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Channel: Fuera de lugar
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La oveja negra, Augusto Monterroso

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La oveja negra
En un lejano país existió hace muchos años una Oveja negra.
Fue fusilada.
Un siglo después, el rebaño arrepentido le levantó una estatua ecuestre que quedó muy bien en el parque.
Así, en lo sucesivo, cada vez que aparecían ovejas negras eran rápidamente pasadas por las armas para que las futuras generaciones de ovejas comunes y corrientes pudieran ejercitarse también en la escultura.
 Augusto Monterroso, La oveja negra.

Augusto Monterroso

Soy el hermano de XX, Fleur Jaeggy

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Soy el hermano de XX
Soy el hermano de XX. Soy el niño del que en aquel entonces hablaba ella. Y soy el escritor del que ella nunca ha hablado. Tan sólo mencionado. Mencionó mi cuaderno negro. Escribió sobre mí. Contó incluso conversaciones en casa. En familia. Cómo podía saber que sentada a nuestra mesa había una espía. Que había una espía en casa. Pues era ella, mi hermana. Tiene siete años más que yo. Ella observaba a mi madre, la nuestra, a mi padre, el nuestro, y a mí. Pero no me importaba que mi hermana nos observara. A todos nosotros juntos. Y que luego fuera por ahí a contarlo. Una vez, cuando tenía ocho años, la abuela me preguntó: ¿qué quieres hacer cuando seas mayor? Y le contesté: quiero morir. De mayor quiero morir. Quiero morir pronto. Y creo que a mi hermana le gustó muchísimo mi respuesta. Nos conocimos tarde, ella y yo. Más o menos cuando yo tenía ocho años. Antes, casi nunca nos dirigíamos la palabra. Decían que yo era un poco autista, pero no era verdad. Prefería no hablar. Mi hermana, en cambio, prefería observar. De modo que, mientras estuve callado, ella no pudo decir nada de mí. ¿Qué podía decir de un hermano que calla, no molesta, se vuelve casi in- visible? Porque mi objetivo era el de hacerme invisible a la familia. La familia que consistía en una hermana espía, una madre gran aficionada a los juegos de azar, un padre sensible y distraído. Entre otras cosas, quisiera decir enseguida que las personas sensibles son distraídas. Los demás no les importan absolutamente nada. Las personas sensibles, o tan sensibles como para que se las declare sensibles, como si ésa fuera una gran cualidad, son insensibles al dolor de los demás. Pero por ahora del dolor no quiero hablar. Por ahora sólo quiero aludir a mi hermana, espía, y a mí. Debería ponerle un título a este informe. El hermano. El hermano de XX. Un ser al que no le gustan las montañas. Fue internado en un colegio en lo alto de una montaña. El colegio daba a una serie de riscos. Ya ni había árboles. Se llegaba a lo alto de la montaña por un camino lleno de curvas. Y era divertido acelerar en las curvas. Abajo, los abismos. Por aquel entonces yo no conducía, era un hermano pequeño. No me quedé mucho tiempo en aquel colegio, pero sí al menos durante un larguísimo año. Miraba por la ventana. Los riscos. Y aquellos pequeños abismos con el pico hacia abajo, triángulos invertidos. Todo lo que veía estaba invertido. Todo estaba cabeza abajo. Al igual que mis pensamientos. Una vez mi hermana XX fue a verme con un MG descapotable. Aceleraba en las curvas. Me dijo que era di- vertido. Mientras se quitaba los guantes con los dedos recortados. Nos sentamos en una piedra. Ella me miraba con afecto. No veía la hora de marcharse. En aquella época tenía varios novios. Muchas citas. Y probablemente, mientras estaba conmigo de visita, una visita que de hecho me había prometido, debía de haberle prometido a alguno de ellos una cita a la misma hora. Ella me pone una mano en la espalda. Durará poco. Por fin de año vengo a buscarte y vuelves a casa, dice. Rodeados de todas aquellas puntiagudas piedras grises, sentía que nos queríamos. No había nada más en el universo. Una casa en la que aquel domingo parecía que todos los demás chicos durmieran, y también los pájaros, también los cuervos, también los lobos, había un aire terrible de sueño, de sueño último, perpetuo. Sólo ella y yo despiertos. Despierto el hermano. Despierta la hermana XX. Era guapa la hermana. Mientras nos queríamos, aquella tarde de domingo entre las piedras, sentía que ella se sentía a gusto en su indumentaria, que consistía en una formidable camisa a cuadros, deportiva y dominguera, la de un caballero, con botoncitos en el cuello, las mangas subidas hasta el codo, pantalones ajustados color ciénaga, u otoño marchito, u hoja marchita, y mocasines color berenjena con una moneda en el empeine. Y también una pulsera de oro ligera, con pequeños zafiros redondos. Por cierto, yo también, pese al cautiverio en la casa en lo alto de la montaña, sentía cierta predilección por las camisas. Y aquel día yo sólo llevaba una camisa azul, de buen corte, pantalones de terciopelo, casi del mismo color que el de la hermana XXX, no sé por qué se me ocurre añadir más X a su nombre, bastaría con una. Por tanto, disculpadme si se las añado. Casi del mismo color los pantalones, sólo que más oscuros, porque marrón y azul combinan bien. Nuestros colores, los de nuestros trajes, y los de nuestra piel, al lado de las piedras grises, un poco oscuras, formaban un bonito cuadro. Hermano y hermana se quieren. Habrían podido decir, si no hubieran sucumbido a su sueño perpetuo, mis compañeros.
En cambio, incluso aquel día, mi hermana XX me espiaba. Esto es lo que escribía. Fue a visitar a su hermano al colegio (y menciona el nombre del colegio, que yo evito referirles), él se sentía tan triste, tan infeliz que a ella se le hizo un nudo en la garganta —se le habría hecho un nudo en la garganta, a ella que tan sólo unos minutos después ya escribía que Yo, y lo escribo con mayúscula, me sentía triste, que habría querido morir. Que yo ya no soportaba aquel lugar desolado. Y ella describe y fabula sobre aquel lugar desolado, para poder transmitir la tristeza de su hermano, y convertirlo en un lugar poético. Porque desolación y tristeza casan bien. Al igual que yo pienso que nuestra ropa, o al menos los colores, casan bien con las piedras. Por no hablar, por otra parte, de una supuesta tristeza mía. ¿Me sentía yo triste aquel día? No, no estaba triste. Era el único día en que no lo estaba. Porque mi hermana vino a verme. Porque aceleraba en las curvas. Porque su MG combinaba bien con aquel paisaje. Porque he tenido la impresión de no estar solo en el mundo. La impresión de estarlo la tenía todos los días en aquella escuela en lo alto de la montaña. Debo admitirlo, allá arriba me sentía solo. Sé que decirlo así podría hacer sonreír. Pero siempre he sentido que la soledad es el peor mal que pueda haber. Aquel día se lo dije a mi hermana. Ella decía que a ella le gustaba la soledad. Entretanto, salía todas las noches, volvía tarde, con el rímel corrido. Yo estaba despierto para oírla regresar. Estábamos todos despiertos para oír regresar a la señorita. A ninguno de nosotros nos gustaba que saliera tanto.
Tenía siete años más que yo. Mientras le hablaba de la soledad, ella miraba a lo lejos, hacia las montañas que rodeaban la nuestra, miraba a lo lejos, parecía buscar una respuesta en el infinito, o en las líneas que formaban los picos de las montañas, que iban oscureciéndose, porque era casi de noche, y la tarde había pasado con una rapidez sorprendente, más veloz que todas las demás tardes del año. Ella miraba, hasta que su mirada pesada cayó sobre las agujas del reloj. Mientras le hablaba de la soledad, ella miraba el reloj. Su reloj de oro, un Longines más bien plano. Así vi las grandes agujas del reloj proyectarse sobre la montaña de enfrente, como una especie de Juicio Universal. Una aguja a la derecha, la otra casi recta señalaban la hora de la despedida. Y cuando una montaña empieza a señalar las horas, quiere decir que se acabó de verdad. Adiós al tiempo. Adiós a un tiempo en que hermano y hermana se querían. Con sus trajes elegantes. Hay afinidad en las indumentarias. Siempre he te- nido una gran comprensión por su modo de vestir. Por sus zapatos. Los guantes. Y sobre todo sus camisas. Las blancas. Un poco estrechas. Los primeros botones sin abrochar. Cuando alcancé la edad que ella tenía aquel día, aun sintiendo que la soledad ocupaba todos mis pensamientos, me gustaba mucho un abrigo azul. Y la familia sabía cuánto apreciaba yo aquel abrigo azul, hecho por el mejor sastre italiano, pensaba que era un chico feliz. También porque tenía el Mini Morris ver- de botella. Los trajes han sido la cobertura moral de los múltiples delitos de tristeza, dirían en un tribunal. El hermano, que soy yo, ocultaba la terrible sensación de soledad detrás de un abrigo y del Mini Morris. En mi hermana XX, todavía no lo he dicho, había algo que no funcionaba. Se divertía menos de lo que ostentaba. Dado que espiaba tanto, o quería dárselas de escritora, por tanto de artista, o quería ver, o incluso competir con quien fuera más feliz, o infeliz. Términos siempre más bien insignificantes. Pero a las palabras pese a todo siempre hay que darles crédito. Al menos hay que fingir que se parecen bastante a su significado. A su significado sesgado.
De los padres, los de esos dos, no quiero hablar, porque ésta es la historia de un hermano, más bien mi historia, y de una hermana, más bien la suya, de una espía. Los dos de los que no quiero hablar miran el televisor sentados cerca el uno del otro, caminan cerca el uno del otro, duermen en una cama muy grande. Murieron a poca distancia el uno del otro, y antes de morir no tuvieron tiempo de prepararse porque se precipitaron, o fueron tal vez algo impacientes. De modo que mi hermana y yo nos quedamos solos en la gran casa.
Mi hermana se muestra demasiado atenta cuan- do hablo. Me acecha. Tal vez esté escribiendo mi historia, mientras todavía no me he muerto como mis padres. Siempre he sospechado que uno de los dos murió por culpa suya. Además pienso que los padres siempre mueren por culpa de los hijos. Siempre se muere por culpa de otro. No sé si es justo decir por culpa de. Pero se muere por los demás. En favor de los demás, tal vez sea más acertado.
Mi hermana, mientras estudio, debo preparar- me para los exámenes de graduación, sigue entran- do en mi habitación. Dice: ¿estudias? mientras estoy inclinado sobre los libros. Ella quiere salir. Y dice que debo terminar de todas todas el bachillerato. Que es importante y eso. Y yo así me pongo nervioso, si graduarme es importante. Cualquier cosa, si es importante, me saca de quicio. Mientras pienso que nada es importante, lo consigo todo. Podré incluso con los exámenes de graduación. Pero si son tan importantes como para que me importune su importancia, podría no con- seguirlo. La hermana XX insiste. Después debo ir a la universidad. Debo licenciarme. Es importante.
Cuando acaba de hablar de la importancia de los exámenes, de la importancia de tener éxito en la vida, de la importancia de licenciarme, de la importancia de vivir, me siento un hombre acabado. La importancia me supera totalmente. Me ha anulado. Me anula. Ella, mi hermana XX, sale de la habitación. Y estoy solo con los libros, la mesa, y me veo a mí mismo, el hermano de la voz que apenas ha hablado, con muchas ganas de colgarme en cualquier lugar. Para ayudarme, pienso aún en la soledad, en la soledad que rodea mi existencia. Y este pensamiento, que ha sido siempre tan lúgubre, angustioso, ahora, después de la importancia de tener éxito en la vida, pasa a ser casi atractivo. Las palabras tienen un peso. La importancia tiene mayor peso que la soledad. Aun así, sé que la soledad es más grave. Pero la importancia de tener éxito en la vida es una soga. No es más que una soga.
De noche no consigo dormir, tengo ganas de hablar con alguien. Son las cuatro. Me levanto y voy en busca de mi hermana XX. La habitación está vacía. Un vago perfume, muchos zapatos por el suelo. Tal vez sea la indecisión a la hora de elegir. Miro los innumerables zapatos. Parecen haber vuelto por sí solos a casa. Mientras la propietaria de esos tacones tal vez se haya visto envuelta en algún percance y ya no pueda regresar. Pero los zapatos, que saben cómo regresar, han vuelto a la habitación. Y entretanto me invade de nuevo esa sensación de soledad. Mi hermana XX no está. Empiezo a pensar que le ha ocurrido algo. Pues los zapatos han vuelto por sí solos. Telefoneo a todos los hospitales, a la policía. Ni rastro de ella. Me siento en su cama. Unas cuantas horas después regresa, y pregunta qué estoy haciendo en su cama. No me había dado cuenta, pero en los pies yo llevaba sus zapatos. Juro que no me he puesto los zapatos. Son ellos, los rojos, los que me han acorralado. Mi hermana se quita los zapatos, que se deslizan rápidamente en el armario. ¿Has estudiado?, me pregunta.
El farmacéutico me conoce. Me da enseguida las pastillas que quiero. Los somníferos también. De hecho, tomo somníferos desde niño. Todos en casa tomamos somníferos. Los cuatro. Como otros comen fruta. Generalmente en las familias se acostumbra a dar fruta a los niños, pero en la nuestra, somníferos. Mi madre no concebía que alguien no pudiera dormir. Que sus hijos no durmieran. De modo que muy pronto los ha habituado a los somníferos. Por tanto por la mañana reinaba un gran silencio en la casa. Con los años el silencio pasó a ser aún mayor. El silencio ha ocupado mucho espacio. Y por eso vuelvo al argumento de la soledad y se lo digo a mi hermana, quien aprovecha enseguida para escribir de mí, que me siento solo. Y desesperado. Ella incrementa la dosis. Primero estoy solo. Luego triste. Luego desesperado. Sé que ella quiere que yo acabe. ¿Qué hay después de la desesperación? Eso es lo que espera mi hermana. Como un guarda en su garita. Espera a que pase de la desesperación al nivel inferior. Como si se tratara de un descenso. Ella permanece detrás de los cristales, vigila, exhorta, espía. No hay más palabras para definir a mi hermana XX. Por lo tanto habla de cuando yo era escritor, mucho antes que ella, eso admitiendo que ella lo haya sido alguna vez. Esto no puedo saberlo, nunca lo sabré. Su futuro no me preocupa demasiado. A ella le interesa mi no futuro. Mi carencia de futuro. Aunque yo haya superado brillantemente los exámenes de graduación. Con la máxima puntuación. Con la máxima puntuación y para su disgusto.
Cuando yo era escritor, mi libreta de apuntes, la número cuatro, llevaba por título Poesías, melodías, cuentos del escritor, y debajo de mi nombre, a la izquierda, dibujé un árbol torcido, como una estela, de esto me di cuenta después, y la fecha, 1954. Tenía ocho años, la edad en que había decidido lo que haría de mayor, y que mi hermana XX enseguida contó a otros. Mientras yo tomaba aquella decisión, la de poner fin a mi vida, nunca lo hubiera dicho así, pero como estoy escribiendo sobre mí, intento utilizar las frases apropiadas. ¿Apropiadas para qué? Para mi hermana la espía.
Mi hermana XX dice que lo mío son caprichos. Que no quiero ir a la misa fúnebre por nuestra madre. Es verdad, dije que no iría. Que- ría que me dejaran en paz. Pero ella insistía, insistía, la maldita. Que era importante. Que debía ir. Que era hijo suyo. Que no se hace eso de que un hijo no vaya a los funerales de su madre. Que un hijo no participe en las exequias de su madre. ¿Y por qué yo como hijo debía participar, si todo estaba contra mí? No quería. Sentía que no debía ir. Mi ser, si es que hay un ser en mí, si somos seres, ella y yo, se rebelaba tan sólo ante la idea de ir a los funerales de mi madre. Mi madre se habría ocupado ella de las exequias, pensaba, como Bach, que, cuando murió su mujer, dijo a los criados que le dijeran a su mujer que se ocupara de las exequias. Me sentía Bach. Yo quería que fuera mi madre en persona a sus propias exequias. Y que no me obligara a decidir nada. Mi hermana insiste, dice que debo ir. A la iglesia. Llamo a mi madre, no responde y debo ir a las exequias, ya que ella no responde y mi hermana XX me ordena que vaya. Me visto de gris. Voy. Tengo una novia alemana. Ella también va de gris. Nos vestimos igual. También mi novia insiste en que debo ir a los funerales. En que participe. No quiero participar en las exequias de nadie. Pero si insisten voy. La iglesia está cerca de casa. Está en la plaza. Una iglesia fea y esnob. Al lado de una cafetería. Los tres, hermana, hermano y novia, todos vestidos de la misma manera. El féretro ante nosotros. Tampoco estoy seguro de que allí dentro esté mi madre, la mía y la suya, la de la hermana que tanto ha insistido. ¿Quién la ha puesto allí dentro? Mi hermana. Yo no he visto nada. No sé nada. No sé qué ha ocurrido. No sé cómo ha ocurrido. No sé siquiera por qué estoy en la iglesia. Estoy en la iglesia por las exequias de mi madre. No sé nada más. Han depositado flores encima del féretro. Me parecen ridículas. Pastelitos, fresitas, un pradito florido encima del despojo de nuestra madre. Velas largas. Las llamas casi inmóviles, casi falsas, dan la idea del fuego embalsamado. Luego lo cargan todo, junto a las flores, en un furgón y se van, a la espera de desintegrarlo todo. Es lo que quería mi madre, la mía y la suya, ser desintegrada. No se lo he preguntado a mi hermana, pero ella seguro que habrá espiado sus pensamientos, para saber con exactitud qué deseaba que se hiciera con su cuerpo, ya que no se habría volatilizado por sí solo.
Cuando murió mi madre, no pensé en la soledad, a la que ya me había acostumbrado, o aficionado. Los pensamientos no son consecuencia- les. Porque si muere un pariente, después uno se siente solo. Esto sería consecuencial. No para mí. Aquel día la idea de la soledad no afloró de ningún modo. Tal vez porque le hice compañía mientras estuvo encerrada en el cajón de madera lustroso, se me agotó la sensación de soledad que desde siempre me ha envuelto. Tal vez, al estar los dos en primera fila, estuviéramos tan cerca de nuestra madre que ni siquiera mi hermana percibía un abandono, o alguna cosa irreversible. A menudo uno lo percibe después. Uno lo percibe todo después. El dolor siempre sobreviene con retraso. A veces antes, porque se anuncia. Al dolor le gusta anunciarse. Al venir a tu encuentro por la noche, horadando la mente y el estómago y las venas con molestias, con heridas, algo oscuro te visita. Pero aún no sabes de qué se trata.
Pero no hablamos de esto. Mi hermana estuvo atentísima a mi comportamiento en la iglesia. Y le pareció que me había comportado muy bien. Lo veía en la expresión complacida de sus ojos. 
Pero no hablamos de esto. Esto ya ha pasado. El hermano y la hermana siguen vivos. El herma- no se ha licenciado. Cum laude. Es importante licenciarse, había gimoteado la hermana. Y ahora está el espectro, el verdadero y único espectro, del vivir. De la importancia de vivir. Y de conseguir el éxito en la vida. O simplemente de conseguir el éxito. En fin, de convertirse en algo. Algo más o algo menos de lo que se es. En cuanto a mi hermana, no cabe ni pensarlo. Ella quiere llegar a ser mucho, pero mucho más de lo que es. Ella quiere lograrlo a costa de la propia vida. Me doy cuenta de que ella quiere. De que tiene voluntad. No sé qué es lo que quiere. Pero como me repite que debo conseguir el éxito supongo que lo que ella quiere, para sí misma, es lograrlo. Por tanto debo lograrlo yo también. Ante todo, pienso, ahora que ya me he licenciado, ¿qué hago? ¿Qué es importante que haga yo? Me tomo mis pastillas. Ahora me he acostumbrado a un somnífero aún más fuerte. Tengo un montón de recetas. Le he pedido al médico que me haga un montón de recetas, así no me quedo sin. Sin el somnífero. Es lo único que realmente me interesa. Incluso ahora que ya me he licenciado. No sé qué hacer. Pero sí sé. Sé que quiero dormir a toda costa. Pienso exactamente como mi madre. No es posible que sus hijos permanezcan despiertos toda la noche. Deben dormir. Tienes razón, mamá, le digo, debo dormir. Roipnol se llama mi somnífero. Que duermas bien, me dice mi madre. ¿Has dormido?, dice mi hermana. Ella duerme de forma natural diez horas e incluso doce sin somnífero. La dosis de somnífero de mi cuerpo se difunde por el suyo, supongo. No es posible que duerma tanto tiempo sin pastillas. Aun así insiste en que yo debería trabajar. Es importante que un hombre trabaje. Es horrible, pienso yo. Tengo que trabajar. Intento hacer lo que mi hermana considera importante. Busco un trabajo. Tarde por la mañana. Siempre llevo en el bolsillo mi Roipnol. Me hace compañía. Mientras hablo con eventuales empleadores. En despachos, en bancos. Me he licenciado cum laude, pero no parece que esto cuente mucho. Se lo digo a mi hermana. Mi hermana dice que debo tener paciencia. De pronto me doy cuenta de que lo que ella decía ser importante ya no lo es. Para ella. Lo importante ha ido menguando. Ahora soy yo quien la miro. La espío. Somos dos desgraciados, pienso. Ella y yo. Si las cosas importantes ya no lo son, ¿qué es importante? Estoy demasiado cansado para contestar. El otro día estaba distraído. En una plaza desierta fui a chocar contra un muro con el Mini Morris. Me quedé aturdido. Una pequeña herida en la cabeza. Cuando llegó mi hermana XX, me preguntó qué había ocurrido, cómo es que había chocado, pero yo no lo sabía, choqué y basta. No me había hecho nada. Estaba muy bien. A partir de aquel día me di cuenta de que no experimentaba dolor físico alguno. Había pasado a ser insensible al dolor. Era como si mi cuerpo me hubiera abandonado. Y yo me había quedado solo. Sin el envoltorio. Pero vestido.
Pero esto ya había ocurrido en nuestra familia. Una abuela nuestra se había quemado con el café hirviendo y no se había dado cuenta de nada. Era insensible a las quemaduras. Nuestra madre, que estaba presente, pensó que estaba loca. Porque la abuela estaba como si nada, hablaba, bromeaba. ¿Pero no te hace daño?, preguntaba nuestra madre. ¿Daño, dónde?, contestaba ella. Entonces, si en nuestra familia ni nos damos cuenta de que ardemos como rastrojos en un camino, sólo quiere decir que nuestro cuerpo nos ha abandonado, y que tal vez seamos espíritus, que no se sabe muy bien cuándo dejamos de ser nosotros mismos y nos convertimos en otra cosa. Nos hemos transmutado no sabemos en qué. Antes yo era su hermano, el de la espía, tenía un nombre, una identidad precisa, ahora me he convertido en otra cosa. Me daba cuenta de que el cuerpo no seguía mis pensamientos, mis órdenes. Mis pasos se volvían más pesados. Como si tuviera que permanecer quieto. El aspecto exterior, perdonadme, pero no estoy convencido de que haya uno interior, seguía igual, aparentemente. Todo era apariencia. Yo mismo me sentía aparente. Ustedes comprenderán mejor que yo qué significa. Hay una vieja querella, ustedes lo saben, entre ser y aparentar. Ser me parece algo más seguro. Aparentar, más apropiado para desaparecer. Y yo me sentía hecho para desaparecer. O sea él, mi cuerpo. También mi hermana había notado esa disponibilidad mía para desaparecer. Porque seguía espiándome, se preocupaba con torpeza. Las personas, casi todas, no saben preocuparse por los demás con delicadeza, modestia y sin presunciones. Creen saber. Mi hermana creía saber. Conocer a la humanidad. Era muy pesada. No me gusta la gente que sabe. O que muestra que sabe. El saber no sabe. Pero esto pocos lo entienden.
Sin dolor físico, tenía que aumentar mi dosis de Roipnol. Porque mi cuerpo, que era inmune al dolor, se había vuelto bastante indolente frente a los somníferos. Nunca bastaban. Sin dolor, no tenía ganas de dormir. Pero yo, el herma- no de XX, tenía siempre muchas, muchísimas, ganas de dormir. Sentía pasión por el sueño. Por esas doce horas de inmovilidad absoluta. Por esas doce horas de absoluta distancia del mundo. Doce horas de suave y dulcísima sepultura. Mi cuerpo no sueña. No está.
Tengo veinticinco años. Hice lo que según mi hermana era importante. Pero cuando tenía ocho años era poeta y escritor. Y nadie me había dicho que era importante escribir. Desde entonces no he hecho sino cosas que eran importantes, según mi hermana, estudiar, licenciarme, tener éxito en la vida. Por la calle miro a las personas que pasan mientras debería ir a hablar con alguien para que me diera trabajo. Me digo que cada una de esas personas ya está teniendo éxito en la vida...
Yo sólo sigo sombras, soy todavía joven, llevo en el bolsillo mi somnífero, por tanto estoy en mi sitio, no me hace falta nada, excepto lo que hace falta para hacer algo importante. Ese trocito de cuerda para alcanzar al otro con el fin de hacer algo realmente importante, tanto como para tener éxito en la vida. Eso dice mi hermana XX. Que ha contado que me he matado. Es lo que no le perdono. Me licencié, fui a las exequias de mi madre, de mala gana, contra mi voluntad, sin desear éxito alguno. Sin deseo alguno. Ni siquiera el de sufrir. Sin dolor. Más bien, con una vana alegría, que casi llamaría felicidad.

Fleur JaeggySoy el hermano de XX (El último de la estirpe). 

Fleur Jaeggy

Catherine de Noche, Ricardo Reques

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Catherine de Noche
Me gusta verla así de noche, recostada desnuda sobre las sábanas blancas o paseando a oscuras por la habitación, con su cuerpo radiante y el corazón rojo palpitando.
De día Cate es una mujer de una palidez extrema y posee una belleza de escultura clásica. Sus venas azules y fluidas se avivan en la sombra y toman matices purpúreos. Su sonrisa cautivadora envuelve a quien la mira. Se pasea al sol y su piel blanca, blanquísima, refleja la luz. Suele llevar vestidos claros, vaporosos, con tirantes que muestran sus largos y blancos brazos. Sus ojos azules son un mar de incontables dudas.
Cate fue una niña casi como las demás. Se quedaba jugando en su habitación sola, sin hacer ruido, hasta que sus padres se olvidaban de ella y así continuaba su juego, iluminada solo por la luna y el destello de alguna farola cercana. Cate no sabe precisar el momento en el que sus huesos se iluminaron por primera vez, probablemente fue algo gradual o quizás tuviese algo que ver la tristeza en la que se sumergió cuando, con solo diez años, perdió a su padre. Un día se dio cuenta de que la luz que salía de su cuerpo era suficiente para escribir, en la noche apagada, sus diarios íntimos de adolescente. Nunca se lo contó a su hermano, ni siquiera a su hermana con la que tenía una especial sintonía. De noche se encerraba secretamente en sí misma y se entretenía viendo pasar los fluidos de su cuerpo, el avanzar de su cena por un estómago naranja y su lento transcurrir por los laberínticos intestinos.
Así fue creciendo, con ese destello interior que me cegó cuando la conocí. Y amé su transparencia, la sinceridad de su cuerpo. Sus piernas, largas como tubos fluorescentes, me rodeaban mientras mi lengua encendía de rojo su sexo que, fulgurante, mostraba el progreso y la profundidad de nuestro amor.
Buscando su vocación y guardando su secreto, Cate viajó por distintos continentes y en el país de las arenas blancas, como su piel, atravesado por el largo y azulado río, como sus venas, halló la forma de aceptar su radiante naturaleza. Desde aquel momento, la pálida y sobrenatural imagen de Cate bajo los focos sería admirada por su brillante carrera en todas las pantallas de cine, pero la oscuridad de la noche, en la que hasta las arenas del Nilo desaparecen, sería solo suya. Y ahora también mía.
Cate no quiere ir al teatro, ni habitar los recovecos íntimos poco iluminados de los restaurantes; por eso, para ella, los inviernos son tan largos. Le gusta regresar a casa cuando anochece y siempre enciende las lámparas de las habitaciones, para no tener que ver constantemente su privado resplandor.
Yo, en cambio, disfruto de su belleza deslumbrante y voy detrás de ella, buscando la irradiación de sus piernas infinitas, apagando las luces para luego acariciar los pequeños y encendidos dedos de sus pies, que alumbran mi vacío.
Ricardo Reques, Catherine de Noche (Piernas fantásticas).


Ricardo Reques


Mi jockey, Lucia Berlin

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Mi jockey
Me gusta trabajar en Urgencias, por lo menos ahí se conocen hombres. Hombres de verdad, héroes. Bomberos y jockeys. Siempre vienen a las salas de urgencias. Las radiografías de los jinetes son alucinantes. Se rompen huesos constantemente, pero se vendan y corren la siguiente carrera. Sus esqueletos parecen árboles, parecen brontosaurios reconstruidos. Radiografías de San Sebastián.
Suelo atenderlos yo, porque hablo español y la mayoría son mexicanos. Mi primer jockey fue Muñoz. Dios. Me paso el día desvistiendo a la gente y no es para tanto, apenas tardo unos segundos. Muñoz estaba allí tumbado, inconsciente, un dios azteca en miniatura, pero con aquella ropa tan complicada fue como ejecutar un elaborado ritual. Exasperante, porque no se acababa nunca, como cuando Mishima tarda tres páginas en quitarle el kimono a la dama. La camisa de raso morada tenía muchos botones a lo largo del hombro y en los puños que rodeaban sus finas muñecas; los pantalones estaban sujetos con intrincados lazos, nudos precolombinos. Sus botas olían a estiércol y sudor, pero eran tan blandas y delicadas como las de Cenicienta. Entretanto él dormía, un príncipe encantado.
Empezó a llamar a su madre incluso antes de despertarse. No solo me agarró de la mano, como algunos pacientes hacen, sino que se colgó de mi cuello, sollozando «¡Mamacita, mamacita!». La única forma de que consintiera que el doctor Johnson lo examinara fue acunándolo en mis brazos como a un bebé. Era pequeño como un niño, pero fuerte, musculoso. Un hombre en mi regazo. ¿Un hombre de ensueño? ¿Un bebé de ensueño?
El doctor Johnson me pasaba una toalla húmeda por la frente mientras yo traducía. La clavícula estaba fracturada, había al menos tres costillas rotas, probablemente una conmoción cerebral. No, dijo Muñoz. Debía correr en las carreras del día siguiente. Llévelo a Rayos X, dijo el doctor Johnson. Puesto que no quiso tumbarse en la camilla, lo llevé en brazos por el pasillo, estilo King Kong. Muñoz sollozaba, aterrorizado; sus lágrimas me mojaron el pecho.
Esperamos en la sala oscura al técnico de Rayos X. Lo tranquilicé igual que habría hecho con un caballo. «Cálmate, lindo, cálmate. Despacio... despacio». Se aquietó en mis brazos, resoplaba y roncaba suavemente. Acaricié su espalda tersa. Se estremeció, lustrosa como el lomo de un potro soberbio. Fue maravilloso.
Lucia Berlin, Mi jockey (Manual para mujeres de la limpieza).
Traducción de Eugenia Vázquez Nacarino.

Lucia Berlin


Carrera inconclusa, Ambrose Bierce

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Carrera inconclusa
James Burne Worson era zapatero, habitante de Leamington, Warwickshire, Inglaterra. Era propietario de un pequeño local, en uno de esos pasajes que nacen de la carretera a Warwick. Dentro de su humilde círculo, lo estimaban hombre honesto, aunque algo dado ―como tantos de su clase en los pueblos ingleses― a la bebida. Cuando se emborrachaba, solía comprometerse en apuestas insensatas. En una de tales ocasiones, harto frecuentes, se ufanaba de sus hazañas como corredor y atleta, lo que tuvo como resultado una competición contra natura. Apostaron un soberano de oro, y se comprometió a hacer todo el camino a Coventry corriendo ida y vuelta; se trata de una distancia que supera las cuarenta millas. Esto fue el 3 de septiembre de 1873. Partió de inmediato; el hombre con quien había hecho la apuesta -no se recuerda su nombre-, acompañado por Barham Wise, lencero, y Hamerson Burns, creo que fotógrafo, lo siguió en su carro o carreta ligera.
Durante varias millas, Worson anduvo muy bien, a paso regular, sin fatiga aparente, porque poseía, en verdad, gran poder de resistencia, y no estaba tan intoxicado como para que tal poder lo traicionara. Los tres hombres, en su carruaje, lo seguían a escasa distancia, y, ocasionalmente, se burlaban amistosamente de él o lo estimulaban, según se los imponía el ánimo. Súbitamente ―en plena carretera, a menos de doce yardas de distancia, y mientras todos lo estaban observando― el hombre pareció tropezar. No cayó a tierra: desapareció antes de tocarla. Jamás se halló rastro de él.
Tras permanecer en el sitio y merodearlo, presa de la irresolución y la incertidumbre, los tres hombres regresaron a Leamington, narraron su increíble historia, y fueron, al fin, puestos a buen recaudo. Pero gozaban de buena reputación, siempre se los había juzgado sinceros, estaban sobrios en el momento del hecho, y nada conspiró jamás para desmentir el relato juramentado de su extraordinaria aventura; éste, no obstante, provocó divisiones de la opinión pública en todo el Reino Unido. Si tenían algo que ocultar eligieron, por cierto, uno de los medios más asombrosos que haya escogido jamás un ser humano en su sano juicio.
Ambrose Bierce, Carrera inconclusa.


Ambrose Bierce

A contratiempo, Antonio Tabucchi

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A contratiempo
Ocurrió así:
El hombre había embarcado en un aeropuerto italiano, porque todo empezaba en Italia, y que fuera Milán o Roma era secundario, lo importante es que fuese un aeropuerto italiano que permitiera tomar un vuelo directo para Atenas, y desde allí, tras una breve espera, un enlace para Creta con la Aegean Airlines, porque de eso estaba seguro, de que el hombre había viajado con la Aegean Airlines, de modo que había cogido en Italia un avión que le permitía enlazar desde Atenas con Creta alrededor de las dos de la tarde, lo había visto en el horario de la compañía griega, lo que significaba que éste había llegado a Creta alrededor de las tres, tres y media de la tarde. El aeropuerto de salida tiene, en todo caso, una importancia relativa en la historia de quien había vivido aquella historia, es una mañana de un día cualquiera de finales de abril de dos mil ocho, un día espléndido, casi veraniego. Lo que no es un detalle insignificante, porque el hombre que estaba a punto de coger el avión, meticuloso como era, le daba mucha importancia al tiempo y consultaba un canal vía satélite dedicado a la meteorología de todo el globo, y el tiempo, según había visto, era realmente espléndido en Creta: veintinueve grados durante el día, cielo despejado, humedad dentro de los límites consentidos, un tiempo de playa, el ideal para tumbarse en esas arenas blancas de las que hablaba su guía, sumergirse en el mar azul y gozar de unas merecidas vacaciones. Porque ése era también el motivo del viaje de aquel hombre que estaba a punto de vivir esa historia: unas vacaciones. Y en efecto eso fue lo que pensó, sentado en la sala de espera de los vuelos internacionales de Roma-Fiumicino, mientras esperaba que el altavoz lo llamara para embarcar hacia Atenas.
Y por fin está en el avión, cómodamente instalado en clase preferencial —es un viaje pagado, como se verá después—, agasajado por las atenciones de los asistentes de vuelo. Su edad es difícil de establecer, incluso para quien conocía la historia que el hombre estaba viviendo: digamos que entre los cincuenta y los sesenta, delgado, robusto, de aspecto sano, pelo entrecano, bigotitos finos y rubios, anteojos de plástico para la presbicia colgados del cuello. La profesión. También acerca de este punto para quien conocía su historia había cierta incertidumbre. Podía tratarse de un manager de una multinacional, uno de esos anónimos hombres de negocios que se pasan la vida en una oficina y cuyos méritos son reconocidos un día por la sede central. Pero también de un biólogo marino, uno de esos estudiosos que, observando al microscopio las algas y los microorganismos sin moverse de su laboratorio, son capaces de afirmar que el Mediterráneo se convertirá en un mar tropical como tal vez lo fuera hace millones de años. Pero también esa hipótesis le parecía poco satisfactoria, los biólogos que estudian los mares no siempre están encerrados en sus laboratorios, recorren playas y acantilados, hasta se sumergen, realizan hallazgos científicos personales, y aquel pasajero adormecido en su asiento de preferente en un vuelo para Atenas no tenía realmente aspecto de biólogo marino, tal vez los fines de semana iba al gimnasio y mantenía en buena forma su propio cuerpo, nada más. Pero, en realidad, si realmente iba al gimnasio, ¿para qué iba? ¿Con qué objeto mantener su cuerpo con aquel aspecto tan juvenil? Realmente no había motivo: con la mujer a la que había considerado la compañera de su vida ya hacía tiempo que había terminado, no tenía nueva compañera ni amante, vivía solo, se guardaba mucho de cualquier compromiso serio, aparte de alguna rara aventura de esas que pueden ocurrir a todos. Tal vez la hipótesis más creíble es que fuera un naturalista, un moderno seguidor de Linneo, y que se dirigiera a un congreso a Creta junto con otros expertos en hierbas y en esas plantas medicinales que abundan en Creta. Porque una cosa era cierta, estaba de camino hacia un simposio de estudiosos como él, el suyo era un viaje que premiaba una vida entera de trabajo y de abnegación, el simposio tenía lugar en la ciudad de Retimno, iba a alojarse en un hotel formado por bungalós, a pocos kilómetros de Retimno, adonde un coche a su servicio lo llevaría cada tarde, y tenía todas las mañanas a su disposición.
El hombre se despertó, sacó de la bolsa de mano la guía de Creta y buscó el hotel donde iba a alojarse. El resultado lo tranquilizó: dos restaurantes, una piscina, servicio de habitaciones, el hotel, cerrado durante el invierno, no abría hasta mediados de abril, lo que significaba que debían ser poquísimos los turistas, los clientes habituales, los nórdicos sedientos de sol, como los definía la guía, estaban aún en sus casitas boreales. Una amable voz ante el micrófono rogó que se abrocharan los cinturones, había empezado el descenso hacia Atenas, donde aterrizarían al cabo de unos veinte minutos aproximadamente. El hombre cerró la mesita y puso derecho el respaldo del asiento, metió la guía en la bolsa de mano y sacó de la redecilla del asiento de delante el periódico que había distribuido la azafata y al que no había prestado atención. Era un periódico con muchos suplementos en color, como ya es costumbre en los fines de semana, el de economía y finanzas, el de deportes, el de decoración y el magazine. Descartó todos los suplementos y abrió el magazine. En la portada, en blanco y negro, había una fotografía del hongo de la bomba atómica, con este titular: «Las grandes imágenes de nuestro tiempo». Empezó a hojearlo con cierta reluctancia. Después de un anuncio de dos estilistas junto a un jovencito con el torso desnudo, que por un momento tomó por una de esas grandes imágenes de nuestro tiempo, la primera verdadera imagen de nuestro tiempo: la losa de piedra de una casa de Hiroshima en la que, a causa del calor de la explosión atómica el cuerpo de un hombre se había licuado dejando impresa su propia sombra. No la había visto nunca y se sorprendió, sintiendo una especie de remordimiento contra sí mismo: aquello había ocurrido más de sesenta años antes, ¿cómo era posible que no la hubiera visto nunca? La sombra sobre la piedra estaba de perfil, y en ese perfil le pareció reconocer a su amigo Ferruccio, que en la víspera del Año Nuevo de mil novecientos noventa y nueve, poco antes de medianoche, sin motivos comprensibles se tiró del décimo piso de un edificio de Vía Cavour. ¿Cómo era posible que la silueta de Ferruccio, aplastada contra el suelo el treinta y uno de diciembre de mil novecientos noventa y nueve, se pareciera a la silueta absorbida por una piedra de una ciudad japonesa en mil novecientos cuarenta y cinco? La idea era absurda, y sin embargo se le cruzó por la mente con toda su absurdidad. Siguió hojeando la revista, y entretanto su corazón empezó a latir con un ritmo desordenado, uno-dos-pausa, tres-uno-pausa, dos-tres-uno, pausa-pausa-dos-tres, las llamadas extrasístoles, no era nada patológico, se lo había asegurado el cardiólogo tras un día entero de pruebas, sólo una cuestión de ansia. Pero, entonces, ¿por qué? No podían ser aquellas imágenes las que le provocaban tanta emoción, eran cosas lejanas. Aquella niña desnuda con los brazos levantados que corría al encuentro de la cámara fotográfica con el trasfondo de un paisaje apocalíptico ya la había visto más de una vez sin experimentar una impresión tan violenta, y ahora en cambio le provocó una intensa turbación. Pasó la página. Al borde de una fosa había un hombre arrodillado con las manos unidas, mientras un muchachito de aspecto sádico le apuntaba con una pistola a la sien. Jemeres Rojos, decía el pie de foto. Para confortarse se obligó a pensar que eran asuntos de lugares lejanos y definitivamente alejados en el tiempo, pero pensarlo no fue suficiente, una extraña forma de emoción, que era casi un pensamiento, le estaba diciendo lo contrario, aquella atrocidad había ocurrido ayer, mejor dicho, había ocurrido justo esa mañana, mientras él estaba cogiendo el avión, y como por arte de magia había sido impresa en aquella página que estaba mirando. La voz por megafonía comunicó que a causa del tráfico aéreo el aterrizaje se retrasaría un cuarto de hora, y mientras tanto los pasajeros podían disfrutar del panorama. El avión dibujó una amplia curva, inclinándose a la derecha; por la ventanilla del lado contrario consiguió divisar el azul del mar mientras la suya encuadraba la blanca ciudad de Atenas, con una mancha de verde en el medio, un parque indudablemente, y la Acrópolis después, se veía perfectamente la Acrópolis, y el Partenón, notó que las palmas de sus manos estaban húmedas de sudor, se preguntó si no sería una especie de pánico provocado por el avión que daba vueltas sin sentido, y mientras tanto miraba la fotografía de un estadio donde unos policías de cascos con viseras apuntaban con sus fusiles ametralladores a un grupo de hombres descalzos, y debajo estaba escrito: Santiago de Chile, 1973. Y en la página de al lado una fotografía que le pareció un montaje, un truco indudablemente, no podía ser verdad, no la había visto nunca: en el balcón de un palacio decimonónico se veía al papa Juan Pablo II, junto a un general de uniforme. El Papa era sin duda el Papa, y el general era sin duda Pinochet, con ese pelo untado de brillantina, el rostro regordete, los bigotitos y los anteojos Ray-Ban. El pie de foto rezaba: Su Santidad el Pontífice en su visita oficial a Chile, abril de 1987. Se puso a hojear a toda prisa la revista, como ansioso por llegar hasta el final, casi sin mirar las fotografías, pero ante una tuvo que detenerse, se veía a un chico de espaldas vuelto hacia una furgoneta de la policía, el muchacho tenía los brazos levantados como si el equipo de sus amores hubiera marcado un gol, pero, mirándola mejor, se entendía perfectamente que estaba cayendo hacia atrás, que algo más fuerte que él lo había abatido. Debajo estaba escrito: Génova, julio de 2001, reunión de los ocho países más ricos del mundo. Los ocho países más ricos del mundo: la frase le provocó una extraña sensación, como algo al mismo tiempo comprensible y absurdo, porque era comprensible y sin embargo absurdo. Cada fotografía tenía una página plateada como si fuera Navidad, con la fecha en caracteres grandes. Había llegado al dos mil cuatro, pero vaciló, no estaba seguro de querer ver la fotografía siguiente, ¿cómo era posible que mientras tanto el avión siguiera dando vueltas sin sentido?, pasó la página, se veía un cuerpo desnudo arrojado al suelo, evidentemente era un hombre, pero en la foto su zona púbica estaba desenfocada, un soldado con un uniforme de camuflaje extendía una pierna hacia el cuerpo como si alejara con el pie un saco de basura, el perro que sujetaba de una correa intentaba morderle una pierna, los músculos del animal estaban tan tensos como la cuerda que lo sujetaba, en la otra mano el soldado sostenía un cigarrillo. Debajo estaba escrito: cárcel de Abu Ghraib, Irak, 2004. Después de ésa, llegó al año en el que él se hallaba, el año de gracia de dos mil ocho después de Cristo, es decir se halló en sincronía, eso fue lo que pensó por más que no supiera con qué, pero sincrónico. Ignoraba cuál sería la imagen con la que estaba en sincronía, pero no pasó la página, y mientras tanto el avión estaba aterrizando por fin, vio la pista que corría por debajo de él con las rayas blancas intermitentes que a causa de la velocidad se convertían en una raya única. Había llegado.

El aeropuerto Venizelos parecía nuevo y reluciente, sin duda lo habían construido con ocasión de las Olimpíadas. Se congratuló consigo mismo por ser capaz de llegar hasta la sala de embarque para Creta evitando leer los letreros en inglés, el griego que había aprendido en el instituto seguía siéndole útil, qué curioso. Cuando bajó en el aeropuerto de Hania en un primer momento no se dio cuenta de que ya había llegado a su destino: en el breve vuelo desde Atenas a Creta, poco menos de una hora, se había quedado profundamente dormido, olvidándose de todo, según le pareció, incluso de sí mismo. Hasta tal extremo que cuando por la escalerilla del avión salió a aquella luz africana se preguntó dónde estaba, y por qué estaba allí, y hasta quién era, y en aquel estupor de nada se sintió incluso feliz. Su maleta no tardó en aparecer en la cinta, justo al salir de las salas de embarque estaban las oficinas de alquiler de coches, ya no se acordaba de las instrucciones, ¿Hertz o Avis? Si no era una sería la otra, por suerte adivinó a la primera, con las llaves del coche le entregaron un mapa de carreteras de Creta, una copia del programa del simposio, la reserva hotelera y el trazado del recorrido que había de seguir para llegar hasta el complejo turístico donde estaban alojados los congresistas. Que a esas alturas se sabía de memoria, porque se lo había estudiado una y otra vez en su guía, muy rica en mapas de carreteras: desde el aeropuerto hay que bajar directamente a la carretera costera, no queda otro remedio, a menos que se quiera ir hacia las playas de Marathi, se gira a la izquierda, porque en caso contrario acaba uno al oeste, y él iba al este, hacia Heraklion, se pasa por delante del Hotel Doma, se recorre la Venizelos y se siguen los letreros en verde que señalan una autopista, pero que es en realidad una autovía costera, que se abandona poco después de Georgopolis, una localidad de vacaciones que es recomendable evitar, como especificaba la guía, y se siguen los letreros del hotel, Beach Resort, era muy fácil.
El automóvil, un Volkswagen negro aparcado al sol, estaba al rojo vivo, pero apenas dejó que se enfriara con las ventanillas abiertas, entró como si llegara tarde a una cita, aunque no llegara tarde ni hubiera cita alguna, eran las cuatro de la tarde, tardaría poco más de una hora en llegar al hotel, el simposio no empezaba hasta la noche del día siguiente, con un banquete oficial, tenía más de veinticuatro horas de libertad, ¿qué prisa tenía? Ninguna prisa. Al cabo de unos cuantos kilómetros de carretera un cartel turístico señalaba la tumba de Venizelos, a pocos centenares de metros de la carretera principal. Decidió hacer una breve parada para refrescarse antes del viaje. Cerca de la entrada del monumento había una heladería, con una gran terraza al aire libre desde la que se dominaba la pequeña ciudad. Se sentó en una mesita, pidió un café a la turca y un sorbete de limón. La ciudad que contemplaba había pertenecido a los venecianos y después a los turcos, era hermosa, y de un candor tal que casi hería los ojos. Ahora se sentía realmente bien, con una energía insólita, el malestar que había experimentado en el avión se había desvanecido completamente. Estudió el mapa de carreteras: para llegar hasta la autovía de Heraklion podía atravesar la ciudad o rodear el golfo de Souda, unos cuantos kilómetros más. Escogió el segundo itinerario, el golfo desde lo alto era muy hermoso y el mar, de un azul intenso. La bajada desde la colina hasta Souda fue muy agradable, por detrás de la vegetación baja y el tejado de algunas casas se veían pequeñas ensenadas de arena blanca, le entraron muchas ganas de darse un baño, apagó el aire acondicionado y bajó la ventanilla para recibir en el rostro aquel aire caliente que olía a mar. Superó el pequeño puerto industrial, el centro habitado y llegó al cruce en el que, tras girar a la izquierda, la carretera se adentraba en el recorrido costero que llevaba a Iraklion. Puso el intermitente a la izquierda y se detuvo. Un coche por detrás de él tocó el claxon invitándolo a proseguir: por el otro carril no venía nadie. Él no avanzó, dejó que el coche lo adelantara, después puso el intermitente a la derecha y tomó la dirección opuesta, donde un letrero rezaba Mourniès.
Y ahora estamos siguiendo a ese ignoto personaje que ha llegado a Creta para dirigirse a una amena localidad marina y que en determinado momento, bruscamente, por un motivo ignoto también, ha tomado una carretera que lleva a las montañas. El hombre prosiguió hasta Mourniès, cruzó la aldea sin saber hacia dónde iba, como si supiese adónde ir. En realidad no pensaba, conducía y nada más, sabía que estaba yendo hacia el sur, el sol, aún en lo alto, estaba ya a sus espaldas. Desde que había cambiado de dirección volvía a notar aquella sensación de ligereza que durante unos pocos instantes había experimentado en la mesita de la heladería mirando desde lo alto el amplio horizonte: una ligereza insólita, y al mismo tiempo una energía de la que no conservaba memoria, como si hubiera vuelto a ser joven, una suerte de leve ebriedad, casi una pequeña felicidad. Llegó hasta una aldea que se llamaba Fournès, atravesó el centro con seguridad, como si ya conociera la carretera, se detuvo en un cruce, la carretera principal proseguía hacia la derecha, él tomó por otra secundaria que indicaba Lefka Ori, los montes blancos. Prosiguió tranquilo, la sensación de bienestar se estaba transformando en una especie de alegría, se le vino a la cabeza un aria de Mozart y sintió que podía reproducir sus notas, empezó a silbarlas con una facilidad que lo sorprendió, desentonando de manera lastimosa en un par de pasajes, lo que le provocó risa. La carretera se estaba enfilando entre las ásperas gargantas de una montaña. Era un lugar hermoso y agreste, el automóvil corría por una estrecha franja de asfalto que seguía el lecho de un torrente seco, en determinado momento el lecho del torrente desapareció entre las piedras y el asfalto acabó en un sendero de tierra, en una llanura baldía entre montañas inhospitalarias; entretanto la luz iba menguando, pero él seguía adelante como si ya conociese la carretera, como alguien que obedece a una memoria antigua o a una orden recibida en sueños, y de repente sobre un palo torcido vio un letrero de hojalata con unos orificios, como si hubiera sido agujereado por disparos o por el tiempo, que rezaba: Monastiri.
Lo siguió como si fuera lo que estaba esperando hasta que vio un pequeño monasterio con un tejado semiderruido. Comprendió que había llegado. Bajó del coche. La puerta desvencijada de aquellas ruinas colgaba hacia el interior. Pensó que en aquel lugar ya no quedaba nadie, una colmena de abejas debajo del pequeño pórtico parecía ser su único guardián. Bajó y aguardó como si tuviera una cita. Se había hecho casi de noche. Por la puerta apareció un fraile, era muy viejo y se movía con dificultad, tenía aspecto de anacoreta, con el pelo descuidado sobre los hombros y una barba amarillenta, qué quieres, le preguntó en griego. ¿Entiendes italiano?, contestó el viajero. El viejo hizo un gesto de asentimiento con la cabeza. Un poco, murmuró. He venido a darte el relevo, dijo el hombre.

De modo que así había sido, y no había otra conclusión posible, porque aquella historia no preveía otras conclusiones posibles, pero quien conocía esta historia sabía que no podía permitir que concluyera de esa manera, y aquí daba un salto temporal. Y gracias a uno de esos saltos temporales que sólo en la imaginación son posibles, se hallaba en el futuro, en relación con ese mes de abril de dos mil ocho. Cuántos años más no se sabe, y quien conocía la historia mantenía cierta ambigüedad al respecto, veinte años, por ejemplo, que para la vida de un hombre son muchos, porque si en el dos mil ocho un hombre de sesenta años está aún en la plenitud de sus fuerzas, en el dos mil veintiocho será un viejo, con el cuerpo desgastado por el tiempo.
Así imaginaba la continuación de la historia quien conocía esta historia, de modo que aceptemos encontrarnos en el año dos mil veintiocho, como pretendía quien conocía esta historia y había imaginado su continuación.
Y, llegados a este punto, quien imaginaba la continuación de esta historia veía a dos jóvenes, un chico y una chica, con sendos pantalones cortos de cuero y botas de senderismo, que estaban haciendo un viaje por las montañas de Creta. La chica le decía a su compañero: a mí me parece que esa vieja guía que encontraste en la biblioteca de tu padre es completamente descabellada, el monasterio a estas alturas sólo será un montón de piedras repleto de lagartijas, ¿por qué no volvemos hacia el mar? Y el chico contestaba: creo que tienes razón. Pero justo cuando decía eso ella replicaba: bueno, no, sigamos adelante un poco más, nunca se sabe. Y, efectivamente, bastaba dar la vuelta a la áspera colina de piedras rojas que cortaba una parte del paisaje y el monasterio estaba allí, mejor dicho, sus ruinas, y los chicos seguían avanzando, entre las gargantas soplaba el viento y levantaba el polvo, la puerta del monasterio se había derrumbado, nidos de avispas defendían aquel tugurio vacío, y los chicos ya habían vuelto la espalda a tanta melancolía cuando oyeron una voz. En el vano ciego de la puerta había un hombre, era viejísimo y tenía un aspecto horrible, con una larga barba blanca sobre el pecho y el pelo alborotado sobre los hombros. Oooh, llamó la voz, nada más. Los chicos se detuvieron. El hombre preguntó: ¿entendéis italiano? Los chicos no contestaron. ¿Qué ha ocurrido desde dos mil ocho?, preguntó el viejo. Los chicos se miraron, no tenían valor para intercambiarse ni una sola palabra. ¿Tenéis alguna fotografía?, preguntó otra vez el viejo, ¿qué ha ocurrido desde dos mil ocho? Después hizo un gesto con la mano, como para alejarles, aunque quizá estuviera espantando las avispas que revoloteaban bajo el pórtico, y volvió a entrar en la oscuridad de su tugurio.

El hombre que conocía esta historia sabía que no podía acabar de ninguna otra manera. Antes de escribirlas, a él le gustaba contarse sus historias. Y se las contaba de manera tan perfecta, con todos sus detalles, palabra por palabra, que puede decirse que estaban escritas en su memoria. Se las contaba preferentemente a última hora de la tarde, en la soledad de aquella gran casa vacía, o ciertas noches en las que no conseguía conciliar el sueño, ciertas noches en las que el insomnio no le concedía más remedio que la imaginación, poca cosa, pero la imaginación le daba una realidad tan viva como para parecer más real que la realidad que estaba viviendo. Con todo, lo más difícil no era contarse sus historias, eso era fácil, era como si las palabras con las que se las contaba las viera escritas en la pantalla oscura de su habitación, cuando la fantasía le dejaba con los ojos de par en par. Y aquella historia precisamente, que se había contado ya tantas veces que le parecía un libro ya impreso y que en las palabras mentales con las que se la contaba era facilísima de decir, era en cambio dificilísima de escribir con los caracteres del alfabeto a los que debía recurrir cuando el pensamiento ha de hacerse concreto y visible. Era como si le faltara el principio de realidad para escribir su relato, y era por esto, para vivir la realidad efectual de lo que era real en él pero que no conseguía volverse real en verdad, por lo que había escogido aquel lugar.
Su viaje había sido preparado al detalle. Llegó al aeropuerto de Hania, recogió la maleta, entró en las oficinas de Hertz, recogió las llaves del coche. ¿Tres días?, le preguntó con asombro el empleado. ¿Qué tiene de raro?, dijo él. Nadie viene de vacaciones a Creta sólo tres días, contestó sonriendo el empleado. Tengo un largo fin de semana, dijo él, para lo que tengo que hacer me basta.
Era hermosa la luz de Creta, no era mediterránea, era africana; para llegar hasta el Beach Resort emplearía una hora y media, dos como mucho, incluso yendo despacio llegaría hacia las seis, una ducha y se pondría a escribir de inmediato, el restaurante del hotel estaba abierto hasta las once, era un jueves por la tarde, contó: viernes, sábado y domingo enteros, tres días enteros. Bastarían, en su cabeza estaba ya todo escrito.
Por qué giró a la izquierda en aquel semáforo no hubiera sabido explicarlo. Los postes de la autovía se distinguían nítidamente, cuatrocientos o quinientos metros más y embocaría la carretera costera para Heraklion. Y en cambio giró a la izquierda, donde un pequeño letrero azul le indicaba una localidad ignota. Pensó que había estado ya allí, porque en un instante lo vio todo: una carretera arbolada con casas diseminadas, una plaza austera con un feo monumento, una cornisa de rocas, una montaña. Fue como un relámpago. Es esa cosa extraña que la medicina no sabe explicar, se dijo, lo llaman déjà vu, un ya visto, no me había ocurrido nunca. Pero la explicación que se dio no lo consoló, porque el ya visto perduraba, era más fuerte que lo que veía, envolvía como una membrana la realidad circunstante, los árboles, los montes, las sombras de la tarde, incluso el aire que estaba respirando. Se sintió preso del vértigo y temió ser absorbido por él, pero fue un instante, porque al dilatarse aquella sensación experimentaba una extraña metamorfosis como un guante que al darse la vuelta arrastra consigo la mano que cubría. Todo cambió de perspectiva, en un santiamén sintió la ebriedad del descubrimiento, una sutil náusea y una mortal melancolía, pero también una sensación de liberación infinita, como cuando por fin entendemos algo que sabíamos desde siempre y no queríamos saber: no era el ya visto lo que lo engullía en un pasado jamás vivido, era él quien lo estaba capturando en un futuro aún por vivir. Mientras conducía por aquella carreterilla entre olivares que lo llevaba hacia las montañas, era consciente de que en determinado momento habría de encontrar un viejo cartel oxidado repleto de agujeros en el que estaba escrito: Monastiri. Y que lo seguiría. Ahora todo estaba claro.

Antonio Tabucchi, A contratiempo (El tiempo envejece deprisa).
Traducción de Carlos Gumpert.

Antonio Tabucchi

La aventura, Manuel Moya

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La aventura
Una vez alcanzado su objetivo, se verá usted en una especie de catedral oscura en la que, sin embargo, todo le parecerá iluminado por una sensación extraña que a falta de otra palabra más precisa denominaremos amor, de manera que a usted le parecerá flotar sobre sí mismo, pero no nos engañemos, pronto advertirá que la reluctante catedral se irá cerrando a su alrededor como una concha marina, hasta casi asfixiarlo, de forma que usted se pasará las horas y los días buscando una salida y esa salida dará directamente a unos bellos jardines a los que yo prefiero llamar del laberinto y otros del Edén, y de cuyos árboles cuelga, generosa, la fruta de la inmortalidad, y puedo asegurarle que allí caminará libre, espontáneo, como un príncipe, hasta que acuciado por hermosos, casi insufribles cantos, usted irá dejando atrás ese jardín, y, pronto, casi sin advertirlo, atisbará en el horizonte un coro de hermosísimas y sibilantes sirenas (otros le hablarán de manzanas y serpientes enroscadas en los árboles) que entretendrán y darán fulgor a sus horas, pero advirtiendo que las sirenas son tediosas y absorbentes, usted querrá alejarse unos metros para descansar junto a un tronco de bellísimo y acolchado musgo, si bien su descanso pronto se verá interrumpido por algo así como mugidos lejanos, a los que su curiosidad y su hastío irán acercando, aunque ya se lo advierto, cuando por fin usted sepa de dónde provienen, daría mil vidas por regresar a las sirenas, puesto que si algo queda claro en este laberinto es el hecho de que en él no se contempla la posibilidad de un regreso, pues en el fondo, todo en él está concebido para que por fin, entre el polvo que levantan sus pezuñas, se encuentre usted ante el rugiente y grande Minotauro, al que todos hasta hoy se han rendido, pero yo sé que, aun sabiéndolo de mis labios, no querrá rendirse, en la esperanza de que usted sí logrará liberarse, de modo que es esta la razón por la que me he dirigido expresamente a usted, con el propósito de que corra más que nadie y sea un canalla si es preciso, pero al final sea aquel que dé alcance a ese óvulo.
Manuel Moya, La aventura(La Deuda Griega).

Manuel Moya

El guardagujas, Juan José Arreola

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El guardagujas
El forastero llegó sin aliento a la estación desierta. Su gran valija, que nadie quiso cargar, le había fatigado en extremo. Se enjugó el rostro con un pañuelo, y con la mano en visera miró los rieles que se perdían en el horizonte. Desalentado y pensativo consultó su reloj: la hora justa en que el tren debía partir.
Alguien, salido de quién sabe dónde, le dio una palmada muy suave. Al volverse el forastero se halló ante un viejecillo de vago aspecto ferrocarrilero. Llevaba en la mano una linterna roja, pero tan pequeña, que parecía de juguete. Miró sonriendo al viajero, que le preguntó con ansiedad:
―Usted perdone, ¿ha salido ya el tren?
―¿Lleva usted poco tiempo en este país?
―Necesito salir inmediatamente. Debo hallarme en T. mañana mismo.
―Se ve que usted ignora las cosas por completo. Lo que debe hacer ahora mismo es buscar alojamiento en la fonda para viajeros ―y señaló un extraño edificio ceniciento que más bien parecía un presidio.
―Pero yo no quiero alojarme, sino salir en el tren.
―Alquile usted un cuarto inmediatamente, si es que lo hay. En caso de que pueda conseguirlo, contrátelo por mes, le resultará más barato y recibirá mejor atención.
―¿Está usted loco? Yo debo llegar a T. mañana mismo.
―Francamente, debería abandonarlo a su suerte. Sin embargo, le daré unos informes.
―Por favor...
―Este país es famoso por sus ferrocarriles, como usted sabe. Hasta ahora no ha sido posible organizarlos debidamente, pero se han hecho grandes cosas en lo que se refiere a la publicación de itinerarios y a la expedición de boletos. Las guías ferroviarias abarcan y enlazan todas las poblaciones de la nación; se expenden boletos hasta para las aldeas más pequeñas y remotas. Falta solamente que los convoyes cumplan las indicaciones contenidas en las guías y que pasen efectivamente por las estaciones. Los habitantes del país así lo esperan; mientras tanto, aceptan las irregularidades del servicio y su patriotismo les impide cualquier manifestación de desagrado.
―Pero, ¿hay un tren que pasa por esta ciudad?
―Afirmarlo equivaldría a cometer una inexactitud. Como usted puede darse cuenta, los rieles existen, aunque un tanto averiados. En algunas poblaciones están sencillamente indicados en el suelo mediante dos rayas. Dadas las condiciones actuales, ningún tren tiene la obligación de pasar por aquí, pero nada impide que eso pueda suceder. Yo he visto pasar muchos trenes en mi vida y conocí algunos viajeros que pudieron abordarlos. Si usted espera convenientemente, tal vez yo mismo tenga el honor de ayudarle a subir a un hermoso y confortable vagón.
―¿Me llevará ese tren a T.?
―¿Y por qué se empeña usted en que ha de ser precisamente a T.? Debería darse por satisfecho si pudiera abordarlo. Una vez en el tren, su vida tomará efectivamente un rumbo. ¿Qué importa si ese rumbo no es el de T.?
―Es que yo tengo un boleto en regla para ir a T. Lógicamente, debo ser conducido a ese lugar, ¿no es así?
―Cualquiera diría que usted tiene razón. En la fonda para viajeros podrá usted hablar con personas que han tomado sus precauciones, adquiriendo grandes cantidades de boletos. Por regla general, las gentes previsoras compran pasajes para todos los puntos del país. Hay quien ha gastado en boletos una verdadera fortuna...
―Yo creí que para ir a T. me bastaba un boleto. Mírelo usted...
―El próximo tramo de los ferrocarriles nacionales va a ser construido con el dinero de una sola persona que acaba de gastar su inmenso capital en pasajes de ida y vuelta para un trayecto ferroviario cuyos planos, que incluyen extensos túneles y puentes, ni siquiera han sido aprobados por los ingenieros de la empresa.
―Pero el tren que pasa por T., ¿ya se encuentra en servicio?
―Y no sólo ése. En realidad, hay muchísimos trenes en la nación, y los viajeros pueden utilizarlos con relativa frecuencia, pero tomando en cuenta que no se trata de un servicio formal y definitivo. En otras palabras, al subir a un tren, nadie espera ser conducido al sitio que desea.
―¿Cómo es eso?
―En su afán de servir a los ciudadanos, la empresa debe recurrir a ciertas medidas desesperadas. Hace circular trenes por lugares intransitables. Esos convoyes expedicionarios emplean a veces varios años en su trayecto, y la vida de los viajeros sufre algunas transformaciones importantes. Los fallecimientos no son raros en tales casos, pero la empresa, que todo lo ha previsto, añade a esos trenes un vagón capilla ardiente y un vagón cementerio. Es motivo de orgullo para los conductores depositar el cadáver de un viajero ―lujosamente embalsamado― en los andenes de la estación que prescribe su boleto. En ocasiones, estos trenes forzados recorren trayectos en que falta uno de los rieles. Todo un lado de los vagones se estremece lamentablemente con los golpes que dan las ruedas sobre los durmientes. Los viajeros de primera ―es otra de las previsiones de la empresa― se colocan del lado en que hay riel. Los de segunda padecen los golpes con resignación. Pero hay otros tramos en que faltan ambos rieles; allí los viajeros sufren por igual, hasta que el tren queda totalmente destruido.
―¡Santo Dios!
―Mire usted: la aldea de F. surgió a causa de uno de esos accidentes. El tren fue a dar en un terreno impracticable. Lijadas por la arena, las ruedas se gastaron hasta los ejes. Los viajeros pasaron tanto tiempo juntos, que de las obligadas conversaciones triviales surgieron amistades estrechas. Algunas de esas amistades se transformaron pronto en idilios, y el resultado ha sido F., una aldea progresista llena de niños traviesos que juegan con los vestigios enmohecidos del tren.
―¡Dios mío, yo no estoy hecho para tales aventuras!
―Necesita usted ir templando su ánimo; tal vez llegue usted a convertirse en héroe. No crea que faltan ocasiones para que los viajeros demuestren su valor y sus capacidades de sacrificio. Recientemente, doscientos pasajeros anónimos escribieron una de las páginas más gloriosas en nuestros anales ferroviarios. Sucede que en un viaje de prueba, el maquinista advirtió a tiempo una grave omisión de los constructores de la línea. En la ruta faltaba el puente que debía salvar un abismo. Pues bien, el maquinista, en vez de poner marcha atrás, arengó a los pasajeros y obtuvo de ellos el esfuerzo necesario para seguir adelante. Bajo su enérgica dirección, el tren fue desarmado pieza por pieza y conducido en hombros al otro lado del abismo, que todavía reservaba la sorpresa de contener en su fondo un río caudaloso. El resultado de la hazaña fue tan satisfactorio que la empresa renunció definitivamente a la construcción del puente, conformándose con hacer un atractivo descuento en las tarifas de los pasajeros que se atreven a afrontar esa molestia suplementaria.
―¡Pero yo debo llegar a T. mañana mismo!
―¡Muy bien! Me gusta que no abandone usted su proyecto. Se ve que es usted un hombre de convicciones. Alójese por lo pronto en la fonda y tome el primer tren que pase. Trate de hacerlo cuando menos; mil personas estarán para impedírselo. Al llegar un convoy, los viajeros, irritados por una espera demasiado larga, salen de la fonda en tumulto para invadir ruidosamente la estación. Muchas veces provocan accidentes con su increíble falta de cortesía y de prudencia. En vez de subir ordenadamente se dedican a aplastarse unos a otros; por lo menos, se impiden para siempre el abordaje, y el tren se va dejándolos amotinados en los andenes de la estación. Los viajeros, agotados y furiosos, maldicen su falta de educación, y pasan mucho tiempo insultándose y dándose de golpes.
―¿Y la policía no interviene?
―Se ha intentado organizar un cuerpo de policía en cada estación, pero la imprevisible llegada de los trenes hacía tal servicio inútil y sumamente costoso. Además, los miembros de ese cuerpo demostraron muy pronto su venalidad, dedicándose a proteger la salida exclusiva de pasajeros adinerados que les daban a cambio de esa ayuda todo lo que llevaban encima. Se resolvió entonces el establecimiento de un tipo especial de escuelas, donde los futuros viajeros reciben lecciones de urbanidad y un entrenamiento adecuado. Allí se les enseña la manera correcta de abordar un convoy, aunque esté en movimiento y a gran velocidad. También se les proporciona una especie de armadura para evitar que los demás pasajeros les rompan las costillas.
―Pero una vez en el tren, ¡está uno a cubierto de nuevas contingencias?
―Relativamente. Sólo le recomiendo que se fije muy bien en las estaciones. Podría darse el caso de que creyera haber llegado a T., y sólo fuese una ilusión. Para regular la vida a bordo de los vagones demasiado repletos, la empresa se ve obligada a echar mano de ciertos expedientes. Hay estaciones que son pura apariencia: han sido construidas en plena selva y llevan el nombre de alguna ciudad importante. Pero basta poner un poco de atención para descubrir el engaño. Son como las decoraciones del teatro, y las personas que figuran en ellas están llenas de aserrín. Esos muñecos revelan fácilmente los estragos de la intemperie, pero son a veces una perfecta imagen de la realidad: llevan en el rostro las señales de un cansancio infinito.
―Por fortuna, T. no se halla muy lejos de aquí.
―Pero carecemos por el momento de trenes directos. Sin embargo, no debe excluirse la posibilidad de que usted llegue mañana mismo, tal como desea. La organización de los ferrocarriles, aunque deficiente, no excluye la posibilidad de un viaje sin escalas. Vea usted, hay personas que ni siquiera se han dado cuenta de lo que pasa. Compran un boleto para ir a T. Viene un tren, suben, y al día siguiente oyen que el conductor anuncia: "Hemos llegado a T.". Sin tomar precaución alguna, los viajeros descienden y se hallan efectivamente en T.
―¿Podría yo hacer alguna cosa para facilitar ese resultado?
―Claro que puede usted. Lo que no se sabe es si le servirá de algo. Inténtelo de todas maneras. Suba usted al tren con la idea fija de que va a llegar a T. No trate a ninguno de los pasajeros. Podrán desilusionarlo con sus historias de viaje, y hasta denunciarlo a las autoridades.
―¿Qué está usted diciendo?
En virtud del estado actual de las cosas los trenes viajan llenos de espías. Estos espías, voluntarios en su mayor parte, dedican su vida a fomentar el espíritu constructivo de la empresa. A veces uno no sabe lo que dice y habla sólo por hablar. Pero ellos se dan cuenta en seguida de todos los sentidos que puede tener una frase, por sencilla que sea. Del comentario más inocente saben sacar una opinión culpable. Si usted llegara a cometer la menor imprudencia, sería aprehendido sin más, pasaría el resto de su vida en un vagón cárcel o le obligarían a descender en una falsa estación, perdida en la selva. Viaje usted lleno de fe, consuma la menor cantidad posible de alimentos y no ponga los pies en el andén antes de que vea en T. alguna cara conocida.
―Pero yo no conozco en T. a ninguna persona.
―En ese caso redoble usted sus precauciones. Tendrá, se lo aseguro, muchas tentaciones en el camino. Si mira usted por las ventanillas, está expuesto a caer en la trampa de un espejismo. Las ventanillas están provistas de ingeniosos dispositivos que crean toda clase de ilusiones en el ánimo de los pasajeros. No hace falta ser débil para caer en ellas. Ciertos aparatos, operados desde la locomotora, hacen creer, por el ruido y los movimientos, que el tren está en marcha. Sin embargo, el tren permanece detenido semanas enteras, mientras los viajeros ven pasar cautivadores paisajes a través de los cristales.
―¿Y eso qué objeto tiene?
―Todo esto lo hace la empresa con el sano propósito de disminuir la ansiedad de los viajeros y de anular en todo lo posible las sensaciones de traslado. Se aspira a que un día se entreguen plenamente al azar, en manos de una empresa omnipotente, y que ya no les importe saber adónde van ni de dónde vienen.
―Y usted, ¿ha viajado mucho en los trenes?
―Yo, señor, solo soy guardagujas1. A decir verdad, soy un guardagujas jubilado, y sólo aparezco aquí de vez en cuando para recordar los buenos tiempos. No he viajado nunca, ni tengo ganas de hacerlo. Pero los viajeros me cuentan historias. Sé que los trenes han creado muchas poblaciones además de la aldea de F., cuyo origen le he referido. Ocurre a veces que los tripulantes de un tren reciben órdenes misteriosas. Invitan a los pasajeros a que desciendan de los vagones, generalmente con el pretexto de que admiren las bellezas de un determinado lugar. Se les habla de grutas, de cataratas o de ruinas célebres: «Quince minutos para que admiren ustedes la gruta tal o cual», dice amablemente el conductor. Una vez que los viajeros se hallan a cierta distancia, el tren escapa a todo vapor.
―¿Y los viajeros?
Vagan desconcertados de un sitio a otro durante algún tiempo, pero acaban por congregarse y se establecen en colonia. Estas paradas intempestivas se hacen en lugares adecuados, muy lejos de toda civilización y con riquezas naturales suficientes. Allí se abandonan lores selectos, de gente joven, y sobre todo con mujeres abundantes. ¿No le gustaría a usted pasar sus últimos días en un pintoresco lugar desconocido, en compañía de una muchachita?
El viejecillo sonriente hizo un guiño y se quedó mirando al viajero, lleno de bondad y de picardía. En ese momento se oyó un silbido lejano. El guardagujas dio un brinco, y se puso a hacer señales ridículas y desordenadas con su linterna.
―¿Es el tren? ―preguntó el forastero.
El anciano echó a correr por la vía, desaforadamente. Cuando estuvo a cierta distancia, se volvió para gritar:
―¡Tiene usted suerte! Mañana llegará a su famosa estación. ¿Cómo dice que se llama?
―¡X! ―contestó el viajero.
En ese momento el viejecillo se disolvió en la clara mañana. Pero el punto rojo de la linterna siguió corriendo y saltando entre los rieles, imprudentemente, al encuentro del tren.
Al fondo del paisaje, la locomotora se acercaba como un ruidoso advenimiento.

Juan José Arreola, El guardagujas(Confabulario).

Juan José Arreola

Paisajes de soledad

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«Abre bien los ojos, mira». Con esta cita de Julio Verne arranca el volumen de José María Martín construido con diecinueve textos que descubren la inmensidad de algunos paisajes y la soledad de quienes los habitan.
Los coches que se acumulan en un desguace esconden las historias de los hombres y mujeres que los han ocupado, con sus deseos y sus frustraciones, con sus logros y sus fracasos: ecos de conversaciones que se han extinguido. Algunos indicios como un golpe en el frontal de la carrocería, el hallazgo de un mapa o unos souvenirs pueden darnos pistas para reconstruir parte de las vidas en las que el azar es un condicionante. 
Los protagonistas de las narraciones atraviesan largas y desérticas carreteras de Estados Unidos, deambulan en paralelo por las calles de Tokio, recorren las dehesas de Extremadura acompañados de recuerdos, viajan a Corea, a la base militar en la que Marilyn cantó a las tropas americanas, o navegan por última vez entre Crimea y un puerto de Rusia. El viaje, el trayecto, es el primer lazo que une estos relatos. Cada personaje que se cruza en la carretera tiene una historia de amor, de desengaño, de nostalgias y de deseos por cumplir. Los paisajes no son un simple telón de fondo, sino una parte tan trascendental como los propios actores que deambulan a través de ellos. 
Lo casual es más que un recurso argumental en estos cuentos porque contribuye a enlazarlos y a dar solidez a una red tejida con historias incompletas, fragmentarias. Como sucede en la vida real, las decisiones de algunos personajes, a veces tomadas con pasión, pueden alterar la vida de otros ajenos. Aquí, por tanto, lo casual no mitiga ni amenaza la verosimilitud de las narraciones, al contrario, les otorga una vitalidad e incita a seguir leyendo. A veces la relación entre relatos es tan simple como una frase, un pensamiento que coincide entre personajes desilusionados para los que «la vida es un telefilme de bajo presupuesto».
José María Martín invita al lector a convertirse en un observador de mirada atenta para entender lo que subyace en sus cuentos. Son historias realistas que abrazan la influencia americana ―con todos los mitos y los tópicos de nuestra generación― con argumentos que se desarrollan a lo largo de un entramado de viajes. Sus recorridos, llenos de emociones, sin renunciar a ciertos elementos cómicos, muestran la desolación en la que vivimos, dentro de un mundo globalizado, rodeados de una tecnología que no es capaz de romper las barreras de la soledad. Se intercalan textos breves cercanos a lo periodístico que aportan información para complementar a otros cuentos. 
Bandaàparte Editores, dentro de su colección dedicada a autores llegados de disciplinas diferentes a las que consideramos propias de un escritor, nos presenta una edición muy cuidada, llena de detalles que hace que la experiencia de la lectura vaya más allá de las historias que se narran.










Suroeste You
José María Martín
Bandaàparte Ediciones

La belleza de lo efímero

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Las palabras que describen lo efímero han de ser livianas como las plumas de un pájaro que se desprenden cuando es perseguido por un gato, como los pétalos de una flor que descansa sobre un jarrón o como las gotas que quedan prendidas en la ventana mientras llueve. De un texto muy breve de Julio Cortázar, que forma parte de Historias de Cronopios y de Famas, Nórdica ha publicado un libro bellísimo con ilustraciones de Elena Odriozola (Premio Nacional de Ilustración, 2015) titulado Aplastamiento de las gotas. Entre la lluvia hay gotas singulares que, como dotadas de vida, se aferran al marco de la ventana para retrasar la necesaria caída, mientras que otras sucumben rápidamente a lo inevitable y se desploman para al instante desaparecer.
En este libro Cortázar nos habla de una forma poética de la levedad y de la singularidad acompañado de las ilustraciones de Odriozola cuyos personajes parecen dispuestos a contemplar lo cotidiano y a asumir lo ineludible.
La editorial Nórdica destaca por el extremo cuidado que pone en la edición de todos sus libros y hace que la lectura siempre tenga un placer añadido.










Aplastamiento de las gotas
Julio Cortázar y Elena Odriozola
Nórdica, 2016.

La rebeldía de lo absurdo

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Rescato una frase de los diarios de Ionesco que dice: «Lejos de nosotros las constelaciones, el azul infinito, la alegría sin límites, la fiesta». Así son las vidas de los protagonistas de los cuentos que forman parte del libro El bombardero azul, de Julio Jurado, publicado por Adeshoras e ilustrado por Norberto Fuentes. Son diez historias ―más una presentación que es también un cuento― en las que personajes desamparados avanzan hacia la demencia en medio de la oscuridad, por barrios periféricos, en la clandestinidad. Se sienten repudiados por una sociedad de la que no se les permite formar parte y, a pesar de todo eso, no están ajenos a la esperanza ni renuncian a la vida.
La primera parte de las tres en las que se estructura el libro está formada por siete relatos que son fragmentos de vidas cotidianas con personajes llenos de dudas y deseos en los que irrumpen elementos insólitos, extraños o surreales. El enamoramiento de una camarera, la búsqueda de un empleo para sobrevivir, la asunción de ser rechazado, la inseguridad de una relación, la envidia entre hermanos, la soledad y decrepitud en la vejez son algunos ejemplos que muestran un cierto cuestionamiento y rebeldía sobre las normas que rigen nuestra sociedad y ponen de manifiesto la incomunicación, la decadencia y hasta la perversidad de quienes la habitan. En uno de los cuentos, el disfraz del personaje principal sirve para mostrar la animalidad irrenunciable que forma parte de nuestra naturaleza y que alumbra la cara más terrible del ser humano y de la sociedad que ha creado. 
La segunda parte del libro está formada por un solo cuento largo que da título al volumen. Aquí el autor despliega un enorme talento narrativo en un relato distópico de ciencia ficción, surreal, extraño como un sueño o una pesadilla con la sugestiva atmósfera opresiva e intemporal de algunas obras de Kafka. El protagonista abandona una granja, atraviesa un puente e inicia un viaje hacia M. portando gambas perladas que cultiva sin agua y que tienen la propiedad de calmar el hambre a una persona con un solo ejemplar. Su viaje es un intento de huir de una realidad que le intentan imponer porque no entiende las normas ni la justicia de un mundo que se le escapa de las manos. Pero, en medio del caos, de esa realidad oculta e insólita, hay también un lugar para el amor.
La tercera parte cierra el libro con dos relatos muy diferentes en cuanto a su estructura, En Falsa moneda, un personaje incita al narrador a crear una historia larga, a avanzar en el número de páginas escritas y abandonar así el relato breve. Encuentro cultural es una pequeña pieza de teatro ―drama cómica― con la que el autor quiere rendir homenaje a Ionesco.
Decía Auden que leer es traducir puesto que no existen dos personas con idénticas experiencias. Julio Jurado demanda de un lector colaborador y abierto que interprete y rellene los huecos que va dejando y que, más allá del argumento de la propia historia o de la imagen visual que describe, encuentre el mensaje y la denuncia. Su lectura a veces nos recuerda el esperpento de Valle-Inclán, la lógica llevada al absurdo de Lewis Carroll o las figuras alegóricas y esa aparente y surreal ingenuidad de los personajes de algunas obras de César Aira. Aquí la realidad se deforma a través de la mirada casi siempre solipsista y becketiana de los personajes, capaces de enredarse en asuntos aparentemente banales mientras el mundo ―envuelto permanentemente en una atmósfera onírica― se derrumba a sus pies. Algunos son textos de gran dureza, incómodos, pero perspicaces, con una estética grotesca que combina el humor y la ironía con lo macabro y el horror. 
Julio Jurado es uno de esos autores aún no suficientemente reconocidos cuya escritura lúcida está al nivel de los grandes cuentistas de nuestro país, con una estética personal y un estilo repleto de recursos imaginativos. Sus textos están acompañados de forma brillante por ilustraciones de Norberto Fuentes que aluden directamente a la narración.









El bombardero azul
Julio Jurado

Ilustraciones: Norberto Fuentes
Adeshoras, 2016.

Raymond Carver, Vecinos.

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Vecinos
Bill y Arlene Miller eran una pareja feliz. Pero de vez en cuando se sentían que solamente ellos, en su círculo, habían sido pasados por alto, de alguna manera, dejando que Bill se ocupara de sus obligaciones de contador y Arlene ocupada con sus faenas de secretaria. Charlaban de eso a veces, principalmente en comparación con las vidas de sus vecinos Harriet y Jim Stone. Les parecía a los Miller que los Stone tenían una vida más completa y brillante. Los Stone estaban siempre yendo a cenar fuera, o dando fiestas en su casa, o viajando por el país a cualquier lado en algo relacionado con el trabajo de Jim.
Los Stone vivían enfrente del vestíbulo de los Miller. Jim era vendedor de una compañía de recambios de maquinaria, y frecuentemente se las arreglaba para combinar sus negocios con viajes de placer, y en esta ocasión los Stone estarían de vacaciones diez días, primero en Cheyenne, y luego en Saint Louis para visitar a sus parientes. En su ausencia, los Millers cuidarían del apartamento de los Stone, darían de comer a Kitty, y regarían las plantas.
Bill y Jim se dieron la mano junto al coche. Harriet y Arlene se agarraron por los codos y se besaron ligeramente en los labios.
—¡Divertíos! — dijo Bill a Harriet.
—Desde luego — respondió Harriet — Divertíos también.
Arlene asintió con la cabeza.
Jim le guiñó un ojo.
—Adiós Arlene. ¡Cuida mucho a tu maridito!
—Así lo haré — respondió Arlene.
—¡Divertíos! dijo Bill.
—Por supuesto — dijo Jim sujetando ligeramente a Bill del brazo — Y gracias de nuevo.
Los Stone dijeron adiós con la mano al alejarse en su coche, y los Miller les dijeron adiós con la mano también.
—Bueno, me gustaría que fuéramos nosotros — dijo Bill.
—Bien sabe Dios lo que nos gustaría irnos de vacaciones — dijo Arlene. Le cogió del brazo y se lo puso alrededor de su cintura mientras subían las escaleras a su apartamento.
Después de cenar Arlene dijo:
—No te olvides. Hay que darle a Kitty sabor de hígado la primera noche — Estaba de pie en la entrada a la cocina doblando el mantel hecho a mano que Harriet le había comprado el año pasado en Santa Fe.
Bill respiró profundamente al entrar en el apartamento de los Stone. El aire ya estaba denso y era vagamente dulce. El reloj en forma de sol sobre la televisión indicaba las ocho y media. Recordó cuando Harriet había vuelto a casa con el reloj; cómo había venido a su casa para mostrárselo a Arlene meciendo la caja de latón en sus brazos y hablándole a través del papel del envoltorio como si se tratase de un bebé.
Kitty se restregó la cara con sus zapatillas y después rodó en su costado pero saltó rápidamente al moverse Bill a la cocina y seleccionar del reluciente escurridero una de las latas colocadas. Dejando a la gata que escogiera su comida, se dirigió al baño. Se miró en el espejo y a continuación cerró los ojos y volvió a mirarse. Abrió el armarito de las medicinas. Encontró un frasco con pastillas y leyó la etiqueta: Harriet Stone. Una al día según las instrucciones — y se la metió en el bolsillo. Regresó a la cocina, sacó una jarra de agua y volvió al salón. Terminó de regar, puso la jarra en la alfombra y abrió el aparador donde guardaban el licor. Del fondo sacó la botella de Chivas Regal. Bebió dos veces de la botella, se limpió los labios con la manga y volvió a ponerla en el aparador.
Kitty estaba en el sofá durmiendo. Apagó las luces, cerrando lentamente y asegurándose que la puerta estaba cerrada. Tenía la sensación que se había dejado algo.
—¿Qué te ha retenido? — dijo Arlene. Estaba sentada con las piernas cruzadas, mirando televisión.
—Nada. Jugando con Kitty — dijo él, y se acercó a donde estaba ella y le tocó los senos.
—Vámonos a la cama, cariño — dijo él.
Al día siguiente Bill se tomó solamente diez minutos de los veinticinco permitidos en su descanso de por la tarde y salió a las cinco menos cuarto. Estacionó el coche en el estacionamiento en el mismo momento que Arlene bajaba del autobús. Esperó hasta que ella entró en el edificio, entonces subió las escaleras para alcanzarla al descender del ascensor.
—¡Bill! Dios mío, me has asustado. Llegas temprano — dijo ella.
Se encogió de hombros. No había nada que hacer en el trabajo —dijo él. Le dejo que usará su llave para abrir la puerta. Miró a la puerta al otro lado del vestíbulo antes de seguirla dentro.
—Vámonos a la cama — dijo él.
—¿Ahora? — rió ella — ¿Qué te pasa?
—Nada. Quítate el vestido — La agarró toscamente, y ella le dijo:
—¡Dios mío! Bill
Él se quitó el cinturón. Más tarde pidieron comida china, y cuando llegó la comieron con apetito, sin hablarse, y escuchando discos.
—No nos olvidemos de dar de comer a Kitty — dijo ella.
—Estaba en este momento pensando en eso — dijo él — Iré ahora mismo.
Escogió una lata de sabor de pescado, después llenó la jarra y fue a regar. Cuando regresó a la cocina, la gata estaba arañando su caja. Le miró fijamente antes de volver a su caja-dormitorio. Abrió todos los gabinetes y examinó las comidas enlatadas, los cereales, las comidas empaquetadas, los vasos de vino y de cocktail, las tazas y los platos, las cacerolas y las sartenes. Abrió el refrigerador. Olió el apio, dio dos mordiscos al queso, y masticó una manzana mientras caminaba al dormitorio. La cama parecía enorme, con una colcha blanca de pelusa que cubría hasta el suelo. Abrió el cajón de una mesilla de noche, encontró un paquete medio vació de cigarrillos, y se los metió en el bolsillo. A continuación se acercó al armario y estaba abriéndolo cuando llamaron a la puerta. Se paró en el baño y tiró de la cadena al ir a abrir la puerta.
—¿Qué te ha retenido tanto? — dijo Arlene — Llevas más de una hora aquí.
—¿De verdad? — respondió él.
—Sí, de verdad — dijo ella.
—Tuve que ir al baño — dijo él.
—Tienes tu propio baño — dijo ella.
—No me pude aguantar — dijo él.
Aquella noche volvieron a hacer el amor.
Por la mañana hizo que Arlene llamara por él. Se dio una ducha, se vistió, y preparó un desayuno ligero. Trató de empezar a leer un libro. Salió a dar un paseo y se sintió mejor. Pero después de un rato, con las manos todavía en los bolsillos, regresó al apartamento. Se paró delante de la puerta de los Stone por si podía oír a la gata moviéndose. A continuación abrió su propia puerta y fue a la cocina a por la llave.
En su interior parecía más fresco que en su apartamento, y más oscuro también. Se preguntó si las plantas tenían algo que ver con la temperatura del aire. Miró por la ventana, y después se movió lentamente por cada una de las habitaciones considerando todo lo que se le venía a la vista, cuidadosamente, un objeto a la vez. Vio ceniceros, artículos de mobiliario, utensilios de cocina, el reloj. Vio todo. Finalmente entró en el dormitorio, y la gata apareció a sus pies. La acarició una vez, la llevó al baño, y cerró la puerta.
Se tumbó en la cama y miró al techo. Se quedó un rato con los ojos cerrados, y después movió la mano por debajo de su cinturón. Trató de acordarse qué día era. Trató de recordar cuándo regresaban los Stone, y se preguntó si regresarían algún día. No podía acordarse de sus caras o la manera cómo hablaban y vestían. Suspiró y con esfuerzo se dio la vuelta en la cama para inclinarse sobre la cómoda y mirarse en el espejo.
Abrió el armario y escogió una camisa hawaiana. Miró hasta encontrar unos pantalones cortos, perfectamente planchados y colgados sobre un par de pantalones de tela marrón. Se mudó de ropa y se puso los pantalones cortos y la camisa. Se miró en el espejo de nuevo. Fue a la sala y se puso una bebida y comenzó a beberla de vuelta al dormitorio. Se puso una camisa azul, un traje oscuro, una corbata blanca y azul, zapatos negros de punta. El vaso estaba vacío y se fue para servirse otra bebida.
En el dormitorio de nuevo, se sentó en una silla, cruzó las piernas, y sonrió observándose a sí mismo en el espejo. El teléfono sonó dos veces y se volvió a quedar en silencio. Terminó la bebida y se quitó el traje. Rebuscó en el cajón superior hasta que encontró un par de medias y un sostén. Se puso las medias y se sujetó el sostén, después buscó por el armario para encontrar un vestido. Se puso una falda blanca y negra a cuadros e intentó subirse la cremallera. Se puso una blusa de color vino tinto que se abotonaba por delante. Consideró los zapatos de ella, pero comprendió que no le entrarían. Durante un buen rato miró por la ventana del salón detrás de la cortina. A continuación volvió al dormitorio y puso todo en su sitio.
No tenía hambre. Ella no comió mucho tampoco. Se miraron tímidamente y sonrieron. Ella se levantó de la mesa y comprobó que la llave estaba en la estantería y a continuación se llevó los platos rápidamente. Él se puso de pie en el pasillo de la cocina y fumó un cigarrillo y la miró recogiendo la llave.
—Ponte cómodo mientras voy a su casa — dijo ella — Lee el periódico o haz algo — Cerró los dedos sobre la llave. Parecía, dijo ella, algo cansado.
Trató de concentrarse en las noticias. Leyó el periódico y encendió la televisión. Finalmente, fue al otro lado del vestíbulo. La puerta estaba cerrada.
—Soy yo. ¿Estás todavía ahí, cariño? — llamó él.
Después de un rato la cerradura se abrió y Arlene salió y cerró la puerta.
—¿Estuve mucho tiempo aquí? — dijo ella.
—Bueno, sí estuviste — dijo él.
—¿De verdad? — dijo ella — Supongo que he debido estar jugando con Kitty.
La estudió, y ella desvió la mirada, su mano estaba apoyada en el pomo de la puerta.
—Es divertido — dijo ella — Sabes, ir así a la casa de alguien. — Asintió con la cabeza, tomó su mano del pomo y la guió a su propia puerta. Abrió la puerta de su propio apartamento.
—Es divertido — dijo él.
Notó hilachas blancas pegadas a la espalda del suéter y el color subido de sus mejillas. Comenzó a besarla en el cuello y el cabello y ella se dio la vuelta y le besó también.
—¡Jolines! — dijo ella — Jooliines — cantó ella con voz de niña pequeña aplaudiendo con las manos — Me acabo de acordar que me olvidé real y verdaderamente de lo que había ido a hacer allí. No di de comer a Kitty ni regué las plantas. Le miró —¿No es eso tonto? — No lo creo — dijo él — Espera un momento. Recogeré mis cigarrillos e iré contigo.
Ella esperó hasta que él había cerrado con llave su puerta, y entonces se cogió de su brazo en su músculo y dijo:
—Me imagino que te lo debería decir. Encontré unas fotografías.
Él se paró en medio del vestíbulo.
—¿Qué clase de fotografías?
—Ya las verás tú mismo — dijo ella y le miró con atención.
—No estarás bromeando — sonrió él — ¿Dónde?
—En un cajón — dijo ella.
—No bromeas — dijo él.
Y entonces ella dijo:
—Tal vez no regresarán — e inmediatamente se sorprendió de sus palabras.
—Pudiera suceder — dijo él — Todo pudiera suceder.
—O tal vez regresarán y … — pero no terminó.
Se cogieron de la mano durante el corto camino por el vestíbulo, y cuando él habló casi no se podía oír su voz.
—La llave — dijo él — Dámela.
—¿Qué? — dijo ella — Miró fijamente a la puerta.
—La llave — dijo él — Tú tienes la llave.
—¡Dios mío! — dijo ella — Dejé la llave dentro.
—Él probó el pomo. Estaba cerrado con llave. A continuación intentó mover el pomo. No se movía. Sus labios estaban apartados, y su respiración era dificultosa. Él abrió sus brazos y ella se le echó en ellos.
—No te preocupes — le dijo al oído — Por Dios, no te preocupes.
Se quedaron allí. Se abrazaron. Se inclinaron sobre la puerta como si fuera contra el viento, y se prepararon.

Raymond Carver, Vecinos.

Raymond Carver

Saki, El cuentista

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El cuentista
Era una tarde calurosa y el vagón del tren también estaba caliente; la siguiente parada, Templecombe, estaba casi a una hora de distancia. Los ocupantes del vagón eran una niña pequeña, otra niña aún más pequeña y un niño también pequeño. La tía de los niños, ocupaba un asiento de la esquina; el otro asiento de la esquina, del lado opuesto, estaba ocupado por un hombre soltero que era un extraño ante aquella fiesta, pero las niñas pequeñas y el niño pequeño ocupaban, enfáticamente, el compartimento. Tanto la tía como los niños conversaban de manera limitada pero persistente, recordando las atenciones de una mosca que se niega a ser rechazada. La mayoría de los comentarios de la tía empezaban por «No», y casi todos los de los niños por «¿Por qué?». El hombre soltero no decía nada en voz alta. 
―No, Cyril, no ―exclamó la tía cuando el niño empezó a golpear los cojines del asiento, provocando una nube de polvo con cada golpe―. Ven a mirar por la ventanilla ―añadió. 
El niño se desplazó hacia la ventilla con desgana. 
―¿Por qué sacan a esas ovejas fuera de ese campo? ―preguntó. 
―Supongo que las llevan a otro campo en el que hay más hierba ―respondió la tía débilmente. 
―Pero en ese campo hay montones de hierba ―protestó el niño―; no hay otra cosa que no sea hierba. Tía, en ese campo hay montones de hierba. 
―Quizá la hierba de otro campo es mejor ―sugirió la tía neciamente. 
―¿Por qué es mejor? ―fue la inevitable y rápida pregunta. 
―¡Oh, mira esas vacas! ―exclamó la tía. 
Casi todos los campos por los que pasaba la línea de tren tenían vacas o toros, pero ella lo dijo como si estuviera llamando la atención ante una novedad. 
―¿Por qué es mejor la hierba del otro campo? ―persistió Cyril. 
El ceño fruncido del soltero se iba acentuando hasta estar ceñudo. La tía decidió, mentalmente, que era un hombre duro y hostil. Ella era incapaz por completo de tomar una decisión satisfactoria sobre la hierba del otro campo. 
La niña más pequeña creó una forma de distracción al empezar a recitar «De camino hacia Mandalay». Sólo sabía la primera línea, pero utilizó al máximo su limitado conocimiento. Repetía la línea una y otra vez con una voz soñadora, pero decidida y muy audible; al soltero le pareció como si alguien hubiera hecho una apuesta con ella a que no era capaz de repetir la línea en voz alta dos mil veces seguidas y sin detenerse. Quienquiera que fuera que hubiera hecho la apuesta, probablemente la perdería. 
―Acérquense aquí y escuchen mi historia ―dijo la tía cuando el soltero la había mirado dos veces a ella y una al timbre de alarma. 
Los niños se desplazaron apáticamente hacia el final del compartimiento donde estaba la tía. Evidentemente, su reputación como contadora de historias no ocupaba una alta posición, según la estimación de los niños. 
Con voz baja y confidencial, interrumpida a intervalos frecuentes por preguntas malhumoradas y en voz alta de los oyentes, comenzó una historia poco animada y con una deplorable carencia de interés sobre una niña que era buena, que se hacía amiga de todos a causa de su bondad y que, al final, fue salvada de un toro enloquecido por numerosos rescatadores que admiraban su carácter moral. 
―¿No la habrían salvado si no hubiera sido buena? ―preguntó la mayor de las niñas. 
Esa era exactamente la pregunta que había querido hacer el soltero. 
―Bueno, sí ―admitió la tía sin convicción―. Pero no creo que la hubieran socorrido muy deprisa si ella no les hubiera gustado mucho. 
―Es la historia más tonta que he oído nunca ―dijo la mayor de las niñas con una inmensa convicción. 
―Después de la segunda parte no he escuchado, era demasiado tonta ―dijo Cyril. 
La niña más pequeña no hizo ningún comentario, pero hacía rato que había vuelto a comenzar a murmurar la repetición de su verso favorito. 
―No parece que tenga éxito como contadora de historias ―dijo de repente el soltero desde su esquina. 
La tía se ofendió como defensa instantánea ante aquel ataque inesperado. 
―Es muy difícil contar historias que los niños puedan entender y apreciar ―dijo fríamente. 
―No estoy de acuerdo con usted ―dijo el soltero. 
―Quizá le gustaría a usted explicarles una historia ―contestó la tía. 
―Cuéntenos un cuento ―pidió la mayor de las niñas. 
―Érase una vez ―comenzó el soltero― una niña pequeña llamada Berta que era extremadamente buena. 
El interés suscitado en los niños momentáneamente comenzó a vacilar en seguida; todas las historias se parecían terriblemente, no importaba quién las explicara. 
―Hacía todo lo que le mandaban, siempre decía la verdad, mantenía la ropa limpia, comía budín de leche como si fuera tarta de mermelada, aprendía sus lecciones perfectamente y tenía buenos modales. 
―¿Era bonita? ―preguntó la mayor de las niñas. 
―No tanto como cualquiera de vosotras ―respondió el soltero―, pero era terriblemente buena. 
Se produjo una ola de reacción en favor de la historia; la palabra terrible unida a bondad fue una novedad que la favorecía. Parecía introducir un círculo de verdad que faltaba en los cuentos sobre la vida infantil que narraba la tía. 
―Era tan buena ―continuó el soltero― que ganó varias medallas por su bondad, que siempre llevaba puestas en su vestido. Tenía una medalla por obediencia, otra por puntualidad y una tercera por buen comportamiento. Eran medallas grandes de metal y chocaban las unas con las otras cuando caminaba. Ningún otro niño de la ciudad en la que vivía tenía esas tres medallas, así que todos sabían que debía de ser una niña extraordinariamente buena. 
―Terriblemente buena ―citó Cyril. 
―Todos hablaban de su bondad y el príncipe de aquel país se enteró de aquello y dijo que, ya que era tan buena, debería tener permiso para pasear, una vez a la semana, por su parque, que estaba justo afuera de la ciudad. Era un parque muy bonito y nunca se había permitido la entrada a niños, por eso fue un gran honor para Berta tener permiso para poder entrar. 
―¿Había alguna oveja en el parque? ―preguntó Cyril. 
―No ―dijo el soltero―, no había ovejas. 
―¿Por qué no había ovejas? ―llegó la inevitable pregunta que surgió de la respuesta anterior. 
La tía se permitió una sonrisa que casi podría haber sido descrita como una mueca. 
―En el parque no había ovejas ―dijo el soltero― porque, una vez, la madre del príncipe tuvo un sueño en el que su hijo era asesinado tanto por una oveja como por un reloj de pared que le caía encima. Por esa razón, el príncipe no tenía ovejas en el parque ni relojes de pared en su palacio. 
La tía contuvo un grito de admiración. 
―¿El príncipe fue asesinado por una oveja o por un reloj? ―preguntó Cyril. 
―Todavía está vivo, así que no podemos decir si el sueño se hará realidad ―dijo el soltero despreocupadamente―. De todos modos, aunque no había ovejas en el parque, sí había muchos cerditos corriendo por todas partes. 
―¿De qué color eran? 
―Negros con la cara blanca, blancos con manchas negras, totalmente negros, grises con manchas blancas y algunos eran totalmente blancos. 
El contador de historias se detuvo para que los niños crearan en su imaginación una idea completa de los tesoros del parque; después prosiguió: 
―Berta sintió mucho que no hubiera flores en el parque. Había prometido a sus tías, con lágrimas en los ojos, que no arrancaría ninguna de las flores del príncipe y tenía intención de mantener su promesa por lo que, naturalmente, se sintió tonta al ver que no había flores para coger. 
―¿Por qué no había flores? 
―Porque los cerdos se las habían comido todas ―contestó el soltero rápidamente―. Los jardineros le habían dicho al príncipe que no podía tener cerdos y flores, así que decidió tener cerdos y no tener flores. 
Hubo un murmullo de aprobación por la excelente decisión del príncipe; mucha gente habría decidido lo contrario. 
―En el parque había muchas otras cosas deliciosas. Había estanques con peces dorados, azules y verdes, y árboles con hermosos loros que decían cosas inteligentes sin previo aviso, y colibríes que cantaban todas las melodías populares del día. Berta caminó arriba y abajo, disfrutando inmensamente, y pensó: «Si no fuera tan extraordinariamente buena no me habrían permitido venir a este maravilloso parque y disfrutar de todo lo que hay en él para ver», y sus tres medallas chocaban unas contra las otras al caminar y la ayudaban a recordar lo buenísima que era realmente. Justo en aquel momento, iba merodeando por allí un enorme lobo para ver si podía atrapar algún cerdito gordo para su cena. 
―¿De qué color era? ―preguntaron los niños, con un inmediato aumento de interés. 
―Era completamente del color del barro, con una lengua negra y unos ojos de un gris pálido que brillaban con inexplicable ferocidad. Lo primero que vio en el parque fue a Berta; su delantal estaba tan inmaculadamente blanco y limpio que podía ser visto desde una gran distancia. Berta vio al lobo, vio que se dirigía hacia ella y empezó a desear que nunca le hubieran permitido entrar en el parque. Corrió todo lo que pudo y el lobo la siguió dando enormes saltos y brincos. Ella consiguió llegar a unos matorrales de mirto y se escondió en uno de los arbustos más espesos. El lobo se acercó olfateando entre las ramas, su negra lengua le colgaba de la boca y sus ojos gris pálido brillaban de rabia. Berta estaba terriblemente asustada y pensó: «Si no hubiera sido tan extraordinariamente buena ahora estaría segura en la ciudad». Sin embargo, el olor del mirto era tan fuerte que el lobo no pudo olfatear dónde estaba escondida Berta, y los arbustos eran tan espesos que podría haber estado buscándola entre ellos durante mucho rato, sin verla, así que pensó que era mejor salir de allí y cazar un cerdito. Berta temblaba tanto al tener al lobo merodeando y olfateando tan cerca de ella que la medalla de obediencia chocaba contra las de buena conducta y puntualidad. El lobo acababa de irse cuando oyó el sonido que producían las medallas y se detuvo para escuchar; volvieron a sonar en un arbusto que estaba cerca de él. Se lanzó dentro de él, con los ojos gris pálido brillando de ferocidad y triunfo, sacó a Berta de allí y la devoró hasta el último bocado. Todo lo que quedó de ella fueron sus zapatos, algunos pedazos de ropa y las tres medallas de la bondad. 
―¿Mató a alguno de los cerditos? 
―No, todos escaparon. 
―La historia empezó mal ―dijo la más pequeña de las niñas―, pero ha tenido un final bonito. 
―Es la historia más bonita que he escuchado nunca ―dijo la mayor de las niñas, muy decidida. 
―Es la única historia bonita que he oído nunca ―dijo Cyril. 
La tía expresó su desacuerdo. 
―¡Una historia de lo menos apropiada para explicar a niños pequeños! Ha socavado el efecto de años de cuidadosa enseñanza. 
―De todos modos ―dijo el soltero cogiendo sus pertenencias y dispuesto a abandonar el tren―, los he mantenido tranquilos durante diez minutos, mucho más de lo que usted pudo. 
«¡Infeliz! ―se dijo mientras bajaba al andén de la estación de Templecombe―. ¡Durante los próximos seis meses esos niños la asaltarán en público pidiéndole una historia impropia!».

Saki (Héctor Hugh Munro), El cuentista.

Saki (Hector Hugh Munro)



The Storyteller
It was a hot afternoon, and the railway carriage was correspondingly sultry, and the next stop was at Templecombe, nearly an hour ahead. The occupants of the carriage were a small girl, and a smaller girl, and a small boy. An aunt belonging to the children occupied one corner seat, and the further corner seat on the opposite side was occupied by a bachelor who was a stranger to their party, but the small girls and the small boy emphatically occupied the compartment. Both the aunt and the children were conversational in a limited, persistent way, reminding one of the attentions of a housefly that refuses to be discouraged. Most of the aunt's remarks seemed to begin with "Don't," and nearly all of the children's remarks began with "Why?" The bachelor said nothing out loud. "Don't, Cyril, don't," exclaimed the aunt, as the small boy began smacking the cushions of the seat, producing a cloud of dust at each blow.
"Come and look out of the window," she added.
The child moved reluctantly to the window. "Why are those sheep being driven out of that field?" he asked.
"I expect they are being driven to another field where there is more grass," said the aunt weakly.
"But there is lots of grass in that field," protested the boy; "there's nothing else but grass there. Aunt, there's lots of grass in that field."
"Perhaps the grass in the other field is better," suggested the aunt fatuously.
"Why is it better?" came the swift, inevitable question.
"Oh, look at those cows!" exclaimed the aunt. Nearly every field along the line had contained cows or bullocks, but she spoke as though she were drawing attention to a rarity.
"Why is the grass in the other field better?" persisted Cyril.
The frown on the bachelor's face was deepening to a scowl. He was a hard, unsympathetic man, the aunt decided in her mind. She was utterly unable to come to any satisfactory decision about the grass in the other field.
The smaller girl created a diversion by beginning to recite "On the Road to Mandalay." She only knew the first line, but she put her limited knowledge to the fullest possible use. She repeated the line over and over again in a dreamy but resolute and very audible voice; it seemed to the bachelor as though some one had had a bet with her that she could not repeat the line aloud two thousand times without stopping. Whoever it was who had made the wager was likely to lose his bet.
"Come over here and listen to a story," said the aunt, when the bachelor had looked twice at her and once at the communication cord.
The children moved listlessly towards the aunt's end of the carriage. Evidently her reputation as a story- teller did not rank high in their estimation.
In a low, confidential voice, interrupted at frequent intervals by loud, petulant questionings from her listeners, she began an unenterprising and deplorably uninteresting story about a little girl who was good, and made friends with every one on account of her goodness, and was finally saved from a mad bull by a number of rescuers who admired her moral character.
"Wouldn't they have saved her if she hadn't been good?" demanded the bigger of the small girls. It was exactly the question that the bachelor had wanted to ask.
"Well, yes," admitted the aunt lamely, "but I don't think they would have run quite so fast to her help if they had not liked her so much."
"It's the stupidest story I've ever heard," said the bigger of the small girls, with immense conviction.
"I didn't listen after the first bit, it was so stupid," said Cyril.
The smaller girl made no actual comment on the story, but she had long ago recommenced a murmured repetition of her favourite line.
"You don't seem to be a success as a story-teller," said the bachelor suddenly from his corner.
The aunt bristled in instant defence at this unexpected attack.
"It's a very difficult thing to tell stories that children can both understand and appreciate," she said stiffly.
"I don't agree with you," said the bachelor.
"Perhaps you would like to tell them a story," was the aunt's retort.
"Tell us a story," demanded the bigger of the small girls.
"Once upon a time," began the bachelor, "there was a little girl called Bertha, who was extra-ordinarily good."
The children's momentarily-aroused interest began at once to flicker; all stories seemed dreadfully alike, no matter who told them.
"She did all that she was told, she was always truthful, she kept her clothes clean, ate milk puddings as though they were jam tarts, learned her lessons perfectly, and was polite in her manners."
"Was she pretty?" asked the bigger of the small girls.
"Not as pretty as any of you," said the bachelor, "but she was horribly good."
There was a wave of reaction in favour of the story; the word horrible in connection with goodness was a novelty that commended itself. It seemed to introduce a ring of truth that was absent from the aunt's tales of infant life.
"She was so good," continued the bachelor, "that she won several medals for goodness, which she always wore, pinned on to her dress. There was a medal for obedience, another medal for punctuality, and a third for good behaviour. They were large metal medals and they clicked against one another as she walked. No other child in the town where she lived had as many as three medals, so everybody knew that she must be an extra good child."
"Horribly good," quoted Cyril.
"Everybody talked about her goodness, and the Prince of the country got to hear about it, and he said that as she was so very good she might be allowed once a week to walk in his park, which was just outside the town. It was a beautiful park, and no children were ever allowed in it, so it was a great honour for Bertha to be allowed to go there."
"Were there any sheep in the park?" demanded Cyril.
"No;" said the bachelor, "there were no sheep."
"Why weren't there any sheep?" came the inevitable question arising out of that answer.
The aunt permitted herself a smile, which might almost have been described as a grin.
"There were no sheep in the park," said the bachelor, "because the Prince's mother had once had a dream that her son would either be killed by a sheep or else by a clock falling on him. For that reason the Prince never kept a sheep in his park or a clock in his palace."
The aunt suppressed a gasp of admiration.
"Was the Prince killed by a sheep or by a clock?" asked Cyril.
"He is still alive, so we can't tell whether the dream will come true," said the bachelor unconcernedly; "anyway, there were no sheep in the park, but there were lots of little pigs running all over the place."
"What colour were they?"
"Black with white faces, white with black spots, black all over, grey with white patches, and some were white all over."
The storyteller paused to let a full idea of the park's treasures sink into the children's imaginations; then he resumed:
"Bertha was rather sorry to find that there were no flowers in the park. She had promised her aunts, with tears in her eyes, that she would not pick any of the kind Prince's flowers, and she had meant to keep her promise, so of course it made her feel silly to find that there were no flowers to pick."
"Why weren't there any flowers?"
"Because the pigs had eaten them all," said the bachelor promptly. "The gardeners had told the Prince that you couldn't have pigs and flowers, so he decided to have pigs and no flowers."
There was a murmur of approval at the excellence of the Prince's decision; so many people would have decided the other way.
"There were lots of other delightful things in the park. There were ponds with gold and blue and green fish in them, and trees with beautiful parrots that said clever things at a moment's notice, and humming birds that hummed all the popular tunes of the day. Bertha walked up and down and enjoyed herself immensely, and thought to herself: 'If I were not so extraordinarily good I should not have been allowed to come into this beautiful park and enjoy all that there is to be seen in it,' and her three medals clinked against one another as she walked and helped to remind her how very good she really was. Just then an enormous wolf came prowling into the park to see if it could catch a fat little pig for its supper."
"What colour was it?" asked the children, amid an immediate quickening of interest.
"Mud-colour all over, with a black tongue and pale grey eyes that gleamed with unspeakable ferocity. The first thing that it saw in the park was Bertha; her pinafore was so spotlessly white and clean that it could be seen from a great distance. Bertha saw the wolf and saw that it was stealing towards her, and she began to wish that she had never been allowed to come into the park. She ran as hard as she could, and the wolf came after her with huge leaps and bounds. She managed to reach a shrubbery of myrtle bushes and she hid herself in one of the thickest of the bushes. The wolf came sniffing among the branches, its black tongue lolling out of its mouth and its pale grey eyes glaring with rage. Bertha was terribly frightened, and thought to herself: 'If I had not been so extraordinarily good I should have been safe in the town at this moment.' However, the scent of the myrtle was so strong that the wolf could not sniff out where Bertha was hiding, and the bushes were so thick that he might have hunted about in them for a long time without catching sight of her, so he thought he might as well go off and catch a little pig instead. Bertha was trembling very much at having the wolf prowling and sniffing so near her, and as she trembled the medal for obedience clinked against the medals for good conduct and punctuality. The wolf was just moving away when he heard the sound of the medals clinking and stopped to listen; they clinked again in a bush quite near him. He dashed into the bush, his pale grey eyes gleaming with ferocity and triumph, and dragged Bertha out and devoured her to the last morsel. All that was left of her were her shoes, bits of clothing, and the three medals for goodness."
"Were any of the little pigs killed?"
"No, they all escaped."
"The story began badly," said the smaller of the small girls, "but it had a beautiful ending."
"It is the most beautiful story that I ever heard," said the bigger of the small girls, with immense decision.
"It is the only beautiful story I have ever heard," said Cyril.
A dissentient opinion came from the aunt.
"A most improper story to tell to young children! You have undermined the effect of years of careful teaching."
"At any rate," said the bachelor, collecting his belongings preparatory to leaving the carriage, "I kept them quiet for ten minutes, which was more than you were able to do."
"Unhappy woman!" he observed to himself as he walked down the platform of Templecombe station; "for the next six months or so those children will assail her in public with demands for an improper story!".

Saki (Hector Hugh Munro), The Storyteller.

Julio Ramón Ribeyro, El banquete

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El banquete
Con dos meses de anticipación, don Fernando Pasamano había preparado los pormenores de este magno suceso. En primer término, su residencia hubo de sufrir una transformación general. Como se trataba de un caserón antiguo, fue necesario echar abajo algunos muros, agrandar las ventanas, cambiar la madera de los pisos y pintar de nuevo todas las paredes.
Esta reforma trajo consigo otras y (como esas personas que cuando se compran un par de zapatos juzgan que es necesario estrenarlos con calcetines nuevos y luego con una camisa nueva y luego con un terno nuevo y así sucesivamente hasta llegar al calzoncillo nuevo) don Fernando se vio obligado a renovar todo el mobiliario, desde las consolas del salón hasta el último banco de la repostería. Luego vinieron las alfombras, las lámparas, las cortinas y los cuadros para cubrir esas paredes que desde que estaban limpias parecían más grandes. Finalmente, como dentro del programa estaba previsto un concierto en el jardín, fue necesario construir un jardín. En quince días, una cuadrilla de jardineros japoneses edificaron, en lo que antes era una especie de huerta salvaje, un maravilloso jardín rococó donde había cipreses tallados, caminitos sin salida, una laguna de peces rojos, una gruta para las divinidades y un puente rústico de madera, que cruzaba sobre un torrente imaginario.
Lo más grande, sin embargo, fue la confección del menú. Don Fernando y su mujer, como la mayoría de la gente proveniente del interior, sólo habían asistido en su vida a comilonas provinciales en las cuales se mezcla la chicha con el whisky y se termina devorando los cuyes con la mano. Por esta razón sus ideas acerca de lo que debía servirse en un banquete al presidente, eran confusas. La parentela, convocada a un consejo especial, no hizo sino aumentar el desconcierto. Al fin, don Fernando decidió hacer una encuesta en los principales hoteles y restaurantes de la ciudad y así pudo enterarse de que existían manjares presidenciales y vinos preciosos que fue necesario encargar por avión a las viñas del mediodía.
Cuando todos estos detalles quedaron ultimados, don Fernando constató con cierta angustia que en ese banquete, al cual asistirían ciento cincuenta personas, cuarenta mozos de servicio, dos orquestas, un cuerpo de ballet y un operador de cine, había invertido toda su fortuna. Pero, al fin de cuentas, todo dispendio le parecía pequeño para los enormes beneficios que obtendría de esta recepción.
-Con una embajada en Europa y un ferrocarril a mis tierras de la montaña rehacemos nuestra fortuna en menos de lo que canta un gallo (decía a su mujer). Yo no pido más. Soy un hombre modesto.
-Falta saber si el presidente vendrá (replicaba su mujer).
En efecto, había omitido hasta el momento hacer efectiva su invitación.
Le bastaba saber que era pariente del presidente (con uno de esos parentescos serranos tan vagos como indemostrables y que, por lo general, nunca se esclarecen por el temor de encontrar adulterino) para estar plenamente seguro que aceptaría. Sin embargo, para mayor seguridad, aprovechó su primera visita a palacio para conducir al presidente a un rincón y comunicarle humildemente su proyecto.
-Encantado (le contestó el presidente). Me parece una magnifica idea. Pero por el momento me encuentro muy ocupado. Le confirmaré por escrito mi aceptación.
Don Fernando se puso a esperar la confirmación. Para combatir su impaciencia, ordenó algunas reformas complementarias que le dieron a su mansión un aspecto de un palacio afectado para alguna solemne mascarada. Su última idea fue ordenar la ejecución de un retrato del presidente (que un pintor copió de una fotografía) y que él hizo colocar en la parte más visible de su salón.
Al cabo de cuatro semanas, la confirmación llegó. Don Fernando, quien empezaba a inquietarse por la tardanza, tuvo la más grande alegría de su vida.
Aquel fue un día de fiesta, salió con su mujer al balcón par contemplar su jardín iluminado y cerrar con un sueño bucólico esa memorable jornada. El paisaje, sin embargo, parecía haber perdido sus propiedades sensibles, pues donde quiera que pusiera los ojos, don Fernando se veía a sí mismo, se veía en chaqué, en tarro, fumando puros, con una decoración de fondo donde (como en ciertos afiches turísticos) se confundían lo monumentos de las cuatro ciudades más importantes de Europa. Más lejos, en un ángulo de su quimera, veía un ferrocarril regresando de la floresta con su vagones cargados de oro. Y por todo sitio, movediza y transparente como una alegoría de la sensualidad, veía una figura femenina que tenía las piernas de un cocote, el sombrero de una marquesa, los ojos de un tahitiana y absolutamente nada de su mujer.
El día del banquete, los primeros en llegar fueron los soplones. Desde las cinco de la tarde estaban apostados en la esquina, esforzándose por guardar un incógnito que traicionaban sus sombreros, sus modales exageradamente distraídos y sobre todo ese terrible aire de delincuencia que adquieren a menudo los investigadores, los agentes secretos y en general todos los que desempeñan oficios clandestinos.
Luego fueron llegando los automóviles. De su interior descendían ministros, parlamentarios, diplomáticos, hombres de negocios, hombres inteligentes. Un portero les abría la verja, un ujier los anunciaba, un valet recibía sus prendas, y don Fernando, en medio del vestíbulo, les estrechaba la mano, murmurando frases corteses y conmovidas.
Cuando todos los burgueses del vecindario se habían arremolinado delante de la mansión y la gente de los conventillos se hacía una fiesta de fasto tan inesperado, llegó el presidente. Escoltado por sus edecanes, penetró en la casa y don Fernando, olvidándose de las reglas de la etiqueta, movido por un impulso de compadre, se le echó en los brazos con tanta simpatía que le dañó una de sus charreteras.
Repartidos por los salones, los pasillos, la terraza y el jardín, los invitados se bebieron discretamente, entre chistes y epigramas, los cuarenta cajones de whisky. Luego se acomodaron en las mesas que les estaban reservadas (la más grande, decorada con orquídeas, fue ocupada por el presidente y los hombres ejemplares) y se comenzó a comer y a charlar ruidosamente mientras la orquesta, en un ángulo del salón, trataba de imponer inútilmente un aire vienés.
A mitad del banquete, cuando los vinos blancos del Rin habían sido honrados y los tintos del Mediterráneo comenzaban a llenar las copas, se inició la ronda de discursos. La llegada del faisán los interrumpió y sólo al final, servido el champán, regresó la elocuencia y los panegíricos se prolongaron hasta el café, para ahogarse definitivamente en las copas del coñac.
Don Fernando, mientras tanto, veía con inquietud que el banquete, pleno de salud ya, seguía sus propias leyes, sin que él hubiera tenido ocasión de hacerle al presidente sus confidencias. A pesar de haberse sentado, contra las reglas del protocolo, a la izquierda del agasajado, no encontraba el instante propicio para hacer un aparte. Para colmo, terminado el servicio, los comensales se levantaron para formar grupos amodorrados y digestónicos y él, en su papel de anfitrión, se vio obligado a correr de grupo en grupo para reanimarlos con copas de mentas, palmaditas, puros y paradojas.
Al fin, cerca de medianoche, cuando ya el ministro de gobierno, ebrio, se había visto forzado a una aparatosa retirada, don Fernando logró conducir al presidente a la salida de música y allí, sentados en uno de esos canapés, que en la corte de Versalles servían para declararse a una princesa o para desbaratar una coalición, le deslizó al oído su modesta.
-Pero no faltaba más (replicó el presidente). Justamente queda vacante en estos días la embajada de Roma. Mañana, en consejo de ministros, propondré su nombramiento, es decir, lo impondré. Y en lo que se refiere al ferrocarril sé que hay en diputados una comisión que hace meses discute ese proyecto. Pasado mañana citaré a mi despacho a todos sus miembros y a usted también, para que resuelvan el asunto en la forma que más convenga.
Una hora después el presidente se retiraba, luego de haber reiterado sus promesas. Lo siguieron sus ministros, el congreso, etc., en el orden preestablecido por los usos y costumbres. A las dos de la mañana quedaban todavía merodeando por el bar algunos cortesanos que no ostentaban ningún título y que esperaban aún el descorchamiento de alguna botella o la ocasión de llevarse a hurtadillas un cenicero de plata. Solamente a las tres de la mañana quedaron solos don Fernando y su mujer. Cambiando impresiones, haciendo auspiciosos proyectos, permanecieron hasta el alba entre los despojos de su inmenso festín. Por último se fueron a dormir con el convencimiento de que nunca caballero limeño había tirado con más gloria su casa por la ventana ni arriesgado su fortuna con tanta sagacidad.
A las doce del día, don Fernando fue despertado por los gritos de su mujer. Al abrir los ojos le vio penetrar en el dormitorio con un periódico abierto entre las manos. Arrebatándoselo, leyó los titulares y, sin proferir una exclamación, se desvaneció sobre la cama. En la madrugada, aprovechándose de la recepción, un ministro había dado un golpe de estado y el presidente había sido obligado a dimitir.

Julio Ramón Ribeyro, El banquete (Cuentos de circunstancias).

Julio Ramón Ribeyro

John Cheever, El nadador

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El nadador
Era uno de esos domingos de mitad de verano en que todo el mundo repite: «Anoche bebí demasiado». Lo susurraban los feligreses al salir de la iglesia, se oía de labios del mismo párroco mientras se despojaba de la sotana en la sacristía, así como en los campos de golf y en las pistas de tenis, y también en la reserva natural donde el jefe del grupo Audubon sufría los efectos de una terrible resaca.
—Bebí demasiado —decía Donald Westerhazy.
—Todos bebimos demasiado —decía Lucinda Merrill.
—Debió de ser el vino —explicaba Helen Westerhazy—. Bebí demasiado clarete.
El escenario de este último diálogo era el borde de la piscina de los Westerhazy, cuya agua, procedente de un pozo artesiano con un alto porcentaje de hierro, tenía una suave tonalidad verde. El tiempo era espléndido. Hacia el oeste se amontonaban las nubes, tan parecidas a una ciudad vista desde lejos —desde el puente de un barco que se aproximara— que podían haber tenido un nombre. Lisboa. Hackensack. El sol calentaba. Neddy Merrill, sentado en el borde de la piscina, tenía una mano dentro del agua, y sostenía con la otra una copa: ginebra. Neddy era un hombre enjuto que parecía conservar aún la peculiar esbeltez de la juventud, y, aunque los días de su adolescencia quedaban ya muy lejos, aquella mañana se había deslizado por el pasamanos de la escalera, y en su camino hacia el olor a café que salía del comedor, había dado un sonoro beso en la broncínea espalda a la Afrodita del vestíbulo. Podría haberlo comparado con un día de verano, en especial con las últimas horas de uno de ellos, y aunque le faltase una raqueta de tenis o una vela hinchada por el viento, la impresión era, decididamente, de juventud, de vida deportiva y de buen tiempo. Había estado nadando y ahora respiraba hondo, como si fuera capaz de almacenar en sus pulmones los ingredientes de aquel momento, el calor del sol, y la intensidad de su propio placer. Era como si todo le cupiera dentro del pecho. Doce kilómetros hacia el sur, en Bullet Park, estaba su casa, donde sus cuatro hermosas hijas habrían terminado de almorzar y quizá jugasen al tenis en aquel momento. Fue entonces cuando se le ocurrió que si atajaba por el suroeste podría llegar nadando hasta allí.
No había nada de opresivo en la vida de Neddy, y el placer que le produjo aquella idea no puede explicarse reduciéndola a una simple posibilidad de evasión. Le pareció ver, con mentalidad de cartógrafo, la línea de piscinas, la corriente casi subterránea que iba describiendo una curva por todo el condado. Se trataba de un descubrimiento, de una contribución a la geografía moderna, y le pondría el nombre de Lucinda, en honor a su esposa. Neddy no era ni estúpido ni partidario de las bromas pesadas, pero tenía una clara tendencia a la originalidad, y se consideraba a sí mismo —de manera vaga y sin darle apenas importancia— una figura legendaria. El día era realmente maravilloso, y le pareció que un baño prolongado serviría para acrecentar y celebrar su belleza.
Se desprendió del suéter que le colgaba de los hombros y se tiró de cabeza a la piscina. Neddy sentía un inexplicable desprecio por los hombres que no se tiran de cabeza. Nadó a crol pero de forma poco organizada, respirando unas veces con cada brazada y otras sólo en la cuarta, y sin dejar de contar, de manera casi subconsciente, el un-dos, un-dos, del movimiento de los pies. No era un estilo muy apropiado para largas distancias, pero la utilización doméstica de la natación ha impuesto ciertas costumbres aeste deporte, y en la parte del mundo donde habitaba Neddy, el crol era lo habitual. Sentirse abrazado y sostenido por el agua verde y cristalina, más que un placer, suponía la vuelta a un estado normal de cosas, y a Neddy le hubiese gustado nadar sin bañador, pero eso no resultaba posible, debido a la naturaleza de su proyecto. Salió a pulso de la piscina por el otro extremo —nunca usaba la escalerilla—, y comenzó a cruzar el césped. Cuando Lucinda le preguntó que adónde iba, respondió que iría nadando hasta casa.
Sólo podía utilizar mapas imaginarios o sus recuerdos de los mapas reales, pero eso era suficiente. Primero estaban los Graham, y a continuación los Hammer, los Lear, los Howland, y los Crosscup. Cruzaría Ditmar Street para llegar a casa de los Bunker y después de andar un poco pasaría por casa de los Levy y de los Welcher, para utilizar así también la piscina pública de Lancaster. Luego venían los Halloran, los Sachs, los Biswanger, Shirley Adams, los Gilmartin y los Clyde. El día era estupendo, y vivir en un mundo con tan generosas reservas de agua parecía poner de manifiesto la misericordia y la caridad del universo. Neddy se sentía en plena forma, y atravesó el césped corriendo. Volver a casa utilizando un camino desacostumbrado lo hacía sentirse peregrino, explorador; lo hacía sentirse un hombre con un destino, y estaba seguro de encontrar amigos a lo largo de todo el trayecto; no tenía la menor duda de que sus amigos ocuparían las orillas del río Lucinda.
Atravesó el seto que separaba la propiedad de los Westerhazy de la de los Graham, anduvo bajo algunos manzanos en flor, pasó junto al cobertizo que albergaba la bomba y el filtro y salió al lado de la piscina de los Graham.
—Caramba, Neddy —dijo la señora Graham—, qué agradable sorpresa. Me he pasado toda la mañana tratando de hablar contigo por teléfono. Déjame que te prepare algo de beber.
Neddy comprendió entonces que, como cualquier explorador, necesitaría hacer uso de toda su diplomacia para conseguir que la hospitalidad y las costumbres de los nativos no le impidieran llegar a su destino. No deseaba desconcertar a los Graham ni mostrarse antipático, pero tampoco disponía de tiempo para quedarse allí. Hizo un largo en la piscina y se reunió con ellos al sol; unos minutos más tarde, la llegada de dos automóviles cargados de amigos que venían de Connecticut le facilitó las cosas. Mientras todos se saludaban efusiva y ruidosamente, Neddy pudo escabullirse. Salió por la puerta principal de la finca de los Graham, pasó por encima de un seto espinoso y cruzó un solar vacío para llegar a casa de los Hammer. La dueña de la casa, al levantar la vista de las rosas, vio a alguien que pasaba nadando, pero no llegó a saber de quién se trataba. Los Lear lo oyeron cruzar la piscina a nado a través de las ventanas abiertas de la sala de estar. Los Howland y los Crosscup habían salido. Al dejar la casa de los Howland, Neddy cruzó Ditmar Street y se dirigió hacia la finca de los Bunker, desde donde, ya a aquella distancia, le llegaba el alboroto de una fiesta.
El agua devolvía el sonido de las voces y de las risas, y daba la impresión de dejarlas suspendidas en el aire. La piscina de los Bunker estaba en alto, y Neddy tuvo que subir unos cuantos escalones hasta llegar a la terraza, donde unas veinticinco o treinta personas charlaban y bebían. Rusty Towers era el único que se hallaba dentro del agua, flotando sobre una balsa de goma. ¡Qué hermosas eran las orillas del río Lucinda y qué maravillosa vegetación crecía en ellas! Acaudalados hombres y mujeres se reunían junto a sus aguas color zafiro, mientras serviciales criaturas de blancas chaquetas les servían ginebra fría. Sobre sus cabezas, una avioneta roja de las que se utilizaban para dar clases de vuelo daba vueltas y más vueltas, y sus evoluciones hacían pensar en el regocijo de un niño subido en un columpio. Ned sintió un momentáneo afecto por aquella escena, una ternura que era casi como una sensación física, motivada por algo tangible. Oyó un trueno a lo lejos. Enid Bunker se puso a gritar nada más verlo.
—¡Mirad quién está aquí! ¡Qué sorpresa tan maravillosa! Cuando Lucinda dijo que no podías venir, creí que iba a morirme.
Neddy se abrió camino entre la multitud en su dirección, y cuando terminaron de besarse, Enid lo llevó hacia el bar; avanzaron lentamente porque Ned tuvo que pararse para besar a otras ocho o diez mujeres y estrechar la mano de otros tantos hombres. Un barman sonriente que había visto ya antes en un centenar de fiestas le dio una ginebra con tónica, y Ned se quedó allí un instante, temeroso de tener que participar en alguna conversación que pudiera retrasar su viaje. Cuando parecía que iba a verse rodeado, se tiró a la piscina y nadó pegado al borde para evitar la balsa de Rusty. Al salir por el otro lado se cruzó con los Tomlinson; los obsequió con una cordial sonrisa, y echó a andar rápidamente por el sendero del jardín. La grava le hacía daño en los pies, pero ésa era la única sensación desagradable. La fiesta sé celebraba únicamente en los alrededores de la piscina y, al llegar junto a la casa, Ned notó que se había debilitado el sonido de las voces. En la cocina de los Bunker alguien oía por la radio un partido de béisbol. Domingo por la tarde. Tuvo que avanzar en zigzag entre los coches aparcados y llegó hasta Alewives Lane siguiendo el césped que bordeaba el camino de grava de los Bunker. Ned no quería que lo vieran en la carretera en traje de baño, pero no había tráfico y cruzó en seguida los pocos metros que lo separaban del sendero de grava de los Levy, con un cartel de Propiedad Privada y un recipiente cilíndrico de color verde para el New York Times. Todas las puertas y las ventanas de la amplia casa estaban abiertas, pero no había signos de vida; ni siquiera un perro que ladrara. Ned rodeó el edificio y al llegar a la piscina vio que los Levy acababan de marcharse. Sobre una mesa al otro extremo de la piscina, cerca de un cenador adornado con linternas japonesas, había una mesa con vasos, botellas y platos con cacahuetes, almendras y avellanas. Después de atravesar la piscina a nado, Ned se sirvió ginebra en un vaso. Era la cuarta o la quinta copa, y había nadado aproximadamente la mitad del curso del río Lucinda. Se sentía cansado, limpio, y, en ese momento, satisfecho de encontrarse solo; satisfecho con el mundo en general.
Iba a haber una tormenta. La masa de nubes —aquella ciudad— se había elevado y oscurecido, y mientras descansaba allí un momento, oyó otra vez el retumbar de un trueno. La avioneta roja seguía dando vueltas, y a Ned casi le parecía oír la risa placentera del piloto flotando en el aire de la tarde; pero al oír el fragor de otro trueno se puso de nuevo en movimiento. El pitido de un tren lo hizo preguntarse qué hora sería. ¿Las cuatro, las cinco? Se imaginó la estación local, donde, en ese momento, un camarero con el esmoquin oculto bajo un impermeable, un enano con un ramo de flores envuelto en papel de periódico y una mujer que había llorado esperarían el tren de cercanías. Estaba oscureciendo de pronto; era el instante en que los pájaros más estúpidos parecían transformar su canto en un anuncio, preciso y bien informado, de la proximidad de la tormenta. Se produjo entonces un agradable ruido de agua cayendo desde la copa de un roble, como si alguien hubiera abierto una espita. Después, el ruido como de fuentes se extendió a las copas de todos los árboles altos. ¿Por qué le gustaban las tormentas? ¿Por qué se animaba tanto cuando las puertas se abrían con violencia y el viento que arrastraba gotas de lluvia trepaba a empellones por las escaleras? ¿Por qué la simple tarea de cerrar las ventanas de una casa antigua le parecía tan necesaria y urgente? ¿Por qué los primeros compases húmedos de un viento de tormenta constituían siempre el anuncio de alguna buena nueva, de algún suceso reconfortante y alegre? En seguida se oyó una explosión, acompañada de un olor como de pólvora, y la lluvia azotó las linternas japonesas que la señora Levy había comprado en Kyoto dos años antes, ¿o hacía sólo un año?
Ned se quedó en el cenador de los Levy hasta que pasó la tormenta. La lluvia había enfriado el aire, y un escalofrío le recorrió el cuerpo. La fuerza del viento había arrancado las hojas secas y amarillas de un arce y las había esparcido sobre la hierba y el agua. Como estaban aún a mitad de verano, Ned supuso que el árbol se hallaba enfermo, pero sintió una extraña tristeza ante ese signo del otoño. Hizo unos movimientos gimnásticos, apuró la ginebra y se dirigió hacia la piscina de los Welcher. Eso significaba cruzar el picadero de los Lindley, y le sorprendió encontrar la hierba demasiado crecida y los obstáculos desmantelados. Se preguntó si los Lindley habrían vendido sus caballos o si se habrían ausentado durante el verano, dejando sus animales al cuidado de otras personas. Le pareció recordar que había oído algo acerca de los Lindley y de sus caballos, pero no sabía exactamente qué. Siguió adelante, notando la hierba húmeda contra los pies descalzos, en dirección a la casa de los Welcher, donde se encontró con que la piscina estaba vacía.
Esa ruptura en la continuidad de su río imaginario le produjo una absurda decepción, y se sintió como un explorador que busca las fuentes de un torrente y encuentra un cauce seco. Ned notó que lo dominaba el desconcierto y la decepción. Era bastante normal que los vecinos de aquella zona se marcharan durante el verano, pero nadie vaciaba la piscina. Los Welcher se habían ido definitivamente. Las sillas, las mesas y las hamacas de la piscina estaban dobladas, amontonadas y cubiertas con lonas. Los vestuarios, cerrados, y lo mismo sucedía con todas las ventanas de la casa, y cuando la rodeó hasta llegar al camino de grava que llevaba hasta la puerta principal se encontró con un cartel que decía: «Se Vende», clavado en un árbol. ¿Cuándo había oído hablar de los Welcher por última vez? ¿Cuándo —habría que decir, más exactamente— Lucinda y él se habían disculpado por última vez al recibir una invitación suya para cenar? No daba la impresión de que hubiese transcurrido más de una semana. ¿Le fallaba la memoria o la tenía tan disciplinada contra los sucesos desagradables que llegaba a falsear la realidad? A lo lejos oyó que alguien jugaba un partido de tenis. Aquello lo animó, disipando todas sus aprensiones, y permitiéndole enfrentarse con indiferencia al cielo oscurecido y al aire frío. Aquél era el día en que Neddy Merrill iba a atravesar a nado el condado. ¡Aquel día, precisamente! De inmediato inició la etapa más difícil de su viaje.

Alguien que hubiese salido a pasear en coche aquella tarde de domingo podría haberlo visto, casi desnudo, en la cuneta de la autopista 424, esperando una oportunidad para cruzar al otro lado. Podría habérsele creído la víctima de alguna apuesta insensata, o una persona a quien se le ha estropeado el coche, o, simplemente, un chiflado. Junto al asfalto, con los pies descalzos —entre latas de cerveza vacías, trapos sucios y parches para neumáticos desechados—, expuesto al ridículo, resultaba penoso. Ned sabía desde el principio que aquello era parte de su recorrido, que figuraba en sus mapas, pero al enfrentarse con las largas filas de coches que culebreaban bajo la luz del verano, descubrió que no estaba preparado psicológicamente. Los ocupantes de los automóviles se reían de él, lo tomaban a broma, y llegaron incluso a tirarle una lata de cerveza, y él no tenía ni dignidad ni humor que aportar a aquella situación. Podría haberse vuelto atrás, regresar a casa de los Westerhazy, donde Lucinda estaría aún sentada al sol. No había firmado nada, no había prometido nada, no se había apostado nada, ni siquiera consigo mismo. ¿Por qué, creyendo como creía que toda humana testarudez era susceptible de ceder ante el sentido común, se sabía incapaz de volver atrás? ¿Por qué estaba decidido a terminar el recorrido, aun a costa de poner en peligro su vida? ¿En qué momento aquella travesura, aquella broma, aquella payasada se había convertido en algo muy serio? No estaba en condiciones de volver atrás, ni siquiera recordaba con claridad las verdes aguas de la piscina de los Westerhazy, ni el placer de aspirar los componentes de aquel día, ni las serenas y amistosas voces que se lamentaban de haber bebido demasiado. En una hora aproximadamente, Ned había cubierto una distancia que hacía imposible el regreso.
Un anciano que conducía a veinticinco kilómetros por hora le permitió llegar hasta la mediana de la autopista, donde había una tira de césped. Allí se vio expuesto a las bromas del tráfico que avanzaba en dirección contraria, pero al cabo de unos diez minutos o un cuarto de hora consiguió cruzar. Desde allí sólo tenía que andar un poco para llegar al centro recreativo situado a las afueras de Lancaster, que disponía de varios frontones y de una piscina pública.
La peculiar resonancia de las voces cerca del agua, la sensación de brillantez y de tiempo detenido eran las mismas que anteriormente en casa de los Bunker, pero aquí los sonidos resultaban más fuertes, más agrios y más penetrantes, y tan pronto como entró en aquel espacio abarrotado de gente, Ned tuvo que someterse a las molestias de la reglamentación: «Todos los bañistas tienen que ducharse antes de usar la piscina. Todos los bañistas deben utilizar el pediluvio. Todos los bañistas deben llevar la placa de identificación.»
Ned se duchó, se lavó los pies en una oscura y desagradable solución y llegó hasta el borde de la piscina. Apestaba a cloro y le recordó a un fregadero. Sendos monitores, desde sus respectivas torres, hacían sonar sus silbatos a intervalos aparentemente regulares, insultando además a los bañistas mediante un sistema de megafonía. Ned recordó con nostalgia las aguas color zafiro de los Bunker y pensó que podía contaminarse —echar a perder su prosperidad y disminuir su atractivo personal— nadando en aquella ciénaga, pero recordó que era un explorador, un peregrino, y que aquello no pasaba de ser un remanso de aguas estancadas en el río Lucinda. Se tiró al cloro con ceñuda expresión de disgusto y no le quedó más remedio que nadar con la cabeza fuera para evitar colisiones, pero incluso así lo empujaron, lo salpicaron y le dieron codazos. Cuando llegó al lado menos profundo de la piscina, los dos monitores le estaban gritando:
—¡A ver, ése, ese que no lleva placa de identificación, que salga del agua!
Ned lo hizo así, pero los otros no estaban en condiciones de perseguirlo, y, dejando atrás el desagradable olor de las cremas bronceadoras y del cloro, saltó una valla de poca altura y atravesó los frontones. Le bastó cruzar la carretera para entrar en la parte arbolada de la propiedad de los Halloran. Nadie se había preocupado de arrancar la maleza que crecía entre los árboles, y tuvo que avanzar con grandes precauciones hasta llegar al césped y al seto de hayas recortadas que rodeaba la piscina.
Los Halloran eran amigos suyos; se trataba de unas personas de edad avanzada y enormemente ricos, que se sentían felices cuando alguien los consideraba sospechosos de filocomunismo. Eran reformadores llenos de celo, pero no comunistas; sin embargo, cuando alguien los acusaba de subversivos, como sucedía a veces, parecían agradecerlo y sentirse rejuvenecidos. Las hojas del seto de haya también se habían vuelto amarillas, y Ned supuso que probablemente padecían la misma enfermedad que el arce de los Levy. Gritó «¡hola!» dos veces para que los Halloran advirtieran su presencia y de esa forma la invasión de su intimidad no resultara demasiado brusca. Los Halloran, por razones que nunca le habían sido explicadas, no utilizaban trajes de baño. En realidad, no hacía falta ninguna explicación.
Su desnudez era un detalle de su celo reformista libre de prejuicios, y Ned se quitó cortésmente el bañador antes de entrar en el espacio limitado por el seto de hayas.
La señora Halloran, una mujer corpulenta de cabello blanco y expresión serena, leía el Times. Su marido sacaba hojas de haya de la piscina con una red. No parecieron ni sorprendidos ni disgustados al verlo. Su piscina era quizá la más antigua del condado, un rectángulo construido con piedras cogidas del campo, alimentado por un arroyo. Carecía de filtro o de bomba, y sus aguas tenían la dorada opacidad de la corriente.
—Estoy atravesando a nado el condado —dijo Ned.
—Vaya, no sabía que se pudiera hacer eso —exclamó la señora Halloran.
—Bueno, he empezado en casa de los Westerhazy —dijo Ned—. Debo de haber recorrido unos seis kilómetros.
Dejó el bañador junto al extremo más hondo de la piscina, fue andando hasta el otro lado y nadó aquella distancia. Mientras salía a pulso del agua, oyó decir a la señora Halloran:
—Sentimos mucho que te hayan ido tan mal las cosas, Neddy.
—¿Lo mal que me han ido las cosas? No sé de qué me está usted hablando.
—¿No? Hemos oído que has vendido la casa y que tus pobres hijas…
—No recuerdo haber vendido la casa —dijo Ned—. En cuanto a las chicas, no les ha pasado nada, que yo sepa.
—Sí —suspiró la señora Halloran—. Claro…
Su voz llenaba el aire con una melancolía intemporal, y Ned la interrumpió precipitadamente:
—Gracias por el baño.
—Que tengas una travesía agradable —dijo la señora Halloran.
Al otro lado del seto, Ned se puso el bañador y tuvo que apretárselo. Le estaba un poco grande, y se preguntó si era posible que hubiera perdido peso en una tarde. Tenía frío, estaba cansado, y la desnudez de los Halloran y el agua oscura de su piscina lo habían deprimido. Aquella travesía era demasiado para sus fuerzas, pero ¿cómo podía haberlo previsto mientras se deslizaba aquella mañana por el pasamanos de la escalera o cuando estaba sentado al sol en casa de los Westerhazy? Los brazos no le respondían. Las piernas parecían de goma y le dolían las articulaciones. Lo peor de todo era el frío en los huesos y la sensación de que nunca volvería a entrar en calor. Caían hojas de los árboles y el viento le trajo olor a humo. ¿Quién podía estar quemando hojarasca en aquella época del año?
Necesitaba un trago. El whisky lo calentaría, le levantaría el ánimo, lo sostendría hasta el final de su viaje, renovaría su convicción de que atravesar a nado aquella zona era un proyecto original que exigía valor. Los nadadores que recorren grandes distancias toman coñac. Necesitaba un estimulante. Cruzó la zona de césped delante de la casa de los Halloran, y siguió andando hasta el pabellón que habían construido para Helen, su única hija, y para su marido, Erich Sachs. Ned encontró a los Sachs en su piscina, que era bastante pequeña.
—¡Neddy! —exclamó Helen—. ¿Has almorzado en casa de mi madre?
—No exactamente —dijo Ned—. He entrado un momento a saludar a tus padres. —No parecía que hiciese falta dar más explicaciones—. Siento mucho presentarme así de sorpresa, pero me ha dado un escalofrío de pronto y me preguntaba si podríais ofrecerme una copa.
—Me encantaría hacerlo —dijo Helen—, pero no tenemos nada para beber desde la operación de Eric. Y de eso hace ya tres años.
¿Estaba perdiendo la memoria, o era acaso que su capacidad para ignorar acontecimientos penosos le había permitido olvidarse de la venta de su casa, de las dificultades de sus hijas, y de la enfermedad de su amigo Eric? La mirada de Ned se desplazó del rostro de Eric a su vientre, donde vio tres cicatrices antiguas, más blancas que el resto de la piel, dos de ellas de treinta centímetros de largo por lo menos. El ombligo había desaparecido, y Ned pensó en el desconcierto de una mano inquisitiva que, al buscar en la cama a las tres de la mañana los atributos masculinos, se encontrara con un vientre sin ombligo, sin unión con el pasado, sin continuidad en la sucesión natural de los seres.
—Estoy segura de que encontrarás algo de beber en casa de los Biswanger—dijo Helen—. Dan una fiesta por todo lo alto. Se les oye desde aquí. ¡Escucha!
Helen alzó la cabeza, y desde el otro lado de la carretera, desde el otro lado de los jardines, de los bosques, de los campos, Ned oyó de nuevo el ruido, lleno de resonancias, de las voces cerca del agua.
—Bueno, voy a darme un remojón —dijo, notando que carecía aún de libertad para decidir sobre su manera de viajar. Se tiró de cabeza al agua fría y faltándole el aliento, casi a punto de ahogarse, cruzó la piscina de un extremo a otro—. Lucinda y yo tenemos muchas ganas de veros —dijo vuelto de espaldas, con el cuerpo orientado ya hacia la casa de los Biswanger—. Sentimos mucho que haya pasado tanto tiempo sin vernos, y os llamaremos cualquier día de éstos.
Ned tuvo que cruzar algunos campos hasta la casa de los Biswanger y los sonidos festivos que salían de ella. Sería un honor para los dueños ofrecerle una copa, se sentirían felices de darle de beber. Los Biswanger los invitaban a cenar —a Lucinda y a él— cuatro veces al año con seis semanas de anticipación. Ellos nunca aceptaban, pero los Biswanger continuaban enviando invitaciones como si fueran incapaces de comprender las rígidas y antidemocráticas normas de la sociedad en la que vivían. Pertenecían a ese tipo de personas que hablan de precios durante los cócteles, que se hacen confidencias sobre inversiones bursátiles durante la cena y que después cuentan chistes verdes cuando están presentes las señoras. No pertenecían al grupo de amistades de Neddy; ni siquiera figuraban en la lista de personas a las que Lucinda enviaba felicitaciones de Navidad. Se dirigió hacia la piscina con sentimientos a mitad de camino entre la conciencia de su superioridad y el deseo de mostrarse amable, y también con algún desasosiego porque parecía que estaba oscureciendo y, sin embargo, aquéllos eran los días más largos del año. La fiesta era ruidosa y había mucha gente. Grace Biswanger pertenecía al tipo de anfitriona que invitaba al óptico, al veterinario, al corredor de fincas y al dentista. No había nadie nadando en la piscina, y el crepúsculo, al reflejarse en el agua, despedía un brillo invernal. Ned se dirigió hacia el bar. Cuando Grace Biswanger lo vio, avanzó hacia él, pero no con gesto afectuoso, como él había esperado, sino de la forma más hostil imaginable.
—Vaya, en esta fiesta hay de todo —comentó alzando mucho la voz—, incluso personas que se cuelan.
Grace no estaba en condiciones de hacerle un feo social, no tenía ni la más remota posibilidad, de manera que Ned no se echó atrás.
—En mi calidad de gorrón —preguntó cortésmente—, ¿tengo derecho a tomar una copa?
—Haga lo que guste —dijo ella—. No parece que las invitaciones signifiquen mucho para usted.
Le dio la espalda y se reunió con otros invitados. Ned se acercó al bar y pidió un whisky. El barman se lo sirvió, pero de forma descortés. El mundo de Ned era un mundo en el que los camareros estaban al tanto de los matices sociales, y verse desairado por un barman a media jornada significaba haber perdido puntos en la escala social. O quizá aquel hombre era novato y le faltaba información. En seguida oyó cómo Grace decía a su espalda:
—Se arruinaron de la noche a la mañana; no les quedó más que su sueldo, y él apareció borracho un domingo y nos pidió que le prestáramos cinco mil dólares…
Siempre hablando de dinero. Aquello era peor que llevarse el cuchillo a la boca. Ned se zambulló en la piscina, hizo un largo y se marchó.
La siguiente piscina de la lista, la antepenúltima, pertenecía a su antigua amante, Shirley Adams. Si había sufrido alguna herida en casa de los Biswanger, aquél era el lugar ideal para curarla. El amor —los violentos juegos sexuales, para ser más exactos— era el supremo elixir, el remedio contra todos los males, la píldora mágica capaz de rejuvenecerlo y de devolverle la alegría de vivir. Habían tenido una aventura la semana pasada, o el mes último, o el año anterior. No se acordaba. Pero había sido él quien había decidido acabar, y eso lo colocaba en una situación privilegiada, de manera que cruzó la puerta de la valla que rodeaba la piscina de Shirley repleto de confianza en sí mismo. En cierta forma, era como si la piscina fuese suya, porque la persona amada, especialmente si se trata de un amor ilícito, goza de la posesión de la amante con una plenitud desconocida en el sagrado vínculo del matrimonio. Shirley estaba allí, con sus cabellos color de bronce, pero su figura, al borde del agua de color azul intenso, iluminada por la luz eléctrica, no despertó en él ninguna emoción profunda. No había sido más que una aventurilla, pensó, aunque Shirley lloraba cuando él decidió romper. Pareció turbada al verlo, y Ned se preguntó si se sentiría aún herida. ¿Acaso iba, Dios no lo quisiera, a echarse a llorar de nuevo?
—¿Qué quieres? —le preguntó ella.
—Estoy nadando a través del condado.
—¡Santo cielo! ¿Te comportarás alguna vez como una persona adulta?
—¿Se puede saber qué te pasa?
—Si has venido buscando dinero —dijo ella—, no voy a darte ni un centavo.
—Puedes darme algo de beber.
—Puedo, pero no quiero. No estoy sola.
—Bueno, me marcho en seguida.
Ned se tiró al agua e hizo un largo, pero cuando intentó alzarse hasta el borde para salir de la piscina, descubrió que sus brazos y sus hombros no tenían fuerza; llegó como pudo a la escalerilla y salió del agua. Al mirar por encima del hombro, vio a un hombre joven en los vestuarios iluminados. Al cruzar el césped —ya se había hecho completamente de noche— le llegó un aroma de crisantemos o de caléndulas, decididamente otoñal, y tan intenso como el olor a gasolina. Levantó la vista y comprobó que habían salido las estrellas, pero ¿por qué tenía la impresión de ver Andrómeda, Cefeo y Casiopea? ¿Qué se había hecho de las constelaciones de pleno verano? Ned se echó a llorar.
Era probablemente la primera vez que lloraba en toda su vida de adulto, y desde luego la primera vez en su vida que se sentía tan desdichado, con tanto frío, tan cansado y tan desconcertado. No entendía los malos modos del barman ni el mal humor de una amante que se había acercado a él de rodillas y le había mojado el pantalón con sus lágrimas. Había nadado demasiado, había pasado demasiado tiempo bajo el agua, y tenía irritadas la nariz y la garganta. Necesitaba una copa, necesitaba compañía y ponerse ropa limpia y seca, y aunque podría haberse encaminado directamente hacia su casa por la carretera, se fue a la piscina de los Gilmartin. Allí, por primera vez en su vida, no se tiró, sino que descendió los escalones hasta el agua helada y nadó dando unas renqueantes brazadas de costado que quizá había aprendido en su adolescencia. Camino de casa de los Clyde, se tambaleó a causa del cansancio y, una vez en la piscina, tuvo que detenerse una y otra vez mientras nadaba para sujetarse con la mano en el borde y descansar. Trepó por la escalerilla y se preguntó si le quedaban fuerzas para llegar a casa. Había cumplido su deseo, había nadado a través del condado, pero estaba tan embotado por la fatiga que su triunfo carecía de sentido. Encorvado, agarrándose a los pilares de la entrada en busca de apoyo, Ned torció por el sendero de grava de su propia casa.
Todo estaba a oscuras. ¿Era tan tarde que ya se habían ido a la cama? ¿Se habría quedado su mujer a cenar en casa de los Westerhazy? ¿Habrían ido las chicas a reunirse con ella o se habrían marchado a cualquier otro sitio? ¿No se habían puesto previamente de acuerdo, como solían hacer los domingos, para rechazar las invitaciones y quedarse en casa? Ned intentó abrir las puertas del garaje para ver qué coches había dentro, pero la puerta estaba cerrada con llave y se le mancharon las manos de óxido. Al acercarse más a la casa vio que la violencia de la tormenta había separado de la pared una de las tuberías de desagüe para la lluvia. Ahora colgaba por encima de la entrada principal como una varilla de paraguas, pero no costaría arreglarla por la mañana. La puerta de la casa también estaba cerrada con llave, y Ned pensó que habría sido una ocurrencia de la estúpida de la cocinera o de la estúpida de la doncella, pero en seguida recordó que desde hacía ya algún tiempo no habían vuelto a tener ni cocinera ni doncella. Gritó, golpeó la puerta, intentó forzarla golpeándola con el hombro; después, al mirar a través de las ventanas, se dio cuenta de que la casa estaba vacía.

John Cheever, El nadador.

John Cheever

The Swimmer
It was one of those midsummer Sundays when everyone sits around saying, “I drank too much last night.” You might have heard it whispered by the parishioners leaving church, heard it from the lips of the priest himself, struggling with his cassock in the vestiarium, heard it from the golf links and the tennis courts, heard it from the wildlife preserve where the leader of the Audubon group was suffering from a terrible hangover. “I drank too much,” said Donald Westerhazy. “We all drank too much,” said Lucinda Merrill. “It must have been the wine,” said Helen Westerhazy. “I drank too much of that claret.” 
This was at the edge of the Westerhazys’ pool. The pool, fed by an artesian well with a high iron content, was a pale shade of green. It was a fine day. In the west there was a massive stand of cumulus cloud so like a city seen from a distance—from the bow of an approaching ship—that it might have had a name. Lisbon. Hackensack. The sun was hot. Neddy Merrill sat by the green water, one hand in it, one around a glass of gin. He was a slender man—he seemed to have the especial slenderness of youth—and while he was far from young he had slid down his banister that morning and given the bronze backside of Aphrodite on the hall table a smack, as he jogged toward the smell of coffee in his dining room. He might have been compared to a summer’s day, particularly the last hours of one, and while he lacked a tennis racket or a sail bag the impression was definitely one of youth, sport, and clement weather. He had been swimming and now he was breathing deeply, stertorously as if he could gulp into his lungs the components of that moment, the heat of the sun, the intenseness of his pleasure. It all seemed to flow into his chest. His own house stood in Bullet Park, eight miles to the south, where his four beautiful daughters would have had their lunch and might be playing tennis. Then it occurred to him that by taking a dogleg to the south-west he could reach his home by water. 
His life was not confining and the delight he took in this observation could not be explained by its suggestion of escape. 
He seemed to see, with a cartographer’s eye, that string of swimming pools, that quasisubterranean stream that curved across the county. He had made a discovery, a contribution to modern geography; he would name the stream Lucinda after his wife. He was not a practical joker nor was he a fool but he was determinedly original and had a vague and modest idea of himself as a legendary figure. The day was beautiful and it seemed to him that a long swim might enlarge and celebrate its beauty. 
He took off a sweater that was hung over his shoulders and dove in. He had an inexplicable contempt for men who did not hurl themselves into pools. He swam a choppy crawl, breathing either with every stroke or every fourth stroke and counting somewhere well in the back of his mind the one-two one-two of a flutter kick. It was not a serviceable stroke for long distances but the domestication of swimming had saddled the sport with some customs and in his part of the world a crawl was customary. To be embraced and sustained by the light green water was less a pleasure, it seemed, than the resumption of a natural condition, and he would have liked to swim without trunks, but this was not possible, considering his project. He hoisted himself up on the far curb—he never used the ladder—and started across the lawn. When Lucinda asked where he was going he said he was going to swim home. 
The only maps and charts he had to go by were remembered or imaginary but these were clear enough. First there were the Grahams, the Hammers, the Lears, the Howlands, and the Crosscups. He would cross Ditmar Street to the Bunkers and come, after a short portage, to the Levys, the Welchers, and the public pool in Lancaster. Then there were the Hallorans, the Sachses, the Biswangers, Shirley Adams, the Gilmartins, and the Clydes. The day was lovely, and that he lived in a world so generously supplied with water seemed like a clemency, a beneficence. His heart was high and he ran across the grass. Making his way home by an uncommon route gave him the feeling that he was a pilgrim, an explorer, a man with a destiny, and he knew that he would find friends all along the way; friends would line the banks of the Lucinda River. 
He went through a hedge that separated the Westerhazys’ land from the Grahams’, walked under some flowering apple trees, passed the shed that housed their pump and filter, and came out at the Grahams’ pool. “Why, Neddy,” Mrs. Graham said, “what a marvelous surprise. I’ve been trying to get you on the phone all morning. Here, let me get you a drink.” He saw then, like any explorer, that the hospitable customs and traditions of the natives would have to be handled with diplomacy if he was ever going to reach his destination. He did not want to mystify or seem rude to the Grahams nor did he have the time to linger there. He swam the length of their pool and joined them in the sun and was rescued, a few minutes later, by the arrival of two carloads of friends from Connecticut. During the uproarious reunions he was able to slip away. He went down by the front of the Grahams’ house, stepped over a thorny hedge, and crossed a vacant lot to the Hammers’. Mrs. Hammer, looking up from her roses, saw him swim by although she wasn’t quite sure who it was. The Lears heard him splashing past the open windows of their living room. The Howlands and the Crosscups were away. After leaving the Howlands’ he crossed Ditmar Street and started for the Bunkers’, where he could hear, even at that distance, the noise of a party. 
The water refracted the sound of voices and laughter and seemed to suspend it in midair. The Bunkers’ pool was on a rise and he climbed some stairs to a terrace where twenty-five or thirty men and women were drinking. The only person in the water was Rusty Towers, who floated there on a rubber raft. Oh, how bonny and lush were the banks of the Lucinda River! Prosperous men and women gathered by the sapphirecolored waters while caterer’s men in white coats passed them cold gin. Overhead a red de Haviland trainer was circling around and around and around in the sky with something like the glee of a child in a swing. Ned felt a passing affection for the scene, a tenderness for the gathering, as if it was something he might touch. In the distance he heard thunder. As soon as Enid Bunker saw him she began to scream: “Oh, look who’s here! What a marvelous surprise! When Lucinda said that you couldn’t come I thought I’d die.” She made her way to him through the crowd, and when they had finished kissing she led him to the bar, a progress that was slowed by the fact that he stopped to kiss eight or ten other women and shake the hands of as many men. A smiling bartender he had seen at a hundred parties gave him a gin and tonic and he stood by the bar for a moment, anxious not to get stuck in any conversation that would delay his voyage. When he seemed about to be surrounded he dove in and swam close to the side to avoid colliding with Rusty’s raft. At the far end of the pool he bypassed the Tomlinsons with a broad smile and jogged up the garden path. The gravel cut his feet but this was the only unpleasantness. The party was confined to the pool, and as he went toward the house he heard the brilliant, watery sound of voices fade, heard the noise of a radio from the Bunkers’ kitchen, where someone was listening to a ball game. Sunday afternoon. He made his way through the parked cars and down the grassy border of their driveway to Alewives Lane. He did not want to be seen on the road in his bathing trunks but there was no traffic and he made the short distance to the Levys’ driveway, marked with a private property sign and a green tube for The New York Times. All the doors and windows of the big house were open but there were no signs of life; not even a dog barked. He went around the side of the house to the pool and saw that the Levys had only recently left. Glasses and bottles and dishes of nuts were on a table at the deep end, where there was a bathhouse or gazebo, hung with Japanese lanterns. After swimming the pool he got himself a glass and poured a drink. It was his fourth or fifth drink and he had swum nearly half the length of the Lucinda River. He felt tired, clean, and pleased at that moment to be alone; pleased with everything. 
It would storm. The stand of cumulus cloud—that city— had risen and darkened, and while he sat there he heard the percussiveness of thunder again. The de Haviland trainer was still circling overhead and it seemed to Ned that he could almost hear the pilot laugh with pleasure in the afternoon; but when there was another peal of thunder he took off for home. A train whistle blew and he wondered what time it had gotten to be. Four? Five? He thought of the provincial station at that hour, where a waiter, his tuxedo concealed by a raincoat, a dwarf with some flowers wrapped in newspaper, and a woman who had been crying would be waiting for the local. It was suddenly growing dark; it was that moment when the pinheaded birds seem to organize their song into some acute and knowledgeable recognition of the storm’s approach. Then there was a fine noise of rushing water from the crown of an oak at his back, as if a spigot there had been turned. Then the noise of fountains came from the crowns of all the tall trees. Why did he love storms, what was the meaning of his excitement when the door sprang open and the rain wind fled rudely up the stairs, why had the simple task of shutting the windows of an old house seemed fitting and urgent, why did the first watery notes of a storm wind have for him the unmistakable sound of good news, cheer, glad tidings? Then there was an explosion, a smell of cordite, and rain lashed the Japanese lanterns that Mrs. Levy had bought in Kyoto the year before last, or was it the year before that? 
He stayed in the Levys’ gazebo until the storm had passed. The rain had cooled the air and he shivered. The force of the wind had stripped a maple of its red and yellow leaves and scattered them over the grass and the water. Since it was midsummer the tree must be blighted, and yet he felt a peculiar sadness at this sign of autumn. He braced his shoulders, emptied his glass, and started for the Welchers’ pool. This meant crossing the Lindleys’ riding ring and he was surprised to find it overgrown with grass and all the jumps dismantled. He wondered if the Lindleys had sold their horses or gone away for the summer and put them out to board. He seemed to remember having heard something about the Lindleys and their horses but the memory was unclear. On he went, barefoot through the wet grass, to the Welchers’, where he found their pool was dry. 
This breach in his chain of water disappointed him absurdly, and he felt like some explorer who seeks a torrential headwater and finds a dead stream. He was disappointed and mystified. It was common enough to go away for the summer but no one ever drained his pool. The Welchers had definitely gone away. The pool furniture was folded, stacked, and covered with a tarpaulin. The bathhouse was locked. All the windows of the house were shut, and when he went around to the driveway in front he saw a for sale sign nailed to a tree. When had he last heard from the Welchers—when, that is, had he and Lucinda last regretted an invitation to dine with them? It seemed only a week or so ago. Was his memory failing or had he so disciplined it in the repression of unpleasant facts that he had damaged his sense of the truth? Then in the distance he heard the sound of a tennis game. This cheered him, cleared away all his apprehensions and let him regard the overcast sky and the cold air with indifference. This was the day that Neddy Merrill swam across the county. That was the day! He started off then for his most difficult portage. 

Had you gone for a Sunday afternoon ride that day you might have seen him, close to naked, standing on the shoulders of Route 424, waiting for a chance to cross. You might have wondered if he was the victim of foul play, had his car broken down, or was he merely a fool. Standing barefoot in the deposits of the highway—beer cans, rags, and blowout patches— exposed to all kinds of ridicule, he seemed pitiful. He had known when he started that this was a part of his journey—it had been on his maps—but confronted with the lines of traffic, worming through the summery light, he found himself unprepared. He was laughed at, jeered at, a beer can was thrown at him, and he had no dignity or humor to bring to the situation. He could have gone back, back to the Westerhazys’, where Lucinda would still be sitting in the sun. He had signed nothing, vowed nothing, pledged nothing, not even to himself. Why, believing as he did, that all human obduracy was susceptible to common sense, was he unable to turn back? Why was he determined to complete his journey even if it meant putting his life in danger? At what point had this prank, this joke, this piece of horseplay become serious? He could not go back, he could not even recall with any clearness the green water at the Westerhazys’, the sense of inhaling the day’s components, the friendly and relaxed voices saying that they had drunk too much. In the space of an hour, more or less, he had covered a distance that made his return impossible. 
An old man, tooling down the highway at fifteen miles an hour, let him get to the middle of the road, where there was a grass divider. Here he was exposed to the ridicule of the northbound traffic, but after ten or fifteen minutes he was able to cross. From here he had only a short walk to the Recreation Center at the edge of the village of Lancaster, where there were some handball courts and a public pool. 
The effect of the water on voices, the illusion of brilliance and suspense, was the same here as it had been at the Bunkers’ but the sounds here were louder, harsher, and more shrill, and as soon as he entered the crowded enclosure he was confronted with regimentation. “all swimmers must take a shower before using the pool. all swimmers must use the footbath. all swimmers must wear their identification disks.” He took a shower, washed his feet in a cloudy and bitter solution, and made his way to the edge of the water. It stank of chlorine and looked to him like a sink. A pair of lifeguards in a pair of towers blew police whistles at what seemed to be regular intervals and abused the swimmers through a public address system. Neddy remembered the sapphire water at the Bunkers’ with longing and thought that he might contaminate himself—damage his own prosperousness and charm —by swimming in this murk, but he reminded himself that he was an explorer, a pilgrim, and that this was merely a stagnant bend in the Lucinda River. He dove, scowling with distaste, into the chlorine and had to swim with his head above water to avoid collisions, but even so he was bumped into, splashed, and jostled. When he got to the shallow end both lifeguards were shouting at him: “Hey, you, you without the identification disk, get outa the water.” He did, but they had no way of pursuing him and he went through the reek of suntan oil and chlorine out through the hurricane fence and passed the handball courts. By crossing the road he entered the wooded part of the Halloran estate. The woods were not cleared and the footing was treacherous and difficult until he reached the lawn and the clipped beech hedge that encircled their pool. 
The Hallorans were friends, an elderly couple of enormous wealth who seemed to bask in the suspicion that they might be Communists. They were zealous reformers but they were not Communists, and yet when they were accused, as they sometimes were, of subversion, it seemed to gratify and excite them. Their beech hedge was yellow and he guessed this had been blighted like the Levys’ maple. He called hullo, hullo, to warn the Hallorans of his approach, to palliate his invasion of their privacy. The Hallorans, for reasons that had never been explained to him, did not wear bathing suits. No explanations were in order, really. Their nakedness was a detail in their uncompromising zeal for reform and he stepped politely out of his trunks before he went through the opening in the hedge. 
Mrs. Halloran, a stout woman with white hair and a serene face, was reading the Times. Mr. Halloran was taking beech leaves out of the water with a scoop. They seemed not surprised or displeased to see him. Their pool was perhaps the oldest in the country, a fieldstone rectangle, fed by a brook. It had no filter or pump and its waters were the opaque gold of the stream. 
“I’m swimming across the county,” Ned said. 
“Why, I didn’t know one could,” exclaimed Mrs. Halloran. 
“Well, I’ve made it from the Westerhazys’,” Ned said. “That must be about four miles.” 
He left his trunks at the deep end, walked to the shallow end, and swam this stretch. As he was pulling himself out of the water he heard Mrs. Halloran say, “We’ve been terribly sorry to hear about all your misfortunes, Neddy.” 
“My misfortunes?” Ned asked. “I don’t know what you mean.” 
“Why, we heard that you’d sold the house and that your poor children . . .” 
“I don’t recall having sold the house,” Ned said, “and the girls are at home.” 
“Yes,” Mrs. Halloran sighed. “Yes . . .” Her voice filled the air with an unseasonable melancholy and Ned spoke briskly. “Thank you for the swim.” 
“Well, have a nice trip,” said Mrs. Halloran. 
Beyond the hedge he pulled on his trunks and fastened them. They were loose and he wondered if, during the space of an afternoon, he could have lost some weight. He was cold and he was tired and the naked Hallorans and their dark water had depressed him. The swim was too much for his strength but how could he have guessed this, sliding down the banister that morning and sitting in the Westerhazys’ sun? His arms were lame. His legs felt rubbery and ached at the joints. The worst of it was the cold in his bones and the feeling that he might never be warm again. Leaves were falling down around him and he smelled wood smoke on the wind. Who would be burning wood at this time of year? 
He needed a drink. Whiskey would warm him, pick him up, carry him through the last of his journey, refresh his feeling that it was original and valorous to swim across the county. Channel swimmers took brandy. He needed a stimulant. He crossed the lawn in front of the Hallorans’ house and went down a little path to where they had built a house for their only daughter, Helen, and her husband, Eric Sachs. The Sachses’ pool was small and he found Helen and her husband there. 
“Oh, Neddy,” Helen said. “Did you lunch at Mother’s?” 
“Not really,” Ned said. “I did stop to see your parents.” 
This seemed to be explanation enough. “I’m terribly sorry to break in on you like this but I’ve taken a chill and I wonder if you’d give me a drink.” 
“Why, I’d love to,” Helen said, “but there hasn’t been anything in this house to drink since Eric’s operation. That was three years ago.” 
Was he losing his memory, had his gift for concealing painful facts let him forget that he had sold his house, that his children were in trouble, and that his friend had been ill? His eyes slipped from Eric’s face to his abdomen, where he saw three pale, sutured scars, two of them at least a foot long. Gone was his navel, and what, Neddy thought, would the roving hand, bed-checking one’s gifts at 3 a.m., make of a belly with no navel, no link to birth, this breach in the succession? 
“I’m sure you can get a drink at the Biswangers’,” Helen said. “They’re having an enormous do. You can hear it from here. Listen!” 
She raised her head and from across the road, the lawns, the gardens, the woods, the fields, he heard again the brilliant noise of voices over water. “Well, I’ll get wet,” he said, still feeling that he had no freedom of choice about his means of travel. He dove into the Sachses’ cold water and, gasping, close to drowning, made his way from one end of the pool to the other. “Lucinda and I want terribly to see you,” he said over his shoulder, his face set toward the Biswangers’. “We’re sorry it’s been so long and we’ll call you very soon.” 
He crossed some fields to the Biswangers’ and the sounds of revelry there. They would be honored to give him a drink, they would be happy to give him a drink. The Biswangers invited him and Lucinda for dinner four times a year, six weeks in advance. They were always rebuffed and yet they continued to send out their invitations, unwilling to comprehend the rigid and undemocratic realities of their society. They were the sort of people who discussed the price of things at cocktails, exchanged market tips during dinner, and after dinner told dirty stories to mixed company. They did not belong to Neddy’s set—they were not even on Lucinda’s Christmas-card list. He went toward their pool with feelings of indifference, charity, and some unease, since it seemed to be getting dark and these were the longest days of the year. The party when he joined it was noisy and large. Grace Biswanger was the kind of hostess who asked the optometrist, the veterinarian, the real-estate dealer, and the dentist. No one was swimming and the twilight, reflected on the water of the pool, had a wintry gleam. There was a bar and he started for this. When Grace Biswanger saw him she came toward him, not affectionately as he had every right to expect, but bellicosely. 
“Why, this party has everything,” she said loudly, “including a gate crasher.” 
She could not deal him a social blow—there was no question about this and he did not flinch. “As a gate crasher,” he asked politely, “do I rate a drink?” 
“Suit yourself,” she said. “You don’t seem to pay much attention to invitations.” 
She turned her back on him and joined some guests, and he went to the bar and ordered a whiskey. The bartender served him but he served him rudely. His was a world in which the caterer’s men kept the social score, and to be rebuffed by a part-time barkeep meant that he had suffered some loss of social esteem. Or perhaps the man was new and uninformed. Then he heard Grace at his back say: “They went for broke overnight—nothing but income—and he showed up drunk one Sunday and asked us to loan him five thousand dollars. . . .” She was always talking about money. It was worse than eating your peas off a knife. He dove into the pool, swam its length and went away. 
The next pool on his list, the last but two, belonged to his old mistress, Shirley Adams. If he had suffered any injuries at the Biswangers’ they would be cured here. Love—sexual roughhouse in fact—was the supreme elixir, the pain killer, the brightly colored pill that would put the spring back into his step, the joy of life in his heart. They had had an affair last week, last month, last year. He couldn’t remember. It was he who had broken it off, his was the upper hand, and he stepped through the gate of the wall that surrounded her pool with nothing so considered as self-confidence. It seemed in a way to be his pool, as the lover, particularly the illicit lover, enjoys the possessions of his mistress with an authority unknown to holy matrimony. She was there, her hair the color of brass, but her figure, at the edge of the lighted, cerulean water, excited in him no profound memories. It had been, he thought, a lighthearted affair, although she had wept when he broke it off. She seemed confused to see him and he wondered if she was still wounded. Would she, God forbid, weep again? 
“What do you want?” she asked. 
“I’m swimming across the county.” 
“Good Christ. Will you ever grow up?” 
“What’s the matter?” 
“If you’ve come here for money,” she said, “I won’t give you another cent.” 
“You could give me a drink.” 
“I could but I won’t. I’m not alone.” 
“Well, I’m on my way.” 
He dove in and swam the pool, but when he tried to haul himself up onto the curb he found that the strength in his arms and shoulders had gone, and he paddled to the ladder and climbed out. Looking over his shoulder he saw, in the lighted bathhouse, a young man. Going out onto the dark lawn he smelled chrysanthemums or marigolds—some stubborn autumnal fragrance—on the night air, strong as gas. Looking overhead he saw that the stars had come out, but why should he seem to see Andromeda, Cepheus, and Cassiopeia? What had become of the constellations of midsummer? He began to cry. 
It was probably the first time in his adult life that he had ever cried, certainly the first time in his life that he had ever felt so miserable, cold, tired, and bewildered. He could not understand the rudeness of the caterer’s barkeep or the rudeness of a mistress who had come to him on her knees and showered his trousers with tears. He had swum too long, he had been immersed too long, and his nose and his throat were sore from the water. What he needed then was a drink, some company, and some clean, dry clothes, and while he could have cut directly across the road to his home he went on to the Gilmartins’ pool. Here, for the first time in his life, he did not dive but went down the steps into the icy water and swam a hobbled sidestroke that he might have learned as a youth. He staggered with fatigue on his way to the Clydes’ and paddled the length of their pool, stopping again and again with his hand on the curb to rest. He climbed up the ladder and wondered if he had the strength to get home. He had done what he wanted, he had swum the county, but he was so stupefied with exhaustion that his triumph seemed vague. Stooped, holding on to the gateposts for support, he turned up the driveway of his own house. 
The place was dark. Was it so late that they had all gone to bed? Had Lucinda stayed at the Westerhazys’ for supper? Had the girls joined her there or gone someplace else? Hadn’t they agreed, as they usually did on Sunday, to regret all their invitations and stay at home? He tried the garage doors to see what cars were in but the doors were locked and rust came off the handles onto his hands. Going toward the house, he saw that the force of the thunderstorm had knocked one of the rain gutters loose. It hung down over the front door like an umbrella rib, but it could be fixed in the morning. The house was locked, and he thought that the stupid cook or the stupid maid must have locked the place up until he remembered that it had been some time since they had employed a maid or a cook. He shouted, pounded on the door, tried to force it with his shoulder, and then, looking in at the windows, saw that the place was empty.

John Cheever, The Swimmer.

Thomas Bernhard, El imitador de voces

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El imitador de voces
El imitador de voces, que ayer por la tarde fue huésped de la Asociación de Cirujanos, se mostró dispuesto, después de su representación en el Palais Pallavicini, al que lo había invitado la Asociación de Cirujanos, a ir con nosotros a Kahlenberg, para allí, donde tenemos una casa siempre abierta a todos los artistas, exhibirnos también su arte, naturalmente a cambio de unos honorarios.
Rogamos al imitador de voces, que procedía de Oxford, Inglaterra, pero había ido al colegio de Landhurst y había sido en otro tiempo armero de Berchtesgaden, que no se repitiera en el Kahlenberg, sino que nos representara algo totalmente distinto de lo de la Asociación de Cirujanos, es decir, que imitase en el Kahlenberg voces totalmente distintas de las del Palais Pallavicini, lo que nos prometió a nosotros, que habíamos estado entusiasmados con el programa que presentó en el Palais Pallavichini. Realmente, el imitador de voces nos imitó en el Hahlenberg voces totalmente distintas, más o menos famosas, de las de la Asociación de Cirujanos. Pudimos formular también deseos, que el imitador de voces satisfizo con la mejor voluntad. Con todo, cuando le propusimos que, para terminar, imitase su propia voz, nos dijo que eso no sabía hacerlo.
 Thomas Bernhard, El imitador de voces.


Thomas Bernhard

The Voice Imitator
The voice imitator, who had been invited as the guest of the surgical society last evening, had declared himself ― after being introduced in the Palais Pallavinci ― willing to come with us to the Kahlenberg, where our house was always open to any artist whatsoever who wished to demonstrate his art there ― not of course without a fee. We had asked the voice imitator, who hailed from Oxford in England but who had attended school in Landshut and had originally been a gunsmith in Berchtesgaden, not to repeat himself on the Kahlenberg but to present us something entirely different from what he had done in the surgical society; that is, to imitate quite different people from those he had imitated in the Palais Pallavinci, and he had promised to do this for us, for we had been enchanted with the program that he had presented in the Palais Pallavinci. In fact, the voice imitator did imitate voices of quite different people ― all more or less well known ― from those he had imitated before the surgical society. We were allowed to express our own wishes, which the voice imitator fulfilled most readily. When, however, at the very end, we suggested that he imitate his own voice, he said he could not do that.
Thomas Bernhard, The Voice Imitator. 

Clarice Lispector, El primer beso

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El primer beso.
Los dos más susurraban que hablaban: hacía poco que habían comenzado el noviazgo y ambos andaban tontos, era el amor. Amor y lo que conlleva: los celos.
— Está bien, me creo que soy tu primera novia, y me alegro por ello. Pero dime la verdad, solo la verdad: ¿nunca besaste a otra mujer antes que yo? Él fue simple:
— Sí, ya besé antes a otra mujer.
— ¿Quién era ella?— le preguntó con dolor.
Él intentó contárselo toscamente, no sabía cómo decirlo.
El autobús de la excursión subía lentamente la sierra. Él, uno de los chicos en medio de los otros chicos en alboroto, dejaba que la brisa fresca le diera en la cara y se le metiera por el pelo con dedos largos, finos y sin peso como los de una madre. Quedarse quieto a veces, casi sin pensar, y tan solo sentir —era tan bueno. Concentrarse en sentir era difícil en medio del alboroto de los compañeros.
Y la sed había llegado: jugar con el grupo, hablar bien alto, más alto que el ruido del motor, reírse, gritar, pensar, sentir, ¡caramba! qué seca se le ponía la garganta.
Y ni sombra de agua. La solución era juntar saliva, y fue lo que hizo. Tras reunirla en la boca ardiente, se la tragaba lentamente, una y otra vez. Era templada, sin embargo, la saliva, y no le quitaba la sed. Una sed enorme, más grande que él mismo, que ahora le invadía el cuerpo.
La brisa fina, antes tan buena, ahora, al sol del mediodía, se había vuelto caliente y árida y al entrarle por la nariz, le secaba aún más la poca saliva que pacientemente juntaba.
¿Y si cerrara las narinas y respirara un poco menos de aquel viento de desierto? Lo intentó por instantes, pero enseguida se asfixiaba. La solución era esperar, esperar. Tal vez tan solo minutos, tal vez horas, mientras su sed era de años.
No sabía cómo y por qué, pero ahora se sentía más cerca del agua, la presentía cercana, y sus ojos saltaban afuera de la ventana buscando el camino, penetrando entre los arbustos, acechando, husmeando.
El instinto animal dentro de él no se había equivocado: en la curva inesperada del camino, entre arbustos se encontraba... la fuente de donde brotaba en un hilo delgado la tan soñada agua. El autobús se paró, todos tenían sed, pero él logró ser el primero en llegar a la fuente de piedra, antes que todos.
Con los ojos cerrados, entreabrió los labios y los pegó ferozmente al orificio de donde vertía el agua. El primer trago fresco bajó, escurriéndosele por el pecho hasta la barriga. Era la vida que volvía, y con esta encharcó todo su interior arenoso hasta saciarse. Ahora podía abrir los ojos.
Los abrió y vio junto a su cara dos ojos de estatua que lo miraban fijamente y vio que era la estatua de una mujer y que era de la boca de la mujer que salía el agua. Se acordó de que realmente al primer trago había sentido en los labios un contacto helado, más frío que el del agua.
Y supo entonces que había pegado su boca a la boca de la estatua de la mujer de piedra. La vida se había vertido de esa boca, de una boca a otra.
Intuitivamente, confundido en su inocencia, se sentía intrigado: pero no es de la mujer que sale el líquido vivificador, el líquido germinador de la vida... Miró a la estatua desnuda.
Él la había besado.
Sufrió un temblor que no era visible por fuera y que comenzó en su interior y le invadió todo el cuerpo, reventándole la cara en brasa viva. Dio un paso hacia atrás o hacia delante, ya ni sabía lo que hacía. Trastornado, atónito, se dio cuenta de que una parte de su cuerpo, siempre antes relajada, se encontraba ahora agresivamente tensa, y eso nunca le había sucedido.
Estaba parado, dulcemente agresivo, solo en medio de los demás, el corazón le latía profundo, espaciado, sintiendo que el mundo se transformaba. La vida era completamente nueva, era otra, descubierta con sobresalto. Perplejo, en un equilibrio frágil.
Hasta que, procedente de la profundidad de su ser, brotó de una fuente oculta en él la verdad. Que pronto lo llenó de susto y luego también de un orgullo que jamás había sentido: él...
Se había hecho hombre.
Clarice Lispector, El primer beso.


Clarice Lispector


O primeiro beijo
Os dois mais murmuravam que conversavam: havia pouco iniciara-se o namoro e ambos andavam tontos, era o amor. Amor com o que vem junto: ciúme.
- Está bem, acredito que sou a sua primeira namorada, fico feliz com isso. Mas me diga a verdade, só a verdade: você nunca beijou uma mulher antes de me beijar? Ele foi simples:
- Sim, já beijei antes uma mulher.
- Quem era ela? - perguntou com dor.
Ele tentou contar toscamente, não sabia como dizer.
O ônibus da excursão subia lentamente a serra. Ele, um dos garotos no meio da garotada em algazarra, deixava a brisa fresca bater-lhe no rosto e entrar-lhe pelos cabelos com dedos longos, finos e sem peso como os de uma mãe. Ficar às vezes quieto, sem quase pensar, e apenas sentir - era tão bom. A concentração no sentir era difícil no meio da balbúrdia dos companheiros.
E mesmo a sede começara: brincar com a turma, falar bem alto, mais alto que o barulho do motor, rir, gritar, pensar, sentir, puxa vida! como deixava a garganta seca.
E nem sombra de água. O jeito era juntar saliva, e foi o que fez. Depois de reunida na boca ardente engulia-a lentamente, outra vez e mais outra. Era morna, porém, a saliva, e não tirava a sede. Uma sede enorme maior do que ele próprio, que lhe tomava agora o corpo todo.
A brisa fina, antes tão boa, agora ao sol do meio-dia tornara-se quente e árida e ao penetrar pelo nariz secava ainda mais a pouca saliva que pacientemente juntava.
E se fechasse as narinas e respirasse um pouco menos daquele vento de deserto? Tentou por instantes mas logo sufocava. O jeito era mesmo esperar, esperar. Talvez minutos apenas, talvez horas, enquanto sua sede era de anos.
Não sabia como e por que mas agora se sentia mais perto da água, pressentia-a mais próxima, e seus olhos saltavam para fora da janela procurando a estrada, penetrando entre os arbustos, espreitando, farejando.
O instinto animal dentro dele não errara: na curva inesperada da estrada, entre arbustos estava... o chafariz de onde brotava num filete a água sonhada. O ônibus parou, todos estavam com sede mas ele conseguiu ser o primeiro a chegar ao chafariz de pedra, antes de todos.
De olhos fechados entreabriu os lábios e colou-os ferozmente ao orifício de onde jorrava a água. O primeiro gole fresco desceu, escorrendo pelo peito até a barriga. Era a vida voltando, e com esta encharcou todo o seu interior arenoso até se saciar. Agora podia abrir os olhos.
Abriu-os e viu bem junto de sua cara dois olhos de estátua fitando-o e viu que era a estátua de uma mulher e que era da boca da mulher que saía a água. Lembrou-se de que realmente ao primeiro gole sentira nos lábios um contato gélido, mais frio do que a água. 
E soube então que havia colado sua boca na boca da estátua da mulher de pedra. A vida havia jorrado dessa boca, de uma boca para outra.
Intuitivamente, confuso na sua inocência, sentia intrigado: mas não é de uma mulher que sai o líquido vivificador, o líquido germinador da vida... Olhou a estátua nua.
Ele a havia beijado.
Sofreu um tremor que não se via por fora e que se iniciou bem dentro dele e tomou-lhe o corpo todo estourando pelo rosto em brasa viva. Deu um passo para trás ou para frente, nem sabia mais o que fazia. Perturbado, atônito, percebeu que uma parte de seu corpo, sempre antes relaxada, estava agora com uma tensão agressiva, e isso nunca lhe tinha acontecido.
Estava de pé, docemente agressivo, sozinho no meio dos outros, de coração batendo fundo, espaçado, sentindo o mundo se transformar. A vida era inteiramente nova, era outra, descoberta com sobressalto. Perplexo, num equilíbrio frágil.
Até que, vinda da profundeza de seu ser, jorrou de uma fonte oculta nele a verdade. Que logo o encheu de susto e logo também de um orgulho antes jamais sentido: ele...
Ele se tornara homem.
Clarice Lispector, O primeiro beijo.

Clarice Lispector

First Kiss.
The two of them murmured more than talked: the relationship had begun just a little while before and they were both giddy, it was love. Love and what comes with it: jealousy.
—It’s fine, I believe you that I’m your first love, this makes me happy. But tell me the truth, only the truth: you never kissed a woman before you kissed me?
It was simple:
—Yes, I’ve kissed a woman before.
—Who was she?, she asked sorrowfully
He tried to tell it crudely, he didn’t know how.
The tour bus slowly climbed the mountain range. He, a kid surrounded by noisy kids, let the cool breeze hit his face and pass through his hair with its long fingers, fine and weightless like those of a mother. At times he remained quiet, without quite thinking, and only feeling – it felt so good. Concentrating on feeling was difficult in the midst of the uproar of his friends.
And the thirst really had begun: to joke with the guys, to speak loudly, louder than the growl of the motor, to laugh, to shout, to think, to feel, gosh! how that left the throat dry.
And not a hint of water. The solution was to collect saliva, and that was what he did. After filling his burning mouth he swallowed it slowly, then again and once again. But it was warm, the saliva, and it didn’t take away the thirst. An enormous thirst larger than he himself, which now took over his whole body.
The fine breeze, before so pleasant, now in the midday sun had become hot and dry and on entering the nose dried up the little saliva that he had patiently collected.
And if he closed his nostrils and breathed a little less of that desert wind? He tried for a few seconds but then suffocated. The solution was really to wait, to wait. Perhaps only a few minutes, perhaps hours, meanwhile his thirst was of years.
He didn’t know how or why but now he felt nearer to water, he sensed it close by, and his eyes leaped outside the window scanning the road, penetrating between the bushes, peering, sniffing.
The animal instinct within him wasn’t wrong: in an unexpected curve of the road, between bushes, there was . . . a fountain from which spouted a trickle of the dreamed-of water.
The bus stopped, everyone was thirsty but he managed to be the first to get to the stone fountain, before anyone.
With his eyes closed he opened his lips and attached them fiercely to the opening from which the water gushed. The first swallow went down cool, flowing though his chest to his stomach.
It was life returning, and with this he drenched his whole sandy interior until he was sated. Now he could open his eyes.
He opened them and he saw right next to his face two eyes of the statue staring at him and he saw that it was a statue of a woman and it was from the mouth of the woman that the water came. He remembered that in fact at the first swallow he had felt a freezing contact with his lips, colder than that of the water.
And then he knew that he had attached his mouth to the mouth of the stone statue of the woman. Life had sprung forth from that mouth, from one mouth to another.
Instinctively, confused in his innocence, he felt intrigued: but it isn’t from a woman that the life-giving liquid comes, the liquid germinator of life . . . He looked at the naked statue.
He had kissed her.
He experienced a tremor unseen from the outside and which started deep inside him and took hold of his whole body bursting through his face like a burning ember.
He took a step backward or forward, he no longer knew what he was doing. Disturbed, astonished, he realized that a part of his body, always relaxed before, now had an aggressive tension, and this had never happened to him.
He was standing, sweetly aggressive, alone in the midst of the others, his heart beating deeply, the beats spaced out, feeling the world being transformed. Life was totally new, it was something other, discovered with a start. Perplexed, in a fragile equilibrium.
Until, springing from the depths of his being, the truth gushed from a hidden source within him. Which at once filled him with fear and then also with a pride he had never felt before: he . . .
He had become a man.
Clarice Lispector, First Kiss.

Nathaniel Hawthorne, Wakefield

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Wakefield
Recuerdo haber leído en alguna revista o periódico viejo la historia, relatada como verdadera, de un hombre ―llamémoslo Wakefield― que abandonó a su mujer durante un largo tiempo. El hecho, expuesto así en abstracto, no es muy infrecuente, ni tampoco ―sin una adecuada discriminación de las circunstancias― debe ser censurado por díscolo o absurdo. Sea como fuere, este, aunque lejos de ser el más grave, es tal vez el caso más extraño de delincuencia marital de que haya noticia. Y es, además, la más notable extravagancia de las que puedan encontrarse en la lista completa de las rarezas de los hombres. La pareja en cuestión vivía en Londres. El marido, bajo el pretexto de un viaje, dejó su casa, alquiló habitaciones en la calle siguiente y allí, sin que supieran de él la esposa o los amigos y sin que hubiera ni sombra de razón para semejante autodestierro, vivió durante más de veinte años. En el transcurso de este tiempo todos los días contempló la casa y con frecuencia atisbó a la desamparada esposa. Y después de tan largo paréntesis en su felicidad matrimonial cuando su muerte era dada ya por cierta, su herencia había sido repartida y su nombre borrado de todas las memorias; cuando hacía tantísimo tiempo que su mujer se había resignado a una viudez otoñal ―una noche él entró tranquilamente por la puerta, como si hubiera estado fuera sólo durante el día, y fue un amante esposo hasta la muerte.
Este resumen es todo lo que recuerdo. Pero pienso que el incidente, aunque manifiesta una absoluta originalidad sin precedentes y es probable que jamás se repita, es de esos que despiertan las simpatías del género humano. Cada uno de nosotros sabe que, por su propia cuenta, no cometería semejante locura; y, sin embargo, intuye que cualquier otro podría hacerlo. En mis meditaciones, por lo menos, este caso aparece insistentemente, asombrándome siempre y siempre acompañado por la sensación de que la historia tiene que ser verídica y por una idea general sobre el carácter de su héroe. Cuando quiera que un tema afecta la mente de modo tan forzoso, vale la pena destinar algún tiempo para pensar en él. A este respecto, el lector que así lo quiera puede entregarse a sus propias meditaciones. Mas si prefiere divagar en mi compañía a lo largo de estos veinte años del capricho de Wakefield, le doy la bienvenida, confiando en que habrá un sentido latente y una moraleja, así no logremos descubrirlos, trazados pulcramente y condensados en la frase final. El pensamiento posee siempre su eficacia; y todo incidente llamativo, su enseñanza.
¿Qué clase de hombre era Wakefield? Somos libres de formarnos nuestra propia idea y darle su apellido. En ese entonces se encontraba en el meridiano de la vida. Sus sentimientos conyugales, nunca violentos, se habían ido serenando hasta tomar la forma de un cariño tranquilo y consuetudinario. De todos los maridos, es posible que fuera el más constante, pues una especie de pereza mantenía en reposo a su corazón dondequiera que lo hubiera asentado. Era intelectual, pero no en forma activa. Su mente se perdía en largas y ociosas especulaciones que carecían de propósito o del vigor necesario para alcanzarlo. Sus pensamientos rara vez poseían suficientes ímpetus como para plasmarse en palabras. La imaginación, en el sentido correcto del vocablo, no figuraba entre las dotes de Wakefield. Dueño de un corazón frío, pero no depravado o errabundo, y de una mente jamás afectada por la calentura de ideas turbulentas ni aturdida por la originalidad, ¿quién se hubiera imaginado que nuestro amigo habría de ganarse un lugar prominente entre los autores de proezas excéntricas? Si se hubiera preguntado a sus conocidos cuál era el hombre que con seguridad no haría hoy nada digno de recordarse mañana, habrían pensado en Wakefield. Únicamente su esposa del alma podría haber titubeado. Ella, sin haber analizado su carácter, era medio consciente de la existencia de un pasivo egoísmo, anquilosado en su mente inactiva; de una suerte de vanidad, su más incómodo atributo; de cierta tendencia a la astucia, la cual rara vez había producido efectos más positivos que el mantenimiento de secretos triviales que ni valía la pena confesar; y, finalmente, de lo que ella llamaba “algo raro” en el buen hombre. Esta última cualidad es indefinible y puede que no exista.
Ahora imaginémonos a Wakefield despidiéndose de su mujer. Cae el crepúsculo en un día de octubre. Componen su equipaje un sobretodo deslustrado, un sombrero cubierto con un hule, botas altas, un paraguas en una mano y un maletín en la otra. Le ha comunicado a la señora de Wakefield que debe partir en el coche nocturno para el campo. De buena gana ella le preguntaría por la duración y objetivo del viaje, por la fecha probable del regreso, pero, dándole gusto a su inofensivo amor por el misterio, se limita a interrogarlo con la mirada. Él le dice que de ningún modo lo espere en el coche de vuelta y que no se alarme si tarda tres o cuatro días, pero que en todo caso cuente con él para la cena el viernes por la noche. El propio Wakefield, tengámoslo presente, no sospecha lo que se viene. Le ofrece ambas manos. Ella tiende las suyas y recibe el beso de partida a la manera rutinaria de un matrimonio de diez años. Y parte el señor Wakefield, en plena edad madura, casi resuelto a confundir a su mujer mediante una semana completa de ausencia. Cierra la puerta. Pero ella advierte que la entreabre de nuevo y percibe la cara del marido sonriendo a través de la abertura antes de esfumarse en un instante. De momento no le presta atención a este detalle. Pero, tiempo después, cuando lleva más años de viuda que de esposa, aquella sonrisa vuelve una y otra vez, y flota en todos sus recuerdos del semblante de Wakefield. En sus copiosas cavilaciones incorpora la sonrisa original en una multitud de fantasías que la hacen extraña y horrible. Por ejemplo, si se lo imagina en un ataúd, aquel gesto de despedida aparece helado en sus facciones; o si lo sueña en el cielo, su alma bendita ostenta una sonrisa serena y astuta. Empero, gracias a ella, cuando todo el mundo se ha resignado a darlo ya por muerto, ella a veces duda que de veras sea viuda.
Pero quien nos incumbe es su marido. Tenemos que correr tras él por las calles, antes de que pierda la individualidad y se confunda en la gran masa de la vida londinense. En vano lo buscaríamos allí. Por tanto, sigámoslo pisando sus talones hasta que, después de dar algunas vueltas y rodeos superfluos, lo tengamos cómodamente instalado al pie de la chimenea en un pequeño alojamiento alquilado de antemano. Nuestro hombre se encuentra en la calle vecina y al final de su viaje. Difícilmente puede agradecerle a la buena suerte el haber llegado allí sin ser visto. Recuerda que en algún momento la muchedumbre lo detuvo precisamente bajo la luz de un farol encendido; que una vez sintió pasos que parecían seguir los suyos, claramente distinguibles entre el multitudinario pisoteo que lo rodeaba; y que luego escuchó una voz que gritaba a lo lejos y le pareció que pronunciaba su nombre. Sin duda alguna una docena de fisgones lo habían estado espiando y habían corrido a contárselo todo a su mujer. ¡Pobre Wakefield! ¡Qué poco sabes de tu propia insignificancia en este mundo inmenso! Ningún ojo mortal fuera del mío te ha seguido las huellas. Acuéstate tranquilo, hombre necio; y en la mañana, si eres sabio, vuelve a tu casa y dile la verdad a la buena señora de Wakefield. No te alejes, ni siquiera por una corta semana, del lugar que ocupas en su casto corazón. Si por un momento te creyera muerto o perdido, o definitivamente separado de ella, para tu desdicha notarías un cambio irreversible en tu fiel esposa. Es peligroso abrir grietas en los afectos humanos. No porque rompan mucho a lo largo y ancho, sino porque se cierran con mucha rapidez.
Casi arrepentido de su travesura, o como quiera que se pueda llamar, Wakefield se acuesta temprano. Y, despertando después de un primer sueño, extiende los brazos en el amplio desierto solitario del desacostumbrado lecho.
―No ―piensa, mientras se arropa en las cobijas―, no dormiré otra noche solo.
Por la mañana madruga más que de costumbre y se dispone a considerar lo que en realidad quiere hacer. Su modo de pensar es tan deshilvanado y vagaroso, que ha dado este paso con un propósito en mente, claro está, pero sin ser capaz de definirlo con suficiente nitidez para su propia reflexión. La vaguedad del proyecto y el esfuerzo convulsivo con que se precipita a ejecutarlo son igualmente típicos de una persona débil de carácter. No obstante, Wakefield escudriña sus ideas tan minuciosamente como puede y descubre que está curioso por saber cómo marchan las cosas por su casa: cómo soportará su mujer ejemplar la viudez de una semana y, en resumen, cómo se afectará con su ausencia la reducida esfera de criaturas y de acontecimientos en la que él era objeto central. Una morbosa vanidad, por lo tanto, está muy cerca del fondo del asunto. Pero, ¿cómo realizar sus intenciones? No, desde luego, quedándose encerrado en este confortable alojamiento donde, aunque durmió y despertó en la calle siguiente, está efectivamente tan lejos de casa como si hubiera rodado toda la noche en la diligencia. Sin embargo, si reapareciera echaría a perder todo el proyecto. Con el pobre cerebro embrollado sin remedio por este dilema, al fin se atreve a salir, resuelto en parte a cruzar la bocacalle y echarle una mirada presurosa al domicilio desertado. La costumbre ―pues es un hombre de costumbres― lo toma de la mano y lo conduce, sin que él se percate en lo más mínimo, hasta su propia puerta; y allí, en el momento decisivo, el roce de su pie contra el peldaño lo hace volver en sí. ¡Wakefield! ¿Adónde vas?
En ese preciso instante su destino viraba en redondo. Sin sospechar siquiera en la fatalidad a la que lo condena el primer paso atrás, parte de prisa, jadeando en una agitación que hasta la fecha nunca había sentido, y apenas sí se atreve a mirar atrás desde la esquina lejana. ¿Será que nadie lo ha visto? ¿No armarán un alboroto todos los de la casa ―la recatada señora de Wakefield, la avispada sirvienta y el sucio pajecito― persiguiendo por las calles de Londres a su fugitivo amo y señor? ¡Escape milagroso! Cobra coraje para detenerse y mirar a la casa, pero lo desconcierta la sensación de un cambio en aquel edificio familiar, igual a las que nos afectan cuando, después de una separación de meses o años, volvemos a ver una colina o un lago o una obra de arte de los cuales éramos viejos amigos. ¡En los casos ordinarios esta impresión indescriptible se debe a la comparación y al contraste entre nuestros recuerdos imperfectos y la realidad. En Wakefield, la magia de una sola noche ha operado una transformación similar, puesto que en este breve lapso ha padecido un gran cambio moral, aunque él no lo sabe. Antes de marcharse del lugar alcanza a entrever la figura lejana de su esposa, que pasa por la ventana dirigiendo la cara hacia el extremo de la calle. El marrullero ingenuo parte despavorido, asustado de que sus ojos lo hayan distinguido entre un millar de átomos mortales como él. Contento se le pone el corazón, aunque el cerebro está algo confuso, cuando se ve junto a las brasas de la chimenea en su nuevo aposento.
Eso en cuanto al comienzo de este largo capricho. Después de la concepción inicial y de haberse activado el lerdo carácter de este hombre para ponerlo en práctica, todo el asunto sigue un curso natural. Podemos suponerlo, como resultado de profundas reflexiones, comprando una nueva peluca de pelo rojizo y escogiendo diversas prendas del baúl de un ropavejero judío, de un estilo distinto al de su habitual traje marrón. Ya está hecho: Wakefield es otro hombre. Una vez establecido el nuevo sistema, un movimiento retrógrado hacia el antiguo sería casi tan difícil como el paso que lo colocó en esta situación sin paralelo. Además, ahora lo está volviendo testarudo cierto resentimiento del que adolece a veces su carácter, en este caso motivado por la reacción incorrecta que, a su parecer, se ha producido en el corazón de la señora de Wakefield. No piensa regresar hasta que ella no esté medio muerta de miedo. Bueno, ella ha pasado dos o tres veces ante sus ojos, con un andar cada vez más agobiado, las mejillas más pálidas y más marcada de ansiedad la frente. A la tercera semana de su desaparición, divisa un heraldo del mal que entra en la casa bajo el perfil de un boticario. Al día siguiente la aldaba aparece envuelta en trapos que amortigüen el ruido. Al caer la noche llega el carruaje de un médico y deposita su empelucado y solemne cargamento a la puerta de la casa de Wakefield, de la cual emerge después de una visita de un cuarto de hora, anuncio acaso de un funeral. ¡Mujer querida! ¿Irá a morir? A estas alturas Wakefield se ha excitado hasta provocarse algo así como una efervescencia de los sentimientos, pero se mantiene alejado del lecho de su esposa, justificándose ante su conciencia con el argumento de que no debe ser molestada en semejante coyuntura. Si algo más lo detiene, él no lo sabe. En el transcurso de unas cuantas semanas ella se va recuperando. Ha pasado la crisis. Su corazón se siente triste, acaso, pero está tranquilo. Y, así el hombre regrese tarde o temprano, ya no arderá por él jamás. Estas ideas fulguran cual relámpagos en las nieblas de la mente de Wakefield y le hacen entrever que una brecha casi infranqueable se abre entre su apartamento de alquiler y su antiguo hogar.
―¡Pero si sólo está en la calle del lado! ―se dice a veces.
¡Insensato! Está en otro mundo. Hasta ahora él ha aplazado el regreso de un día en particular a otro. En adelante, deja abierta la fecha precisa. Mañana no… probablemente la semana que viene… muy pronto. ¡Pobre hombre! Los muertos tienen casi tantas posibilidades de volver a visitar sus moradas terrestres como el autodesterrado Wakefield.
¡Ojalá yo tuviera que escribir un libro en lugar de un artículo de una docena de páginas! Entonces podría ilustrar cómo una influencia que escapa a nuestro control pone su poderosa mano en cada uno de nuestros actos y cómo urde con sus consecuencias un férreo tejido de necesidad. Wakefield está hechizado. Tenemos que dejarlo que ronde por su casa durante unos diez años sin cruzar el umbral ni una vez, y que le sea fiel a su mujer, con todo el afecto de que es capaz su corazón, mientras él poco a poco se va apagando en el de ella. Hace mucho, debemos subrayarlo, que perdió la noción de singularidad de su conducta.
Ahora contemplemos una escena. Entre el gentío de una calle de Londres distinguimos a un hombre entrado en años, con pocos rasgos característicos que atraigan la atención de un transeúnte descuidado, pero cuya figura ostenta, para quienes posean la destreza de leerla, la escritura de un destino poco común. Su frente estrecha y abatida está cubierta de profundas arrugas. Sus pequeños ojos apagados a veces vagan con recelo en derredor, pero más a menudo parecen mirar adentro. Agacha la cabeza y se mueve con un indescriptible sesgo en el andar, como si no quisiera mostrarse de frente entero al mundo. Obsérvelo el tiempo suficiente para comprobar lo que hemos descrito y estará de acuerdo con que las circunstancias, que con frecuencia producen hombres notables a partir de la obra ordinaria de la naturaleza, han producido aquí uno de estos. A continuación, dejando que prosiga furtivo por la acera, dirija su mirada en dirección opuesta, por donde una mujer de cierto porte, ya en el declive de la vida, se dirige a la iglesia con un libro de oraciones en la mano. Exhibe el plácido semblante de la viudez establecida. Sus pesares o se han apagado o se han vuelto tan indispensables para su corazón que sería un mal trato cambiarlos por la dicha. Precisamente cuando el hombre enjuto y la mujer robusta van a cruzarse, se presenta un embotellamiento momentáneo que pone a las dos figuras en contacto directo. Sus manos se tocan. El empuje de la muchedumbre presiona el pecho de ella contra el hombro del otro. Se encuentran cara a cara. Se miran a los ojos. Tras diez años de separación, es así como Wakefield tropieza con su esposa.
Vuelve a fluir el río humano y se los lleva a cada uno por su lado. La grave viuda recupera el paso y sigue hacia la iglesia, pero en el atrio se detiene y lanza una mirada atónita a la calle. Sin embargo, pasa al interior mientras va abriendo el libro de oraciones. ¡Y el hombre! Con el rostro tan descompuesto que el Londres atareado y egoísta se detiene a verlo pasar, huye a sus habitaciones, cierra la puerta con cerrojo y se tira en la cama. Los sentimientos que por años estuvieron latentes se desbordan y le confieren un vigor efímero a su mente endeble. La miserable anomalía de su vida se le revela de golpe. Y grita exaltado:
―¡Wakefield, Wakefield, estás loco!
Quizás lo estaba. De tal modo debía de haberse amoldado a la singularidad de su situación que, examinándolo con referencia a sus semejantes y a las tareas de la vida, no se podría afirmar que estuviera en su sano juicio. Se las había ingeniado (o, más bien, las cosas habían venido a parar en esto) para separarse del mundo, hacerse humo, renunciar a su sitio y privilegios entre los vivos, sin que fuera admitido entre los muertos. La vida de un ermitaño no tiene paralelo con la suya. Seguía inmerso en el tráfago de la ciudad como en los viejos tiempos, pero las multitudes pasaban de largo sin advertirlo. Se encontraba ―digámoslo en sentido figurado― a todas horas junto a su mujer y al pie del fuego, y sin embargo nunca podía sentir la tibieza del uno ni el amor de la otra. El insólito destino de Wakefield fue el de conservar la cuota original de afectos humanos y verse todavía involucrado en los intereses de los hombres, mientras que había perdido su respectiva influencia sobre unos y otros. Sería un ejercicio muy curioso determinar los efectos de tales circunstancias sobre su corazón y su intelecto, tanto por separado como al unísono. No obstante, cambiado como estaba, rara vez era consciente de ello y más bien se consideraba el mismo de siempre. En verdad, a veces lo asaltaban vislumbres de la realidad, pero sólo por momentos. Y aun así, insistía en decir “pronto regresaré”, sin darse cuenta de que había pasado veinte años diciéndose lo mismo.
Imagino también que, mirando hacia el pasado, estos veinte años le parecerían apenas más largos que la semana por la que en un principio había proyectado su ausencia. Wakefield consideraría la aventura como poco más que un interludio en el tema principal de su existencia. Cuando, pasado otro ratito, juzgara que ya era hora de volver a entrar a su salón, su mujer aplaudiría de dicha al ver al veterano señor Wakefield. ¡Qué triste equivocación! Si el tiempo esperara hasta el final de nuestras locuras favoritas, todos seríamos jóvenes hasta el día del juicio.
Cierta vez, pasados veinte años desde su desaparición, Wakefield se encuentra dando el paseo habitual hasta la residencia que sigue llamando suya. Es una borrascosa noche de otoño. Caen chubascos que golpetean en el pavimento y que escampan antes de que uno tenga tiempo de abrir el paraguas. Deteniéndose cerca de la casa, Wakefield distingue a través de las ventanas de la sala del segundo piso el resplandor rojizo y oscilante y los destellos caprichosos de un confortable fuego. En el techo aparece la sombra grotesca de la buena señora de Wakefield. La gorra, la nariz, la barbilla y la gruesa cintura dibujan una caricatura admirable que, además, baila al ritmo ascendiente y decreciente de las llamas, de un modo casi en exceso alegre para la sombra de una viuda entrada en años. En ese instante cae otro chaparrón que, dirigido por el viento inculto, pega de lleno contra el pecho y la cara de Wakefield. El frío otoñal le cala hasta la médula. ¿Va a quedarse parado en ese sitio, mojado y tiritando, cuando en su propio hogar arde un buen fuego que puede calentarlo, cuando su propia esposa correría a buscarle la chaqueta gris y los calzones que con seguridad conserva con esmero en el armario de la alcoba? ¡No! Wakefield no es tan tonto. Sube los escalones, con trabajo. Los veinte años pasados desde que los bajó le han entumecido las piernas, pero él no se da cuenta. ¡Detente, Wakefield! ¿Vas a ir al único hogar que te queda? Pisa tu tumba, entonces. La puerta se abre. Mientras entra, alcanzamos a echarle una mirada de despedida a su semblante y reconocemos la sonrisa de astucia que fuera precursora de la pequeña broma que desde entonces ha estado jugando a costa de su esposa. ¡Cuán despiadadamente se ha burlado de la pobre mujer! En fin, deseémosle a Wakefield buenas noches.
El suceso feliz ―suponiendo que lo fuera― sólo puede haber ocurrido en un momento impremeditado. No seguiremos a nuestro amigo a través del umbral. Nos ha dejado ya bastante sustento para la reflexión, una porción del cual puede prestar su sabiduría para una moraleja y tomar la forma de una imagen. En la aparente confusión de nuestro mundo misterioso los individuos se ajustan con tanta perfección a un sistema, y los sistemas unos a otros, y a un todo, de tal modo que con sólo dar un paso a un lado cualquier hombre se expone al pavoroso riesgo de perder para siempre su lugar. Como Wakefield, se puede convertir, por así decirlo, en el Paria del Universo.

Nathaniel Hawthorne, Wakefield.


Nathaniel Hawthorne


Wakefield

In some old magazine or newspaper I recollect a story, told as truth, of a man – let us call him Wakefield – who absented himself for a long time from his wife. The fact, thus abstractedly stated, is not very uncommon, nor – without a proper distinction of circumstances – to be condemned either as naughty or nonsensical. Howbeit, this, though far from the most aggravated, is perhaps the strangest, instance on record, of marital delinquency; and, moreover, as remarkable a freak as may be found in the whole list of human oddities. The wedded couple lived in London. The man, under pretence of going a journey, took lodgings in the next street to his own house, and there, unheard of by his wife or friends, and without the shadow of a reason for such self-banishment, dwelt upwards of twenty years. During that period, he beheld his home every day, and frequently the forlorn Mrs. Wakefield. And after so great a gap in his matrimonial felicity – when his death was reckoned certain, his estate settled, his name dismissed from memory, and his wife, long, long ago, resigned to her autumnal widowhood – he entered the door one evening, quietly, as from a day’s absence, and became a loving spouse till death.
This outline is all that I remember. But the incident, though of the purest originality, unexampled, and probably never to be repeated, is one, I think, which appeals to the generous sympathies of mankind. We know, each for himself, that none of us would perpetrate such a folly, yet feel as if some other might. To my own contemplations, at least, it has often recurred, always exciting wonder, but with a sense that the story must be true, and a conception of its hero’s character. Whenever any subject so forcibly affects the mind, time is well spent in thinking of it. If the reader choose, let him do his own meditation; or if he prefer to ramble with me through the twenty years of Wakefield’s vagary, I bid him welcome; trusting that there will be a pervading spirit and a moral, even should we fail to find them, done up neatly, and condensed into the final sentence. Thought has always its efficacy, and every striking incident its moral. 
What sort of a man was Wakefield? We are free to shape out our own idea, and call it by his name. He was now in the meridian of life; his matrimonial affections, never violent, were sobered into a calm, habitual sentiment; of all husbands, he was likely to be the most constant, because a certain sluggishness would keep his heart at rest, wherever it might be placed. He was intellectual, but not actively so; his mind occupied itself in long and lazy musings, that ended to no purpose, or had not vigor to attain it; his thoughts were seldom so energetic as to seize hold of words. Imagination, in the proper meaning of the term, made no part of Wakefield’s gifts. With a cold but not depraved nor wandering heart, and a mind never feverish with riotous thoughts, nor perplexed with originality, who could have anticipated that our friend would entitle himself to a foremost place among the doers of eccentric deeds? Had his acquaintances been asked, who was the man in London the surest to perform nothing today which should be remembered on the morrow, they would have thought of Wakefield. Only the wife of his bosom might have hesitated. She, without having analyzed his character, was partly aware of a quiet selfishness, that had rusted into his inactive mind; of a peculiar sort of vanity, the most uneasy attribute about him; of a disposition to craft which had seldom produced more positive effects than the keeping of petty secrets, hardly worth revealing; and, lastly, of what she called a little strangeness, sometimes, in the good man. This latter quality is indefinable, and perhaps non-existent. 
Let us now imagine Wakefield bidding adieu to his wife. It is the dusk of an October evening. His equipment is a drab great-coat, a hat covered with an oilcloth, top-boots, an umbrella in one hand and a small portmanteau in the other. He has informed Mrs. Wakefield that he is to take the night coach into the country. She would fain inquire the length of his journey, its object, and the probable time of his return; but, indulgent to his harmless love of mystery, interrogates him only by a look. He tells her not to expect him positively by the return coach, nor to be alarmed should he tarry three or four days; but, at all events, to look for him at supper on Friday evening. Wakefield himself, be it considered, has no suspicion of what is before him. He holds out his hand, she gives her own, and meets his parting kiss in the matter-of-course way of a ten years’ matrimony; and forth goes the middle-aged Mr. Wakefield, almost resolved to perplex his good lady by a whole week’s absence. After the door has closed behind him, she perceives it thrust partly open, and a vision of her husband’s face, through the aperture, smiling on her, and gone in a moment. For the time, this little incident is dismissed without a thought. But, long afterwards, when she has been more years a widow than a wife, that smile recurs, and flickers across all her reminiscences of Wakefield’s visage. In her many musings, she surrounds the original smile with a multitude of fantasies, which make it strange and awful: as, for instance, if she imagines him in a coffin, that parting look is frozen on his pale features; or, if she dreams of him in heaven, still his blessed spirit wears a quiet and crafty smile. Yet, for its sake, when all others have given him up for dead, she sometimes doubts whether she is a widow. 
But our business is with the husband. We must hurry after him along the street, ere he lose his individuality, and melt into the great mass of London life. It would be vain searching for him there. Let us follow close at his heels, therefore, until, after several superfluous turns and doublings, we find him comfortably established by the fireside of a small apartment, previously bespoken. He is in the next street to his own, and at his journey’s end. He can scarcely trust his good fortune, in having got thither unperceived – recollecting that, at one time, he was delayed by the throng, in the very focus of a lighted lantern; and, again, there were footsteps that seemed to tread behind his own, distinct from the multitudinous tramp around him; and, anon, he heard a voice shouting afar, and fancied that it called his name. Doubtless, a dozen busybodies had been watching him, and told his wife the whole affair. Poor Wakefield! Little knowest thou thine own insignificance in this great world! No mortal eye but mine has traced thee. Go quietly to thy bed, foolish man: and, on the morrow, if thou wilt be wise, get thee home to good Mrs. Wakefield, and tell her the truth. Remove not thyself, even for a little week, from thy place in her chaste bosom. Were she, for a single moment, to deem thee dead, or lost, or lastingly divided from her, thou wouldst be woefully conscious of a change in thy true wife forever after. It is perilous to make a chasm in human affections; not that they gape so long and wide – but so quickly close again! 
Almost repenting of his frolic, or whatever it may be termed, Wakefield lies down betimes, and starting from his first nap, spreads forth his arms into the wide and solitary waste of the unaccustomed bed. “No,” – thinks he, gathering the bedclothes about him, – “I will not sleep alone another night.” 
In the morning he rises earlier than usual, and sets himself to consider what he really means to do. Such are his loose and rambling modes of thought that he has taken this very singular step with the consciousness of a purpose, indeed, but without being able to define it sufficiently for his own contemplation. The vagueness of the project, and the convulsive effort with which he plunges into the execution of it, are equally characteristic of a feeble-minded man. Wakefield sifts his ideas, however, as minutely as he may, and finds himself curious to know the progress of matters at home – how his exemplary wife will endure her widowhood of a week; and, briefly, how the little sphere of creatures and circumstances, in which he was a central object, will be affected by his removal. A morbid vanity, therefore, lies nearest the bottom of the affair. But, how is he to attain his ends? Not, certainly, by keeping close in this comfortable lodging, where, though he slept and awoke in the next street to his home, he is as effectually abroad as if the stage-coach had been whirling him away all night. Yet, should he reappear, the whole project is knocked in the head. His poor brains being hopelessly puzzled with this dilemma, he at length ventures out, partly resolving to cross the head of the street, and send one hasty glance towards his forsaken domicile. Habit – for he is a man of habits – takes him by the hand, and guides him, wholly unaware, to his own door, where, just at the critical moment, he is aroused by the scraping of his foot upon the step. Wakefield! whither are you going? 
At that instant his fate was turning on the pivot. Little dreaming of the doom to which his first backward step devotes him, he hurries away, breathless with agitation hitherto unfelt, and hardly dares turn his head at the distant corner. Can it be that nobody caught sight of him? Will not the whole household – the decent Mrs. Wakefield, the smart maid servant, and the dirty little footboy – raise a hue and cry, through London streets, in pursuit of their fugitive lord and master? Wonderful escape! He gathers courage to pause and look homeward, but is perplexed with a sense of change about the familiar edifice, such as affects us all, when, after a separation of months or years, we again see some hill or lake, or work of art, with which we were friends of old. In ordinary cases, this indescribable impression is caused by the comparison and contrast between our imperfect reminiscences and the reality. In Wakefield, the magic of a single night has wrought a similar transformation, because, in that brief period, a great moral change has been effected. But this is a secret from himself. Before leaving the spot, he catches a far and momentary glimpse of his wife, passing athwart the front window, with her face turned towards the head of the street. The crafty nincompoop takes to his heels, scared with the idea that, among a thousand such atoms of mortality, her eye must have detected him. Right glad is his heart, though his brain be somewhat dizzy, when he finds himself by the coal fire of his lodgings. 
So much for the commencement of this long whimwham. After the initial conception, and the stirring up of the man’s sluggish temperament to put it in practice, the whole matter evolves itself in a natural train. We may suppose him, as the result of deep deliberation, buying a new wig, of reddish hair, and selecting sundry garments, in a fashion unlike his customary suit of brown, from a Jew’s old-clothes bag. It is accomplished. Wakefield is another man. The new system being now established, a retrograde movement to the old would be almost as difficult as the step that placed him in his unparalleled position. Furthermore, he is rendered obstinate by a sulkiness occasionally incident to his temper, and brought on at present by the inadequate sensation which he conceives to have been produced in the bosom of Mrs. Wakefield. He will not go back until she be frightened half to death. Well; twice or thrice has she passed before his sight, each time with a heavier step, a paler cheek, and more anxious brow; and in the third week of his non-appearance he detects a portent of evil entering the house, in the guise of an apothecary. Next day the knocker is muffled. Towards nightfall comes the chariot of a physician, and deposits its big-wigged and solemn burden at Wakefield’s door, whence, after a quarter of an hour’s visit, he emerges, perchance the herald of a funeral. Dear woman! Will she die? By this time, Wakefield is excited to something like energy of feeling, but still lingers away from his wife’s bedside, pleading with his conscience that she must not be disturbed at such a juncture. If aught else restrains him, he does not know it. In the course of a few weeks she gradually recovers; the crisis is over; her heart is sad, perhaps, but quiet; and, let him return soon or late, it will never be feverish for him again. Such ideas glimmer through the midst of Wakefield’s mind, and render him indistinctly conscious that an almost impassable gulf divides his hired apartment from his former home. “It is but in the next street!” he sometimes says. Fool! it is in another world. Hitherto, he has put off his return from one particular day to another; henceforward, he leaves the precise time undetermined. Not tomorrow – probably next week – pretty soon. Poor man! The dead have nearly as much chance of revisiting their earthly homes as the self-banished Wakefield. 
Would that I had a folio to write, instead of an article of a dozen pages! Then might I exemplify how an influence beyond our control lays its strong hand on every deed which we do, and weaves its consequences into an iron tissue of necessity. Wakefield is spell-bound. We must leave him for ten years or so, to haunt around his house, without once crossing the threshold, and to be faithful to his wife, with all the affection of which his heart is capable, while he is slowly fading out of hers. Long since, it must be remarked, he had lost the perception of singularity in his conduct. 
Now for a scene! Amid the throng of a London street we distinguish a man, now waxing elderly, with few characteristics to attract careless observers, yet bearing, in his whole aspect, the handwriting of no common fate, for such as have the skill to read it. He is meagre; his low and narrow forehead is deeply wrinkled; his eyes, small and lustreless, sometimes wander apprehensively about him, but oftener seem to look inward. He bends his head, and moves with an indescribable obliquity of gait, as if unwilling to display his full front to the world. Watch him long enough to see what we have described, and you will allow that circumstances – which often produce remarkable men from nature’s ordinary handiwork – have produced one such here. Next, leaving him to sidle along the footwalk, cast your eyes in the opposite direction, where a portly female, considerably in the wane of life, with a prayer-book in her hand, is proceeding to yonder church. She has the placid mien of settled widowhood. Her regrets have either died away, or have become so essential to her heart, that they would be poorly exchanged for joy. Just as the lean man and well-conditioned woman are passing, a slight obstruction occurs, and brings these two figures directly in contact. Their hands touch; the pressure of the crowd forces her bosom against his shoulder; they stand, face to face, staring into each other’s eyes. After a ten years’ separation, thus Wakefield meets his wife! 
The throng eddies away, and carries them asunder. The sober widow, resuming her former pace, proceeds to church, but pauses in the portal, and throws a perplexed glance along the street. She passes in, however, opening her prayer-book as she goes. And the man! with so wild a face that busy and selfish London stands to gaze after him, he hurries to his lodgings, bolts the door, and throws himself upon the bed. The latent feelings of years break out; his feeble mind acquires a brief energy from their strength; all the miserable strangeness of his life is revealed to him at a glance: and he cries out, passionately, “Wakefield ! Wakefield! You are mad!” 
Perhaps he was so. The singularity of his situation must have so moulded him to himself, that, considered in regard to his fellow-creatures and the business of life, he could not be said to possess his right mind. He had contrived, or rather he had happened, to dissever himself from the world – to vanish – to give up his place and privileges with living men, without being admitted among the dead. The life of a hermit is nowise parallel to his. He was in the bustle of the city, as of old; but the crowd swept by and saw him not; he was, we may figuratively say, always beside his wife and at his hearth, yet must never feel the warmth of the one nor the affection of the other. It was Wakefield’s unprecedented fate to retain his original share of human sympathies, and to be still involved in human interests, while he had lost his reciprocal influence on them. It would be a most curious speculation to trace out the effect of such circumstances on his heart and intellect, separately, and in unison. Yet, changed as he was, he would seldom be conscious of it, but deem himself the same man as ever; glimpses of the truth indeed. would come, but only for the moment; and still he would keep saying, “I shall soon go back!” – nor reflect that he had been saying so for twenty years. 
I conceive, also, that these twenty years would appear, in the retrospect, scarcely longer than the week to which Wakefield had at first limited his absence. He would look on the affair as no more than an interlude in the main business of his life. When, after a little while more, he should deem it time to reenter his parlor, his wife would clap her hands for joy, on beholding the middle-aged Mr. Wakefield. Alas, what a mistake! Would Time but await the close of our favorite follies, we should be young men, all of us, and till Doomsday. 
One evening, in the twentieth year since he vanished, Wakefield is taking his customary walk towards the dwelling which he still calls his own. It is a gusty night of autumn, with frequent showers that patter down upon the pavement, and are gone before a man can put up his umbrella. Pausing near the house, Wakefield discerns, through the parlor windows of the second floor, the red glow and the glimmer and fitful flash of a comfortable fire. On the ceiling appears a grotesque shadow of good Mrs. Wakefield. The cap, the nose and chin, and the broad waist, form an admirable caricature, which dances, moreover, with the up-flickering and down-sinking blaze, almost too merrily for the shade of an elderly widow. At this instant a shower chances to fall, and is driven, by the unmannerly gust, full into Wakefield’s face and bosom. He is quite penetrated with its autumnal chill. Shall he stand, wet and shivering here, when his own hearth has a good fire to warm him, and his own wife will run to fetch the gray coat and small-clothes, which, doubtless, she has kept carefully in the closet of their bed chamber? No! Wakefield is no such fool. He ascends the steps – heavily! – for twenty years have stiffened his legs since he came down – but he knows it not. Stay, Wakefield! Would you go to the sole home that is left you? Then step into your grave! The door opens. As he passes in, we have a parting glimpse of his visage, and recognize the crafty smile, which was the precursor of the little joke that he has ever since been playing off at his wife’s expense. How unmercifully has he quizzed the poor woman! Well, a good night’s rest to Wakefield! 
This happy event – supposing it to be such – could only have occurred at an unpremeditated moment. We will not follow our friend across the threshold. He has left us much food for thought, a portion of which shall lend its wisdom to a moral, and be shaped into a figure. Amid the seeming confusion of our mysterious world, individuals are so nicely adjusted to a system, and systems to one another and to a whole, that, by stepping aside for a moment, a man exposes himself to a fearful risk of losing his place forever. Like Wakefield, he may become, as it were, the Outcast of the Universe.

Nathaniel Hawthorne, Wakefield.

Jorge Luis Borges, El acercamiento a Almotásim

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El acercamiento a Almotásim

Philip Guedalla escribe que la novela The Approach to Al-Mu'tasim del abogado Mir Bahadur Alí, de Bombay, «es una combinación algo incómoda (a rather uncomfortable combination) de esos poemas alegóricos del Islam que raras veces dejan de interesar a su traductor y de aquellas novelas policiales que inevitablemente superan a John H. Watson y perfeccionan el horror de la vida humana en las pensiones más irreprochables de Brighton». Antes, Mr. Cecil Roberts había denunciado en el libro de Bahadur «la doble, inverosímil tutela de Wilkie Collins y del ilustre persa del siglo XII, Ferid Eddin Attar» ―tranquila observación que Guedalla repite sin novedad, pero en un dialecto colérico. Esencialmente, ambos escritores concuerdan: los dos indican el mecanismo policial de la obra, y suundercurrent místico. Esa hibridación puede movernos a imaginar algún parecido con Chesterton; ya comprobaremos que no hay tal cosa. 
La editio princeps del Acercamiento a Almotásim apareció en Bombay, a fines de 1932. El papel era casi papel de diario; la cubierta anunciaba al comprador que se trataba de la primera novela policial escrita por un nativo de Bombay City: En pocos meses, el público agotó cuatro impresiones de mil ejemplares cada una. La Bombay Quarterly Review, la Bombay Gazette, la Calcutta Review, la Hindustan Review (de Alahabad) y el Calcutta Englishman, dispensaron su ditirambo. Entonces Bahadur publicó una edición ilustrada que tituló The Conversation with the Man Called Al-Mu'tasim y que subtituló hermosamente: A Game with Shifting Mirrors» (Un juego con espejos que se desplazan). 
Esa edición es la que acaba de reproducir en Londres Victor Gollancz, con prólogo de Dorothy L. Sayers y con omisión ―quizá misericordiosa― de las ilustraciones. La tengo a la vista; no he logrado juntarme con la primera, que presiento muy superior. A ello me autoriza un apéndice, que resume la diferencia fundamental entre la versión primitiva de 1932 y la de 1934. 
Antes de examinarla ―y de discutirla― conviene que yo indique rápidamente el curso general de la obra. 
Su protagonista visible ―no se nos dice nunca su nombre― es estudiante de derecho en Bombay. Blasfematoriamente, descree de la fe islámica de sus padres, pero al declinar la décima noche de la luna de muharram, se halla en el centro de un tumulto civil entre musulmanes e hindúes. Es noche de tambores e invocaciones: entre la muchedumbre adversa, los grandes palios de papel de la procesión musulmana se abren camino. Un ladrillo hindú vuela de una azotea; alguien hunde un puñal en un vientre; alguien ¿musulmán, hindú? muere y es pisoteado. Tres mil hombres pelean: bastón contra revólver, obscenidad contra imprecación, Dios el Indivisible contra los Dioses. Atónito, el estudiante librepensador entra en el motín. Con las desesperadas manos, mata (o piensa haber matado) a un hindú. Atronadora, ecuestre, semidormida, la policía del Sirkar interviene con rebencazos imparciales. Huye el estudiante, casi bajo las patas de los caballos. Busca los arrabales últimos. Atraviesa dos vías ferroviarias, o dos veces la misma vía. Escala el muro de un desordenado jardín, con una torre circular en el fondo. Una chusma de perros color de luna (a lean and evil of mooncoloured hounds) emerge de los rosales negros. Acosado, busca amparo en la torre. Sube por una escalera de fierro ―faltan algunos tramos― y en la azotea, que tiene un pozo renegrido en el centro, da con un hombre escuálido, que está orinando vigorosamente en cuclillas, a la luz de la luna. Ese hombre le confía que su profesión es robar los dientes de oro de los cadáveres trajeados de blanco que los parsis dejan en esa torre. Dice otras cosas viles y menciona que hace catorce noches que no se purifica con bosta de búfalo. Habla con evidente rencor de ciertos ladrones de caballos de Guzerat, «comedores de perros y de lagartos, hombres al cabo tan infames como nosotros dos». Está clareando: en el aire hay un vuelo bajo de buitres gordos. El estudiante, aniquilado, se duerme; cuando despierta, ya con el sol bien alto, ha desaparecido el ladrón. Han desaparecido también un par de cigarros de Trichinópoli y unas rupias de plata. Ante las amenazas proyectadas por la noche anterior, el estudiante resuelve perderse en la India. Piensa que se ha mostrado capaz de matar un idólatra, pero no de saber con certidumbre si el musulmán tiene más razón que el idólatra. El nombre de Guzerat no lo deja, y el de una malka-sansi (mujer de casta de ladrones) de Palanpur, muy preferida por las imprecaciones y el odio del despojador de cadáveres. Arguye que el rencor de un hombre tan minuciosamente vil importa un elogio. Resuelve ―sin mayor esperanza― buscarla. Reza, y emprende con segura lentitud el largo camino. Así acaba el segundo capítulo de la obra. 
Imposible trazar las peripecias de los diecinueve restantes. Hay una vertiginosa pululación de dramatis personae―para no hablar de una biografía que parece agotar los movimientos del espíritu humano (desde la infamia hasta la especulación matemática) y de la peregrinación que comprende la vasta geografía del Indostán. La historia comenzada en Bombay sigue en las tierras bajas de Palanpur, se demora una tarde y una noche en la puerta de piedra de Bikanir, narra la muerte de un astrólogo ciego en un albañal de Benarés, conspira en el palacio multiforme de Katmandú, reza y fornica en el hedor pestilencial de Calcuta, en el Machua Bazar, mira nacer los días en el mar desde una escribanía de Madrás, mira morir las tardes en el mar desde un balcón en el estado de Travancor, vacila y mata en Indapur y cierra su órbita de leguas y de años en el mismo Bombay, a pocos pasos del jardín de los perros color de luna. El argumento es éste: Un hombre, el estudiante incrédulo y fugitivo que conocemos, cae entre gente de la clase más vil y se acomoda a ellos, en una especie de certamen de infamias. De golpe ―con el milagroso espanto de Robinson ante la huella de un pie humano en la arena― percibe alguna mitigación de infamia: una ternura, una exaltación, un silencio, en uno de los hombres aborrecibles. «Fue como si hubiera terciado en el diálogo un interlocutor más complejo». Sabe que el hombre vil que está conversando con él es incapaz de ese momentáneo decoro; de ahí postula que éste ha reflejado a un amigo, o amigo de un amigo. Repensando el problema, llega a una convicción misteriosa: «En algún punto de la tierra hay un hombre de quien procede esa claridad; en algún punto de la tierra está el hombre que es igual a esa claridad». El estudiante resuelve dedicar su vida a encontrarlo. 
Ya el argumento general se entrevé: la insaciable busca de un alma a través de los delicados reflejos que ésta ha dejado en otras: en el principio, el tenue rastro de una sonrisa o de una palabra; en el fin, esplendores diversos y crecientes de la razón, de la imaginación y del bien. A medida que los hombres interrogados han conocido más de cerca a Almotásim, su porción divina es mayor, pero se entiende que son meros espejos. El tecnicismo matemático es aplicable: la cargada novela de Bahadur es una progresión ascendente, cuyo término final es el presentido «hombre que se llama Almotásim». El inmediato antecesor de Almotásim es un librero persa de suma cortesía y felicidad; el que precede a ese librero es un santo... Al cabo de los años, el estudiante llega a una galería «en cuyo fondo hay una puerta y una estera barata con muchas cuentas y atrás un resplandor». El estudiante golpea las manos una y dos veces y pregunta por Almotásim. Una voz de hombre ―la increíble voz de Almotásim― lo insta a pasar. El estudiante descorre la cortina y avanza. En ese punto la novela concluye. 
Si no me engaño, la buena ejecución de tal argumento impone dos obligaciones al escritor: una, la variada invención de rasgos proféticos; otra, la de que el héroe prefigurado por esos rasgos no sea una mera convención o fantasma. Bahadur satisface la primera; no sé hasta dónde la segunda. Dicho sea con otras palabras: el inaudito y no mirado Almotásim debería dejarnos la impresión de un carácter real, no de un desorden de superlativos insípidos. En la versión de 1932, las notas sobrenaturales ralean: «el hombre llamado Almotásim» tiene su algo de símbolo, pero no carece de rasgos idiosincrásicos, personales. Desgraciadamente, esa buena conducta literaria no perduró. En la versión de 1934 ―la que tengo a la vista― la novela decae en alegoría: Almotásim es emblema de Dios y los puntuales itinerarios del héroe son de algún modo los progresos del alma en el ascenso místico. Hay pormenores afligentes: un judío negro de Kochín que habla de Almotásim, dice que su piel es oscura; un cristiano lo describe sobre una torre con los brazos abiertos; un lama rojo lo recuerda sentado «como esa imagen de manteca de yak que yo modelé y adoré en el monasterio de Tashilhunpo». Esas declaraciones quieren insinuar un Dios unitario que se acomoda a las desigualdades humanas. La idea es poco estimulante, a mi ver. No diré lo mismo de esta otra: la conjetura de que también el Todopoderoso está en busca de Alguien, y ese Alguien de Alguien superior (o simplemente imprescindible e igual) y así hasta el Fin ―o mejor, el Sinfín― del Tiempo, o en forma cíclica. Almotásim (el nombre de aquel octavo Abbasida que fue vencedor en ocho batallas, engendró ocho varones y ocho mujeres, dejó ocho mil esclavos y reinó durante un espacio de ocho años, de ocho lunas y de ocho días) quiere decir etimológicamente «El buscador de amparo». En la versión de 1932, el hecho de que el objeto de la peregrinación fuera un peregrino, justificaba de oportuna manera la dificultad de encontrarlo; en la de 1934, da lugar a la teología extravagante que declaré. Mir Bahadur Alí, lo hemos visto, es incapaz de soslayar la más burda de las tentaciones del arte: la de ser un genio. 
Releo lo anterior y temo no haber destacado bastante las virtudes del libro. Hay rasgos muy civilizados: por ejemplo, cierta disputa del capítulo diecinueve en la que se presiente que es amigo de Almotásim un contendor que no rebate los sofismas del otro, «para no tener razón de un modo triunfal». 
*
Se entiende que es honroso que un libro actual derive de uno antiguo: ya que a nadie le gusta (como dijo Johnson) deber nada a sus contemporáneos. Los repetidos pero insignificantes contactos del Ulises de Joyce con la Odisea homérica, siguen escuchando ―nunca sabré por qué― la atolondrada admiración de la crítica; los de la novela de Bahadur con el venerado Coloquio de los pájaros de Farid ud-din Attar, conocen el no menos misterioso aplauso de Londres, y aun de Alahabad y Calcuta. Otras derivaciones no faltan. Algún inquisidor ha enumerado ciertas analogías de la primera escena de la novela con el relato de Kipling «On the City Vall».; Bahadur las admite, pero alega que sería muy anormal que dos pinturas de la décima noche de muharram no coincidieran... Eliot, con más justicia, recuerda los setenta cantos de la incompleta alegoría The Faërie Queene, en los que no aparece una sola vez la heroína, Gloriana ―como lo hace notar una censura de Richard William Church. Yo, con toda humildad, señalo un precursor lejano y posible: el cabalista de Jerusalén Isaac Luria, que en el siglo XVI propaló que el alma de un antepasado o maestro puede entrar en el alma de un desdichado, para confortarlo o instruirlo. Ibbûr se llama esa variedad de la metempsícosis (1). 
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(1) En el decurso de esta noticia, me he referido al Mantiq al-Tayr (Coloquio de los pájaros) del místico persa Farid al-Din Abú Talib Muhámmad ben lbrahim Attar a quien mataron los soldados de Tule, hijo de Zingis Jan, cuando Nishapur fue expoliada. Quizá no huelgue resumir el poema. El remoto rey de los pájaros, el Simurg, deja caer en el centro de la China una pluma espléndida; los pájaros resuelven buscarlo, hartos de su antigua anarquía. Saben que el nombre de su rey quiere decir treinta pájaros; saben que su alcázar está en el Kaf, la montaña circular que rodea la tierra. Acometen la casi infinita aventura; superan siete valles, o mares; el nombre del penúltimo es Vértigo; el último se llama Aniquilación. Muchos peregrinos desertan; otros perecen. Treinta, purificados por los trabajos, pisan la montaña del Simurg. Lo contemplan al fin: perciben que ellos son el Simurg y que el Simurg es cada uno de ellos y todos. (También Plotino ―Enéadas,V,8,4― declara una extensión paradisíaca del principio de identidad: «Todo, en el cielo inteligible, está en todas partes. Cualquier cosa es todas las cosas. El sol es todas las estrellas, y cada estrella es todas las estrellas y el sol»). El Mantiq al-Tayr ha sido vertido al francés por Garcín de Tassy; al inglés por Edward FitzGerald; para esta nota, he consultado el décimo tomo de Las 1001 Noches de Burton y la monografía The Persian Mystics: Attar (1932) de Margaret Smith. 
Los contactos de ese poema con la novela de Mir Bahadur Alí no son excesivos. En el vigésimo capítulo, unas palabras atribuidas por un librero persa a Almotásim son, quizá, la magnificación de otras que ha dicho el héroe; ésa y otras ambiguas analogías pueden significar la identidad del buscado y del buscador; pueden también significar que éste influye en aquél. Otro capítulo insinúa que Almotásim es el «hindú» que el estudiante cree haber matado. 

Jorge Luis Borges, El acercamiento a Almotásim.

Jorge Luis Borges

Eudora Welty, La llave

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La llave
La sala de espera de la pequeña y remota estación estaba en silencio, a no ser por el sonido nocturno de los insectos. Se podían escuchar, entre la hierba, afuera, sus movimientos que bordaban la noche dando la impresión de una tenue voz contando un cuento. O se podía escuchar el golpeteo sólido de las luciérnagas y el movimiento rasposo de sus grandes alas contra el techo de madera. Algunas de las luciérnagas se aferraban con todo su peso a la lámpara amarilla, como abejas atontadas a un olor sin sentido. 
Había dos hileras de personas sentadas bajo esta luz punzante que aguijoneaba sus caras inmóviles, sus cuerpos torcidos. Solos o en pareja, estaban callados e incómodos, no del todo dormidos. Nadie parecía impaciente aunque el tren se estaba retrasado. Una niña yacía de espaldas sobre el regazo de su madre como si el sueño la hubiera derribado de un golpe. 
Ellie y Albert Morgan estaban sentados en una banca esperando el tren como los demás y no tenían nada que decirse. Sus nombres estaban escritos con esmero y letras grandes en una maleta color ladrillo que no cerraba bien debido a que le faltaba una hebilla, de manera que ahora se hallaba entreabierta como un estúpido par de labios. “Albert Morgan, Ellie Morgan, Yellow Leaf, Mississippi”. Seguramente habían llegado a la estación en carreta porque ellos y la maleta llevaban la marca de un polvo ligero y amarillo como huellas digitales. 
Ellie Morgan era una mujer maciza con una cara roja y apretada como una rosa de antaño. Andaría cerca de los cuarenta. Un bolso negro colgaba de su rígida muñeca derecha; sin duda que sus ahorros habían hecho posible este viaje. Y ¿a dónde?, se preguntarán, ya que estaba sentada tensa y sólida como un cubo, como si se preparara para enfrentar una aprehensión innombrable que crecía y se desbordaba dentro de ella ante la idea del viaje. El esfuerzo cuarteaba su rostro en líneas a la vez cansadas y endurecidas, como si alguien hubiera muerto — esa expresión de agonía demasiado explícita del deseo de comunicar. 
Albert daba una impresión más suave y más lenta. Estaba sentado inmóvil al lado de Ellie, sosteniendo con ambas manos el sombrero en el regazo —un sombrero que se veía que jamás se había puesto. Albert parecía hecho en casa, como si su mujer hubiera decidido tejerse o fabricarse un marido durante sus noches de soledad. Tenía una masa de cabello rubio muy delgado y descolorido por el sol. Era demasiado tímido para este mundo, se notaba. Sus manos, que tenían la apariencia de cartón, sostenían su sombrero sin moverse; sin embargo con qué suavidad caía su mirada sobre la copa del sombrero, moviéndose soñadora y a la vez con temor sobre esa superficie café. Era más pequeño que su mujer. Su traje también era café y lo llevaba puesto con pulcritud y cuidado, como si estuviera murmurando: “No me miren —no hace falta que me miren— casi no se me ve”. Pero esa expresión también la habrán encontrado en algunos niños silenciosos, que cuentan lo que soñaron la noche anterior en inesperados y casi hilarantes destellos de confianza. 
De vez en cuando, como si advirtiera alguna cosa diminuta, una mirada de pronto alerta y atormentada se extendía paso a paso por el rostro de este pequeño hombre, y miraba lentamente a su alrededor, como a hurtadillas. Luego volvía a agachar la cabeza; la expresión se borraba de su rostro, alguna frescura interior se le había negado. En la pared detrás de su cabeza había un cartel sucio de años, donde se veía una locomotora a punto de estrellarse contra un coche descapotado lleno de mujeres con velos. Nadie en la estación se asustaba de ese cartel tan familiar, como tampoco les despertaba curiosidad ese hombrecito que cabeceaba enmarcado por el cartel. Y sin embargo, por un momento podía parecerle a uno que estaba sentado allí lleno de esperanza. 
Entre las demás personas en la estación había un hombre joven, de apariencia fuerte, solo, sin sombrero, pelirrojo, parado cerca de la pared mientras los demás estaban sentados en las bancas. Tenía en la mano una pequeña llave que volteaba una y otra vez entre sus dedos, pasándola nerviosamente de una mano a otra, lanzándola con suavidad al aire y atrapándola. 
Estaba de pie, mirando de manera distraída a los demás. Su mirada tan intensa y tan amplia hacía que el que le mirara se sintiera mecido como un barco pequeño en la estela de otro más grande. Había en él un exceso de energía que lo separaba de todos los demás, pero en el movimiento de sus manos se adivinaba, en lugar de un deseo por comunicarse, una reticencia, tal vez un secreto, mientras la llave iba y venía. Se veía que no era del pueblo, tal vez era un criminal o un jugador, pero la dulzura había vuelto más grandes sus ojos. Su mirada viajaba sin detenerse mucho en ningún sitio; era un enfocar rápido de un interés tierno y a la vez muy explícito. 
El color de su cabello parecía saltar y moverse, como la llama de un cerillo encendido en el viento. Las lámparas del techo no eran constantes sino que parecían pulsar como una fuerza viva y pasajera, de manera que el joven, en su preocupación, daba la impresión de temblar dentro de los contornos de su tamaño y de su fuerza, y no lograba imprimir su silueta exacta sobre las paredes amarillas. Era como una salamandra en el fuego. Daban ganas de decirle: “Ten cuidado”, pero también: “ven acá”. Nervioso y aislado en su distracción, seguía de pie lanzando la llave de una mano a otra. De pronto se volvió un gesto de abandono: una mano se quedó detenida en el aire, y luego se movió demasiado tarde: la llave cayó al piso.

Todos excepto Albert y Ellie Morgan levantaron la vista un momento. Al caer la llave al piso hizo un ruido duro y metálico, como un desafío, un sonido serio. La gente llegó casi a sobresaltarse. Parecía un insulto, una cuestión muy personal, en el cuarto silencioso y tranquilo donde los insectos golpeteaban contra el techo y donde cada persona tenía derecho a sentarse entre sus pertenencias y esperar una salida que nada ponía en duda. Pequeños muros de reproche se fueron levantando alrededor de todos ellos. 
Un ligero aire de diversión rozó el rostro del joven al observar las caras sorprendidas y sin embargo bajo control y obstinadamente vacías, que volvieron la vista hacia él un momento para luego desviarla. Se acercó al otro lado para recoger su llave. 
Pero la llave había rebotado y se había deslizado por el piso, y ahora yacía en el polvo a los pies de Albert Morgan. 
Y Albert Morgan estaba de hecho recogiendo la llave. Frente a él, el joven vio cómo la estudiaba sin prisa, el asombro evidente en su rostro y en sus manos, como si hubiera caído del cielo. ¿Qué, no había oído el ruido? Algo en Albert no era normal... 
Como si así hubiera decidido, el joven no le puso fin a este asombro al no reclamar la llave. No se acercó, y en su mirada baja había una chispa extraña de interés o de algo más insondable, como resignación. 
El hombrecito con seguridad había tenido la vista clavada en el piso, pensando. Y de pronto sobre la superficie oscura se había deslizado la pequeña llave. Se veía que la memoria invadía, torcía, cautivaba su rostro. Qué cosa inocente y extraña le habría hecho revivir —un pez que alguna vez habría sorprendido muy cerca de la superficie del agua en un lago asoleado en el campo, cuando era niño—. Era tan inesperado, tan sorprendente y sin embargo tan lleno de sentido. Albert estaba sentado, la llave en su palma abierta. Qué intenso, descomunal y por completo fútil se vuelve todo intento de expresión por parte de los que padecen algún mal. Con un deleite casi incandescente, sintió la temperatura y el peso misteriosos de la llave. Luego se volvió hacia su mujer. Los labios le temblaban. 
Y el joven seguía esperando, como si la extraña alegría del hombrecito le importara más que la falta que le hacía la llave. Electrizado, vio a Ellie deslizar sobre su brazo la manija de su bolso y con los dedos comenzar a hablarle a su esposo. 
Los demás también habían visto a Ellie; una lástima poco profunda bañó la sala de espera como una ola sucia que se vuelve espuma y se extiende paso a paso por una playa pública. Con rápidos murmullos, de banca en banca la gente se fue diciendo “¡son sordomudos!” Qué ignorantes resultaban ser de lo que el joven veía. Aunque no tenía forma de conocer las palabras de Ellie, le preocupaba el error del hombrecito, lo equivocado de su sorpresa y de su felicidad. 
Albert le contestaba a su mujer. Con sus manos le dijo: “La encontré. Ahora es mía. Es importante. Importante. Algo quiere decir. Ahora nos llevaremos mejor, nos entenderemos mejor... Tal vez cuando lleguemos a las cataratas del Niágara nos enamoraremos como les ha pasado a otros. Tal vez nuestro matrimonio fue por amor a pesar de todo, y no por aquella otra razón —el hecho de que ambos estemos marcados de la misma manera: sin poder hablar, solos a causa de eso—. Ahora ya no tienes por qué avergonzarte de mí, por ser siempre tan cauteloso y lento, ni por el hecho de que siempre me tomo mi tiempo... Puedes tener esperanzas. Porque yo encontré la llave. No se te olvide: yo la encontré.” De pronto se rió en silencio. 
Todos se quedaron viendo el discurso pasional que brotaba de sus dedos. Les daba pena, estaban sólo en parte conscientes de alguna crisis y algo molestos, pero no eran capaces de interferir; era como si ellos fueran los sordomudos y él, el que tenía la palabra. Cuando se rió algunos se rieron con él inconscientemente, y aliviados dejaron de mirarlo. Pero el joven seguía inmóvil y silencioso, esperando desde una pequeña distancia. 
—Esta llave llegó aquí de forma misteriosa —tiene que significar algo —prosiguió el marido. Le enseñaba la llave a Ellie—. Siempre estás rezando, crees en los milagros; bueno, pues ahora tienes una respuesta. Vino hacia mí. 
Su mujer miró a su alrededor, incómoda, y sus dedos dijeron: —Siempre andas diciendo tonterías. Cállate. 
Pero en el fondo estaba contenta, y cuando lo vio volver la mirada hacia abajo, como antes, estiró la mano como para retirar lo dicho, y la apoyó sobre la de él, tocando la llave; la ternura suavizó su mano gastada. A partir de ese momento no volvieron a mirar a su alrededor, no vieron nada, sólo se vieron el uno al otro. Se los veía tan concentrados, tan solemnes, frente a su deseo tan grande de que sus símbolos quedaran completamente claros. 
—Debes verlo como un símbolo —habló otra vez, sus dedos torpes y borrosos por la emoción—. Es un símbolo de algo, algo que nos merecemos, y ese algo es la felicidad. En las cataratas del Niágara vamos a encontrar la felicidad. 
Y entonces, como si de pronto todo lo intimidara, hasta ella, se volteó y deslizó la llave dentro de su bolsillo. Se quedaron viendo su maleta, sus manos inertes en el regazo. 
El joven les dio lentamente la espalda y regresó a la pared, y allí sacó un cigarro y lo prendió. 
Afuera la noche oprimía la estación como si ésta fuera una piedra pura en la que la pequeña sala pudiese quedar inmovilizada, sacrificando el futuro para preservar este momento de esperanza —un insecto en ámbar—. El tren entró a la estación, se detuvo y partió casi en silencio. 
En la sala de espera la gente se había ido, o había cambiado de posición mientras dormía o andaba dando vueltas. Nadie seguía en la misma posición de antes. Pero los sordomudos y el joven ocioso permanecían en sus lugares. 
El hombre seguía fumando. Iba vestido como un joven doctor del pueblo o algo así, y sin embargo no parecía ser del lugar. Se veía fuerte y activo, pero había una cualidad sorprendente contenida en la misma seguridad de su cuerpo, la voluntad de estar siempre confundido, incluso alterado, una inquietud que volvía su fuerza escurridiza y disipada en lugar de permanecer contenida y codiciosamente bella. Su juventud ya no resultaba ser un factor importante respecto a él; sin duda era un medio para su actividad, pero mientras estaba de pie, frunciendo las cejas y fumando, uno sentía cierta angustia porque daba la impresión de que no lograría expresar los deseos de su vida joven y fuerte, aislada en la compasión, dispuesta a hacer regalos o sacrificios intuitivos o a realizar cualquier acción —no porque el mundo necesitara de su fuerza, sino porque él era demasiado impresionable. 
Uno se sentía sobresaltado al mirarlo, y cuando dejaba de ver el cuarto amarillo y cerraba los ojos, su intensidad, junto con la del cuarto, parecía haber dejado impresa su misma sombra en la imaginación, una negrura junto con la luz, el negativo con el positivo. Daba la impresión de que existía un contacto perfecto y cuidadoso entre las superficies de los corazones que hacía que uno fuera consciente, de alguna manera, de la alegría y la desesperación de este joven. Se podía sentir la plenitud y el vacío en la vida de este extraño. 
Entró el empleado de la estación columpiando una linterna que detuvo bruscamente en su arco. Incómodo y luego enojado, se acercó a los sordomudos y movió el brazo varias veces con un gesto violento y encogió los hombros. 
Albert y Ellie Morgan estaban profundamente escandalizados. Por un instante la mujer parecía resignarse a la desesperanza. Pero el hombrecito —resultaba sorprendente la expresión bravucona de su rostro. 
En la estación, el pelirrojo dijo en voz alta pero para sí: “Perdieron el tren”. 
Como haciendo rápidas disculpas el empleado puso su linterna en el suelo junto a los pies de Albert y se alejó con rapidez. 
Como completando un círculo, el pelirrojo también caminó hacia los sordomudos y se detuvo silencioso cerca de ellos. Con los ojos cargados de reproche, la mujer alzó una mano y se quitó el sombrero.

De nuevo intercambiaron rápidas palabras, como si fueran una sola persona. La vieja rutina de sus sentimientos pesaba sobre ellos otra vez. Quizá uno hubiera pensado, al ver su parecido —su cabello también era rubio—: se criaron juntos; tal vez son primos; ambos padecen lo mismo; tal vez a ambos los mandaron al hospital del estado. 
Se sentía una atmósfera de conjura. Estaban tramando algo contra aquella conspiración de las cosas que los oprimía desde fuera de su conocimiento y de su forma de darse a entender. Era obvio que esto le causaba a la mujer el mayor de los gustos. Pero uno se preguntaba viendo a Albert, a quien alteraba hablar, si esto no había sido siempre un juego rudo y violento que Ellie, por ser mayor y más fuerte, le había enseñado a jugar con ella. 
—¿Qué querrá? —le preguntó a Albert, señalando al pelirrojo, que esbozó una discreta sonrisa. ¡Cómo le brillaban los ojos! Nadie sospechaba lo profundo que yacía en su corazón la sospecha de todo el mundo exterior, ni qué tan lejos la había llevado esto. 
—¿Que qué quiere?, pues la llave —le contestó veloz Albert. 
¡Claro! Y qué maravilloso había sido estar sentado ahí con la llave bien escondida, ya que nadie, ni su mujer, sabía dónde la había guardado. De manera furtiva su mano palpó la llave, que con seguridad se hallaba en algún bolsillo cerca de su corazón. Meneó suavemente la cabeza. La llave había aparecido ante sus ojos, en el piso de la estación, de pronto; y sin embargo, no de forma del todo inesperada. Las cosas siempre le suceden así a uno. Pero Ellie no entendía. 
Ahora estaba sentada muy quieta. No era nada más desesperanza por el viaje. Ella también, en sus adentros, sentía algo por esa llave, por sí misma, más allá de lo que había dicho o de lo que él le había contado. Casi la había compartido con ella —era fácil darse cuenta—. Fruncía el ceño y sonreía casi al mismo tiempo. Había algo, algo que podía casi recordar, pero no del todo, que le permitiría quedarse con la llave para siempre. Lo sabía, y se acordaría después, cuando estuviera solo. 
—No temas, Ellie —dijo; una sonrisita rígida le levantaba el labio—. La tengo bien guardada en un bolsillo. Nadie puede encontrarla, y no hay hoyos por donde se pueda caer. 
Asintió con la cabeza pero siempre con dudas, siempre ansiosa. Se le veía la preocupación en las manos. Qué terrible, y qué extraño que Albert quisiera la llave más de lo que la quería a ella. No le importaba no haberse subido al tren. Se le notaba en cada línea, en cada movimiento del cuerpo. La llave estaba más cerca —más cerca. Toda esta historia comenzó a iluminarlos, como si la llama de la linterna hubiera crecido. El cuerpo ansioso y agitado de Ellie podía envolverlo dulcemente, como una cuna, pero el significado secreto, ese signo poderoso, esa seguridad que tanto buscaba, que tanto se merecía, eso nunca había llegado. Ellie carecía de algo. 
Quizá Ellie con todas sus sospechas había conocido a su manera algo parecido a esto. ¡Qué vacías y nerviosas sus manos rojas de tanto fregar! ¡Qué desesperadas por hablar! Sí, debía considerarlo como una gran infelicidad que yacía entre ellos, algo más que el vacío. Seguramente se preocupaba y hablaba de ello. Uno podía imaginarse a Ellie dejando de batir la mantequilla, salir a la galería donde Albert se sentaba, para decirle que lo quería y que siempre cuidaría de él, hablando mientras chorreaba de sus dedos la leche agria y grumosa. Y en esos momentos qué sentido tendría decirle que hablar no sirve de nada, que no hacen falta los cuidados... Y tarde o temprano él le contestaba, decía algo, asentía, y ella se iba... 
Y Albert, con ese rostro tan capaz de asombro, le hacía entrever a uno lo extraño de hablar con Ellie. Mientras no hable uno con ella, decían sus ojos redondos y cafés, se puede estar tranquilo y seguro de que las cosas andan solas. Mientras uno no se meta, todo marcha bien, como un día cualquiera en la granja —el trabajo se hace, la mujer atiende la casa, uno en el campo, la cosecha madura como debe, la vaca da leche y el cielo es una manta que lo cubre todo—, así que uno está tan contento como un potro, no hace falta nada y uno no le hace falta a nadie. Pero cuando uno levanta las manos y empieza a hablar, si no se cuida esta seguridad sale corriendo y lo deja solo. Uno dice algo, hace una observación, sólo por contestar a los comentarios insistentes de la mujer, y todo se sacude, todo se desordena, todo se abre como la tierra bajo el arado, y uno corriendo detrás. 
Pero Albert sabía que la felicidad es algo que aparece de pronto, que está destinado, uno estira la mano, la recoge y la esconde en el pecho, un objeto brillante que nos hace recordar algo vivo y lleno de movimiento. 
Ellie seguía sentada silenciosa como un gato. Había abierto su bolso y sacado una postal de las cataratas del Niágara. 
—Que no la vea el hombre —dijo—. Sospechaba de él. El pelirrojo se había acercado. Se agachó y vio que era una postal de las cataratas del Niágara. 
—¿Ves ese barandal?— dijo Albert con ternura. A Ellie le encantaba verlo contar esa historia; juntó las manos y sonrió, y se le vio el diente chueco; parecía más joven; así se la veía cuando era niña. 
—Esto es lo que la maestra nos enseñaba con su vara en la transparencia de la linterna mágica, ese pequeño barandal. Te paras acá. Te apoyas con fuerza contra el barandal. Y puedes oír las cataratas del Niágara. 
—¿Cómo puedes oírlas? Dime —suplicaba Ellie, moviendo la cabeza. 
—Las oyes con todo tu ser. Escuchas con los brazos y las piernas y todo el cuerpo. Después de eso nunca se te olvidará lo que es oír. 
Se lo ha de haber contado miles de veces en su obediencia, y ella sonreía agradecida, y miraba adentrándose en la postal a color de la catarata. 
Poco después dijo: 
—De no haber perdido el tren ya estaríamos allí. 
Ni siquiera sabía que estaba a muchas millas de distancia y que eran varios días de viaje. 
Miró al pelirrojo frunciendo los ojos y por fin él volteó la mirada. Había visto el polvo sobre su garganta y una aguja clavada en el cuello de su vestido donde la había dejado, el hilo insertado en el ojo —los últimos detalles—. Sus manos estaban apretadas y arrugadas por la presión. Mecía suavemente el pie debajo de su falda, estrenando la tiesa zapatilla Mary Jane. 
Albert también miró para otro lado. Fue entonces cuando dio la impresión de que le había causado miedo en verdad pensar que de no haber perdido el tren estarían escuchando en ese mismo momento las cataratas del Niágara. Tal vez estarían juntos de pie, apoyados en el barandal, apoyados el uno contra el otro, y sus vidas fluyendo a través de ellos, y cambiarían... ¿Y cómo saber cómo sería? Agachó la cabeza y evitó mirar a su mujer. Miró una vez al extraño, con una mirada casi suplicante, como diciendo “¿Vendrás con nosotros?” 
—Trabajar tantos años para perder el tren —dijo Ellie. 
Se le veía en la cara que especulaba valientemente, insatisfecha, esperando el futuro. 
Y uno sabía cómo se sentaría a rumiar sobre esto y también sobre sus conversaciones, sobre cada malentendido, cada discusión, a veces hasta sobre algún acuerdo entre ellos al que habían llegado; hasta sobre la separación secreta y característica que se da entre un hombre y una mujer, aquello que los hace ser lo que son en esencia, su vida secreta, su memoria del pasado, su infancia, sus sueños. Esto era para Ellie la infelicidad. 
De niña le habían contado cómo los recién casados suelen ir a las cataratas del Niágara en su viaje de bodas, para dar comienzo a su felicidad; y allí depositó su esperanza, toda su esperanza. Así que ahorró. Trabajó más duro que él, se notaba al comparar sus manos, los años buenos como los malos, más de lo que era bueno para una mujer. Año con año había colocado su esperanza por delante de ella. 
Y él —de alguna manera nunca pensó que este momento llegaría, que algún día en verdad harían un viaje. Nunca veía tan lejos ni tan profundo como Ellie, hacia el futuro, hacia el cambio y la fusión de su vida común cuando llegaran a las cataratas del Niágara. Para él se trataba de algo siempre pospuesto, como pagar una hipoteca. 
Pero sentado en la estación, la maleta lista y a sus pies, se había dado cuenta de que este viaje —de hecho— podría realizarse. La llave se había materializado para hacerle ver la enormidad de este suceso. Y después de la primera sorpresa, y de su orgullo, simplemente se había reservado la llave; la había escondido en su bolsillo.
Ellie miró sin parpadear la luz de la linterna en el piso. Su cara se veía fuerte y aterradora, toda encendida y muy cerca de la suya. Pero allí no había felicidad. Uno sabía que era muy valiente.
Albert parecía encogerse, retroceder... Su mano temblorosa otra vez desapareció dentro de su abrigo y tocó el bolsillo donde yacía la llave a la espera. ¿Recordaría alguna vez ese algo intangible que tenía la llave o tendría la certeza de lo que simbolizaba?... Sus ojos, que tendían a empañarse, de golpe empezaron a soñar. Tal vez hasta había decidido que era un símbolo no de felicidad con Ellie, sino de otra cosa —algo que podía tener para sí mismo, solo, en paz, algo extraño, que no se había propuesto buscar y que sin embargo vendría a él...
El pelirrojo sacó una segunda llave de su bolsillo, y con un solo movimiento, la puso en la palma roja de Ellie. Era una llave con una gran etiqueta triangular de cartón, en donde se leía: “Star Hotel, habitación 2”.
No esperó ver más, sino que se adentró con brusquedad en la noche. Se detuvo un momento y buscó un cigarrillo. Con el cerillo encendido cerca de su cara miró hacia adelante y en sus ojos, a la vez salvajes y penetrantes, había, además de compasión, una mirada a la vez inquieta y cansada, muy acostumbrada a lo cómico. Se notaba que despreciaba y veía la futilidad de lo que acababa de hacer.

Eudora Welty, La llave.

Eudora Welty

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