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Channel: Fuera de lugar
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La muñeca hinchable, Javier Tomeo

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La muñeca hinchable
Cuando le abandonó su muñeca hinchable, mi amigo pensó que su soledad ya no tenía remedio y se sintió el hombre más infeliz del mundo.
—Fue hermoso mientras duró —me confiesa esta mañana, con los ojos llorosos—. Ni una sola recriminación, ni una sola palabra más alta que otra. Lo nuestro fue, sobre todo, un dulce monólogo.
—Dime —le pregunto—, ¿quién fue, en ese monólogo, el único que hablaba?
—Ella —reconozco.
—Pues no me extraña que al final se fuese con otro —le digo—. El silencio acaba aburriendo a cualquiera.
Continuamos paseando por el parque de Z. y al cabo de un rato nos sentamos en un banco recién pintado de verde limón. De un tiempo a esta parte no resulta fácil encontrar un banco en esas condiciones.
—Lo que más me fastidia —sigue confesándome— es que cuando me vaya al otro barrio, no dejaré en este mundo una esposa que me llore. No habrá nadie que se tome la molestia de incinerarme para conservar mis cenizas en un jarrón de porcelana checoslovaco.
Y después de decirme esas tonterías no añade nada más. Le conozco bastante bien, puede que no vuelva a despegar los labios en todo el día. A partir de este instante tendré que adivinar sus pensamientos por su forma de resoplar por la nariz.
Javier Tomeo,  La muñeca hinchable.

Javier Tomeo


El triste, Arturo del Hoyo

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El triste
Comí de las ciruelas, porque no dijeran. Reían, y yo también me puse a reír, aunque mi corazón de niño estaba triste. Salté, ellos saltaban, y tiré cosas por el balcón, ya que a ellos les gustaba hacerlo. Luego jugamos en el pasillo, si bien yo hubiera preferido ver cómo jugaban los otros. Más tarde dijeron: «Vamos a jugar a la oca». Y cuando estuve sentado, la silla, que estaba rota, me hizo rodar por el suelo.
Reían la broma con grandes risas y me miraban con los ojos congestionados por aquel triunfo. Yo, en el suelo, reí con ellos, aunque mi corazón de niño estaba triste».
 Arturo del Hoyo. El triste.


Arturo del Hoyo

James Joyce, Eveline

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Eveline
Sentada ante la ventana, miraba cómo la noche invadía la avenida. Su cabeza se apoyaba contra las cortinas de la ventana, y tenía en la nariz el olor de la polvorienta cretona. Estaba cansada.
Pasaba poca gente: el hombre de la última casa pasó rumbo a su hogar, oyó el repiqueteo de sus pasos en el pavimento de hormigón y luego los oyó crujir sobre el sendero de grava que se extendía frente a las nuevas casas rojas. Antes había allí un campo, en el que ellos acostumbraban jugar con otros niños. Después, un hombre de Belfast compró el campo y construyó casas en él: casas de ladrillos brillantes y techos relucientes, y no pequeñas y oscuras como las otras. Los niños de la avenida solían jugar juntos en aquel campo; los Devine, los Water, los Dunn, el pequeño lisiado Keogh, ella, sus hermanos y hermanas. Sin embargo, Ernest jamás jugaba: era demasiado grande. Su padre solía echarlos del campo con su bastón de ciruelo silvestre; pero por lo general el pequeño Keogh era quien montaba guardia y avisaba cuando el padre se acercaba. Pese a todo, parecían haber sido bastante felices en aquella época. Su padre no era tan malo entonces, y, además, su madre vivía. Hacía mucho tiempo de aquello. Ella, sus hermanos y hermanas se habían transformado en adultos; la madre había muerto. Tizzie Dunn había muerto también, y los Water regresaron a Inglaterra. Todo cambia. Ahora ella se aprestaba a irse también, a dejar su hogar.
¡Su hogar! Miró a su alrededor, repasando todos los objetos familiares que durante tantos años había limpiado de polvo una vez por semana, mientras se preguntaba de dónde provendría tanto polvo. Tal vez no volvería a ver todos aquellos objetos familiares, de los cuales jamás hubiera supuesto verse separada. Y sin embargo, en todos aquellos años, nunca había averiguado el nombre del sacerdote cuya foto amarillenta colgaba de la pared, sobre el viejo armonio roto, y junto al grabado en colores de las promesas hechas a la beata Margaret Mary Alacoque. El sacerdote había sido compañero de colegio de su padre. Cada vez que éste mostraba la fotografía a su visitante, agregaba de paso:
-En la actualidad está en Melbourne.
Ella había consentido en partir, en dejar su hogar. ¿Era prudente? Trató de sopesar todas las implicaciones de la pregunta. De una u otra forma, en su hogar tenía techo y comida, y la gente a quien había conocido durante toda su existencia. Por supuesto que tenía que trabajar mucho, tanto en la casa como en su empleo. ¿Qué dirían de ella en la tienda, cuando supieran que se había ido con un hombre? Pensarían tal vez que era una tonta, y su lugar sería cubierto por medio de un anuncio. La señorita Gavan se alegraría. Siempre le había tenido un poco de tirria y lo había demostrado en especial cuando alguien escuchaba.
-Señorita Hill, ¿no ve que estas damas están esperando?
-Muéstrese despierta, señorita Hill, por favor.
No lloraría mucho por tener que dejar la tienda.
Pero en su nuevo hogar, en un país lejano y desconocido, no sería así. Luego se casaría; ella, Eveline. Entonces la gente la miraría con respeto. No sería tratada como lo había sido su madre. Aún ahora, y aunque ya tenía más de 19 años, a veces se sentía en peligro ante la violencia de su padre. Ella sabía que eso era lo que le había producido palpitaciones. Mientras fueron niños, su padre nunca la maltrató, como acostumbraba a hacerlo con Harry y Ernest, porque era una niña; pero después había comenzado a amenazarla y a decir que se ocupaba de ella sólo por el recuerdo de su madre. Y en el presente ella no tenía quién la protegiera: Ernest había muerto, y Harry, que se dedicaba a decorar iglesias, estaba casi siempre en algún punto distante del país. Además, las invariables disputas por dinero de los sábados por la noche comenzaban a fastidiarla sobre manera. Ella siempre aportaba todas sus entradas -siete chelines- y Harry enviaba sin falta lo que podía; el problema era obtener algo de su padre. Éste la acusaba de malgastar el dinero, decía que no tenía cabeza y que no le daría el dinero que había ganado con dificultad para que ella lo tirara por las calles; y muchas otras cosas, porque generalmente él se portaba muy mal los sábados por la noche. Terminaba por darle el dinero y preguntarle si no pensaba hacer las compras para el almuerzo del domingo. Entonces ella debía salir corriendo para hacer las compras, mientras sujetaba con fuerza su bolso negro abriéndose paso entre la multitud, para luego regresar a casa tarde y agobiada bajo su carga de provisiones. Le había dado mucho trabajo atender la casa y hacer que los dos niños que habían sido dejados a su cuidado fueran a la escuela regularmente y comieran con la misma regularidad. Era un trabajo pesado -una vida dura-, pero ahora que estaba a punto de partir no le parecía ésa una vida del todo indeseable.
Iba a ensayar otra vida; Frank era muy bueno; viril y generoso. Ella se iría con él en el barco de la noche, para ser su mujer y para vivir juntos en Buenos Aires, donde él tenía un hogar que aguardaba. Recordaba muy bien la primera vez que lo había visto; había alquilado una habitación en una casa de la calle principal; y ella solía hacer frecuentes visitas a la familia que vivía allí. Parecía que hubieran transcurrido sólo pocas semanas. Él estaba en la puerta de la verja, con su gorra de visera echada sobre la nuca, y el pelo le caía sobre el rostro bronceado. Así se conocieron. Él acostumbraba encontrarla a la salida de la tienda todas las tardes, y la acompañaba hasta su casa. La llevó a ver La Niña Bohemia, y ella se sintió endiosada al sentarse junto a él en las butacas más caras del teatro. Él tenía gran afición por la música y cantaba bastante bien. La gente sabía que estaban en relaciones y, cuando él cantaba la canción de la muchacha que ama a un marino, ella se sentía siempre agradablemente confusa. Él, en broma, la llamaba “Poppens” (amapola). Al principio, para ella resultó emocionante tener un amigo, y luego él comenzó a gustarle. Conocía relatos de países distantes. había comenzado como grumete por una libra mensual en un barco de la Altan Lines que iba al Canadá. Le nombró los barcos en los que había trabajado y enumeró las diversas compañías. Había navegado a través del estrecho de Magallanes, y relató anécdotas de los terribles indios patagones; tuvo suerte en Buenos Aires, dijo, y sólo había vuelto a su patria para pasar las vacaciones. Naturalmente, el padre de ella se enteró, y le prohibió, terminantemente, continuar tales relaciones.
-Conozco a esos marineros... -dijo.
Un día, su padre discutió con Frank, y después de eso ella tuvo que encontrarse en secreto con su enamorado.
La tarde se oscurecía en la avenida. La blancura de las dos cartas que tenía sobre el regazo se iba desvaneciendo. Una de las cartas era para Harry. Su padre había envejecido últimamente, según había notado; la extrañaría. A veces se portaba muy bien. No hacía mucho, una vez que ella debió permanecer en cama durante un día, él le había leído en voz alta una historia de fantasmas y le había preparado tostadas sobre el fuego. Otro día, cuando su madre aún vivía, fueron a merendar a la colina de Howth. Recordaba a su padre poniéndose el sombrero de la madre para hacer reír a los niños.
El tiempo transcurría, pero ella continuaba sentada junto a la ventana con la cabeza apoyada en la cortina, aspirando el olor de la polvorienta cretona. Lejos, en la avenida, podía oír un organillo callejero. Conocía la melodía. Era extraño que justo esa noche volviera para recordarle la promesa hecha a su madre: la de atender la casa mientras pudiera. Recordó la última noche de enfermedad de su madre; estaba en el cerrado y oscuro cuarto situado del otro lado del vestíbulo, y había oído afuera una melancólica canción italiana. Dieron al organillo seis peniques para que se alejara. Recordó la exclamación de su padre, cuando volvió al cuarto de la enferma.
-¡Malditos italianos! ¡Ni siquiera aquí nos dejan en paz!
Mientras meditaba, la lastimosa visión de la vida de su madre trazaba una huella en la esencia misma de su propio ser; aquella vida de sacrificios intrascendentes que desembocó en la locura final. Se estremeció mientras oía otra vez la voz de su madre repitiendo una y otra vez, con estúpida insistencia, las voces irlandesas:
-¡Derevaun Seraun! ¡Derevaun Seraun!
Se puso de pie con súbito impulso de terror. ¡Escapar, debía escapar! Frank la salvaría. Él le daría vida, tal vez amor también. Pero deseaba vivir. ¿Por qué había de ser desgraciada? Tenía derecho a ser feliz. Frank la tomaría en sus brazos, la estrecharía en sus brazos. La salvaría.
Estaba en medio de la movediza multitud, en el muelle del North Wall. Él la tenía de la mano, y ella sabía que él le hablaba, que le decía con insistencia algo acerca del pasaje. El muelle estaba lleno de soldados con mochilas pardas. A través de las abiertas puertas de los galpones, entrevió la masa negra del barco, inmóvil junto al muelle y con los ojos de buey iluminados. No respondió. Sentía sus mejillas pálidas y frías y, desde un abismo de angustia, rogaba a Dios que la guiara, que le señalara su deber. El barco lanzó una larga pitada fúnebre en la niebla. Si se iba, mañana estaría en el mar, con Frank, rumbo a Buenos Aires. Sus pasajes habían sido reservados. ¿Podía volverse atrás, después de todo lo que Frank había hecho por ella? La angustia le produjo náuseas, y siguió moviendo los labios en silenciosa y ferviente plegaria. Sonó una campana, que le estremeció el corazón. Sintió que él la tomaba de la mano.
-¡Ven!
Todos los mares del mundo se agitaron alrededor de su corazón. Él la conducía hacia ellos, la ahogaría. Se tomó con ambas manos de la verja de hierro.
-¡Ven!
¡No! ¡No! ¡No! Imposible. Sus manos se aferraron al hierro, frenéticamente. Desde el medio de los mares que agitaban su corazón, lanzó un grito de angustia.
-¡Eveline! ¡Evy!
Él se precipitó detrás de la barrera y le gritó que lo siguiera. La gente le chilló para que él continuara caminando, pero Frank seguía llamándola. Ella volvió su pálida cara hacia él, pasiva, como animal desamparado. Sus ojos no le dieron ningún signo de amor, ni de adiós, ni de reconocimiento.
James Joyce, Eveline

James Joyce
Eveline
She sat at the window watching the evening invade the avenue. Her head was leaned against the window curtains and in her nostrils was the odour of dusty cretonne. She was tired.
Few people passed. The man out of the last house passed on his way home; she heard his footsteps clacking along the concrete pavement and afterwards crunching on the cinder path before the new red houses. One time there used to be a field there in which they used to play every evening with other people's children. Then a man from Belfast bought the field and built houses in it -- not like their little brown houses but bright brick houses with shining roofs. The children of the avenue used to play together in that field -- the Devines, the Waters, the Dunns, little Keogh the cripple, she and her brothers and sisters. Ernest, however, never played: he was too grown up. Her father used often to hunt them in out of the field with his blackthorn stick; but usually little Keogh used to keep nix and call out when he saw her father coming. Still they seemed to have been rather happy then. Her father was not so bad then; and besides, her mother was alive. That was a long time ago; she and her brothers and sisters were all grown up her mother was dead. Tizzie Dunn was dead, too, and the Waters had gone back to England. Everything changes. Now she was going to go away like the others, to leave her home.
Home! She looked round the room, reviewing all its familiar objects which she had dusted once a week for so many years, wondering where on earth all the dust came from. Perhaps she would never see again those familiar objects from which she had never dreamed of being divided. And yet during all those years she had never found out the name of the priest whose yellowing photograph hung on the wall above the broken harmonium beside the coloured print of the promises made to Blessed Margaret Mary Alacoque. He had been a school friend of her father. Whenever he showed the photograph to a visitor her father used to pass it with a casual word:
"He is in Melbourne now."
She had consented to go away, to leave her home. Was that wise? She tried to weigh each side of the question. In her home anyway she had shelter and food; she had those whom she had known all her life about her. O course she had to work hard, both in the house and at business. What would they say of her in the Stores when they found out that she had run away with a fellow? Say she was a fool, perhaps; and her place would be filled up by advertisement. Miss Gavan would be glad. She had always had an edge on her, especially whenever there were people listening.
"Miss Hill, don't you see these ladies are waiting?"
"Look lively, Miss Hill, please."
She would not cry many tears at leaving the Stores.
But in her new home, in a distant unknown country, it would not be like that. Then she would be married -- she, Eveline. People would treat her with respect then. She would not be treated as her mother had been. Even now, though she was over nineteen, she sometimes felt herself in danger of her father's violence. She knew it was that that had given her the palpitations. When they were growing up he had never gone for her like he used to go for Harry and Ernest, because she was a girl but latterly he had begun to threaten her and say what he would do to her only for her dead mother's sake. And no she had nobody to protect her. Ernest was dead and Harry, who was in the church decorating business, was nearly always down somewhere in the country. Besides, the invariable squabble for money on Saturday nights had begun to weary her unspeakably. She always gave her entire wages -- seven shillings -- and Harry always sent up what he could but the trouble was to get any money from her father. He said she used to squander the money, that she had no head, that he wasn't going to give her his hard-earned money to throw about the streets, and much more, for he was usually fairly bad on Saturday night. In the end he would give her the money and ask her had she any intention of buying Sunday's dinner. Then she had to rush out as quickly as she could and do her marketing, holding her black leather purse tightly in her hand as she elbowed her way through the crowds and returning home late under her load of provisions. She had hard work to keep the house together and to see that the two young children who had been left to hr charge went to school regularly and got their meals regularly. It was hard work -- a hard life -- but now that she was about to leave it she did not find it a wholly undesirable life.
She was about to explore another life with Frank. Frank was very kind, manly, open-hearted. She was to go away with him by the night-boat to be his wife and to live with him in Buenos Ayres where he had a home waiting for her. How well she remembered the first time she had seen him; he was lodging in a house on the main road where she used to visit. It seemed a few weeks ago. He was standing at the gate, his peaked cap pushed back on his head and his hair tumbled forward over a face of bronze. Then they had come to know each other. He used to meet her outside the Stores every evening and see her home. He took her to see The Bohemian Girl and she felt elated as she sat in an unaccustomed part of the theatre with him. He was awfully fond of music and sang a little. People knew that they were courting and, when he sang about the lass that loves a sailor, she always felt pleasantly confused. He used to call her Poppens out of fun. First of all it had been an excitement for her to have a fellow and then she had begun to like him. He had tales of distant countries. He had started as a deck boy at a pound a month on a ship of the Allan Line going out to Canada. He told her the names of the ships he had been on and the names of the different services. He had sailed through the Straits of Magellan and he told her stories of the terrible Patagonians. He had fallen on his feet in Buenos Ayres, he said, and had come over to the old country just for a holiday. Of course, her father had found out the affair and had forbidden her to have anything to say to him.
"I know these sailor chaps," he said.
One day he had quarrelled with Frank and after that she had to meet her lover secretly.
The evening deepened in the avenue. The white of two letters in her lap grew indistinct. One was to Harry; the other was to her father. Ernest had been her favourite but she liked Harry too. Her father was becoming old lately, she noticed; he would miss her. Sometimes he could be very nice. Not long before, when she had been laid up for a day, he had read her out a ghost story and made toast for her at the fire. Another day, when their mother was alive, they had all gone for a picnic to the Hill of Howth. She remembered her father putting on her mothers bonnet to make the children laugh.
Her time was running out but she continued to sit by the window, leaning her head against the window curtain, inhaling the odour of dusty cretonne. Down far in the avenue she could hear a street organ playing. She knew the air Strange that it should come that very night to remind her of the promise to her mother, her promise to keep the home together as long as she could. She remembered the last night of her mother's illness; she was again in the close dark room at the other side of the hall and outside she heard a melancholy air of Italy. The organ-player had been ordered to go away and given sixpence. She remembered her father strutting back into the sickroom saying:
"Damned Italians! coming over here!"
As she mused the pitiful vision of her mother's life laid its spell on the very quick of her being -- that life of commonplace sacrifices closing in final craziness. She trembled as she heard again her mother's voice saying constantly with foolish insistence:
"Derevaun Seraun! Derevaun Seraun!"
She stood up in a sudden impulse of terror. Escape! She must escape! Frank would save her. He would give her life, perhaps love, too. But she wanted to live. Why should she be unhappy? She had a right to happiness. Frank would take her in his arms, fold her in his arms. He would save her.

She stood among the swaying crowd in the station at the North Wall. He held her hand and she knew that he was speaking to her, saying something about the passage over and over again. The station was full of soldiers with brown baggages. Through the wide doors of the sheds she caught a glimpse of the black mass of the boat, lying in beside the quay wall, with illumined portholes. She answered nothing. She felt her cheek pale and cold and, out of a maze of distress, she prayed to God to direct her, to show her what was her duty. The boat blew a long mournful whistle into the mist. If she went, tomorrow she would be on the sea with Frank, steaming towards Buenos Ayres. Their passage had been booked. Could she still draw back after all he had done for her? Her distress awoke a nausea in her body and she kept moving her lips in silent fervent prayer.
A bell clanged upon her heart. She felt him seize her hand:
"Come!"
All the seas of the world tumbled about her heart. He was drawing her into them: he would drown her. She gripped with both hands at the iron railing.
"Come!"
No! No! No! It was impossible. Her hands clutched the iron in frenzy. Amid the seas she sent a cry of anguish.
"Eveline! Evvy!"
He rushed beyond the barrier and called to her to follow. He was shouted at to go on but he still called to her. She set her white face to him, passive, like a helpless animal. Her eyes gave him no sign of love or farewell or recognition.
James Joyce, Eveline 


La casa y el cuadro, Sònia Hernández

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La casa y el cuadro
Ya has llegado a una edad en la que coyunturas como esta no deberían suponerte ningún enigma ni conflicto alguno. La experiencia y los conocimientos que has acumulado en todos estos años te han de servir, con creces, para poder descifrar ese mensaje. No ha de ser tan complicado. ¿Se trata acaso del código, de los términos que se manejan? Intenta reducir la situación a su significado más básico: tú ante una composición de elementos que, una vez identificados, pueden hacerte más sabia y más fuerte porque tendrás más recursos para controlar los fenómenos que constituyen la realidad.
La búsqueda de un concepto como el de espíritu –por no decir el alma, que sería tal vez un término que todavía te conduciría por vericuetos mucho más confusos– dificulta la tarea. Aunque intuyes que ocupa un lugar destacado en el mensaje que pretendes descifrar. No ignoras las trampas, los atajos, los rodeos y las perífrasis que se han utilizado a lo largo de la historia para explicarlo. Puedes enfrentarte a esa lectura porque tus ojos están sobradamente capacitados para recoger las imágenes y las construcciones, y conducirlas después hasta tu cerebro, para, una vez allí, dotar de significado a cada una de las piezas hasta construir el mensaje completo que ha de darte la información que tanto buscas.
¿Cuántos libros has leído a lo largo de tu vida? De cada uno de ellos has obtenido alguna información –el vínculo entre unas palabras y unas emociones o unos recuerdos que las traducen al código más básico y esencial: el de los sentimientos– que te ha ayudado a descifrar el mundo que te rodea. Todas esas asociaciones están dentro de ti. Recuerda cómo aprenden a leer los niños: cuatro trazos, una c, una a, una s y otra a; a ellos les evoca el dibujo infantil de una choza blanca con una ventana, un techo rojo y una chimenea siempre humeante. Ese es el proceso: a cada símbolo corresponde una imagen; y al revés también: cada imagen representa un símbolo que encierra muchos significados (recuerdos del pasado, aspiraciones del futuro, ensoñaciones, frustraciones...), por lo que se imagina que dentro de la casa se encuentra una madre amorosa que ha procurado que el interior esté bien caldeado.
Es así como se aprende a leer de verdad, llenando de un significado íntimo cada una de las palabras y de los símbolos. Por eso, a pesar de que el lenguaje sea una convención universal, para cada uno de nosotros significa cosas diferentes. Y por eso también a veces cuesta encontrar un interlocutor a quien transmitirle el mensaje que tanto necesitamos compartir. No todo el mundo puede escuchar lo que queremos decir; eso ya lo sabes. ¿Serías capaz de hablarle a alguien sinceramente de todas las ideas que te está sugiriendo esa estampa que observas sin ser capaz de descifrar del todo? ¿Podrías hablar de la sensación de angustia que te invade durante este ejercicio estéril de observación? También sucede que las palabras a veces no son suficientes para que la otra persona comprenda en su totalidad la necesidad de quien está hablando, el grito de socorro que puede estar lanzando. Sí, podría ocurrir que incluso el lenguaje sea un obstáculo, y por eso con frecuencia se inventan otros lenguajes paralelos o complementarios.
Quizá es eso o algo parecido cuanto estás experimentando ahora: que no te llega en su representación correcta el mensaje que el autor de la obra pretendía comunicar. Hemos llegado a otro concepto interesante: la presencia del creador. El mensaje, ya sea a través de palabras, de imágenes, de objetos o de música (todos estos lenguajes se conforman, al fin y al cabo, de símbolos y códigos), ha sido compuesto por un creador, aunque a veces eso se olvide porque lo único que pervive es la obra. ¿Hasta cuándo pervive la obra?
El problema del tiempo. ¿Cuánto llevas observando esa obra y sintiendo que hay algo importante en su significado que se te escapa? Si piensas en el autor, en el ser humano que hay o hubo detrás de toda obra, son otros muchos conceptos los que se deben incluir en el análisis. La metáfora de las cerezas, de las que muy raramente puedes agarrar una sin que otras muchas se hayan entrelazado. Así, toda una serie de ideas y de conceptos arrolla al pensamiento inicial. Tú todavía no has aprendido a detener la tromba de sentimientos, recuerdos, reproches y resentimientos que siempre se acaban liando con las cerezas. Son un fruto de verano y es esa una estación especialmente propicia para estas situaciones, es engañosa porque suspende al mundo en una situación que no es la real. Hoy es 20 de agosto. La palabra verano, como casa, te hacen pensar en la infancia (la cereza reina de todos los frutos dulces), a pesar de que durante muchísimos años has aprendido miles de palabras más que deberían haber reducido las primeras a apenas nada. De hecho, a veces te parece que es así, que las únicas palabras importantes son las que has adquirido a través del esfuerzo y de la perseverancia de la voluntad.
Son muchos los años en que has estado trabajando duro para que ahora este mensaje se te resista. Tal vez porque el calor de este verano enturbia tus reflejos, quizás porque te has dejado arrastrar por la cascada de evocaciones extrañas que han surgido de los sueños de esta noche. Los recuerdas casi todos, como siempre. También en el descifre de esos mensajes has sido una especialista. Jamás has dejado que hubiese ni una sola representación onírica, ni la más absurda de las pesadillas, que haya quedado sin diseccionar y sin anular. Todo bajo control. Así ha sido desde que te propusiste que nadie más excepto tú iba a influir en el desarrollo de tu vida. Sigues pensando que se trataba de una cuestión de vida o muerte. Todavía te ves como una niña prácticamente abandonada, en una casa que poco tiene que ver con el dibujo de la cartilla de leer que representaba una construcción blanca con tejado rojo, puerta abierta y chimenea humeante. Apenas si quedan recuerdos o conceptos vinculados a aquellos años, eso era lo que buscabas con tantas lecturas, con tantos libros que, por otro lado, tampoco han servido para llegar a ningún futuro satisfactorio que hubieses imaginado. Tú no habías imaginado ningún futuro. Nadie te había hablado de la posibilidad de poder hacerlo y sólo confiabas en lo que estaba escrito en los libros.
In media res. Así se te presenta ahora ese mensaje que quieres decodificar. En medio de la nada. Es decir: nada atrás y nada por delante. La explicación te parece demasiado obvia. No lo es si reparas en cada una de las palabras y de los conceptos que tratan de dibujar: un gran abismo antes de este momento, del instante de la obra, y un gran abismo después. Así siempre ha sido tu presente: acumulando palabras que llenen el ahora para que lo que ha habido antes quede bien cubierto, innumerables capas de abstracciones, invenciones, ensoñaciones, reproches y lamentos que cubran la escoria –la materia sobrante y carente de valor– de lo que ha habido con anterioridad. De tales ímprobos esfuerzos, por tanto, sólo puede darse una absoluta incapacidad para mirar hacia adelante, para pensar que realmente el futuro existe, que habrá días que vendrán. In media res. Así es también esa imagen que tratas de comprender, sin poder saber de dónde viene, cómo era antes, por qué la idea del cansancio está tan presente; y, a la vez, sin la posibilidad de atribuirle un futuro. Sin predicciones ni presagios. Sólo presente. Como un camino circular que empieza y acaba en el mismo sitio, pero que a cada vuelta se va degradando y difuminando hasta desaparecer.
Por supuesto que hay una lección útil detrás de todos esos conceptos que ahora te parecen imposibles de comprender. Y cuando des con la clave, con la palabra o con la idea que, como llave prodigiosa, abra la puerta, será como presenciar el momento de la irrupción de la luz en una estancia oscura que, como si se tratase de un alumbramiento, revela la existencia de miles de objetos, todos útiles y dispuestos en su lugar correcto. La luz va a mostrar una habitación ordenada igual que un universo en el que cada elemento tiene su función y ocupa un lugar determinado, como en un engranaje que se dirige a algún lugar.
Y esa palabra va a aparecer, como cuando das con la idea que sirve para comprender todo un cuadro y toda la obra de un creador que, pintase lo que pintase, un bodegón o una Virgen, no estaba sino reflejando su mundo. Cuando sabes las palabras mágicas (y tú has aprendido muchas), puedes entender a quién pertenecían los ojos melancólicos de las madres de los dioses, o por qué había una manzana en el suelo que quebrantaba el orden minucioso en la disposición de las frutas del bodegón.
Hace falta una palabra, la clave, Camila, para entender esa creación ante la que estás a punto de sucumbir a pesar de haberle dedicado tanto tiempo y tanta energía. De todas maneras, cabe otra posibilidad que hasta ahora no has contemplado. Si no consigues dar con el código que te permita comprender esa imagen, siempre puedes inventar otros muchos significados. Para eso también sirve el silencio, que es, a la vez, la negación y la posibilidad eterna del lenguaje. Todo puede acabar en el silencio, pero a la vez también todo puede surgir de él. Puedes inventar el mundo que quieras. Puedes hacer cuanto quieras porque estás viva y porque sólo tú eres el creador. Así que vuelve al espejo, vuelve a enfrentarte a esa imagen que no consigues comprender y encárate a ella, otra vez, pero con una voluntad diferente y con palabras nuevas.
Sònia HernándezLa casa y el cuadro, Sònia Hernández (Fuente:  http://www.enriquevilamatas.com/escritores/escrhernandezs1.html)

Sònia Hernández


Invención del Carnaval, Ramón Gómez de la Serna

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Invención del Carnaval
En aquel primer Carnaval del mundo, cuando aún no existían más seres humanos que los que componían la primera pareja, Adán sintió ganas de disfrazarse para dar broma a Eva, y tomando un pámpano, le abrió los dos agujeros de los ojos y lo convirtió en careta. Después envolvió su cuerpo en grandes hojas de tabaco y de esa guisa se dirigió a Eva.
Eva, un poco sorprendida ante aquella voz de falsete que le preguntaba con insistencia: "¿Quién soy?, ¿quién soy?", respondió:
—¡Pedro!
 Ramón Gómez de la SernaInvención del Carnaval.


Ramón Gómez de la Serna

Dime quién fui, de Elisa Rodríguez Court

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«La muerte puede consistir en ir perdiendo la costumbre de vivir». Esa frase de César González Ruano podría resumir el argumento principal de Dime quién fui―la última novela de Elisa Rodríguez Court―. Sin embargo, en sus páginas encontramos otras historias que se cruzan y que invitan a reflexionar sobre la familia, las relaciones humanas, la fidelidad, la muerte y hasta la propia literatura.
Isa, la narradora, cuenta la historia de los últimos años de vida de su padre; en realidad, un desconocido que abandonó a su mujer y a sus hijos cuando ella, la hermana mayor, era una niña. Desapareció robándole parte de la infancia para reaparecer de nuevo en su vida ―cuando, ya anciano, ha empezado a perder sus facultades mentales―, quitándole ahora el tiempo que dedica a la literatura: su forma de entender la vida. A pesar de esto, Isa se siente responsable y descuida incluso algunas necesidades de su hija Carlota por ir a visitarlo y atender sus manías. Así, es testigo del progresivo deterioro físico y mental del anciano: desde su mal humor y su conducta paranoica, pasando por sus cada vez más frecuentes despistes y olvidos, hasta que deja de comer y de moverse, consumiendo sus días lentamente. Tres décadas sin dar señales de vida convierten a su padre en una persona ajena a ella y a sus hermanos ―que aun tuvieron menos tiempo de convivir con él y del que no guardan ningún recuerdo― y de la que no sabe nada de su pasado ni del porqué de su regreso. 
Es una novela sobre un camino que se termina, sobre el olvido, sobre cómo asumir la muerte y las consecuencias de huir de la verdad mediante el autoengaño. Hay una sombra pesimista del proceso de extinción de una vida. Sin embargo, ante la falta de vínculo, de amor hacia un padre casi desconocido, la mirada de la narradora se vuelve algo excéntrica o alejada de un escenario deprimente, y lo que podría ser rencor se transforma en indiferencia. Isa se habla a sí misma, se cuenta sus impresiones, sus pensamientos ante una situación que no le gusta, pero en la que se ha propuesto seguir hasta el final, sin esperar otra cosa que recuperar el ritmo de su vida interrumpido, sin buscar certezas ni explicaciones.
De forma paralela, la autora nos habla también de la necesidad de la literatura como ayuda para entendernos mejor. Como planteaba Robert Musil, la literatura y, en particular la novela, ofrece unas posibilidades para las que no existe equivalente en aquello que nos permite acceder al conocimiento y observar la vida real. Sin duda, una de las características más sugerentes de Dime quién fui es la abundancia de citas que se intercalan en el texto para matizarlo o enriquecerlo. Nos presenta autores y nos invita a indagar en sus obras. Isa no concibe su existencia sin libros y tiende a interpretar la vida cotidiana en términos literarios. Sus lecturas le permiten vislumbrar lo que no se ve en lo que siempre miramos; literatura y vida se confunden entonces sin frontera entre ambas. Leyendo esta novela y las numerosas citas que acompañan a la trama se hace más revelador Marcel Proust cuando afirmaba que la literatura nos ayuda a dilucidar la vida que permanece en tinieblas para mostrarnos de nuevo su verdad.











Dime quién fui.
Elisa Rodríguez Court

Editorial Verbum, 2015.
Publicado en Culturamas el 22 de agosto de 2015

Coctelería Milanos, Francisco Ferrer Lerín

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Coctelería Milanos
Amo a esa mujer cubista durante dos tardes y una madrugada. Consume combinados de variada calidad y acomete con movimientos basculantes la racionalidad de mis posturas de monja. Ella es bella en lo que permite: pelota de cabellos bien lavados, cuello algo instalado en la frontera del esternón y nariz típica del estornino canoso sastre. También, involuntario, anoto una tibieza casi sofocante de su seno turgente izquierdo enfundado en riqueza adamascada de las galerías lafayete de la exclusiva calle inspector de adelantos nuez moncaya.
Francisco Ferrer Lerín,  Coctelería Milanos (Gingival).
Francisco Ferrer Lerín

Sueño o realidad

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Sueño o realidad
El maestro Chuang Tzu contó:
-Esta noche he soñado que era una mariposa.
Me sentía libre revoloteando de flor en flor, dejándome llevar por la brisa cálida del mediodía y deleitándome con el espectáculo de la naturaleza en su esplendor primaveral pero he despertado y he visto que era Chuang Tzu, y me pregunto: ¿Ha soñado Chuang Tzu que era una mariposa o la mariposa está soñando ahora que es Chuang Tzu?
Los 120 mejores cuentos de las tradiciones espirituales de Oriente(recopilación de Ramiro Calle y Sebastián Vázquez).









Los 120 mejores cuentos de las tradiciones espirituales de Oriente..
Recopilación de Ramiro Calle y Sebastián Vázquez.
Edaf, 1999.

La caja torcida, Juan Ramón Jiménez

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La caja torcida
Tenía la manía bella de lo derecho, lo recto, lo cuadrado. Se pasaba el día poniendo bien, en exacta correspondencia de líneas, cuadros, muebles, alfombras, puertas, biombos.
Su día era un sufrimiento terrible y una espantosa pérdida de tiempo. Iba detrás de familiares y criados, ordenando lo desordenado. Comprendía bien el cuento del que se sacó una muela sana de la derecha porque tuvo que sacarse una dañada de la izquierda.
Cuando se estaba muriendo, suplicaba a todos que le pusieran exacta la cama en relación con la cómoda, el armario, los cuadros.
Y cuando murió, el enterrador le dejó la caja torcida en la tumba para siempre.
Juan Ramón Jiménez, La caja torcida (1930).

Juan Ramón Jiménez

Frase, Julia Otxoa

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Frase
Recordaba la frase, la había visto sobre el desconchado muro que cercaba un solar vacío en las afueras de la ciudad. Ocurrió hace ya mucho tiempo, cuando apenas contaba diez años.
A lo largo de toda su vida la rememoró muchas veces, pero nunca pudo entender su significado. Sólo ahora, ya muy anciano, postrado en el lecho y extremadamente débil y enfermo, había logrado por fin descifrarla. Pero casi al mismo tiempo asaltó su fatigada mente una terrible pregunta: «¿Qué había detrás de la última palabra? ¿Una coma, un punto, puntos suspensivos?».
El sentido de la frase dependía de aquello, pero el anciano por más que lo intentaba no alcanzaba a recordarlo. Además, ahora apenas podía pensar con claridad, todo se le mezclaba en un confuso torrente de fragmentos. En medio de la fiebre, cual mudo espectador, asistía a la película de su vida.
Sólo poseía clara la certeza de que ya no tenía tiempo para averiguar con qué clase de signo ortográfico concluía la frase. Exhausto por el esfuerzo, cayó sumido en un profundo letargo. Soñó ser un desconchado muro cercando un solar vacío, inscrita en él una frase que un niño con atención leía...
Julia Otxoa, Frase.

Julia Otxoa

La prisión de la libertad

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No resultaba sencillo saber con exactitud quiénes y cuántos eran los Pissimboni. Para esta familia, que vivía en una casa cubierta de hiedra y aislada en lo alto de una colina, ni los objetos ni las personas tenían importancia. Todos los días eran iguales, sin ni siquiera indicios que hicieran presagiar algún cambio. Lucía, recluida en la biblioteca, enloquecía con sus lecturas; Samuel elaboraba en un cuartucho inconsistentes teorías; Basora anhelaba, débil y melancólica, el amor de un hombre; Carlota intentaba controlar los delirios de su hermana; Barnaúl, como el resto de sus hermanos, con frecuencia desaparecía; Yago vivía dos vidas paralelas: la de la reclusión y la de un forastero en su propio pueblo, la del sueño y la de la realidad. El cercano pueblo de Sandofar no quiere saber nada de esta familia a la que a veces ve como una amenaza o, simplemente, la olvidan. Allí las leyes que aseguran que todo siga igual son dictadas por El Superior y en la Casa del Pueblo los aburridos funcionarios son los encargados de que se cumplan de forma escrupulosa. Hace ya mucho tiempo que Ignacio y Martina decidieron alejarse de aquel pueblo que no aceptaba la responsabilidad y el reto de su propia libertad. La gente de allí prefiere que todo siga igual —en una estabilidad perdurable— y para ello acepta unas leyes estrictas que ni siquiera quiere conocer. Lo importante es no hacer nada para evitar que se altere el orden establecido y se desmorone su mundo controlado.
En Los Pissimboni—una novela muy recomendable publicada por Acantilado—, Sònia Hernández vuelve a indagar en los secretos que guardan las familias, como haría en algunos de los relatos contenidos en Los enfermos erróneos, un libro que Vila-Matas en su Dietario voluble describió como bello y turbador.
Pocas historias de las que se califican de kafkianas lo son tanto como ésta. Todos los Pissimboni viven angustiados dentro de su tremenda soledad, enclaustrados bajo una pesada atmósfera. Ellos, que buscaban la libertad por encima de todo, desean ahora, de algún modo, perderla en parte para reencontrar acaso un poco de felicidad. El mundo crece para Yago al escuchar, por las noches, palabras nuevas en la taberna. Igual que Cernuda hablaba del deseo de estar preso en alguien que le haga olvidar su mezquina existencia, Yago sueña en lo agradable y sosegador que sería tener siempre cerca a la mujer de la que anhela sus abrazos y la tibieza de sus pechos. Los Pissimboni en su radical búsqueda de la libertad han perdido el bienestar que tuvieron en el pueblo, mientras que sus vecinos —como el conejo de Indias que, en el cuento de Galeano, no quería salir de su jaula conocida— sienten miedo de encontrarse cara a cara con su propia liberación y autonomía. Yago en esta búsqueda de la felicidad cree descubrir el equilibrio si consigue ceder parte de la libertad, que no deja de ser abstracta e inmovilista, y no se somete a las absurdas y estrictas leyes que impone la Casa del Pueblo. Pero la felicidad absoluta —escribía Galeano en otro de sus cuentos—, solo es posible con la pérdida o la renuncia a la memoria.








Los Pissimboni
Sònia Hernández

Acantilado, 2015.

Lydia Davis, Ni puedo ni quiero

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Vila-Matas destacaba de Lydia Davis su forma de lograr profundidad con un lenguaje muy conciso. Esa peculiaridad en su manera de narrar está presente en el volumen Ni puedo ni quiero, un título que toma de uno de los textos que contiene y que nos da idea de la actitud algo irreverente de muchas de las historias que relata.
Lydia Davis escribe sobre aquello con lo que, sin buscarlo, se encuentra como si se obligase a dejar testimonio casi notarial de lo que acontece a su alrededor. Escribe mucho, sin excusas, en cualquier circunstancia, pero utiliza solo las palabras justas. Tiene necesidad de tomar partido sobre cualquier asunto, aunque pocas veces lo hace con seguridad porque, con frecuencia, surge la duda de si podría ser justamente lo contrario de lo que pensaba inicialmente. En no pocas ocasiones incorpora nuevos puntos de vista que alteran su percepción primera e incluso termina por mostrar condescendencia y conformarse con las cosas tal y como llegan.
Entre los textos abundan los sueños que le ayudan a indagar en aquello que le preocupa y que teme. También hay trece relatos que construye a partir de la correspondencia que Flaubert mantenía con su amiga y amante Louise Colet, así como cartas que dirige, por ejemplo, a los fabricantes de arvejas congeladas o de caramelos a los que da consejos para mejorar sus ventas. Algunas narraciones son variaciones de una misma idea con diferentes enfoques. Constata hechos incuestionables ―«Debajo de esta suciedad / el piso está realmente muy limpio»―, juega con las letras de una palabra creando al azar otras nuevas durante una conversación telefónica o, a partir de un catálogo de libros, destaca lo que le interesa y desdeña lo que no.
A la narradora, a veces, la vida le parece anodina, pero no deja de preocuparle y, en ocasiones, es motivo de enfado. Con su particular mirada, con su estilo preciso, en algunos textos se aleja para tomar perspectiva de algo externo que le inquieta y otras se acerca de forma empática hasta hacerlo suyo. Reflexiona sobre la existencia, el envejecimiento, el oficio de escribir y sus lecturas y lo hace tanto desde la ironía como desde la tragedia.
En este volumen hay relatos formados por unas pocas palabras y otros que se desarrollan en más de treinta páginas; algunos se acercan en lo formal a la poesía y otros al ensayo, como en No me interesa, donde nos desvela su parecer sobre el aburrimiento que le producen ciertas lecturas para terminar diciendo:
En realidad, no quiero decir que me aburren las novelas viejas y los libros de cuentos si son buenos. Solo los nuevos: buenos o malos. Me dan ganas de decir: por favor, ahórreme su imaginación, estoy tan cansada de su vívida imaginación, dejen que otro la disfrute. Así es como me siento en estos días, qué se yo, a lo mejor se me pasa.
Lydia Davis, en su manera de recrear el mundo mediante la escritura, parece participar de la opinión de Ezra Pound cuando afirma que la palabra justa es la palabra necesaria en un escrito y promulga la máxima precisión en la escritura. La propia Davis afirma que no hay que escribir mucho para escribir bien. En Ni puedo ni quiero, Lydia Davis nos invita a observar a nuestro alrededor con otra mirada, ―una forma atenta de mirar― y a transformar lo vulgar en prodigio, como cuando cae el agua por el desagüe y le parece escuchar “Dvorak”.









Ni puedo ni quiero
Lydia Davis
Traducción: Inés Garland
Editorial: Eterna cadencia, 2014.
Publicado en La Toore de Montaigne en octubre de 2015.

Decisiones inocentes

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Hay decisiones, en apariencia inocentes, que pueden traer consecuencias capaces de transformar la vida de quienes las toman, de convertir el éxito en derrota, la seguridad en sospecha, lo familiar en desconocido o el amor en resentimiento. «Si alguien sale de casa con una pistola, más vale que esté dispuesto a usarla. De lo contrario, lo más probable es que acaben matándolo». Ese comentario, dicho despreocupadamente por un amigo de la familia de César O´Malley, va a ser clave en un angustioso episodio de la vida del protagonista. César procede de una familia de origen irlandés que emigra a Estados Unidos y, una generación después, llega a España cuando él es un niño. En ese momento conoce a Beltrán Gao, de carácter introvertido, con quien compartirá una intensa amistad hasta la adolescencia y que, después de muchos años, comprobará que su lealtad resiste al tiempo, al distanciamiento y a los cambios que ambos experimentan en la vida. Rubén Abella, en California ―una novela editada por Menoscuarto— explora minuciosamente el pasado y el presente de los personajes, saltando de uno a otro, e indaga en los cambios que experimentan con los años, las reacciones ante situaciones límite, el distanciamiento que se produce, a veces, entre las personas más cercanas y queridas.









California
Rubén Abella
Menoscuarto, 2015.

Tambor de arranque, de Francisco Bitar.

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Esta novela breve, publicada por la editorial Candaya, trata de las ilusiones y esperanzas rotas ante una realidad de fracaso y frustración contenida. Leo ―un perseguidor de sueños, idealista e inseguro― e Isa ―una mujer con un sentido práctico de la vida y algo recelosa― viven los últimos momentos de una relación minada por la decepción de los acontecimientos del día a día y los propósitos que les son negados. Quieren plantar un árbol para dar sombra delante de su casa, pero una vecina se lo impide; quieren comprarse un auto de segunda mano con los ahorros destinados a una nueva cama y la operación no les sale bien. Eso es lo último que intentarán hacer juntos. Y en medio de esa desilusión está su hija Sofía, una víctima silenciosa de los problemas de comunicación y el alejamiento que sufren sus padres.
De forma paralela a las dificultades de los protagonistas, que atraviesan momentos de profunda soledad, se advierten otros problemas de calado social, como la ausencia de un futuro alentador, el abandono de los barrios periféricos, la dependencia de las efímeras cosas materiales o la persistente crisis. La falta de solvencia económica, a pesar de ser ambos profesores, les obliga a vivir en condiciones muy austeras. La inconsciencia de Leo, sus decisiones equivocadas, acaban con la paciencia de Isa. Ella se encierra con su hija en el mundo que le ha costado construir y al que no quiere renunciar. Él va perdiendo lo poco que le queda por el camino; su pasado repleto de anhelos se va desmoronando pieza a pieza, casi sin darse cuenta, hasta que comprende que la reconstrucción resulta imposible, que su vida, irremediablemente, ha naufragado sin quedarle ya ningún asidero al que agarrarse. 
Francisco Bitar es un autor argentino que escribe con el estilo limpio, directo y aparentemente sencillo que nos mostró Hemingway en sus cuentos y que luego desarrollaron con maestría Salinger y Carver entre otros. Esta influencia del cuento estadounidense se aprecia también en la desolación que transmiten los paisajes de suburbios urbanos en los que se mueven los personajes, con parajes desolados y casas que dejan de ser hogar. Nos muestra los hechos, las acciones y, a través de los gestos, de las situaciones, nos descubre los mecanismos que llevan a los personajes a actuar de una forma determinada. En esa simplicidad intensa hay un permanente trasfondo melancólico que se percibe en la falta de comunicación entre los personajes, en el amor mermado por los desengaños, en el deseo roto, en los reproches, la incomprensión y las falsas expectativas. Bitar es un gran observador de la condición humana, dibuja con trazos sutiles la angustia y la inseguridad de los protagonistas, pero no entra a valorar su conducta, solo la muestra para que sea el lector quien saque sus propias conclusiones.










Tambor de arranque
Francisco Bitar
Editorial Candaya, 2015

Curanderos y videntes

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Guardo algunos libros de mi abuelo, publicados a principios del siglo XX, en los que el profesor H. Durville trataba de explicar de forma científica las técnicas de curación de dolencias físicas y morales mediante la aplicación de lo que llamaba física dinámica, basada en el magnetismo personal y el hipnotismo. Leyendo las historias que recoge Manuel Moyano en su Dietario Mágico descubro que muchas de esas técnicas siguen vigentes y las practican algunos curanderos que dicen estar poseídos de un don o una gracia especial. Moyano recorrió durante dos meses la Región de Murcia y se entrevistó con curanderos, zahoríes, videntes e iluminados. La forma que tienen de conocer sus capacidades bienhechoras es muy diversa. Un curandero no descubrió que lo era hasta pasados los setenta años y un zahorí se percató de su condición al notar un extraño malestar durante una siesta campestre. Otro, en cambio, desde los seis años tiene visiones de la Inmaculada Concepción. En la mayoría de los casos, parece que hay una predisposición genética, heredándose la gracia con el salto de una generación, por lo que son los abuelos los encargados de aleccionar a los nietos dotados de este don.
Moyano, nos presenta unas historias entrañables de personajes reales con un lenguaje directo, desenfadado, manteniendo cierta distancia en un equilibrio entre el respeto y la ironía.










Dietario Mágico
Manuel Moyano

La Fea Burguesía Ediciones, 2015.
Publicado en Cuadernos del Sur el 5 de diciembre de 2015

Relaciones fugaces

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Marcel Proust pensaba ―según afirma Jacques Bouveresse― que la literatura es un modo de conocimiento de la realidad de las cosas que más nos importan, tan profundo como la metafísica, y que está al alcance de todo el mundo. Este pensamiento se puede evidenciar al leer a Cristina Peri Rossi, una escritora que, en gran parte de su obra, indaga en aspectos íntimos de la condición humana y en las relaciones de pareja con sus fantasías y sus prejuicios, sus ambiciones y frustraciones. Menoscuarto publica una colección de once relatos de la autora uruguaya bajo el título Los amores equivocados que toma de uno de sus cuentos.
Son historias de amor y sexo que no suelen durar mucho tiempo y en las que determinados sucesos inesperados actúan como puntos de inflexión en la vida de los protagonistas obligándoles a replantear sus sentimientos y hasta sus deseos. Un camionero recoge a una adolescente que podría tener la edad de una de sus hijas y se crea en él un conflicto interior entre los dictados morales y los de su instinto. La protagonista de otro de los cuentos realiza un largo viaje —igual que hiciera la Maga de Cortázar— para buscar a su amado por el que sería capaz de hacer cualquier cosa; un acto de amor que él no se siente capaz de igualar ni compensar. En estos relatos, la mujer soñada durante toda la vida se encuentra a la vuelta de la esquina, una alumna consigue manipular a su profesora y amante y un simple pelo del pubis de una mujer es capaz de poner en un apuro a un hombre cuando se le queda pegado a la garganta. La vida da un giro imprevisible una noche lluviosa en la que una mujer, que atraviesa la ciudad al encuentro de su amante, se detiene para que suba una joven que hace autostop; o para una mujer que siente el engaño en el que ha hecho vivir a su pareja cuando, en la madurez, descubre su verdadera sexualidad y es capaz de hacer realidad sus fantasías eróticas. Un diálogo puede ser revelador, como el que mantiene un psiquiatra que autoanaliza su precaria relación de pareja mientras escucha a su paciente que, a través de innumerables fotografías, trata de evitar el olvido del rostro de la mujer que abandonó; o el que mantiene una periodista con un escritor que huye de la realidad y con el que desea acostarse.
Los personajes de Peri Rossi suelen ser algo oscuros, con un lastre que arrastran de su pasado: hijos abandonados, infancias y adolescencias robadas por la crisis, frustraciones, deseos insatisfechos, obsesiones reprimidas. Los ambientes urbanos en los que suceden estas historias remarcan la soledad de los personajes que viven en muchos casos la desazón de haber malgastado su vida y sintiendo la incomprensión de deseos que pocos están dispuestos a confesar. Muchos de estos relatos rebosan sensualidad, erotismo y hablan del sexo de una forma explícita, sin ambages, pero con lirismo. Cristina Peri Rossi, utiliza la literatura ―esa forma de conocimiento― para indagar en las pulsiones, en los mecanismos del deseo que mueven al ser humano.









Los amores equivocados
Cristina Peri Rossi
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Editorial Menoscuarto, 2015.

Redes, Juan Gracia Armendáriz

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Redes
Una noche soñé que papá me escribía un SMS. Decía: «Luis, toy solo… xq no venes a vrme?». Esto no tendría nada de particular si no fuera porque papá murió hace más de cuatro años. Además, papá odiaba la tecnología, jamás pulsó un teclado que no fuera el de su piano; despreciaba los teléfonos de bolsillo. Por otro lado, sólo fue un sueño, pero el hecho es que al día siguiente me levanté con una rara impresión de urgencia. Al llegar a la oficina, encendí el ordenador y busqué en internet una florería. Llamé por teléfono y encargué un ramo de flores. Di la dirección del camposanto y el número del panteón familiar. Imaginé un camino de grava, al fondo un muro cubierto de hiedra, la figura de un ángel custodio, mientras dictaba los dígitos de mi cuenta bancaria a una chica de acento extranjero. Me aseguró que ese mismo día se lo harían llegar. Desde entonces, sueño que en mi teléfono móvil recibo multitud de mensajes, pero no son de papá, sino de desconocidos, y todos comienzan del mismo modo: «Luis, toy solo…».
Juan Gracia Armendáriz, Redes.

Juan Gracia Armendáriz

Literatura y amistad

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Stefan Zweig contempla el mar desde el mirador que ha elegido para escribir y asomarse. Mientras preparaba todo para irse a pasar el verano en el balneario belga de Ostende, escribió una nota a su secretaria Lottie Altmann en la que decía: «allí no haremos más que vivir». En ese momento, ella, silenciosa e inteligente, era también su amante secreta. En Ostende Zweig se relaja y escribe de forma tan eficiente como no lo había hecho en mucho tiempo. Hacía años que no se sentía tan feliz. En las veladas se reúnen un grupo de intelectuales y organizan tertulias. Es el año 1936 y todos viven con preocupación el inicio de la guerra en España, que ven como el preámbulo de lo que está por llegar al resto de Europa. Entre sus amigos, Joseph Roth ―el único que no luce un bronceado porque dice ser enemigo del sol― es el más íntimo. Ambos hablan de literatura y se ayudan a crecer en ella. Ambos ven un futuro oscuro para los escritores europeos. Las mujeres de este peculiar grupo veraniego son fuertes y muy perspicaces. Una de ellas, Irmgard Keun, nunca quiso tanto a nadie como a Roth, pero él se le esfumaba entre las manos. Esta novela de Volker Weidermann narra de modo ameno un fragmento de la vida de dos grandes escritores en un periodo histórico de enorme trascendencia para el mundo.











Ostende. 1936, el verano de la amistad.
Volker Weidermann

Alianza Literaria, 2015.

Nuevas trampas del deseo

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Nunca como ahora se habían producido tantos cambios tecnológicos en el estrecho margen de la vida de un ser humano. El mundo tecnológico actual y su influencia en la manera de relacionarnos con los demás no tiene nada que ver con el panorama que vivió en su infancia alguien que ahora tenga cuarenta o cincuenta años. Los deseos se canalizan en cortos mensajes enviados a través de las redes sociales y el ego se satisface exponiendo de forma pública, desnuda y sin ambages, parte de la intimidad asumiendo que eso importa a los demás. La esencia de lo contemporáneo es lo fugitivo, algo que se escapa casi antes de llegar a atraparlo. Esas son algunas de las reflexiones que pueden surgir tras la lectura de la novela Acontecimiento, de Javier Moreno que, en ocasiones, puede leerse como un ensayo sobre la incidencia de las redes en nuestra sociedad. A través de ellas los protagonistas tratan de mitigar su soledad; son tecnologías que permiten satisfacer muchos de sus sueños, pero ―entre tanto ruido y tanta necedad que distrae― es fácil caer en la trampa de conformarse con lo superficial y, como nos advierte Bauman, escuchar solo el eco de una única voz colectiva e insustancial.
Slavoj Žižek define un acontecimiento como «algo traumático, perturbador, que parece suceder de repente y que interrumpe el curso normal de las cosas; algo que surge aparentemente de la nada, sin causas discernibles, una apariencia que no tiene como base nada sólido». La primera frase con la que arranca esta estimulante novela de Javier Moreno tiene ese efecto de amenaza y turbación que vaticina un cambio transcendente en la vida del narrador: «Si deseas que lo nuestro siga adelante tendrás que buscarte una amante». Eso le dice M. tras la cena de su aniversario de boda, mirándole a los ojos con tranquilidad. A partir de ahí comienza el deambular del protagonista a lo largo de las horas siguientes en las que realiza las tareas cotidianas sin dejar de pensar en esa frase clavada en su memoria. Tiene, además, el delicado y poco ético encargo de dirigir a los medios de comunicación los mensajes de un supuesto terrorista antisistema llamado Urdazi que atenta contra políticos y empresarios. En el periplo de la jornada en la que se desarrolla la novela ―que se inicia con el viaje rutinario en metro, donde hace incursiones en Facebook y responde algunos Whatsapp, va al gimnasio y llega finalmente a la oficina― este publicista de éxito hace largas y detalladas divagaciones introspectivas sobre nuestra vida actual, marcada por los nuevos soportes tecnológicos que cambian nuestra forma de percibir la realidad, de tomar decisiones y de relacionarnos con los demás, incluida nuestra pareja y hasta la manera de entender el deseo y el sexo. Inmerso en sus pensamientos el narrador casi tropieza con un mendigo, escudriña a las jóvenes que hacen deporte, es capaz de detectar a las personas heridas por la mirada, por la forma en que se mueven o se relacionan con los demás y hasta justifica a los escritores describiéndolos como seres inhábiles socialmente que encuentran en la escritura una forma de desquitarse de sus limitaciones. A través de los mensajes que recibe vemos que el narrador mantiene una relación virtual con Mirinda, una compañera de trabajo, en la que hay una fuerte carga erótica, pero que se transforma en algo incómodo cuando, en la vida real, se cruzan por los pasillos o se encuentran en la oficina. Las redes sociales se presentan entonces como una forma de alimentar las ambiciones y escapar del compromiso. Como Céline o Houellebecq, Javier Moreno es capaz de mostrarnos paisajes sórdidos y oscuros y tocar a la vez los resortes del amor y la ternura. 
El hombre en la actualidad es portador de ambiciones y esperanzas ajenas. Los intereses individuales quedan anulados en una sociedad que dicta las necesidades colectivas, lo que se debe desear y hasta cómo desearlo. Lo vemos en todos los sectores de nuestra cultura incluidos, claro, el arte o la literatura y llegan incluso a ámbitos más íntimos como las relaciones personales. Javier Moreno, sin renunciar a la ironía, parece decirnos que preferimos vivir con las ideas y los deseos que otros han desarrollado ─a los que podemos acceder fácilmente― para eludir el compromiso de mirar la vida desde la individualidad.











Acontecimiento
Javier Moreno

Salto de Página, 2015

El horror en la justicia

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«Un juez puede ser más vil que el hombre al que ahorca». Esta sentencia de Chesterton es la reflexión sobre la que gira La agenda negra, la última novela de Manuel Moyano que publica Pez de Plata en una edición muy cuidada e ilustrada por Enrique Oria. En sus páginas, cargadas de ironía, nos sumerge en un entramado trepidante en el que, con gran maestría, vuelve a mostrarnos ―como en otras de sus anteriores obras― la falta de valores y algunos de los desajustes de nuestra sociedad actual.
En una cultura relativamente tolerante como la nuestra, hay métodos para conseguir que algunas propuestas excéntricas, poco sensatas y hasta radicales puedan ganar el afecto de sus miembros y entrar en lo que se conoce como la Ventana Overton, un espacio abstracto ocupado por las ideas que va aceptando la sociedad. Amparados por la aparente injusticia que se percibe en algunos sucesos, en los que tras el juicio los acusados son condenados a penas que se perciben como insuficientes o poco severas, se barajan nuevas posibilidades de justicia que, cambiando la perspectiva, al principio parecen inaceptables, luego son algo asumibles y acaban por ser vistas como necesarias.
La constatación de la muerte del Doctor Gilabert es el desencadenante de la historia narrada por el protagonista que se hace llamar Ulises y que, como el de Joyce, inicia un viaje con hazañas más psicológicas que heroicas. Tras la pérdida de su esposa, se siente huérfano, solo desea desaparecer, aislarse del mundo. Igual que hicieran Kerovac o Bukowski se deja arrastrar por el alcohol. Bebe hasta olvidar, hasta perder la conciencia del tiempo. Pero la embriaguez y los laberintos del azar le empujan a iniciar un periplo por las aguas turbulentas de la sinrazón, el horror y el esperpento hasta hacerle cuestionar sus propias convicciones. A pesar del estado de depresión en el que se encuentra no pierde la curiosidad y es testigo de un accidente que será un nuevo punto de inflexión en su vida. «Ni siquiera un hombre en estado de profunda apatía puede resistirse al espectáculo de una catástrofe». El hallazgo de una agenda le conduce hasta una organización que trata de hacer justicia ─utilizando métodos propios, al margen de la ley, para llevar a cabo su particular venganza─ ante la impunidad de algunos crímenes o la absolución demasiado temprana de los condenados. Buscan una sociedad regida por estrictas normas de castigo, sin atenuantes ni perdón para los errores, una distopía con el código de una antigua ley babilónica 
Al igual que algunos de los personajes de Kafka, Ulises se ve envuelto en una trama de la que no puede salir y se pregunta si eso está ocurriendo de verdad. Se enfrenta a un dilema, a una angustia existencial, que podría recordar la desazón de algún personaje de Dostoievski, cuando los que le rodean tratan de convencerle de algo que choca frontalmente no solo contra su razón, sino también contra sus sentimientos. De alguna forma parece saber que solo si se pierde en el abismo podrá volver a encontrarse.
A lo largo de la novela son frecuentes las referencias a otros autores como algunos ya citados y otros como Voltaire, Alain o Dante. Con un ritmo ágil, con una prosa austera, eficaz y envolvente, con un suspense que persuade al lector hasta el final, el relato de Moyano es capaz de crear una atmósfera opresiva que angustia al lector y alternarlo con pasajes de humor e ironía que hacen de contrapunto y dan a la escena un matiz desconcertante, siniestro y macabro. 
La literatura ―según Vila-Matas― nos sirve para buscar la verdad a través de la fusión entre la vida y la ficción. Moyano invita, además, a la reflexión, nos muestra lo absurdo de la sociedad y lo hace, desde el escepticismo, de un modo inteligente.








La agenda negra
Manuel Moyano
Ilustraciones: Enrique Oria
Editorial: Pez de plata, 2015.
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