y del festín que estaba viviendo mientras mi hijita moría.
—Ahora vengo —dije.
Y me fui cruzando el pueblo y llegué a casa de Leonor.
—Pasa, Camila.
Había mucha gente y muchas cazuelas de mole y botellas de refrescos. Entré mirando por todas partes, para ver si lo veía. Allí estaba con la boca risueña y los ojos serios. También estaba Inés, bien risueña, y allí estaban sus tíos y sus primos los Cadena, bien risueños.
—Adrián, Severina ya no es de este mundo. No sé si le quede un pie de tierra para retoñar. Dime en qué barranca tiraste el anillo que la está matando.
Adrián se sobresaltó y luego le vi el rencor en los ojos.
—Yo no conozco barrancas. Las plantas se secan por mucho sol y falta de riego. Y las muchachas por estar hechas para alguien y quedarse sin nadie…
Todos oímos el silbar de sus palabras enojadas.
—Severina se está secando, porque fue hecha para alguien que no fuiste tú. Por eso le has hecho el maleficio. ¡Hechicero de mujeres!
—Doña Camila, no es usted la que sabe para quién está hecha su hijita Severina.
Se echó para atrás y me miró con los ojos encendidos. No parecía el novio de este domingo: no le quedó la menor huella de gozo, ni el recuerdo de la risa.
—El mal está hecho. Ya es tarde para el remedio.
Así dijo el desconocido de Ometepec y se fue haciendo para atrás, mirándome con más enojo. Yo me fui hacia él, como si me llevaran sus ojos. “¿Se va a desaparecer?, me fui diciendo, mientras caminaba hacia delante y él avanzaba para atrás, cada vez más enojado. Así salimos hasta la calle, porque él me seguía llevando, con las llamas de sus ojos. “Va a mi casa a matar a Severina”, le leí el pensamiento, señor, porque para allá se encaminaba, de espaldas, buscando el camino con sus talones. Le vi su camisa blanca, llameante, y luego, cuando torció la esquina de mi casa, se la vi bien roja.
No sé cómo, señor, alcancé a darle en el corazón, antes de que acabara con mi hijita Severina…
Camila guardó silencio. El hombre de la comisaría la miró aburrido. La joven que tomaba las declaraciones en taquigrafía detuvo el lápiz. Sentados en unas sillas de hule, los deudos y la viuda de Adrián Cadena bajaron la cabeza. Inés tenía sangre en el pecho y los ojos secos.
Gabino movió la cabeza apoyando las palabras de su mujer.
—Firme aquí, señora, y despídase de su marido porque la vamos a encerrar.
—-Yo no sé firmar.
Los deudos de Adrián Cadena se volvieron a la puerta por la que acababa de aparecer Severina. Venía pálida y con las trenzas deshechas.
—¿Por qué lo mató, mamá?… Yo le rogué que no se casara con su prima Inés. Ahora el día que yo muera, me voy a topar con su enojo por haberlo separado de ella…
Severina se tapó la cara con las manos y Camila no pudo decir nada.
La sorpresa la dejó muda mucho tiempo.
—¡Mamá, me dejó usted el camino solo!…
Severina miró a los presentes. Sus ojos cayeron sobre Inés, ésta se llevó la mano al pecho y sobre su vestido de linón rosa, acarició la sangre seca de Adrián Cadena.
—Mucho lloró la noche en que Fulgencia te sacó a su niño. Después, de sentimiento quiso casarse conmigo. Era huérfano y yo era su prima. Era muy desconocido en sus amores y en sus maneras… —dijo Inés bajando los ojos, mientras su mano acariciaba la sangre de Adrián Cadena.
Al rato le entregaron la camisa rosa de su joven marido. Cosido en el lugar del corazón había una alianza, como una serpientita de oro y en ella grabadas las palabras: “Adrián y Severina gloriosos”.

Elena Garro, El anillo.

Elena Garro


Roberto Arlt, La luna roja

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La luna roja

Nada lo anunciaba por la tarde.
Las actividades comerciales se desenvolvieron normalmente en la ciudad. Olas humanas hormigueaban en los pórticos encristalados de los vastos establecimientos comerciales, o se detenían frente a las vidrieras que ocupaban todo el largo de las calles oscuras, salpicadas de olores a telas engomadas, flores o vituallas.
Los cajeros, tras de sus garitas encristaladas, y los jefes de personal rígidos en los vértices alfombrados de los salones de venta, vigilaban con ojo cauteloso la conducta de sus inferiores.
Se firmaron contratos y se cancelaron empréstitos.
En distintos parajes de la ciudad, a horas diferentes, numerosas parejas de jóvenes y muchachas se juraron amor eterno, olvidando que sus cuerpos eran perecederos; algunos vehículos inutilizaron a descuidados paseantes, y el cielo más allá de las altas cruces metálicas pintadas de verde, que soportaban los cables de alta tensión, se teñía de un gris ceniciento, como siempre ocurre cuando el aire está cargado de vapores acuosos.
Nada lo anunciaba.
Por la noche fueron iluminados los rascacielos.
La majestuosidad de sus fachadas fosforescentes, recortadas a tres dimensiones sobre el fondo de tinieblas, intimidó a los hombres sencillos. Muchos se formaban una idea desmesurada respecto a los posibles tesoros blindados por muros de acero y cemento. Fornidos vigilantes, de acuerdo a la consigna recibida, al pasar frente a estos edificios, observaban cuidadosamente los zócalos de puertas y ventanas, no hubiera allí abandonada una máquina infernal. En otros puntos se divisaban las siluetas sombrías de la policía montada, teniendo del cabestro a sus caballos y armados de carabinas enfundadas y pistolas para disparar gases lacrimógenos.
Los hombres timoratos pensaban: «¡Qué bien estamos defendidos!», y miraban con agradecimiento las enfundadas armas mortíferas; en cambio, los turistas que paseaban hacían detener a sus chóferes, y con la punta de sus bastones señalaban a sus acompañantes los luminosos nombres de remotas empresas. Estos centelleaban en interminables fachadas escalonadas y algunos se regocijaban y enorgullecían al pensar en el poderío de la patria lejana, cuya expansión económica representaban dichas filiales, cuyo nombre era menester deletrear en la proximidad de las nubes. Tan altos estaban.
Desde las terrazas elevadas, al punto que desde allí parecía que se podían tocar las estrellas con la mano, el viento desprendía franjas de músicas, blues oblicuamente recortados por la dirección de la racha de aire. Focos de porcelana iluminaban jardines aéreos. Confundidos entre el follaje de costosas vegetaciones, controlados por la respetuosa y vigilante mirada de los camareros, danzaban los desocupados elegantes de la ciudad, hombres y mujeres jóvenes, elásticos por la práctica de los deportes e indiferentes por el conocimiento de los placeres. Algunos parecían carniceros enfundados en un smoking, sonreían insolentemente, y todos, cuando hablaban de los de abajo, parecían burlarse de algo que con un golpe de sus puños podían destruir.
Los ancianos, arrellanados en sillones de paja japonesa, miraban el azulado humo de sus vegueros o deslizaban entre los labios un esguince astuto, al tiempo que sus miradas duras y autoritarias reflejaban una implacable seguridad y solidaridad. Aun entre el rumor de la fiesta no se podía menos de imaginárseles presidiendo la mesa redonda de un directorio, para otorgar un empréstito leonino a un estado de cafres y mulatillos, bajo cuyos árboles correrían linfas de petróleo.
Desde alturas inferiores, en calles más turbias y profundas que canales, circulaban los techos de automóviles y tranvías, y en los parajes excesivamente iluminados, una microscópica multitud husmeaba el placer barato, entrando y saliendo por los portalones de los dancings económicos, que como la boca de altos hornos vomitaban atmósferas incandescentes.
Hacia arriba, en oblicuas direcciones, la estructura de los rascacielos despegaba sobre cielos verdosos o amarillentos, relieves de cubos, sobrepuestos de mayor a menor. Estas pirámides de cemento desaparecían al apagarse el resplandor de invisibles letreros luminosos; luego aparecían nuevamente como superdread-noughts, poniendo una perpendicular y tumultuosa amenaza de combate marítimo al encenderse lívidamente entre las tinieblas. Fue entonces cuando ocurrió el suceso extraño.
El primer violín de la orquesta Jardín Aéreo Imperius iba a colocar en su atril la partitura del Danubio Azul, cuando un camarero le alcanzó un sobre. El músico, rápidamente, lo rasgó y leyó la esquela; entonces, mirando por sobre los lentes a sus camaradas, depositó el instrumento sobre el piano, le alcanzó la carta al clarinetista, y como si tuviera mucha prisa descendió por la escalerilla que permitía subir al paramento, buscó con la mirada la salida del jardín y desapareció por la escalera de servicio, después de tratar de poner inútilmente en marcha el ascensor.
Las manos de varios bailarines y sus acompañantes se paralizaron en los vasos que llevaban a los labios para beber, al observar la insólita e irrespetuosa conducta de este hombre. Mas, antes de que los concurrentes se sobrepusieran de su sorpresa, el ejemplo fue seguido por sus compañeros, pues se les vio uno a uno abandonar el palco, muy serios y ligeramente pálidos.
Es necesario observar que a pesar de la prisa con que ejecutaban estos actos, los actuantes revelaron cierta meticulosidad. El que más se destacó fue el violoncelista que encerró su instrumento en la caja. Producían la impresión de querer significar que declinaban una responsabilidad y se «lavaban las manos». Tal dijo después un testigo.
Y si hubieran sido ellos solos.
Los siguieron los camareros. El público, mudo de asombro, sin atreverse a pronunciar palabra (los camareros de estos parajes eran sumamente robustos) les vio quitarse los fracs de servicio y arrojarlos despectivamente sobre las mesas. El capataz de servicio dudaba, mas al observar que el cajero, sin cuidarse de cerrar la caja, abandonaba su alto asiento, sumamente inquieto se incorporó a los fugitivos.
Algunos quisieron utilizar el ascensor. No funcionaba.
Súbitamente se apagaron los focos. En las tinieblas, junto a las mesas de mármol, los hombres y mujeres que hasta hacía unos instantes se debatían entre las argucias de sus pensamientos y el deleite de sus sentidos, comprendieron que no debían esperar. Ocurría algo que rebasaba la capacidad expresiva de las palabras, y entonces, con cierto orden medroso, tratando de aminorar la confusión de la fuga, comenzaron a descender silenciosamente por las escaleras de mármol.
El edificio de cemento se llenó de zumbidos. No de voces humanas, que nadie se atrevía a hablar, sino de roces, tableteos, suspiros. De vez en cuando, alguien encendía un fósforo, y por el caracol de las escaleras, en distintas alturas del muro, se movían las siluetas de espaldas encorvadas y enormes cabezas caídas, mientras que en los ángulos de pared las sombras se descomponían en saltantes triángulos irregulares.
No se registró ningún accidente.
A veces, un anciano fatigado o una bailarina amedrentada se dejaba caer en el borde de un escalón, y permanecía allí sentada, con la cabeza abandonada entre las manos, sin que nadie la pisoteara. La multitud, como si adivinara su presencia encogida en la pestaña de mármol, describía una curva junto a la sombra inmóvil.
El vigilante del edificio, durante dos segundos, encendió su linterna eléctrica, y la rueda de luz blanca permitió ver que hombres y mujeres, tomados indistintamente de los brazos, descendían cuidadosamente. El que iba junto al muro llevaba la mano apoyada en el pasamanos.
Al llegar a la calle, los primeros fugitivos aspiraron afanosamente largas bocanadas de aire fresco. No era visible una sola lámpara encendida en ninguna dirección.
Alguien raspó una cerilla en una cortina metálica, y entonces descubrieron en los umbrales de ciertas casas antiguas, criaturas sentadas pensativamente. Estas, con una seriedad impropia de su edad, levantaban los ojos hacia los mayores que los iluminaban, pero no preguntaron nada.
De las puertas de los otros rascacielos también se desprendía una multitud silenciosa.
Una señora de edad quiso atravesar la calle, y tropezó con un automóvil abandonado; más allá, algunos ebrios, aterrorizados, se refugiaron en un coche de tranvía cuyos conductores habían huido, y entonces muchos, transitoriamente desalentados, se dejaron caer en los cordones de granito que delimitaban la calzada.
Las criaturas inmóviles, con los pies recogidos junto al zócalo de los umbrales, escuchaban en silencio las rápidas pisadas de las sombras que pasaban en tropel.
En pocos minutos los habitantes de la ciudad estuvieron en la calle.
De un punto a otro en la distancia, los focos fosforescentes de linternas eléctricas se movían con irregularidad de luciérnagas. Un curioso resuelto intentó iluminar la calle con una lámpara de petróleo, y tras de la pantalla de vidrio sonrosado se apagó tres veces la llama. Sin zumbidos, soplaba un viento frío y cargado de tensiones voltaicas.
La multitud espesaba a medida que transcurría el tiempo.
Las sombras de baja estatura, numerosísimas, avanzaban en el interior de otras sombras menos densas y altísimas de la noche, con cierto automatismo que hacía comprender que muchos acababan de dejar los lechos y conservaban aún la incoherencia motora de los semidormidos.
Otros, en cambio, se inquietaban por la suerte de su existencia, y calladamente marchaban al encuentro del destino, que adivinaban erguido como un terrible centinela, tras de aquella cortina de humo y de silencio.
De fachada a fachada, el ancho de todas las calles trazadas de este a oeste se ocupaba de la multitud. Esta, en la oscuridad, ponía una capa más densa y oscura que avanzaba lentamente, semejante a un monstruo cuyas partículas están ligadas por el jadeo de su propia respiración.
De pronto un hombre sintió que le tiraban de una manga insistentemente. Balbuceó preguntas al que así le asía, mas como no le contestaban, encendió un fósforo y descubrió el achatado y velludo rostro de un mono grande que con ojos medrosos parecía interrogarlo acerca de lo que sucedía. El desconocido, de un empellón, apartó la bestia de sí, y muchos que estaban próximos a él repararon que los animales estaban en libertad.
Otro identificó varios tigres confundidos en la multitud por las rayas amarillas que a veces fosforecían entre las piernas de los fugitivos, pero las bestias estaban tan extraordinariamente inquietas que, al querer aplastar el vientre contra el suelo, para denotar sumisión, obstaculizaban la marcha, y fue menester expulsarlas a puntapiés. Las fieras echaron a correr, y como si se hubieran pasado una consigna, ocuparon la vanguardia de la multitud.
Adelantábanse con la cola entre las zarpas y las orejas pegadas a la piel del cráneo. En su elástico avance volvían la cabeza sobre el cuello, y se distinguían sus enormes ojos fosforescentes, como bolas de cristal amarillo. A pesar de que los tigres caminaban lentamente, los perros, para mantenerse a la par de ellos, tenían que mover apresuradamente las patas.
Súbitamente, sobre el tanque de cemento de un rascacielos apareció la luna roja. Parecía un ojo de sangre despegándose de la línea recta, y su magnitud aumentaba rápidamente. La ciudad, también enrojecida, creció despacio desde el fondo de las tinieblas, hasta fijar la balaustrada de sus terrazas en la misma altura que ocupaba la comba descendente del cielo.
Los planos perpendiculares de las fachadas reticulaban de callejones escarlatas el cielo de brea. En las murallas escalonadas, la atmósfera enrojecida se asentaba como una neblina de sangre. Parecía que debía verse aparecer sobre la terraza más alta un terrible dios de hierro con el vientre troquelado de llamas y las mejillas abultadas de gula carnicera.
No se percibía ningún sonido, como si por efectos de la luz bermeja la gente se hubiera vuelto sorda.
Las sombras caían inmensas, pesadas, cortadas tangencialmente por guillotinas monstruosas, sobre los seres humanos en marcha, tan numerosos que hombro con hombro y pecho con pecho colmaban las calles de principio a fin.
Los hierros y las comisas proyectaban a distinta altura rayas negras paralelas a la profundidad de la atmósfera bermeja. Los altos vitriales refulgían como láminas de hielo tras de las que se desemparva un incendio.
A la claridad terrible y silenciosa era difícil discernir los rostros femeninos de los masculinos. Todos aparecían igualados y ensombrecidos por la angustia del esfuerzo que realizaban, con los maxilares apretados y los párpados entrecerrados. Muchos se humedecían los labios con la lengua, pues los afiebraba la sed. Otros con gestos de sonámbulos pegaban la boca al frío cilindro de los buzones, o al rectangular respiradero de los transformadores de las canalizaciones eléctricas, y el sudor corría en gotas gruesas por todas las frentes.
De la luna, fijada en un cielo más negro que la brea, se desprendía una sangrienta y pastosa emanación de matadero.
La multitud en realidad no caminaba, sino que avanzaba por reflujos, arrastrando los pies, soportándose los unos en los otros, muchos adormecidos e hipnotizados por la luz roja que, cabrilleando de hombro en hombro, hacía más profundos y sorprendentes los tenebrosos cuévanos de los ojos y roídos perfiles.
En las calles laterales los niños permanecían quietos en sus umbrales.
Del tumulto de las bestias, engrosado por los caballos, se había desprendido el elefante, que con trote suave corría hacia la playa, escoltado por dos potros. Estos, con las crines al viento y los belfos vueltos hacia las apantalladas orejas del paquidermo, parecían cuchichearle un secreto.
En cambio, los hipopótamos a la cabeza de la vanguardia, buceaban fatigosamente en el aire, recogiéndolo con los golpes en vacío de sus hocicos acorazados. Un tigre restregando el flanco contra los muros avanzaba de mala gana.
El silencio de la multitud llegó a hacerse insoportable. Un hombre trepó a un balcón y poniéndose las manos ante la boca a modo de altoparlante, aulló congestionado:
-Amigos, ¡qué pasa amigos! Yo no sé hablar, es cierto, no sé hablar, pero pongámonos de acuerdo.
Desfilaban sin mirarle, y entonces el hombre secándose el sudor de la frente con el velludo dorso del brazo se confundió en la muchedumbre.
Inconscientemente todos se llevaron un dedo a los labios, una mano a la oreja. No podían ya quedar dudas.
En una distancia empalizada de friego y tinieblas, más movediza que un océano de petróleo encendido, giró lentamente sobre su eje la metálica estructura de una grúa.
Oblicuamente un inmenso cañón negro colocó su cónico perfil entre cielo y tierra, escupió fuego retrocediendo sobre su cureña, y un silbido largo cruzó la atmósfera con un cilindro de acero.
Bajo la luna roja, bloqueada de rascacielos bermejos, la multitud estalló en un grito de espanto:
-¡No queremos la guerra! ¡No…, no…, no!
Comprendían esta vez que el incendio había estallado sobre todo el planeta, y que nadie se salvaría.

Roberto Arlt, La luna roja.

Roberto Arlt

Francisco Ayala, El Inquisidor

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El Inquisidor
¡Qué regocijo! ¡qué alborozo! ¡Qué músicas y cohetes! El Gran Rabino de la judería, varón de virtudes y ciencia sumas, habiendo conocido al fin la luz de la verdad, prestaba su cabeza al agua del bautismo; y la ciudad entera hacía fiesta.
Aquel día inolvidable, al dar gracias a Dios Nuestro Señor, dentro ya de su iglesia, sólo una cosa hubo de lamentar el antiguo rabino; pero ésta ¡ay! desde el fondo de su corazón: que a su mujer, la difunta Rebeca, no hubiera podido extenderse el bien de que participaban con él, en cambio, felizmente, Marta, su hija única, y los demás familiares de su casa, bautizados todos en el mismo acto con mucha solemnidad. Esa era su espina, su oculto dolor en día tan glorioso; ésa, y -¡sí, también!- la dudosa suerte (o más que dudosa, temible) de sus mayores, línea ilustre que él había reverenciado en su abuelo, en su padre, generaciones de hombres religiosos, doctos y buenos, pero que, tras la venida del Mesías, no habían sabido reconocerlo y, durante siglos, se obstinaron en la vieja, derogada Ley.
Preguntábase el cristiano nuevo en méritos de qué se le había otorgado a su alma una gracia tan negada a ellos, y por qué designio de la Providencia, ahora, al cabo de casi los mil y quinientos años de un duro, empecinado y mortal orgullo, era él, aquí, en esta pequeña ciudad de la meseta castellana -él sólo, en toda su dilatada estirpe- quien, después de haber regido con ejemplaridad la venerable sinagoga, debía dar este paso escandaloso y bienaventurado por el que ingresaba en la senda de salvación. Desde antes, desde bastante tiempo antes de declararse converso, había dedicado horas y horas, largas horas, horas incontables, a estudiar en términos de Teología el enigma de tal destino. No logró descifrarlo. Tuvo que rechazar muchas veces como pecado de soberbia la única solución plausible que le acudía a las mientes, y sus meditaciones le sirvieron tan sólo para persuadirlo de que tal gracia le imponía cargas y le planteaba exigencias proporcionadas a su singular magnitud; de modo que, por lo menos, debía justificarla a posteriori con sus actos. Claramente comprendía estar obligado para con la Santa Iglesia en mayor medida que cualquier otro cristiano. Dio por averiguado que su salvación tenía que ser fruto de un trabajo muy arduo en pro de la fe; y resolvió -como resultado feliz y repentino de sus cogitaciones- que no habría de considerarse cumplido hasta no merecer y alcanzar la dignidad apostólica allí mismo, en aquella misma ciudad donde había ostentado la de Gran Rabino, siendo así asombro de todos los ojos y ejemplo de todas las almas.
Ordenóse, pues, de sacerdote, fue a la Corte, estuvo en Roma y, antes de pasados ocho años, ya su sabiduría, su prudencia, su esfuerzo incansable, le proporcionaron por fin la mitra de la diócesis desde cuya sede episcopal serviría a Dios hasta la muerte. Lleno estaba de escabrosísimos pasos -más, tal vez, de lo imaginable- el camino elegido; pero no sucumbió; hasta puede afirmarse que ni siquiera llegó a vacilar por un instante. El relato actual corresponde a uno de esos momentos de prueba. Vamos a encontrar al obispo, quizás, en el día más atroz de su vida. Ahí lo tenemos, trabajando, casi de madrugada. Ha cenado muy poco: un bocado apenas, sin levantar la vista de sus papeles. Y empujando luego el cubierto a la punta de la mesa, lejos del tintero y los legajos, ha vuelto a enfrascarse en la tarea. A la punta de la mesa, reunidos aparte, se ven ahora la blanca hogaza de cuyo canto falta un cuscurro, algunas ciruelas en un plato, restos en otro de carne fiambre, la jarrita del vino, un tarro de dulce sin abrir… Como era tarde, el señor obispo había despedido al paje, al secretario, a todos, y se había servido por sí mismo su colación. Le gustaba hacerlo así; muchas noches solía quedarse hasta muy tarde, sin molestar a ninguno. Pero hoy, difícilmente hubiera podido soportar la presencia de nadie; necesitaba concentrarse, sin que nadie lo perturbara, en el estudio del proceso. Mañana mismo se reunía bajo su presidencia el Santo Tribunal; esos desgraciados, abajo, aguardaban justicia, y no era él hombre capaz de rehuir o postergar el cumplimiento de sus deberes, ni de entregar el propio juicio a pareceres ajenos: siempre, siempre, había examinado al detalle cada pieza, aun mínima, de cada expediente, había compulsado trámites, actuaciones y pruebas, hasta formarse una firme convicción y decidir, inflexiblemente, con arreglo a ella. Ahora, en este caso, todo lo tenía reunido ahí, todo estaba minuciosamente ordenado y relatado ante sus ojos, folio tras folio, desde el comienzo mismo, con la denuncia sobre el converso Antonio Maria Lucero, hasta los borradores para la sentencia que mañana debía dictarse contra el grupo entero de judaizantes complicados en la causa. Ahí estaba el acta levantada con la detención de Lucero, sorprendido en el sueño y hecho preso en medio del consternado revuelo de su casa; las palabras que había dejado escapar en el azoramiento de la situación -palabras, por cierto, de significado bastante ambiguo- ahí constaban. Y luego, las sucesivas declaraciones, a lo largo de varios meses de interrogatorios, entrecortada alguna de ellas por los ayes y gemidos, gritos y súplicas del tormento, todo anotado y transcrito con escrupulosa puntualidad. En el curso del minucioso procedimiento, en las diligencias premiosas e innumerables que se siguieron, Lucero había negado con obstinación irritante; había negado, incluso, cuando le estaban retorciendo los miembros en el potro. Negaba entre imprecaciones; negaba entre imploraciones, entre lamentos; negaba siempre. Mas -otro, acaso, no lo habría notado; a él ¿cómo podía escapársele?- se daba buena cuenta el obispo de que esas invocaciones que el procesado había proferido en la confusión del ánimo, entre tinieblas, dolor y miedo, contenían a veces, sí, el santo nombre de Dios envuelto en aullidos y amenazas; pero ni una sola apelaban a Nuestro Señor Jesucristo, la Virgen o los Santos, de quienes, en cambio, tan devoto se mostraba en circunstancias más tranquilas…
Al repasar ahora las declaraciones obtenidas mediante el tormento -diligencia ésta que, en su día, por muchas razones, se creyó obligado a presenciar el propio obispo- acudió a su memoria con desagrado la mirada que Antonio María, colgado por los tobillos, con la cabeza a ras del suelo, le dirigió desde abajo. Bien sabía él lo que significaba aquella mirada: contenía una alusión al pasado, quería remitirse a los tiempos en que ambos, el procesado sometido a tortura y su juez, obispo y presidente del Santo Tribunal, eran aún judíos; recordarle aquella ocasión ya lejana en que el orfebre, entonces un mozo delgado, sonriente, se había acercado respetuosamente a su rabino pretendiendo la mano de Sara, la hermana menor de Rebeca, todavía en vida, y el rabino, después de pensarlo, no había hallado nada en contra de ese matrimonio, y había celebrado él mismo las bodas de Lucero con su cuñada Sara. Sí, eso pretendían recordarle aquellos ojos que brillaban a ras del suelo, en la oscuridad del sótano, obligándole a hurtar los suyos; esperaban ayuda de una vieja amistad y un parentesco en nada relacionados con el asunto de autos. Equivalía, pues, esa mirada a un guiño indecente, de complicidad, a un intento de soborno; y lo único que conseguía era proporcionar una nueva evidencia en su contra, pues ¿no se proponía acaso hablar y conmover en el prelado que tan penosamente se desvelaba por la pureza de la fe al judío pretérito de que tanto uno como otro habían ambos abjurado?
Bien sabía esa gente, o lo suponían -pensó ahora el obispo- cuál podía ser su lado flaco, y no dejaban de tantear, con sinuosa pertinacia, para acercársele. ¿No había intentado, ya al comienzo -y ¡qué mejor prueba de su mala conciencia! ¡qué confesión más explícita de que no confiaban en la piadosa justicia de la Iglesia!-, no habían intentado blandearlo por la mediación de Marta, su hijita, una criatura inocente, puesta así en juego?… Al cabo de tantos meses, de nuevo suscitaba en él un movimiento de despecho el que así se hubieran atrevido a echar mano de lo más respetable: el candor de los pocos años. Disculpada por ellos, Marta había comparecido a interceder ante su padre en favor del Antonio María Lucero, recién preso entonces por sospechas. Ningún trabajo costó establecer que lo había hecho a requerimientos de su amiga de infancia y -torció su señoría el gesto- prima carnal, es cierto, por parte de madre, Juanita Lucero, aleccionada a su vez, sin duda, por los parientes judíos del padre, el converso Lucero, ahora sospechoso de judaizar. De rodillas, y con palabras quizás aprendidas, había suplicado la niña al obispo. Una tentación diabólica; pues, ¿no son, acaso, palabras del Cristo: El que ama hijo o hija más que a mí, no es digno de mí?
En alto la pluma, y perdidos los ojos miopes en la penumbrosa pared de la sala, el prelado dejó escapar un suspiro de la caja de su pecho: no conseguía ceñirse a la tarea; no podía evitar que la imaginación se le huyera hacia aquella su hija única, su orgullo y su esperanza, esa muchachita frágil, callada, impetuosa, que ahora, en su alcoba, olvidada del mundo, hundida en el feliz abandono del sueño, descansaba, mientras velaba él arañando con la pluma el silencio de la noche. Era -se decía el obispo- el vástago postrero de aquella vieja estirpe a cuyo dignísimo nombre debió él hacer renuncia para entrar en el cuerpo místico de Cristo, y cuyos últimos rastros se borrarían definitivamente cuando, llegada la hora, y casada -si es que alguna vez había de casarse- con un cristiano viejo, quizás ¿por qué no? de sangre noble, criara ella, fiel y reservada, laboriosa y alegre, una prole nueva en el fondo de su casa… Con el anticipo de esta anhelada perspectiva en la imaginación, volvió el obispo a sentirse urgido por el afán de preservar a su hija de todo contacto que pudiera contaminarla, libre de acechanzas, aparte; y, recordando cómo habían querido valerse de su pureza de alma en provecho del procesado Lucero, la ira le subía a la garganta, no menos que si la penosa escena hubiera ocurrido ayer mismo. Arrodillada a sus plantas, veía a la niña decirle: «Padre: el pobre Antonio María no es culpable de nada; yo, padre -¡ella! ¡la inocente!-, yo, padre, sé muy bien que él es bueno. ¡Sálvalol» Sí, que lo salvara. Como si no fuera eso, eso precisamente, salvar a los descarriados, lo que se proponía la Inquisición… Aferrándola por la muñeca, averiguó en seguida el obispo cómo había sido maquinada toda la intriga, urdida toda la trama: señuelo fue, es claro, la afligida Juanica Lucero; y todos los parientes, sin duda, se habían juntado para fraguar la escena que, como un golpe de teatro, debería, tal era su propósito, torcer la conciencia del dignatario con el sutil soborno de las lágrimas infantiles. Pero está dicho que si tu mano derecha te fuere ocasión de caer, córtala y échala de ti. El obispo mandó a la niña, como primera providencia, y no para castigo sino más bien por cautela, que se recluyera en su cuarto hasta nueva orden, retirándose él mismo a cavilar sobre el significado y alcance de este hecho: su hija que comparece a presencia suya y, tras haberle besado el anillo y la mano, le implora a favor de un judaizante; y concluyó, con asombro, de allí a poco, que, pese a toda su diligencia, alguna falla debía tener que reprocharse en cuanto a la educación de Marta, pues que pudo haber llegado a tal extremo de imprudencia.
Resolvió entonces despedir al preceptor y maestro de doctrina, a ese doctor Bartolomé Pérez que con tanto cuidado había elegido siete años antes y del que, cuando menos, podía decirse ahora que había incurrido en lenidad, consintiendo a su pupila el tiempo libre para vanas conversaciones y una disposición de ánimo proclive a entretenerse en ellas con más intervención de los sentimientos que del buen juicio.
El obispo necesitó muchos días para aquilatar y no descartar por completo sus escrúpulos. Tal vez -temía-, distraído en los cuidados de su diócesis, había dejado que se le metiera el mal en su propia casa, y se clavara en su carne una espina de ponzoña. Con todo rigor, examinó de nuevo su conducta. ¿Había cumplido a fondo sus deberes de padre? Lo primero que hizo cuando Nuestro Señor le quiso abrir los ojos a la verdad, y las puertas de su Iglesia, fue buscar para aquella triste criatura, huérfana por obra del propio nacimiento, no sólo amas y criadas de religión irreprochable, sino también un preceptor que garantizara su cristiana educación. Apartarla en lo posible de una parentela demasiado nueva en la fe, encomendarla a algún varón exento de toda sospecha en punto a doctrina y conducta, tal había sido su designio. El antiguo rabino buscó, eligió y requirió para misión tan delicada a un hombre sabio y sencillo, este Dr. Bartolomé Pérez, hijo, nieto y biznieto de labradores, campesino que sólo por fuerza de su propio mérito se había erguido en el pegujal sobre el que sus ascendientes vivieron doblados, había salido de la aldea y, por entonces, se desempeñaba, discreto y humilde -tras haber adquirido eminencia en letras sagradas-, como coadjutor de una parroquia que proporcionaba a sus regentes más trabajo que frutos. Conviene decir que nada satisfacía tanto en él al ilustre converso como aquella su simplicidad, el buen sentido y el llano aplomo labriego, conservados bajo la ropa talar como un núcleo indestructible de alegre firmeza. Sostuvo con él, antes de confiarle su intención, tres largas pláticas en materia de doctrina, y le halló instruido sin alarde, razonador sin sutilezas, sabio sin vértigo, ansiedad ni angustia. En labios del Dr. Bartolomé Pérez lo más intrincado se hacía obvio, simple… Y luego, sus cariñosos ojos claros prometían para la párvula el trato bondadoso y la ternura de corazón que tan familiar era ya entre los niños de su pobre feligresía. Aceptó, en fin, el Dr. Pérez la propuesta del ilustre converso después que ambos de consuno hubieron provisto al viejo párroco de otro coadjutor idóneo, y fue a instalarse en aquella casa donde con razón esperaba medrar en ciencia sin mengua de la caridad; y, en efecto, cuando su patrono recibió la investidura episcopal, a él, por influencia suya, le fue concedido el beneficio de una canonjía. Entre tanto, sólo plácemes suscitaba la educación religiosa de la niña, dócil a la dirección del maestro. Mas, ahora… ¿cómo podía explicarse esto?, se preguntaba el obispo; ¿qué falla, qué fisura venía a revelar ahora lo ocurrido en tan cuidada, acabada y perfecta obra? ¿Acaso no habría estado lo malo, precisamente, en aquello -se preguntaba- que él, quizás con error, con precipitación, estimara como la principal ventaja: en la seguridad confiada y satisfecha del cristiano viejo, dormido en la costumbre de la fe? Y aun pareció confirmarlo en esta sospecha el aire tranquilo, apacible, casi diríase aprobatorio con que el Dr. Pérez tomó noticia del hecho cuando él le llamó a su presencia para echárselo en cara. Revestido de su autoridad impenetrable, le había llamado; le había dicho: «Óigame, doctor Pérez; vea lo que acaba de ocurrir: hace un momento, Marta, mi hija … » Y le contó la escena sumariamente. El Dr. Bartolomé Pérez había escuchado, con preocupado ceño; luego, con semblante calmo y hasta con un esbozo de sonrisa. Comentó: «Cosas, señor, de un alma generosa»; ése fue su solo comentario. Los ojos miopes del obispo lo habían escrutado a través de los gruesos vidrios con estupefacción y, en seguida, con rabiosa severidad. Pero él no se había inmutado; él -para colmo de escándalo- le había dicho, se había atrevido a preguntarle: «Y su señoría… ¿no piensa escuchar la voz de la inocencia?» El obispo -tal fue su conmoción- prefirió no darle respuesta de momento. Estaba indignado, pero, más que indignado, el asombro lo anonadaba ¿Qué podía significar todo aquello? ¿Cómo era posible tanta obcecación? O acaso hasta su propia cámara -¡sería demasiada audacia!-, hasta el pie de su estrado, alcanzaban… aunque, si se habían atrevido a valerse de su propia hija, ¿por qué no podían utilizar también a un sacerdote, a un cristiano viejo?… Consideró con extrañeza, como si por primera vez lo viese, a aquel campesino rubio que estaba allí, impertérrito, indiferente, parado ante él, firme como una peña (y, sin poderlo remediar, pensó: ¡bruto!) a aquel doctor y sacerdote que no era sino un patán, adormilado en la costumbre de la fe y, en el fondo último de todo su saber, tan inconsciente como un asno. En seguida quiso obligarse a la compasión: había que compadecer más bien esa flojedad, despreocupación tanta en medio de los peligros. Si por esta gente fuera -pensó- ya podía perderse la religión: veían crecer el peligro por todas partes, y ni siquiera se apercibían… El obispo impartió al Dr. Pérez algunas instrucciones ajenas al caso, y lo despidió; se quedó otra vez solo con sus reflexiones. Ya la cólera había cedido a una lúcida meditación. Algo que, antes de ahora, había querido sospechar varias veces, se le hacía ahora evidentísimo: que los cristianos viejos, con todo su orgulloso descuido, eran malos guardianes de la ciudadela de Cristo, y arriesgaban perderse por exceso de confianza. Era la eterna historia, la parábola, que siempre vuelve a renovar su sentido. No, ellos no veían, no podían ver siquiera los peligros, las acechanzas sinuosas, las reptantes maniobras del enemigo, sumidos como estaban en una culpable confianza. Eran labriegos bestiales, paganos casi, ignorantes, con una pobre idea de la divinidad, mahometanos bajo Mahoma y cristianos bajo Cristo, según el aire que moviera las banderas; o si no, esos señores distraídos en sus querellas mortales, o corrompidos en su pacto con el mundo, y no menos olvidados de Dios. Por algo su Providencia le había llevado a él -y ojalá que otros como él rigieran cada diócesis- al puesto de vigía y capitán de la fe; pues, quien no está prevenido, ¿cómo podrá contrarrestar el ataque encubierto y artero, la celada, la conjuración sorda dentro de la misma fortaleza? Como un aviso, se presentaba siempre de nuevo a la imaginación del buen obispo el recuerdo de una vieja anécdota doméstica oída mil veces de niño entre infalibles carcajadas de los mayores: la aventura de su tío-abuelo, un joven díscolo, un tarambana, que, en el reino moro de Almería, habría abrazado sin convicción el mahometismo, alcanzando por sus letras y artes a ser, entre aquellos bárbaros, muecín de una mezquita. Y cada vez que, desde su eminente puesto, veía pasar por la plaza a alguno de aquellos parientes o conocidos que execraban su defección, esforzaba la voz y, dentro de la ritual invocación coránica, La ílaha illá llah, injería entre las palabras árabes una ristra de improperios en hebreo contra el falso profeta Mahoma, dándoles así a entender a los judíos cuál, aunque indigno, era su creencia verdadera, con escarnio de los descuidados y piadosos moros perdidos en zalemas… Así también, muchos conversos falsos se burlaban ahora en Castilla, en toda España, de los cristianos incautos, cuya incomprensible confianza sólo podía explicarse por la tibieza de una religión heredada de padres a hijos, en la que siempre habían vivido y triunfado, descansando, frente a las ofensas de sus enemigos, en la justicia última de Dios. Pero ¡ah! era Dios, Dios mismo, quien lo había hecho a él instrumento de su justicia en la tierra, a él que conocía el campamento enemigo y era hábil para descubrir sus espías, y no se dejaba engañar con tretas, como se engañaba a esos laxos creyentes que, en su flojedad, hasta cruzaban (a eso habían llegado, sí, a veces: él los había sorprendido, los había interpretado, los había descubierto), hasta llegaban a cruzar miradas de espanto -un espanto lleno, sin duda, de respeto, de admiración y reconocimiento, pero espanto al fin- por el rigor implacable que su prelado desplegaba en defensa de la Iglesia. El propio Dr. Pérez ¿no se había expresado en más de una ocasión con reticencia acerca de la actividad depuradora de su Pastor?
-Y, sin embargo, si el Mesías había venido y se había hecho hombre y había fundado la Iglesia con el sacrificio de su sangre divina ¿cómo podía consentirse que perdurara y creciera en tal modo la corrupción, como si ese sacrificio hubiera sido inútil?
Por lo pronto, resolvió el obispo separar al Dr. Bartolomé Pérez de su servicio. No era con maestros así como podía dársele a una criatura tierna el temple requerido para una fe militante, asediada y despierta; y, tal cual lo resolvió, lo hizo, sin esperar al otro día. Aun en el de hoy, se sentía molesto, recordando la mirada límpida que en la ocasión le dirigiera el Dr. Pérez. El Dr. Bartolomé Pérez no había pedido explicaciones, no había mostrado ni desconcierto ni enojo: la escena de la destitución había resultado increíblemente fácil; ¡tanto más embarazosa por ello! El preceptor había mirado al señor obispo con sus ojos azules, entre curioso y, quizás, irónico, acatando sin discutir la decisión que así lo apartaba de las tareas cumplidas durante tantos años y lo privaba al parecer de la confianza del Prelado. La misma conformidad asombrosa con que había recibido la notificación, confirmó a éste en la justicia de su decreto, que quién sabe si no le hubiera gustado poder revocar, pues, al no ser capaz de defenderse, hacer invocaciones, discutir, alegar y bregar en defensa propia, probaba desde luego que carecía del ardor indispensable para estimular a nadie en la firmeza. Y luego, las propias lágrimas que derramó la niña al saberlo fueron testimonio de suaves afectos humanos en su alma, pero no de esa sólida formación religiosa que implica mayor desprendimiento del mundo cotidiano y perecedero.
Este episodio había sido para el obispo una advertencia inestimable. Reorganizó el régimen de su casa en modo tal que la hija entrara en la adolescencia, cuyos umbrales ya pisaba, con paso propio; y siguió adelante el proceso contra su concuñado Lucero sin dejarse convencer de ninguna consideración humana. Las sucesivas indagaciones descubrieron a otros complicados, se extendió a ellos el procedimiento, y cada nuevo paso mostraba cuánta y cuán honda era la corrupción cuyo hedor se declaró primero en la persona del Antonio María. El proceso había ido creciendo hasta adquirir proporciones descomunales; ahí se veían ahora, amontonados sobre la mesa, los legajos que lo integraban; el señor obispo tenía ante sí, desglosadas, las piezas principales: las repasaba, recapitulaba los trámites más importantes, y una vez y otra cavilaba sobre las decisiones a que debía abocarse mañana el tribunal. Eran decisiones graves. Por lo pronto, la sentencia contra los procesados; pero esta sentencia, no obstante su tremenda severidad, no era lo más penoso; el delito de los judaizantes había quedado establecido, discriminado y probado desde hacía meses, y en el ánimo de todos, procesados y jueces, estaba descontada esta sentencia extrema que ahora sólo faltaba perfilar y formalizar debidamente. Más penoso resultaba el auto de procesamiento a decretar contra el Dr. Bartolomé Pérez, quien, a resultas de un cierto testimonio, había sido prendido la víspera e internado en la cárcel de la Inquisición. Uno de aquellos desdichados, en efecto, con ocasión de declaraciones postreras, extemporáneas y ya inconducentes, había atribuido al Dr. Pérez opiniones bastante dudosas que, cuando menos, descubrían este hecho alarmante: que el cristiano viejo y sacerdote de Cristo había mantenido contactos, conversaciones, quizás con el grupo de judaizantes, y ello no sólo después de abandonar el servicio del prelado, sino ya desde antes. El prelado mismo, por su parte, no podía dejar de recordar el modo extraño con que, al referirle él, en su día, la intervención de la pequeña Marta a favor de su tío, Lucero, había concurrido casi el Dr. Pérez a apoyar sinuosamente el ruego de la niña. Tal actitud, iluminada por lo que ahora surgía de estas averiguaciones, adquiría un nuevo significado. Y, en vista de eso, no podía el buen obispo, no hubiera podido, sin violentar su conciencia, abstenerse de promover una investigación a fondo, tal como sólo el procesamiento la consentía. Dios era testigo de cuánto le repugnaba decretarlo: la endiablada materia de este asunto parecía tener una especie de adherencia gelatinosa, se pegaba a las manos, se extendía y amenazaba ensuciarlo todo: ya hasta le daba asco. De buena gana lo hubiera pasado por alto. Mas ¿podía, en conciencia, desentenderse de los indicios que tan inequívocamente señalaban al Dr. Bartolomé Pérez? No podía, en conciencia; aunque supiera, como lo sabía, que este golpe iba a herir de rechazo a su propia hija… Desde aquel día de enojosa memoria -y habían pasado tres años, durante los cuales creció la niña a mujer-, nunca más había vuelto Marta a hablar con su padre sino cohibida y medrosa, resentida quizás o, como él creía, abrumada por el respeto. Se había tragado sus lágrimas; no había preguntado, no había pedido -que él supiera- ninguna explicación. Y, por eso mismo tampoco el obispo se había atrevido, aunque procurase estorbarlo, a prohibirle que siguiera teniendo por confesor al Dr. Pérez. Prefirió más bien -para lamentar ahora su debilidad de entonces- seguir una táctica de entorpecimiento, pues que no disponía de razones válidas con que oponerse abiertamente… En fin, el mal estaba hecho. ¿Qué efecto le produciría a la desventurada, inocente y generosa criatura el enterarse, como se enteraría sin falta, y saber que su confesor, su maestro, estaba preso por sospechas relativas a cuestión de doctrina? -lo que, de otro lado, acaso echara sombras, descrédito, sobre la que había sido su educanda, sobre él mismo, el propio obispo, que lo había nombrado preceptor de su hija… Los pecados de los padres… -pensó, enjugándose la frente.
Una oleada de ternura compasiva hacia la niña que había crecido sin madre, sola en la casa silenciosa, aislada de la vulgar chiquillería, y bajo una autoridad demasiado imponente, inundó el pecho del dignatario. Echó a un lado los papeles, puso la pluma en la escribanía, se levantó rechazando el sillón hacia atrás, rodeó la mesa y, con andar callado, salió del despacho, atravesó, una tras otra, dos piezas más, casi a tientas, y, en fin, entreabrió con suave ademán la puerta de la alcoba donde Marta dormía. Allí, en el fondo, acompasada, lenta, se, oía su respiración. Dormida, a la luz de la mariposa de aceite, parecía, no una adolescente, sino mujer muy hecha; su mano, sobre la garganta, subía y bajaba con la respiración. Todo estaba quieto, en silencio; y ella, ahí, en la penumbra, dormía. La contempló el obispo un buen rato; luego, con andares suaves, se retiró de nuevo hacia el despacho y se acomodó ante la mesa de trabajo para cumplir, muy a pesar suyo, lo que su conciencia le mandaba. Trabajó toda la noche. Y cuando, casi al rayar el alba, se quedó, sin poderlo evitar, un poco traspuesto, sus perplejidades, su lucha interna, la violencia que hubo de hacerse, infundió en su sueño sombras turbadoras. Al entrar Marta al despacho, como solía, por la mañana temprano, la cabeza amarillenta, de pelo entrecano, que descansaba pesadamente sobre los tendidos brazos, se irguió con precipitación; espantados tras de las gafas, se abrieron los ojos miopes. Y ya la muchacha, que había querido retroceder, quedó clavada en su sitio.
Pero también el prelado se sentía confuso; quitóse las gafas y frotó los vidrios con su manga, mientras entornaba los párpados. Tenía muy presente, vívido en el recuerdo, lo que acababa de soñar: había soñado -y, precisamente, con Marta- extravagancias que lo desconcertaban y le producían un oscuro malestar. En sueños, se había visto encaramado al alminar de una mezquita, desde donde recitaba una letanía repetida, profusa, entonada y sutilmente burlesca, cuyo sentido a él mismo se le escapaba. (¿En qué relación podría hallarse este sueño -pensaba- con la celebrada historieta de su pariente, el falso muecín? ¿Era él, acaso, también algún falso muecín?) Gritaba y gritaba y seguía gritando las frases de su absurda letanía. Pero, de pronto, desde el pie de la torre, le llegaba la voz de Marta, muy lejana, tenue, mas perfectamente inteligible, que le decía -y eran palabras bien distintas, aunque remotas-: «Tus méritos, padre -le decía-, han salvado a nuestro pueblo. Tú solo, padre mío, has redimido a toda nuestra estirpe» En este punto había abierto los ojos el durmiente, y ahí estaba Marta, enfrente de la mesa, parada, observándolo con su limpia mirada, rnientras que él, sorprendido, rebullia y se incorporaba en el sillón… Terminó de frotarse los vidrios, recobró su dominio, arregló ante sí los legajos desparramados sobre la mesa, y, pasándose todavía una mano por la frente, interpeló a su hija:
-Ven acá, Marta -le dijo con voz neutra-, ven, dime: si te dijeran que el mérito de un cristiano virtuoso puede revertir sobre sus antepasados y salvarlos, ¿qué dirías tú?
La muchacha lo miró atónita. No era raro, por cierto, que su padre le propusiera cuestiones de doctrina: siempre había vigilado el obispo a su hija en este punto con atención suma. Pero ¿qué ocurrencia repentina era ésta, ahora, al despertarse? Lo miró con recelo; meditó un momento; respondió:
-La oración y las buenas obras pueden, creo, ayudar a las ánimas del purgatorio, señor.
-Sí, sí -arguyó el obispo-, sí, pero… ¿a los condenados?
Ella movió la cabeza:
-¿Cómo saber quién está condenado, padre?
El teólogo había prestado sus cinco sentidos a la respuesta. Quedó satisfecho; asintió. Le dio licencia, con un signo de la mano, para retirarse. Ella titubeó y, en fin, salió de la pieza.
Pero el obispo no se quedó tranquilo; a solas ya, no conseguía librarse todavía, mientras repasaba los folios, de un residuo de malestar. Y, al tropezarse de nuevo con la declaración rendida en el tormento por Antonio María Lucero, se le vino de pronto a la memoria otro de los sueños que había tenido poco rato antes, ahí; vencido del cansancio, con la cabeza retrepada tal vez contra el duro respaldo del sillón. A hurtadillas, en él silencio de la noche, había querido -soñó- bajar hasta la mazmorra donde Lucero esperaba justicia, Para convencerlo de su culpa y persuadirlo a que se reconciliara con la Iglesia implorando el perdón. Cautelosamente, pues, se aplicaba a abrir la puerta del sótano, cuando -soñó- le cayeron encima de improviso sayones que, sin decir nada, sin hacer ningún ruido, querían llevarlo en vilo hacia el potro del tormento. Nadie pronunciaba una palabra; pero, sin que nadie se lo hubiera dicho, tenía él la plena evidencia de que lo habían tomado por el procesado Lucero, y que se proponían someterlo a nuevo interrogatorio. ¡qué turbios, qué insensatos son a veces los sueños! El se debatía, luchaba, quería soltarse, pero sus esfuerzos ¡ay! resultaban irrisoriamente vanos, como los de un niño, entre los brazos fornidos de los sayones. Al comienzo había creído que el enojoso error se desharía sin dificultad alguna, con sólo que él hablase; pero cuando quiso hablar notó que no le hacían caso, ni le escuchaban siquiera, y aquel trato tan sin miramientos le quitó de pronto la confianza en sí mismo; se sintió ridículo entonces, reducido a la ridiculez extrema, y -lo que es más extraño- culpable. ¿Culpable de qué? No lo sabía. Pero ya consideraba inevitable sufrir el tormento; y casi estaba resignado. Lo que más insoportable se le hacía era, con todo, que el Antonio María pudiera verlo así, colgado por los pies como una gallina. Pues, de pronto, estaba ya suspendido con la cabeza para abajo, y Antonio María Lucero lo miraba; pero lo miraba como a un desconocido; se hacia el distraído y, entre tanto, nadie prestaba oído a sus protestas. Él, sí; él, el verdadero culpable, perdido y disimulado entre los indistintos oficiales del Santo Tribunal, conocía el engaño; pero fingía, desentendido; miraba con hipócrita indiferencia. Ni amenazas, ni promesas, ni suplicas rompían su indiferencia hipócrita. No había quien acudiera a su remedio. Y sólo Marta, que, inexplicablemente, aparecía también ahí, le enjugaba de vez en cuando, con solapada habilidad, el sudor de la cara…
El señor obispo se pasó un pañuelo por la frente. Hizo sonar una campanilla de cobre que había sobre la mesa, y pidió un vaso de agua. Esperó un poco a que se lo trajeran, lo bebió de un largo trago ansioso y, en seguida, se puso de nuevo a trabajar con ahínco sobre los papeles, iluminados ahora, gracias a Dios, por un rayo de sol fresco, hasta que, poco más tarde, llegó el Secretario del Santo Oficio.
Dictándole estaba aún su señoría el texto definitivo de las previstas resoluciones -y ya se acercaba la hora del mediodía- cuando, para sorpresa de ambos funcionarios, se abrió la puerta de golpe y vieron a Marta precipitarse, arrebatada, en la sala. Entró como un torbellino, pero en medio de la habitación se detuvo y, con la mirada reluciente fija en su padre, sin considerar la presencia del subordinado ni más preámbulos, le gritó casi, perentoria:
-¿Qué le ha pasado al Dr. Pérez? -y aguardó en un silencio tenso.
Los ojos del obispo parpadearon tras de los lentes. Calló un momento; no tuvo la reacción que se hubiera podido esperar, que él mismo hubiera esperado de sí; y el Secretario no creía a sus oídos ni salía de su asombro, al verlo aventurarse después en una titubeante respuesta:
-¿Qué es eso, hija mía? Cálmate. ¿Qué tienes? El doctor Pérez va a ser.. va a rendir una declaración. Todos deseamos que no haya motivo… Pero -se repuso, ensayando un tono de todavía benévola severidad-, ¿qué significa esto, Marta?
-Lo han preso; está preso. ¿Por qué está preso? -insistió ella, excitada, con la voz temblona-. Quiero saber qué pasa.
Entonces, el obispo vaciló un instante ante lo inaudito; y, tras de dirigir una floja sonrisa de inteligencia al Secretario, como pidiéndole que comprendiera, se puso a esbozar una confusa explicación sobre la necesidad de cumplir ciertas formalidades que, sin duda, imponían molestias a veces injustificadas, pero que eran exigibles en atención a la finalidad más alta de mantener una vigilancia estrecha en defensa de la fe y doctrina de Nuestro Señor Jesucristo… Etc. Un largo, farragoso y a ratos inconexo discurso durante el cual era fácil darse cuenta de que las palabras seguían camino distinto al de los pensamientos. Durante él, la mirada relampagueante de Marta se abismó en las baldosas de la sala, se enredó en las molduras del estrado y por fin, volvió a tenderse, vibrante como una espada, cuando la muchacha, en un tono que desmentía la estudiada moderación dubitativa de las palabras, interrumpió al prelado:
-No me atrevo a pensar -le dijo- que si mi padre hubiera estado en el puesto de Caifás, tampoco él hubiera reconocido al Mesías.
-¿Qué quieres decir con eso? -chilló, alarmado, el obispo.
-No juzguéis, para que no seáis juzgados.
-¿Qué quieres decir con eso? -repitió, desconcertado.
-Juzgar, juzgar, juzgar -ahora, la voz de Marta era irritada; y, sin embargo, tristísima, abatida, inaudible casi.
-¿Qué quieres decir con eso? -amenazó, colérico.
-Me pregunto -respondió ella lentamente, con los ojos en el suelo- cómo puede estarse seguro de que la segunda venida no se produzca en forma tan secreta como la primera.
Esta vez fue el Secretario quien pronunció unas palabras:
-¿La segunda venida? -murmuró, como para sí; y se puso a menear la cabeza. El obispo, que había palidecido al escuchar la frase de su hija, dirigió al Secretario una mirada inquieta, angustiada. El Secretario seguía meneando la cabeza.
-Calla -ordenó el prelado desde su sitial.
Y ella, crecida, violenta:
-¿Cómo saber –gritó- si entre los que a diario encarceláis, y torturáis, y condenáis, no se encuentra el Hijo de Dios?
-¡El Hijo de Dios! -volvió a admirarse el Secretario. Parecía escandalizado; contemplaba, lleno de expectativa, al obispo.
Y el obispo, aterrado: -¿Sabes, hija mía, lo que estás diciendo?
-Sí, lo sé. Lo sé muy bien. Puedes, si quieres, mandarme presa.
-Estás loca; vete.
-¿A mí, porque soy tu hija, no me procesas? Al Mesías en persona lo harías quemar vivo.
El señor obispo inclinó la frente, perlada de sudor; sus labios temblaron en una imploración: «¡Asísteme, Padre Abraham!», e hizo un signo al Secretario. El Secretario comprendió; no esperaba otra cosa. Extendió un pliego limpio, mojó la pluma en el tintero y, durante un buen rato, sólo se oyó el rasguear sobre el áspero papel, mientras que el prelado, pálido como un muerto, se miraba las uñas.

Francisco Ayala, El Inquisidor.

Francisco Ayala


Henry James, La edad madura

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La edad madura

Aquel día de abril era templado y luminoso, y el pobre Dencombe, feliz en la presunción de que sus energías se recuperaban, estaba parado en el jardín del hotel, comparando los atractivos de diversos paseos tranquilos, con una parsimonia en la cual, empero, todavía se echaba de ver cierta laxitud. Le gustaba la sensación de Sur, en la medida en que se la pudiera tener en el Norte; le gustaban los acantilados arenosos y los pinos arracimados, incluso le gustaba el mar incoloro. “Bournemouth es el lugar ideal para su salud” había sonado a simple anuncio, pero ahora él se había reconciliado con lo prosaico. El amigable cartero rural, al cruzar por el jardín, acababa de entregarle un paquetito, que él se llevó consigo dejando el hotel a mano derecha y encaminándose con andar circunspecto hasta un oportuno banco que ya conocía, en un recoveco bien abrigado en la ladera del acantilado. Daba al Sur, a las coloreadas paredes de la Isla de Wight, y por detrás estaba guarecido por el oblicuo declive de la pendiente. Se sintió bastante cansado cuando lo alcanzó, y por un momento se notó defraudado; estaba mejor, desde luego, pero, después de todo, ¿mejor que qué? Nunca volvería, como en uno o dos grandes momentos del ayer, a sentirse superior a sí mismo. Lo que de infinito pueda tener la vida había desaparecido para él, y lo que le quedaba de la dosis otorgada era un vasito marcado como lo está un termómetro por el farmacéutico. Se quedó sentado con la vista clavada en el mar, que parecía todo superficie y cabrilleo, harto más superficial que el espíritu del hombre. El abismo de las ilusiones humanas, ése sí que era la auténtica profundidad sin mareas. Sostenía el paquete, que a todas luces era de libros, en las rodillas, sin abrirlo, alegrándose, tras el ocaso de tantas esperanzas (su enfermedad lo había hecho ser consciente de su edad), de saber que estaba ahí, pero dando por hecho que ya jamás podría haber una repetición completa del placer, tan caro a la experiencia juvenil, de verse a sí mismo “recién impreso”. Dencombe, que tenía una reputación, había publicado demasiadas veces y sabía de antemano demasiado bien cómo luciría.
Ese aplazamiento tuvo como vaga causa adicional, al cabo de un rato, a un grupo de tres personas —dos mujeres y un joven— a quienes, más abajo que él, se veía avanzar errabundos, juntos y al parecer callados, a lo largo de la arena de la playa. El joven tenía la cabeza inclinada hacia un libro y de vez en cuando se quedaba parado por el hechizo que sobre él ejercía ese volumen que, como percibía Dencombe incluso a esa distancia, tenía una cubierta chillonamente roja. Entonces, sus compañeras, un poco por delante, lo esperaban a que las alcanzara, hurgando en la arena con sus sombrillas y mirando alrededor el cielo y el mar, paladinamente conscientes de la belleza del día. A aquellas cosas el joven del libro se mostraba ajeno aún más paladinamente; retrasándose, fascinado, absorto, era motivo de envidia para un observador a quien se le había mar chitado toda candidez de su relación con la literatura. Una de las mujeres era voluminosa y entrada en años; la otra exhibía la delgadez de una contrastante juventud y de una situación social seguramente inferior. La mujer voluminosa transportaba la imaginación de Dencombe hacia la época de la crinolina; tenía un sombrero en forma de champiñón, adornado con un velo azul, y la portadora del mismo, en su agresiva imponencia, parecía aferrarse a una moda desvanecida y aun a una causa perdida. Al cabo su compañera sacó de entre los pliegues de un mantón una cojeante silla portátil, que desplegó rápidamente y de la cual tomó posesión la mujer voluminosa. Este acto, junto con algo en los movimientos de la una y de la otra, instantáneamente caracterizó a las ejecutantes —éstas actuaban para recreo de Dencombe— como matrona opulenta y como humilde señorita de compañía. Por lo demás, ¿de qué servía ser un novelista probado si no se era capaz de establecer las relaciones personales existentes entre tales figuras? Como por ejemplo: la imaginativa teoría de que el joven era hijo de la matrona opulenta, y de que la humilde señorita de compañía, hija de clérigo o de funcionario, abrigaba una secreta pasión por él. ¿No era visible eso por el modo como ésta última se había deslizado furtivamente detrás de su benefactora para volver la vista hacia donde él se había permitido quedarse completamente quieto en tanto su madre se sentaba a descansar? Ese libro era una novela; tenía la llamativa tapa de las ediciones económicas, y él, mientras el romanticismo de la vida quedaba desdeñado a su lado, se perdía en el romanticismo de la biblioteca circulante. Maquinalmente se trasladó a donde era más blanda la arena, y se dejó caer en ella para acabar el capítulo a sus anchas. La humilde señorita de compañía, desalentada por la inaccesibilidad masculina, erraba, con la cabeza martirizadamente gacha, en otra dirección, y la señora descomunal, contemplando las olas, ofrecía una borrosa semejanza con una máquina voladora caída en pedazos.
Cuando empezó a desinteresarlo este espectáculo, Dencombe se acordó de que tenía, a fin de cuentas, otro pasatiempo aguardándolo. Aunque tanta celeridad fuera infrecuente por parte de su editor, él ya podía extraer del envoltorio su obra “más reciente”, quizá su obra última y final. La cubierta de La edad madura era certeramente llamativa, el aroma de las rozagantes páginas era el mismísimo olor de la beatitud; pero, de momento, él no pasó de ahí, habiéndose percatado de una rara alienación. Se le había olvidado de qué trataba su propio libro. El último ataque de su vieja dolencia, de la cual había venido ilusamente a protegerse a Bournemouth, ¿había quizá interpuesto un vacío absoluto respecto de lo que había precedido al mismo? Había finalizado la corrección de galeradas antes de salir de Londres, pero la posterior quincena en cama había pasado una esponja sobre los matices. No habría podido salmodiarse a sí propio una sola de sus frases, ni podía dirigirse a ninguna determinada página con curiosidad o seguridad. Se le había ido su tema, quedándole apenas una conjetura. Lanzó un sordo gemido al respirar el frío de su vacío absoluto: éste parecía tan desesperadamente representar la culminación de un siniestro proceso. Las lágrimas visitaron sus apacibles ojos: algo precioso se había evaporado. Tal había sido la congoja más punzante de unos cuantos años a esta parte: la sensación de la mengua del tiempo, de la reducción de las oportunidades; y lo que ahora notaba no era tanto que estuviera escapándosele su última oportunidad, cuanto que ya se le había escapado del todo. Aunque había hecho todo lo que podía, aún no había hecho lo que quería. Ése era el desgarro: que, virtualmente, su carrera había llegado a su término: era tan violento como una mano brutal en la garganta. Se levantó nerviosamente de su asiento, cual criatura invadida por el pavor; luego, en su debilidad, tornó a arrellanarse y abrió tembloroso la novela. Era un solo volumen: él prefería los volúmenes únicos, aspirando a una concisión exquisita. Se puso a leer, y poco a poco, en esa ocupación, fue sintiéndose tranquilizado y serenado. Todo principió a volver a su mente, pero volvía con asombro; volvía, sobre todo, con una belleza elevada y radiante. Leyó su propia prosa, pasó sus propias páginas, y, sentado allí, con el sol de primavera en sus hojas, sintió una peculiar e intensa emoción. Su carrera se había terminado, sin duda, pero, al menos, se había terminado con aquello.
Durante su enfermedad había olvidado el trabajo del año pasado... pero lo que más había olvidado era que fuese tan extraordinariamente bueno. Volvió a zambullirse en su narración, y fue arrastrado a sus profundidades, como por mano de una sirena, hasta donde flotan extraños temas silenciosos en el tenue mundo sumergido de la ficción, la gran cisterna esmaltada del arte. Reconoció su tema y se rindió a su propio talento. Seguramente su propio talento nunca se había mostrado tan acendrado como en aquella ocasión. Sus ineptitudes seguían allí, pero lo que también seguía allí, para su percepción, aunque probablemente, ¡ay!, para la de nadie más, era la maña con que en la mayoría de los casos las había remontado. En el sorprendido goce de esa su destreza, entrevió un posible indulto. De seguro que su fuerza aún no estaba agotada; en ella todavía quedaba vida y servicio. No le había venido fácilmente, había llegado de modo tardío y esquivo. Era hija del tiempo, nutrida por la dilación; él había luchado y sufrido por ella, realizando incontables sacrificios, y ahora que la misma había madurado de veras, ¿iba a cesar de producir, iba a declararse brutalmente derrotada? Para Dencombe hubo una infinita satisfacción en sentir, como jamás anteriormente, que la pertinacia vincit omnia. El resultado producido en su librito era, sin saber muy bien cómo, un resultado que había rebasado sus propósitos conscientes; no parecía sino que él hubiera plantado su genio, se hubiera fiado de su método, y ellos hubieran crecido y florecido con esta bonanza. No obstante, aunque el logro había sido genuino, el proceso había sido bastante trabajoso. Lo que tan intensamente veía hoy, lo que sentía como un cuchillo clavado en sus entrañas, era que sólo ahora, en el tramo final, había llegado a la plena posesión de su capacidad. Su desarrollo había sido anormalmente lento, casi grotescamente paulatino. La experiencia lo había estorbado y retardado y, durante luengos períodos, él no había hecho sino buscar el camino a tientas. Se le había ido demasiada parte de su vida en producir demasiado poco de su arte. Por fin el arte había llegado, pero había llegado detrás de todo lo demás. A ese ritmo, una sola existencia era demasiado corta: sólo lo bastante larga para reunir material, de tal guisa que, para fructificar, para hacer uso de ese material, era menester una segunda existencia, una prórroga. Por esa prórroga fue por lo que suspiró el pobre Dencombe. Hojeando las últimas páginas de su libro se dolió:
—¡Ah, quién tuviera otra oportunidad! ¡Ah, qué no daría yo por una ocasión mejor!
Las tres personas a quienes había observado en la arena se habían esfumado y luego habían reaparecido: ahora estaban subiendo por un sendero, una subida artificial y cómoda, que conducía a lo alto del acantilado. A mitad de dicho caminito se hallaba el banco de Dencombe, en un saliente resguardado, y, en este instante, la señora voluminosa, persona maciza y heterogénea, de agresivos ojos oscuros y simpáticas mejillas coloradas, resolvió tomarse unos momentos de descanso. Llevaba unos largos guantes que se le habían manchado y unos inmensos pendientes de diamantes; al principio pareció vulgar, pero contradijo esa expectativa con un tono afablemente desenvuelto. Mientras sus acompañantes se quedaban aguardando de pie por ella, extendió sus faldas en el otro extremo del banco de Dencombe. El joven llevaba gafas de aros dorados, a través de los cuales, con el dedo aún metido en su libro de cubierta roja, lanzó una ojeada al volumen, encuadernado en la misma tonalidad del mismo color, que descansaba sobre el regazo del primer ocupante del banco. Luego de un instante, Dencombe creyó comprender que al joven lo sorprendía la similitud, que había reconocido el sello dorado en la tela carmesí, que él también estaba leyendo La edad madura, y que después tomaba conciencia de que había alguien más que iba a la par que él. El desconocido se sentía desconcertado, tal vez incluso una pizca contrariado, al descubrir no ser la única persona que había tenido la ventura de que le llegara a las manos uno de los primeros ejemplares. Los ojos de los dos lectores se encontraron un momento, y a Dencombe le hizo gracia la expresión de la mirada de su competidor o incluso, podría inferirse, de su admirador. Con ella confesaba cierta ofensa, semejaba decir: “¡Por todos los diablos, ¿ya lo tiene éste?! ¡Claro que será uno de esos estomagantes críticos literarios!” Dencombe escondió de la vista su ejemplar mientras la matrona opulenta, irguiéndose tras su descanso, prorrumpía en un:
—¡Ya experimento lo bien que sienta este aire!
—Yo no puedo afirmar lo mismo —dijo la señorita angulosa—. Yo me noto muy decaída.
—Yo me noto enormemente hambrienta. ¿Para qué hora ha solicitado usted el almuerzo? —continuó su protectora.
La joven desvió hacia su compañero la pregunta:
—El almuerzo lo encarga siempre el doctor Hugh.
—Hoy no he encargado nada: voy a hacerla seguir un régimen —dijo su compañero.
—En ese caso, me voy a mis habitaciones a dormir. Qui dortdine!
—Les rogaría que me excusaran un rato. ¿Puedo dejarla en manos de la señorita Vernham? —preguntó el doctor Hugh a su compañera de más edad.
—¿No confía el doctor Hugh en USTED? —preguntó ésta traviesamente.
—¡No demasiado! —osó declarar la señorita Vernham, mirando hacia el suelo—. Usted debe venir con nosotras, por lo menos hasta nuestro alojamiento —siguió, en tanto que la señora a quien parecían rendir pleitesía comenzaba a reanudar la subida. Dicha señora ya se había apartado un tanto del alcance de sus voces; no obstante, habida cuenta de la presencia de Dencombe, la señorita Vernham se volvió menos claramente audible a fin de quejársele al joven—: ¡Creo que no es usted consciente de todo lo que le debe a la condesa!
Indiferentemente, por un instante, el doctor Hugh dirigió hacia ella la refulgencia de la dorada montura de sus gafas:
—¿Es ésa la impresión que le doy? ¡Me hago cargo, me hago cargo!
—Es rematadamente buena con nosotros —insistió la señorita Vernham, obligada, ante la inmovilidad de su interlocutor, a seguir allí a despecho de estar comentando asuntos privados. ¿De qué habría servido que Dencombe fuera sensible a los matices si no hubiese sido capaz de detectar en esa inmovilidad del joven una extraña influencia por parte del callado convaleciente anciano de la capa de paño escocés? De pronto la señorita Vernham pareció darse cuenta de una tal motivación, pues luego de un instante agregó—: Si lo que usted quiere es tomar el sol aquí, puede regresar después de acompañarnos hasta el hotel.
Ante esto, el doctor Hugh titubeó, y Dencombe, pese a su deseo de simular que no se daba cuenta de nada, se arriesgó a mirarlo solapadamente. Con lo que de hecho acertaron ahora a encontrarse sus ojos fue, por parte de la señorita, con una extraña mirada fija, vidriosa por naturaleza, que hizo que el aspecto de la misma le recordara un personaje (no consiguió evocar su nombre) de alguna obra teatral o algún relato novelesco: alguna siniestra institutriz o solterona trágica. Ella parecía escudriñarlo, desafiarlo, decirle, con una indiscriminada ojeriza: “¿Por qué tiene usted que interferir en nuestros asuntos?” En ese mismo momento les llegó desde arriba la voz de la condesa, con sustancioso humor:
—¡Vengan, vengan, corderitos míos, tienen que ir detrás de su vieja bergère!
Ante esto la señorita Vernham se apartó para reanudar la ascensión, y el doctor Hugh, tras otra silenciosa apelación a Dencombe y un instante de visible demoranza, depositó su ejemplar en el banco, como para guardarse el sitio e incluso como señal de que regresaría, y procedió a subir sin dificultad por la zona más arriscada del acantilado.
Inocentes e infinitos por igual son los placeres de la observación y los recreos deparados por la afición a analizar la vida. Al pobre Dencombe, ocioso en su reservada exposición al viento, lo divirtió pensar que estaba esperando una revelación de algo que estaba en lo recóndito de un joven espíritu selecto. Con intensidad miró el ejemplar en el otro extremo del banco, pero no lo habría tocado ni por todo el oro del mundo: le venía bien tener una teoría que no hubiera de exponerse a refutación. Ya se sentía mejor de su melancolía; según su acostumbrada forma de expresarlo, ya había asomado la cabeza por la ventana. La efímera presencia de una condesa podía animar la fantasía cuando, como la mayor de las damas que acababan de retirarse, era tan visible como la giganta de una troupe. Verlo todo detalladamente, no cabía duda, era lo terrible; ver cosas de modo fragmentario, en contra de una opinión generalmente expresada, era el refugio, era la medicina. No era dable que el doctor Hugh fuese sino un crítico que estaba de acuerdo con editores o periódicos para recibir ejemplares de los libros recientes. Este personaje reapareció al cabo de un cuarto de hora, con patente alivio al encontrar que Dencombe seguía allí y con un brillo de dientes blancos en una cohibida aunque generosa sonrisa. Quedó visiblemente decepcionado ante el eclipse del ejemplar que no era el suyo: había un pretexto menos para poder hablar con el desconocido. Pero habló con el desconocido, pese a ello: blandió su propio ejemplar y principió a conversar requiriendo:
—¡Haga el favor, si tiene usted posibilidad de escribir sobre esta obra, de decir que es lo mejor que su autor ha creado hasta ahora!
Dencombe respondió con una carcajada: eso de “hasta ahora” lo divertía tanto, hacía tan extensa avenida de lo futuro. Y, mejor aún, resultaba que el joven lo tomaba a él por un crítico. Sacó La edad madura de debajo de la capa, pero instintivamente reprimió toda actitud delatora de su paternidad. En parte se debió a que siempre resulta ridículo llamar la atención sobre la obra propia.
—¿Es eso lo que va a escribir usted mismo? —le inquirió a su visitante.
—No estoy muy seguro de que yo vaya a escribir nada. Por lo regular no escribo; me limito a disfrutar en paz. Pero el libro es rematadamente bueno.
Durante un momento, Dencombe sostuvo un breve debate consigo mismo. Si su interlocutor hubiera empezado a vituperarlo, él habría confesado al instante su verdadera identidad; pero no había nada malo en incitarlo un poco a alabar. Lo incitó con tal exito que, en cuestión de instantes, su nuevo conocido, sentado a su vera, confesaba con abierta franqueza que las novelas de Dencombe eran las únicas que era capaz de leer por segunda vez. Él había llegado el día anterior de Londres, donde un amigo suyo, periodista, le había prestado su ejemplar de la más reciente de ellas: el ejemplar enviado a la redacción del diario y que ya había sido objeto de una “gacetilla” que a buen seguro (por prejuzgar que no quedara) se había tardado exactamente un cuarto de hora en redactar. Insinuó que sentía vergüenza de su amigo y, en lo que concernía a una novela que requería y ofrecía estudio, de tamaña conducta ordinaria; y con su propia apreciación fresca, y su inusitado deseo por expresarla, prontamente llegó a ser para el pobre Dencombe una extraordinaria, una deliciosa aparición. El azar había puesto al fatigado literato cara a cara con el más ferviente admirador que cabía suponerle entre la generación joven. Para ser exactos, este admirador era desconcertante: era tan raro caso toparse con un joven médico hirsuto —parecía un fisiólogo alemán— devoto de la forma literaria. Era una casualidad, pero más feliz que la mayoría de las casualidades, conque Dencombe, no menos solazado que confundido, se entregó media hora a hacer hablar a su visitante mientras él guardaba silencio. Justificó su propia posesión adelantada de La edad madura aludiendo a su amistad con el editor, el cual, sabiendo que él estaba en Bournemouth por motivos de salud, había tenido con él ese grato detalle. Dencombe reveló haber estado enfermo, pues el doctor Hugh lo habría adivinado de modo inevitable; incluso llegó a preguntarse si no podría esperar alguna “orientación” sanitaria por parte de alguien que aunaba un entusiasmo tan rutilante y una presumible familiaridad con los medicamentos ahora en boga. Quizá perturbara un poco la confianza de Dencombe el tener que tomarse en serio a un médico que era capaz de tomárselo tan en serio a él mas le había caído en gracia este efusivo joven moderno y sintió con aguda punzada que aún habría cosas que hacer en un mundo donde se ofrecían tan extrañas mezclas. No era cierto lo que había tratado de creer en pro de la renuncia: que todas las combinaciones estaban ya agotadas. No lo estaban, no, no lo estaban, eran innúmeras; el agotamiento estaba sólo en el desventurado artista.
El doctor Hugh era un fisiólogo ardiente saturado del espíritu de la época; o sea, acababa de licenciarse; pero era original y polifacético, y hablaba como un hombre que de buena gana habría preferido dedicarse a la literatura. Le habría gustado crear frases hermosas, pero la Naturaleza le había rehusado el don. Algunas de las mejores frases de La edad madura lo habían impresionado sobremanera, y se tomó la libertad de leérselas a Dencombe en refuerzo de su argumentación. El doctor Hugh, en el aire perfumado, se tornó vívido al sentir de su compañero, para cuyo profundo consuelo parecía haber sido enviado; y con especial ardor se aplicó a describir cuán recientemente había tenido conocimiento de, y cuán instantáneamente se había entusiasmado con, el único novelista que había logrado poner carne entre las costillas de un arte que se moría de hambre a fuerza de timideces y dogmatismos. Aún no le había escrito: lo contenía un sentimiento de respeto. En ese instante, Dencombe se congratuló más que nunca de no haber concedido jamás su tiempo a los fotógrafos. La actitud de su visitante le prometía un gran obsequio de comunicación, mas barruntó que, para el doctor Hugh, gozar de cierta continuidad en su comunicación dependía no poco de la condesa. Dencombe no tardó en enterarse de con qué clase de condesa se las habían, así como del tipo de vínculo que unía entre sí al insólito trío. La señora voluminosa, inglesa de nacimiento e hija de un barítono célebre, cuya afición, aunque no su talento, ella había heredado, era viuda de un aristócrata francés y dueña de todo lo que quedaba de la extensa fortuna, fruto de las ganancias paternas, que había constituido su propia dote. La señorita Vernham, criatura extraña pero consumada pianista, estaba vinculada a ella por un sueldo. La condesa era desbordante, excéntrica, muy suya: viajaba con una trovadora y un médico de cabecera. Ignorante y abrumadora, sin embargo tenía momentos en que resultaba casi irresistible. Dencombe la vio como posando para un retrato en el generoso bosquejo que le hacía el doctor Hugh, y notó cómo se formaba en su propia mente la imagen de la relación que con ella mantenía su joven amigo. Dicho joven amigo, para ser representante de una nueva psicología, resultaba muy fácil de sugestionar, y aunque se puso anormalmente locuaz, ello no fue sino un signo de auténtico sometimiento. En consecuencia, Dencombe hacía con él lo que quería aun sin darse a conocer como Dencombe.
Al ponerse enferma en un viaje por Suiza, la condesa lo había conocido en un hotel, y el azar de que él le cayera bien la movió a ofrecerle, con su imperiosa generosidad, unas condiciones que no pudieron menos que deslumbrar a un galeno aún sin clientela y cuyos recursos se habían consumido en sus estudios. No era la manera de pasar el tiempo que él habría escogido, pero era un tiempo que pasaría pronto, y, mientras tanto, ella era sumamente amable. Ella exigía constante atención, pero era imposible que no agradara. Él suministró toda clase de pormenores acerca de su pintoresca paciente, un “caso” como nunca había habido otro, que padecía, relacionado con su sofocada obesidad, y además de la veta morbosa de una voluntad violenta y sin objetivo, un grave trastorno orgánico; pero enseguida tornó a hablar de su bienamado novelista —a quien tuvo la felicísima inspiración de describir como más esencialmente poeta que muchos de quienes vivían de versificar— con su celo que había sido excitado, como igualmente lo había sido toda su ausencia de reserva, por la afortunada circunstancia de la simpatía de Dencombe y la coincidencia de lo que ambos estaban leyendo. Dencombe confesó conocer personalmente un poco al autor de La edad madura, pero no se sintió tan preparado como habría querido cuando su compañero —quien nunca hasta entonces había visto a un ser tan privilegiado— empezó ávidamente a solicitarle detalles. Incluso pensó que la mirada del doctor Hugh en aquel momento delató una vislumbre de sospecha. Pero el joven estaba demasiado inflamado para ser perspicaz, y abría una y otra vez el libro para exclamar “¿Se ha fijado usted en esto?” o “¿No lo impresionó soberanamente esto otro?”
—Hay un pasaje hermosísimo hacia el final —espetó, y tornó a echar mano del libro. Según volvía las hojas tropezó con otra cosa distinta, y Dencombe lo vio mudar de color súbitamente. El joven había cogido el ejemplar de Dencombe, que estaba sobre el banco, en lugar del suyo, y al punto su vecino adivinó la razón de su sobresalto. Por un instante el doctor Hugh se quedó muy serio; a renglón seguido dijo—: ¡Observo que ha estado usted retocando el texto!
Dencombe era un apasionado del corregir, un obseso del estilo; lo último a que llegaba era a una forma definitiva para él mismo. Su ideal habría sido publicar anónimamente, y luego, en el texto publicado, entregarse a sus revisiones maníacas, desautorizando siempre la primera edición y empezando para la posteridad, y aun para los pobrecillos coleccionistas, con la segunda. Esa mañana su lápiz había punzado en La edad madura una docena de burbujas. Lo sorprendió el efecto sobre él mismo del reproche del joven: por un momento lo hizo mudar ahora a él de color. Se puso, en todo caso, a tartamudear imprecisamente; luego, a través de una neblina de conciencia en reflujo, vio la extrañada mirada del doctor Hugh. Tuvo tiempo únicamente para darse cuenta de que estaba a punto de caer enfermo otra vez: todas estas emociones, la excitación, la fatiga, el calor del sol, el influjo del aire, se habían confabulado para jugarle una mala pasada, hasta el punto de que, tendiendo la mano hacia su compañero con una exclamación de sufrimiento, perdió por completo el sentido.
Posteriormente supo que se había desmayado y que el doctor Hugh lo había llevado al hotel en un cochecillo cuyo cochero, que merodeaba por los aledaños en pos de clientes, acertó a recordar haberlo visto casualmente en el jardín del mismo. Había recobrado el sentido durante el trayecto, y en la cama, aquella tarde, tuvo una vaga remembranza del joven rostro del doctor Hugh, cuando estaba junto a él, inclinado sobre él con una sonrisa reconfortante que expresaba algo más que una mera sospecha de su verdadera identidad. Esta identidad ya no podía ser negada, y por eso se sintió aún más pesaroso y dolido. Había sido temerario, había sido estúpido, había salido a pasear demasiado prematuramente, se había quedado afuera demasiado prolongadamente. No habría debido ponerse al alcance de desconocidos, habría debido llevar consigo a su criado. Sintió como si hubiera caído en una sima demasiado honda para poder avistar el menor retazo de cielo. Estaba en confusión sobre el tiempo transcurrido; recogía los fragmentos para hacerlos casar. Había visto a su médico, el de verdad, el que lo había atendido desde el principio, y que de nuevo se había mostrado amabilísimo. Su criado entraba y salía de puntillas, poniendo cara de que él ya se lo había esperado todo por anticipado. Más de una vez dijo algo sobre aquel joven caballero tan inteligente. Lo demás era vaguedad, cuando no desesperación. Empero, la vaguedad era explicable teniendo en cuenta sus sueños, angustias en sopor, de las que finalmente emergió para percibir nítidamente un cuarto oscuro y la luz de una tamizada vela.
—Volverá a estar del todo bien; ahora sé todo lo referente a usted —dijo cerca de él una voz, que reconoció como la de un hombre joven. Entonces le retornó a la memoria su encuentro con el doctor Hugh. Todavía estaba excesivamente desmayado para bromear sobre ello, pero pudo percatarse, al cabo de no demasiado, de que era intenso el interés de su visitante por él.
—Por supuesto no puedo asistirlo profesionalmente: usted tiene su propio médico, con quien ya he hablado y que es excelente —siguió el doctor Hugh—. Pero debe permitirme que venga a verlo en calidad de buen amigo. Simplemente he entrado a echarle un breve vistazo antes de acostarme. Va usted marchando óptimamente, pero menos mal que estaba yo junto a usted en el acantilado. Vendré a visitarlo mañana temprano. Me gustaría poder hacer algo por usted. Quiero hacer todo lo posible.
—Usted ha hecho muchísimo por mí.
El joven extendió la mano, posándola sobre él, y el pobre Dencombe, percibiendo débilmente esa cálida presión, se limitó a seguir allí tendido y aceptó su devoción. No podía menos; necesitaba demasiado una ayuda.
La idea de la ayuda que necesitaba le estuvo muy presente aquella noche, que pasó en despierta calma, con una intensidad de pensamientos que fue como una reacción contra sus horas de estupor. Estaba perdido, estaba perdido, estaba perdido si no había la posibilidad de salvarlo. No temía al sufrimiento, a la muerte; ni siquiera estaba enamorado de la vida; pero había tenido una profunda manifestación de deseo. Durante esas largas horas calladas se percató de que sólo con La edad madura había alzado el vuelo; sólo aquel día, visitado por procesiones silenciosas, había identificado su reino. Había tenido una revelación de su alcance. A lo que temía era a que su reputación hubiera de fundamentarse en algo incompleto. No era de su pasado sino de su futuro de lo que propiamente quería ocuparse. La enfermedad y la vejez se aparecían ante él como espectros de ojos despiadados: ¿cómo iba a sobornar a tales augures para que le concedieran una nueva oportunidad? Ya había tenido la única oportunidad que pueden tener los seres humanos: había tenido la oportunidad consistente en poder vivir. Muy tarde cayó dormido, y cuando despertó, el doctor Hugh estaba sentado junto a su cabecera. En él, a estas alturas, ya había algo de agradablemente íntimo.
—No vaya a pensar que he suplantado a su médico —dijo—; actúo con su consentimiento. Él ha estado aquí y lo ha visto. Extrañamente, parece confiar en mí. Le he contado cómo nos conocimos usted y yo ayer por casualidad, y confiesa que tengo una prerrogativa peculiar.
Dencombe lo miró con seriedad especulativa:
—¿Cómo lo ha arreglado con la condesa?
El joven se arreboló un poco, pero se rió:
—¡Oh, no se preocupe por la condesa!
—Me dijo usted que era muy exigente.
El doctor Hugh guardó silencio unos momentos.
—Sí que lo es —dijo.
—Y la señorita Vernham es una intrigante.
—¿Cómo sabe eso?
—Yo lo sé todo. ¡Hay que saberlo todo para poder escribir decentemente!
—Creo que es una loca —precisó el doctor Hugh.
—Bien, pero no se pelee con la condesa; en la actualidad le es de gran ayuda a usted.
—No me peleo —repuso el doctor Hugh—. Pero no me entiendo bien con las mujeres tontas. –Enseguida agregó—: Usted parece muy solo.
—Eso pasa mucho a mi edad. He sobrevivido, pero he tenido pérdidas por el camino.
El doctor Hugh vaciló; pero al fin, superando su leve escrúpulo, inquirió:
—¿A quién ha perdido?
—A todos.
—¡Ah, no! —protestó el joven, poniéndole una mano sobre el brazo.
—Tuve esposa, tuve un hijo. Mi esposa murió al nacer mi hijo, y a mi hijo, cuando aún iba al colegio, se lo llevaron unas fiebres tifoideas.
—¡Ojalá hubiese estado yo allí! —dijo con sinceridad el doctor Hugh.
—¡Bueno, está usted aquí! —respondió Dencombe con una sonrisa que, a pesar de la penumbra, traslució cuánto le gustaba su posibilidad de estar seguro del paradero de su acompañante.
—Usted habla de su edad extrañamente. No es usted viejo.
—¿Hipócrita tan pronto?
—Digo fisiológicamente.
—Así es como he estado hablándome a mí propio en los últimos cinco años, y eso exactamente es lo que me decía. ¡Y es que sólo cuando somos viejos comenzamos a decirnos que no lo somos!
—Pero yo también me digo a mí propio que soy joven —declaró el doctor Hugh.
—¡Y no sabe usted tan bien como yo con cuánta razón! —se rió el paciente, cuyo visitante desde luego admitió el hecho en cuestión, a juzgar por la rotundidad con que trocó su razonamiento de partida, comentando que debía de ser uno de los encantos de la vejez —por lo menos si se poseía una alta distinción el sentir que uno se ha esforzado y ha triunfado. El doctor Hugh empleó la manida expresión sobre el haberse ganado el descanso, y con ella hizo que, por un momento, el pobre Dencombe casi se irritara. Sin embargo, éste se rehízo para explicar, con suficiente claridad, que si él mismo, por desdicha, no conocía nada de tal bálsamo, sin duda era porque había malgastado años preciosos. Desde el principio se había consagrado a la literatura, mas había tardado toda una vida en ponerse a la altura de ese arte. Sólo en aquel momento, al fin, había empezado a entender; así que lo hecho hasta ahora no había sido sino un conjunto de movimientos ingobernados. Había madurado demasiado tarde y tenía un temperamento tan torpe que únicamente había logrado aprender a fuerza de errores.
—En ese caso, yo prefiero sus capullos a las rosas abiertas de los demás, y sus errores a los aciertos de los demás —dijo galantemente el doctor Hugh—. Lo admiro por sus errores.
—Feliz usted: usted no discierne —le replicó Dencombe.
Consultando su reloj, el joven se había levantado; dijo a qué hora de la tarde regresaría. Dencombe lo amonestó para que no se comprometiera con tanta exactitud, y nuevamente exteriorizó todo su miedo de estar haciéndolo descuidar a la condesa, de estar quizá haciéndolo incurrir en su disgusto.
—Quiero ser como usted: ¡quiero aprender a fuerza de errores! —repuso riendo el doctor Hugh.
—¡Tenga cuidado de no cometer uno demasiado grave! De todas suertes, regrese —añadió Dencombe, con el atisbo de una nueva idea.
—¡Debería usted tener más vanidad! —El doctor Hugh hablaba como si supiera cuál era la dosis exacta requerida para hacer normal a un literato.
—No, no; sólo debería tener más tiempo. Quiero otra oportunidad.
—¿Otra oportunidad?
—Quiero una prórroga.
—¿Una prórroga? —El doctor Hugh repetía otra vez las palabras de Dencombe, que, por lo visto, lo habían impresionado.
—¿No comprende? Quiero más de eso que se llama vida.
El joven, en son de despedida, había tomado la mano del paciente, la cual aferró la suya propia con cierta fuerza. Se miraron intensamente un momento.
—Usted tiene ganas de vivir —dijo el doctor Hugh.
—No sea frívolo. ¡Esto es demasiado serio!
—¡Usted vivirá! —afirmó el visitante de Dencombe, tornándose pálido.
—¡Ah, así está mejor! —Y mientras el doctor se retiraba, el enfermo se recostó agradecido, con acuitada risa.
Todo aquel día y la noche inmediata se preguntó si no se podría conseguir eso. Volvió su médico habitual, su criado estuvo muy atento, pero fue a su joven confidente y amigo a quien se encontró solicitando mentalmente. Su desmayo en el acantilado estaba plausiblemente explicado, y se prometía su restablecimiento para el futuro, a condición de una prudencia más rigurosa; mientras tanto, empero, la fijeza de sus meditaciones lo mantenía inmóvil y lo tornaba indolente. La idea que lo trabajaba no era menos absorbente por tratarse de una mera fantasía enfermiza. Ahí estaba un inteligente hijo de la época, ingenioso y apasionado, que daba la casualidad de haberlo considerado digno de la veneración de los buenos degustadores. Este servidor de su altar estaba investido de toda la nueva sabiduría de la ciencia y de toda la vieja reverencia de la fe; por consiguiente, ¿no podría poner su conocimiento al servicio de su empatía y su habilidad al servicio de su cariño? ¿No se podía confiar en que él inventaría un remedio para un pobre artista a cuyo arte había rendido homenaje? Si no se podía, la alternativa era penosa: Dencombe habría de capitular ante el silencio, sin ser ni vindicado ni intuido. El resto del día y todo el día siguiente jugueteó en secreto con esa dulce y fútil preocupación. ¿Quién obraría para él el milagro sino el joven que podía combinar tanta lucidez con tanta pasión? Pensó en los cuentos de hadas científicos y se embelesó hasta olvidar que buscaba una magia que no era de este mundo. El doctor Hugh era una aparición sobrenatural, y eso mismo significaba que estaba por encima de las leyes naturales. Este iba y venía mientras su paciente, incorporado en la cama, lo seguía con ojos anhelantes. El interés de haber conocido al gran autor había hecho que el joven hubiese vuelto a empezar La edad madura, pues aquel hecho lo ayudaría a encontrar mayor riqueza de sentido en sus páginas. Dencombe le había desvelado qué era lo que había “intentado”; el doctor Hugh, pese a toda su inteligencia, había sido incapaz de percatarse de ello en una primera lectura. La desconcertada celebridad se preguntó entonces quién en el mundo sería capaz de percatarse; por enésima vez le hizo gracia el modo cabal y craso en que podía malentenderse una “intención”. Sin embargo, no estuvo dispuesto a ponerse a vilipendiar indiscriminadamente la mentalidad común, por consolador que ello hubiera sido en el pasado: la revelación que había tenido de su propia torpeza semejaba convertir toda estupidez en algo sagrado.
Algún tiempo después, el doctor Hugh se mostró visiblemente agitado, terminando por confesar, ante las preguntas, un motivo de preocupaciones en su vida “doméstica”.
—Siga unido a la condesa, no se preocupe por mí —dijo Dencombe, repetidamente; pues su acompañante fue suficientemente explícito sobre la actitud de la voluminosa señora. Era tan celosa que había caído enferma: la ofendía tamaño quebrantamiento de la fidelidad debida. Pagaba tanto por la lealtad de él que había de tenerla entera: le negaba el derecho a mostrar otras simpatías, lo acusaba de maquinar para dejarla morir sola, pues innecesario era comentar para cuán poco servía ante una emergencia la señorita Vernham. Al manifestar el doctor Hugh que la condesa ya se habría marchado de Bournemouth si él no la hubiese hecho quedarse en cama, el pobre Dencombe le apretó el brazo más fuerte y dijo con determinación—: Llévesela sin pérdida de tiempo.
Habían salido juntos hasta el abrigado rincón donde, tan recientemente, se habían conocido. El joven, que había dado apoyo con su propia persona a su acompañante, declaró con énfasis que sentía limpia su conciencia: podía montar dos caballos a la vez. ¿Acaso no soñaba, para su porvenir, con una época en que tendría que montar a la vez quinientos? Con parejo anhelo de virtud, Dencombe contestó que en esa edad dorada ningún paciente pagaría para contratarle su exclusiva atención. Por parte de la condesa, ¿no era lícito su absolutismo? El doctor Hugh lo negó, diciendo que no había habido ningún contrato, sino únicamente un acuerdo amistoso, y que para un espíritu libre era imposible un servilismo sórdido; por si fuera poco, le gustaba hablar de arte, y ése fue el tema en que entonces, sentados los dos juntos en el banco soleado, trató primordialmente de involucrar al autor de La edad madura. Dencombe, volviendo a elevarse un poco con las débiles alas que le prestaba la convalecencia y obsesionado todavía por esa esperanzadora idea de un salvamento organizado, encontró un nuevo filón de elocuencia en defender la causa de una cierta y esplendorosa “manera final”: la ciudadela misma, como se demostraría, de su reputación, la fortaleza en que iba a congregarse su verdadero tesoro. Mientras su oyente le concedía toda la mañana y el gran mar tranquilo semejaba detenerse a escuchar, él tuvo un maravilloso rato de explicación. Incluso a su propio juicio estuvo él inspirado al describir en qué consistiría su tesoro: los metales preciosos que excavaría de la mina, las raras joyas, los collares de perlas que colgaría de las columnas de su templo. Estuvo prodigioso a su propio ver, por la densidad con que se agolparon sus convicciones; pero más prodigioso estuvo al ver del doctor Hugh, quien le aseveró, no obstante, que las mismísimas páginas que había publicado recientemente estaban ya incrustadas de gemas. No por ello dejó de anhelar el joven las combinaciones venideras, y, poniendo por testigo al hermoso día, le renovó a Dencombe el compromiso de que su profesión se haría responsable de otorgarle tal vida. Entonces, de pronto, se llevó velozmente la mano al bolsillo del reloj y solicitó venia para ausentarse media hora. Dencombe esperó allí a que regresara, mas por último lo hizo volver a la realidad la aparición de una sombra humana en el suelo. La sombra resultó ser la de la señorita Vernham, la damisela de compañía de la condesa; al reconocerla, Dencombe se dio tan clara cuenta de que venía a hablar con él, que se levantó del banco y permaneció así para agradecerle semejante cortesía. Lo cierto es que la señorita Vernham no se mostró especialmente cortés: parecía extrañamente atribulada y ahora su carácter era inequívoco.
—Perdone que le pregunte —dijo— si será demasiado esperar que sea posible persuadirlo para que deje tranquilo al doctor Hugh. —Y luego, antes de que Dencombe, hondamente turbado, pudiera protestar, agregó—: Debe usted saber que está estorbándolo, que puede ocasionarle un perjuicio terrible.
—¿Quiere decir dando motivo para que la condesa prescinda de sus servicios?
—Haciéndola desheredarlo. —Ante esto, Dencombe quedó pasmado, y la señorita Vernham prosiguió, gustosa de comprobar que era capaz de producir toda una impresión—: Ha dependido de él obtener algo muy conveniente. Ha tenido unas perspectivas magníficas, pero creo que usted ha logrado echarlas a perder.
—No a sabiendas, se lo aseguro. ¿No hay esperanzas de que se pueda enmendar el desaguisado? —preguntó Dencombe.
—Ella estaba dispuesta a hacer cualquier cosa por él. Le entran prontos, se deja ir; es su forma de ser. No tiene parientes, es libre de disponer a su gusto de su dinero, y está muy enferma.
—Lamento muchísimo saberlo —balbució Dencombe.
—¿No le sería posible a usted marcharse de Bournemouth? Es eso lo que he venido a pedirle.
El pobre Dencombe se dejó caer en el banco:
—Yo también estoy muy enfermo, ¡pero lo intentaré!
La señorita Vernham siguió allí inmóvil con sus descoloridos ojos y la brutalidad de su buena conciencia.
—¡Antes de que sea demasiado tarde, se lo ruego! —dijo; y tras esto le volvió la espalda para desaparecer de su vista, deprisa, como si hubiera sido un asunto al que no hubiese podido consagrar más que un minuto de su precioso tiempo.
Ah, claro, después de aquello, Dencombe se sintió muy enfermo, naturalmente. La señorita Vernham lo había trastornado con sus vehementes noticias feroces: para él había sido un choque por demás duro descubrir lo que estaba en juego para un joven sin dinero y de excelentes cualidades. Se quedó temblando en su banco, mirando fijamente la inmensa extensión del agua, sintiéndose deshecho por aquel golpe directo. De cierto que estaba demasiado débil, demasiado vacilante, demasiado asustado; pero haría el esfuerzo de marcharse, pues no estaba dispuesto a cargar con la culpabilidad de interferir, y realmente estaba en entredicho su honor. Se volvería tambaleante a su alojamiento, en cualquier caso, y entonces pensaría qué hacer. Volvió al hotel y, por el camino, tuvo una vislumbre caracterizadora del motivo fundamental del comportamiento de la señorita Vernham. La condesa odiaba a las mujeres, por supuesto, Dencombe lo veía clarísimo; así que la desposeída pianista carecía de esperanzas personales y sólo podía consolarse con el audaz plan de ayudar al doctor Hugh, ora fuera para casarse con él después de que él obtuviese el dinero, ora para inducirlo a reconocer el derecho de ella a una recompensa, que él pagaría para quitársela de encima. Si ella se había portado con él como amiga en una crisis fecunda, él verdaderamente se sentiría obligado a no olvidarse de ella, como hombre de delicadeza, y ella sabía qué esperar sobre esa base.
En el hotel, el criado de Dencombe se empeñó en que su señor volviera a la cama. El enfermo había hablado de coger un tren y había empezado a impartir órdenes para hacer las maletas; tras lo cual sus alterados nervios sucumbieron a una sensación de desfallecimiento. Consintió en ver a su médico, al cual se mandó inmediatamente a buscar, mas deseó que se entendiera bien que su puerta estaba irrevocablemente cerrada para el doctor Hugh. Se había forjado un plan, que era tan espléndido que se regocijó con él después de volverse a la cama. El doctor Hugh, encontrándose desdeñado repentina e inmisericordemente, renovaría su vasallaje a la condesa por natural disgusto y para alegría de la señorita Vernham. Cuando llegó su médico, Dencombe se enteró de que tenía fiebre y de que eso era preocupante: había de cultivar la calma y procurar no pensar, si le era posible. Durante el resto del día trató de conseguir la estupidez; pero hubo una aflicción que lo mantuvo lúcido: la del probable sacrificio de su “prórroga”, el punto final de su trayectoria. Su consejero médico estaba cualquier cosa menos contento: las sucesivas recaídas eran un mal augurio. Lo exhortó a obrar con mano dura y quitarse de la cabeza al doctor Hugh: ello contribuiría sumamente a su tranquilidad. Ese intranquilizador nombre no volvió a ser pronunciado en su cuarto, pero su tranquilidad era tan sólo temor reprimido, y quedó puesta en peligro por un telegrama, recibido a las diez de esa noche, que su criado abrió y le leyó y que llevaba la firma de la señorita Vernham junto a una dirección de Londres. “Imploro use toda influencia para hacer nuestro amigo reunirse con nosotras mañana por la mañana. Condesa muchísimo peor por terrible viaje, pero todo puede salvarse aún.” Las dos mujeres habían hecho de tripas corazón y aquella tarde habían sido capaces de una rencorosa revuelta. Se habían dirigido a la capital, y aunque la de más edad, como comunicaba la señorita Vernham, estaba muy enferma, deseaba dejar claro que era no menos inexorable. El pobre Dencombe, que no era inexorable y, sinceramente, sólo quería que todo “se salvara”, envió ese mensaje directamente al alojamiento del joven, y a la mañana siguiente tuvo la alegría de saber que éste se había ido de Bournemouth en un tren temprano.
Dos días después, el doctor Hugh entró arrolladoramente en la habitación con un ejemplar de una revista literaria en la mano. Había vuelto porque lo trabajaba un gran afán de tener noticias suyas y por el placer de mostrarle la grandiosa recensión de La edad madura. Ahí por fin había algo apropiado, a la altura de la ocasión: era una aclamación, una reparación, un deseo por parte de la crítica de poner al autor en la hornacina que limpiamente se había ganado. Dencombe lo aceptó y se sometió: no hizo objeciones ni preguntas, pues habían retornado viejos achaques y había pasado dos días atroces. Estaba convencido no sólo de que ya nunca volvería a levantarse de la cama, de modo que era perdonable dejar entrar a su joven amigo, sino también de que sería muy poco lo que requeriría de la paciencia de quienes lo atendían. El doctor Hugh había estado en Londres, y en sus ojos trató Dencombe de encontrar alguna señal de que la condesa se había apaciguado y de que el heredamiento estaba a buen recaudo; mas lo único que en los mismos pudo ver fue la luz de su juvenil alegría por dos o tres frases de la revista. Dencombe no se hallaba en condiciones de leerlas, pero cuando su visitante se empecinó en repetírselas más de una vez, fue capaz de hacer un gesto negativo con la cabeza sin dejarse embriagar:
—¡Ah, no son ciertas, pero lo habrían sido referidas a lo que pude hacer!
—Lo que alguien “pudo hacer” es primordialmente lo que en realidad hizo —objetó el doctor Hugh.
—Primordialmente sí, ¡pero yo he sido todo un idiota! —dijo Dencombe.
El doctor Hugh se quedó; se aproximaba raudamente el desenlace. Dos días después, Dencombe le comentó, a título del más endeble de los chistes, que ya no habría segunda oportunidad que valiese. Ante esto el joven lo miró con fijeza; seguidamente exclamó:
—¡Pero sí la ha habido, sí la ha habido! ¡La segunda oportunidad ha sido para el público, la oportunidad de encontrar un modo de abordarlo a usted, de encontrar la perla!
—¡Ah la perla! —suspiró desasosegado el pobre Dencombe. Una sonrisa tan fría como un atardecer invernal se insinuó en sus contraídos labios al añadir—: ¡La perla es lo que quedó sin escribir, la perla es lo que no tiene impurezas, lo ausente, lo perdido!
Desde ese momento estuvo cada vez menos lúcido, a ojos vistas inconsciente de lo que acaecía a su alrededor. Su enfermedad era decididamente letal, de unos efectos tan implacables, tras la breve tregua que le había permitido confraternizar con el doctor Hugh, como una vía de agua en un gran buque. Hundiéndose constantemente, aunque su visitante, hombre de extraños recursos, ahora cordialmente aprobados por su médico, mostraba infinita pericia en defenderlo del dolor, el pobre Dencombe no se percataba de atenciones ni de descuidos, ni traslucía síntomas de sufrimiento o de agradecimiento. Pero hacia el final sí dio una señal de haberse percatado de que había habido dos días en que el doctor Hugh no había aparecido por su cuarto, señal que consistió en abrir de improviso los ojos para preguntarle si había pasado ese paréntesis con la condesa.
—La condesa ha muerto —dijo el doctor Hugh—. Yo ya sabía que en unas circunstancias dadas no resistiría. He ido para visitar su tumba.
Los ojos de Dencombe se abrieron más:
—¿Le ha dejado a usted “algo muy conveniente”?
Al joven se le escapó una risa casi demasiado frívola para hallarse en una habitación de agonía.
—Ni un penique. Me maldijo en redondo.
—¿Lo maldijo? —musitó Dencombe.
—Por abandonarla. La abandoné por usted. Tuve que elegir —explicó su acompañante.
—¿Eligió usted dejar escapar una fortuna?
—Elegí aceptar las consecuencias de mi entusiasmo, cualesquiera que fueren —sonrió el doctor Hugh. Luego, como una ocurrencia todavía más jocosa, agregó—: ¡Al diablo la fortuna! Es culpa de usted si no puedo olvidarme de sus obras.
El tributo inmediato a su humorada fue un largo gemido azorado; tras del cual, durante muchas horas y muchos días, Dencombe quedó postrado, sin movimiento y como ausente. Una respuesta tan radical, semejante vislumbre de un resultado definitivo y semejante sensación de reconocimiento actuaron conjuntamente en su ánimo y, desencadenando una extraña conmoción, alteraron y transfiguraron su desesperación lentamente. Lo abandonó la sensación de fría sumersión, pareció flotar sin esfuerzo. Este incidente fue extraordinario como aviso, y arrojó una luz más intensa. En su postrer momento, él le hizo una seña al doctor Hugh para que lo escuchara, y, cuando éste estuvo arrodillado junto a su almohada, lo hizo acercarse mucho.
—Usted me ha convencido de que es todo una vana ilusión.
—No su gloria, mi querido amigo —balbució el joven.
—No mi gloria... ¡lo que haya de ella! La verdadera gloria consiste en ... en haber sido puesto a prueba, haber tenido una pequeña calidad y haber ejercido un pequeño hechizo. Lo importante es haber conseguido que alguien se sintiera interesado. Ocurre que usted está loco, pero ello no afecta esta verdad.
—¡Usted es un gran triunfo! —dijo el doctor Hugh, imprimiéndole a su joven voz toda la vibración de unas campanas de boda.
Dencombe se quedó asimilándolo; luego hizo acopio de fuerzas para hablar otra vez:
—Una segunda oportunidad: ésa es la vana ilusión. Jamás ha habido más que una. Trabajamos a ciegas; hacemos lo que podemos; damos lo que tenemos. Nuestra duda es nuestra pasión y nuestra pasión es nuestra misión. Todo lo demás no es sino la demencia del arte.
—Aunque haya usted dudado, aunque haya desesperado, siempre ha “logrado” —alegó finamente su visitante.
—He logrado alguna que otra cosilla —concedió Dencombe.
—Alguna que otra cosilla lo es todo. Es lo factible. ¡Es usted!
—¡Cuán conmovedor! —suspiró irónicamente el pobre Dencombe.
—Pero es la pura verdad —insistió su amigo.
—Es la pura verdad. La frustración es lo que no cuenta.
—La frustración es tan sólo un hecho de la vida —dijo el doctor Hugh.
—Sí, es lo que desaparece. —Al pobre Dencombe apenas si se lo oyó, pero con sus palabras había sellado el final definitivo de su primera y única oportunidad.

Henry James, La edad madura (The Middle Years, publicada en Scribner’s Magazine, 1893).


Henry James


Prólogo del libro de relatos: Cuentos de la biblioteca viva

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Quint Buchholz El embarcadero
El embarcadero: prólogo de un viaje

Una antigua máquina de escribir, unos folios y una cajetilla de tabaco reposan sobre un solitario embarcadero de madera. Unas gaviotas, apenas dibujadas, rompen la monotonía de un cielo sin nubes que se confunde con el mar tranquilo en el horizonte. Esa imagen en sepia que Quint Buchholz dibujó para «El libro de los libros» nos ha acompañado durante los meses que hemos dedicado a escribir cuentos.
El embarcadero es el lugar de partida, el sitio en el que empieza un nuevo viaje a la escritura cuya meta es incierta. Antes de partir, antes de aventurarnos, hemos­ practicado las artes de la navegación: conocemos la forma de atar cabos y de orientar las velas para ver favorecido nuestro avance. Somos capaces de esquivar tormentas y de paliar los momentos de calma. No hay secretos en el manejo de los instrumentos de navegación y sabemos leer el horizonte en las estrellas. Ya pode­mos partir, pero el viaje es siempre soli­tario y cada uno deberá enfrentarse a ese hermosísimo mar, infinito y proceloso, que puede ser la literatura. 
Durante cuatro meses he tenido la satisfacción de reunirme cada semana con los autores de los relatos que componen este volumen en la Biblioteca Viva de al-Andalus. Allí, en el taller que —inspirados por los cursos que impartió Roland Barthes— llamamos La preparación del relato, hemos intentado conocer los mecanismos internos del cuento, dominar ­algunas herramientas narrativas y frecuentar la obra de grandes autores para desvelar secretos de su manera de escri­bir. Pero, sobre todo, hemos intentado que cada tarde fuera inspiradora de un cuento, que cada participante regresase a su casa con la ilusión ­de crear algo nuevo para poderlo compartir, a la semana siguiente, con sus compañeros. Algunos de los cuentistas más importantes que hay en la actualidad se han formado en ­talleres literarios a los que han acudido durante años para aprender a manejar recursos, para perfeccionar su personal estilo y también para dar a conocer sus textos a unos compañeros que ejercen de cómplices y de críticos. Los talleres son muy habituales en muchos países de Sudamérica y Centroamérica como Argentina o México; también lo son en Estados Unidos y en varios países de Europa. Aquí en España, hasta hace pocos años, los cursos de escritura creativa apenas ­existían, pero en algo más de una década se han afianzado y hay algunos que ya gozan de un gran prestigio.
El contenido de nuestro taller tenía un esquema sencillo: en las diferentes sesiones trabajábamos primero aspectos técnicos de la escritura y, después, ­leíamos­ y comentábamos los cuentos que habían ­escrito los ­participantes. Así, poco a poco, de forma privada, han podido ir descubriendo algunas ­virtudes y algunos ­defectos en su forma de narrar. Creo que ­estos ­ejercicios han contribuido a dejar atrás el ­lastre de querer ­deslumbrar con su prosa para ir abriendo, poco a poco, el ­aba­nico de la imaginación y eso les ha permitido ­disfrutar más del ­proceso de escribir. Quizás de ese aprendizaje íntimo nazca una literatura más ­auténtica, más ­singular, con menos impostura.
En este libro se recogen veinticinco cuentos que nacieron en el cobijo de los muros de una biblioteca viva. Son once autores diversos en gustos, experiencias y vidas, pero unidos por la pasión de la literatura y la necesidad de escribir. Esa necesidad, seguramente, es el único motor posible en la literatura y, por tanto, lo que da sentido a lo que escriben. Sin una relación temática o un hilo conductor que una estos cuentos, el lector podrá disfrutar de la sorpresa en cada página por la diversidad de voces y estilos y por la gran imaginación que palpita en ellas. Aquí encontraremos cuentos como los de Ángel Luis Castellano Quesado escritos con la precisa maquinaria interna de los clásicos junto a otros, como los de Fernando Sánchez Mayo, en los que predomina la profundidad psicológica de los personajes. Hay historias que nos conmueven como las de Fernando García Lozano y Rafael Cámaras y cuentos arriesgados e innovadores como los de ­Victor Sánchez Flamil. Antonio Rodríguez Bolancé juega al desconcierto con unos relatos ocultos dentro de otros y el humor y la ensoñación se mezclan en los relatos enlazados de Juan Carlos Trapero Sánchez; ­Azahara Menor Rincón hace materia de las palabras y es la propia sintaxis la que toma el protagonismo. Claudio Cabello Rosa, con sus cuidadas metáforas, nos muestra situaciones opresivas; Ofelia Ara Rouse consigue atmósferas particulares con un texto limpio y directo y Gloria Álvarez de Prada nos invita a viajar a lugares lejanos con historias apasionantes. Todos los cuentos, por muy distintos que sean, consiguen atrapar nuestra atención, secuestran por unos minutos nuestra ­relación con el resto del mundo, nos cautivan e incluso nos transforman. 
Cuando Alfonso Cost me propuso impartir este taller reconozco que tuve mis dudas, pero me lo tomé como un reto personal. Hoy solo puedo ­agradecérselo. El taller La preparación del relato ha sido una experiencia enriquecedora: he tenido la oportunidad de cono­cer a personas brillantes y apasionadas por la ­literatura, he aprendido con ellas y hemos compartido momentos que formarán parte de nuestra memoria. 
La conclusión de un taller de escritura de relatos solo puede ser la misma obra: la colección de cuentos que, en su transcurso, ha podido inspirar. Este ­libro es para muchos de los autores el primer puerto de ese apasionante viaje a la escritura que han iniciado y no puedo evitar sentirme orgulloso de ver lo bien que navegan. Espero encontrarme a todos en futuros puertos.





Autores de los textos: Gloria Álvarez de Prada, Ofelia Ara Rouse, Claudio Cabello Rosa, Rafael Cámaras, Ángel Luis Castellano Quesada, Fernando García Lozano, Azahara Menor Rincón, Antonio Rodríguez Bolancé, Víctor Sánchez Flamil, Fernando Sánchez Mayo y Juan Carlos Trapero.
Ilustraciones: Gloria Álvarez de Prada, Isabel Carrión, Alfonso Cost y Dori Serrano.

Edición de Ricardo Reques y Alfonso Cost.
Ediciones Libro de Arena, 2017.

Jack Finney, El maravilloso adjetivero de mi primo Len

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El maravilloso adjetivero de mi primo Len.

Mi primo Len encontró su maravilloso adjetivero en una casa de empeños. Suele visitar las casas de empeño de la Segunda Avenida porque, según dice, son un alivio comparadas con la naturaleza. Al primo Len no le gusta mucho la naturaleza. Se pasa la mayor parte del tiempo al aire libre juntando material para El sabor y el saber de los bosques, una sección que escribe, y dice que preferiría ser plomero.
Así que recorre las casas de empeños en el tiempo libre, llevándose equipos de proyección estereoscópica (vistas de la Feria Mundial, Chicago, 1893), relojes que dan la hora sonoramente, y caballitos de porcelana que sostienen escarbadientes en la boca. Mi mujer y yo admiramos mucho estos objetos. Hemos estado viviendo con el primo Len desde que salí del Ejército, mientras esperamos conseguir casa propia.
Así que también admiramos el adjetivero. Tenía la elegancia de líneas de una toma de incendios, aunque era un poco más pequeño y de peltre. Creíamos que se trataba de un salero y también el primo Len lo pensó. Descubrió que en realidad se trataba de un adjetivero cuando estaba trabajando en su artículo, al día siguiente de comprarlo.
“Las ramas enjoyadas de la foresta hechizada están fúnebremente silenciosas”, había escrito. “La mano helada como de acero del invierno ha aquietado su verde murmullo estival. Y las notas argentinas, como de flauta, de sus innumerables aves tornasoladas han desaparecido”.
A esta altura, como es natural, se tomó un descanso. Y empezó a examinar el salero. Le estudió la parte inferior en busca de la marca de fábrica, haciéndolo girar en las manos, con la tapa a dos centímetros y medio de lo que había escrito, y un momento después vio que el manuscrito había cambiado.
“Las ramas de la foresta están silenciosas” leyó. “La mano del invierno ha aquietado su murmullo. Y las notas de las aves han desaparecido”.
Ahora bien, el primo Len no es ningún tonto, y reconoce una mejora cuando la ve. Volvió a poner manos a la obra, escribiendo con el estilo de siempre, pero esta vez redactó un artículo dos veces más extenso. Y después le aplicó el adjetivero, moviéndolo de aquí para allá como un magneto, recorriendo cada línea. Y los adjetivos y los adverbios desaparecían de la página, con un leve silbido, como partículas de pelusa dentro de una aspiradora. Cuando terminó, el artículo tenía la extensión exacta, y el estilo más agudo y límpido imaginable. Por primera vez, como lo comprendió el primo Len, el artículo parecía decir algo. Luisa, mi mujer, dijo que casi daban ganas de salir e ir a los bosques, pero el primo Len no pensaba que eso estuviera bien.
Desde entonces mi primo Len usó el adjetivero en todos los artículos, y mediante la experimentación descubrió que, a dos centímetros y medio de distancia del papel, absorbía todos los adjetivos, hasta los más pesados. A cuatro centímetros, sólo adjetivos de peso mediano; y a cinco, sólo los de tres o cuatro letras. Gracias a un cuidadoso control, mi primo Len ha podido producir artículos sobre la Naturaleza cuya masa de lectores ha crecido día a día. “Es el mejor material de lectura del diario, junto a las necrológicas”, le escribió una anciana. Lo que ella quiere decir, me explicó Len, es que el artículo que se publica junto a las necrológicas, en la página, es el mejor material de lectura en todo el diario.
Mi primo Len siempre espera hasta que nosotros estemos en casa para vaciar el adjetivero: nos gusta estar presentes. Se llena una vez por semana y Len desenrosca la tapa y, golpeándole el fondo como si fuera una botella de salsa de tomate, lo vacía por la ventana que da a la Segunda Avenida. Y allí, atrapados por la brisa, los adjetivos y los adverbios flotan sobre la calle y las veredas como una nube de confites casi invisibles. En cierto modo se asemejan a fideos en miniatura de una sopa de letras, unidos entre sí y hechos con el más delgado celofán.
No se los puede ver a menos que la luz sea la indicada, y en su mayor parte son incoloros. Algunos tienen delicados tonos pastel, sin embargo. “Muy”, por ejemplo es rosa pálido; “Exuberante” es verde, desde luego; e “Indudable” de un color gris sucio. Y hay una palabra, la favorita del primo Len cuando más odia a la Naturaleza, que se parece a un trozo de la tirilla roja y brillante que cierra los paquetes de cigarrillos. Tal palabra no puede ser revelada en un relato que puede ser leído por las familias.
La mayor parte de las veces los adjetivos y los adverbios sencillamente caen a la calle, y desparecen como copos de nieve al tocar el asfalto. Pero en ocasiones, cuando tenemos suerte, caen de lleno en una conversación.
Un día la señora Gorman pasaba bajo la ventana con la señora Miller. Venían de hacer las compras. Y una pequeña ráfaga de adjetivos y adverbios cayó exactamente en medio de lo que decía.
“Los precios, en estos días apacibles –señaló– son evanescentes, trascendentales, y sencillamente impresionantes. Toma en cuenta mis maníacas palabras: las cosas están yendo directa y superlativamente para el centelleante, indomable y alegórico carajo.”
La señora Gorman se quedó bastante sorprendida, desde luego, pero afrontó la situación con elegancia, sonriéndole con majestad y condescendencia a la señora Miller. Siempre había sostenido que sus antepasados eran reyes: ahora pretende que además eran poetas.
Una vez le sugerí al primo Len que conservara los adjetivos, los envasara en frascos o latas prolijamente etiquetadas, y los vendiera a las agencias publicitarias. Sin embargo Len señaló que no le alcanzaría la vida entera para suministrarles las cantidades necesarias. Aún así, conservamos varias cajas de zapatos llenas que llevamos con nosotros cuando hicimos un viaje turístico a Washington. Y allí, en la galería para visitantes que da sobre el Senado, las vaciamos con prudencia en dirección a un enorme ventilador eléctrico dirigido hacia abajo. Se desparramaron en una gran nube y bajaron derivando a través de un animado debate. Sin embargo algo debe haber fallado esta vez, porque las cosas no sonaron distintas en absoluto.
Aún seguimos empleando el maravilloso adjetivero, y los artículos del primo Len mejoran sin cesar. Hace poco apareció una recopilación reunida en un volumen, que probablemente ustedes han leído. Y se habla de vender los derechos cinematográficos. A nosotros también nos resulta útil el adjetivero para redactar telegramas, y yo lo usé, por lo general a una distancia de cuatro centímetros, para escribir esto. Por eso es tan breve, desde luego.

Walter Braden (Jack) Finney, El maravilloso adjetivero de mi primo Len.



Jack Finney



Cousin Len's Wonderful Adjective Cellar.

Cousin Len foubd his wonderful adjective cellar in a pawnshop. He haunts dusty Second Avenue pawnshops because they're such a relief, he says, from Nature. Cousin Len doesn’t like Nature very much. He spends most of his days outdoors gathering material for The Lure and Lore of the Woods, which he writes, and he would rather, he says, be a plumber.
So he tours the pawnshops in his spare time, bringing home stereoscopic sets (World’s Fair views, Chicago, 1893), watches that strike the hours, and china horses which hold toothpicks in their mouths. We admire these things very much, my wife and I. We’ve been living with Cousin Len since I got out of the Army, waiting to find a place of our own.
So we admired the adjective cellar, too. It had the grace of line of a fire hydrant, but was slightly smaller and made of pewter. We thought it was a salt cellar, and so did Cousin Len. He discovered it was really an adjective cellar when he was working on his column one day after he bought it.
“The jewel-bedecked branches of the faery forest are funereally silent,” he had written. “The icy, steel-like grip of winter has stilled their summ’ry, verdant murmur. And the silv’ry, flutelike notes of its myriad, rainbow-dipped birds are gone.”
At this point, naturally, he rested. And began to examine his salt cellar. He studied the bottom for the maker’s mark, turning it in his hands, the cap an inch from his paper. And presently he saw that his manuscript had changed.
“The branches of the forest are silent,” he read. “The grip of winter has stilled their murmur. And the notes of its birds are gone.”
Now, Cousin Len is no fool, and he knows an improvement when he sees it. He went back to work, writing as he always did, but he made his column twice as long. And then he applied the adjective cellar, moving it back and forth like a magnet, scanning each line. And the adjectives and adverbs just whisked off the page, with a faint hiss, like particles of lint into a vacuum cleaner. His column was exactly to length when he finished, and the most crisp, sharp writing you’ve ever seen. For the first time, Cousin Len saw, his column seemed to say something. Louisa, my wife, said it almost made you want to get out into the woods, but Cousin Len didn’t think it was that good.
From then on, Cousin Len used his adjective cellar on every column, and he found through experiment that at an inch above the paper, it sucks up all adjectives, even the heaviest. At an inch and a half, just medium-weight adjectives; and at two inches, only those of three or four letters. By careful control, Cousin Len has been able to produce Nature columns whose readership has grown every day. “Best reading in the paper, next to the death notices,” one old lady wrote him. What she means, Len explained to me, is that his column, which is printed next to the death notices, is the very best reading in the entire paper.
Cousin Len always waits till we’re home before he empties the adjective cellar: we like to be on hand. It fills up once a week, and Cousin Len unscrews the top and, pounding the bottom like a catchup bottle, empties it out the window over Second Avenue. And there, caught in the breeze, the adjectives and adverbs float out over the street and sidewalk like a cloud of almost invisible confetti. They look somewhat like miniature alphabet-soup letters, strung together and made of the thinnest cellophane. You can’t see them at all unless the light is just right, and most of them are colorless. Some of them are delicate pastels, though. “Very,” for example, is a pale pink; “lush” is green, of course; and “indubitable” is a dirty gray. And there’s one word, a favorite with Cousin Len when he’s hating Nature the most, which resembles a snip of the bright red cellophane band from around the top of a cigarette package. This word can’t be revealed in a book intended for family reading.
Most of the time the adjectives and adverbs simply drop into the gutters and street, and disappear like snowflakes when they touch the pavement. But occasionally, when we’re lucky, they drop straight into a conversation.
Mrs. Gorman passed under our window one day with Mrs. Miller, coming from the delicatessen. And a little flurry of adjectives and adverbs blew right into the middle of what she was saying. “Prices, these halcyon days,” she remarked, “are evanescent, transcendental, and simply terrible. Mark my maniacal words, things are going straight and pre-eminently to the coruscated, indomitable, allegorical dogs.”
Mrs. Gorman was pretty surprised, of course, but she carried it off beautifully, smiling grandly and patronizingly at Mrs. Miller. She has always contended that her ancestors were kings; now she claims they were also poets.
I suggested to Cousin Len, one time, that he save his adjectives, pack them into neatly labeled jars or cans, and sell them to the advertising agencies. Len pointed out, however, that we could never in a lifetime supply them in the quantities needed. We did, though, save up several shoe boxes full which we took along on a sight-seeing trip to Washington. And there, in the visitors’ gallery over the Senate, we cautiously emptied them into a huge electric fan which blew over the floor. They spread out in a great cloud and drifted down right through a tremendous debate. Something must have gone wrong this time, though, for things didn’t sound one bit different.
We’re still using the wonderful adjective cellar, and Cousin Len’s columns are getting better every day. A collection of them appeared in book form recently, which you’ve probably read. And there’s talk of selling the movie rights. We also find Cousin Len’s adjective cellar helpful in composing telegrams, and I used it, mostly at the inch-and-a-half level, in writing this. Which is why it’s so short, of course.

Walter Braden (Jack) FinneyCousin Len's Wonderful Adjective Cellar. 
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