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Robert Hass, Una historia sobre el cuerpo

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Una historia sobre el cuerpo
El joven compositor, que trabajaba ese verano en una colonia de artistas, la había observado durante una semana. Era japonesa, una pintora de casi sesenta años y pensó que estaba enamorado de ella. Admiraba su trabajo, y su trabajo, y su trabajo era la forma de mover su cuerpo, de usar sus manos, mirándolo directamente cuando ella se divertía y reflexionaba sobre las respuestas a sus preguntas. Una noche, al regresar de un concierto, llegaron a su puerta y ella se volvió hacia él y dijo: «Creo que te gustaría acostarte conmigo. A mí también me gustaría, pero debo decirte que he tenido una doble mastectomía», y, como él no lo entendió, «he perdido mis dos pechos». El cosquilleo que había sentido alrededor de su vientre y en la cavidad del pecho —como música— desapareció velozmente, y él se obligó a mirarla cuando dijo, «Lo siento. No creo que pudiera hacerlo». Volvió a su cabaña a través de los pinos y por la mañana encontró un pequeño tazón azul en el porche frente a su puerta. Parecía estar lleno hasta arriba de pétalos de rosa; el resto del tazón —debía haberlas barrido desde los rincones de su estudio— estaba lleno de abejas muertas.

Robert Hass, Una historia sobre el cuerpo (traducción de Carlos Alcorta).

Robert Hass


A story sbout the body

The young composer, working that summer at an artist’s colony, had watched her for a week. She was Japanese, a painter, almost sixty, and he thought he was in love with her. He loved her work, and her work was like the way she moved her body, used her hands, looked at him directly when she mused and considered answers to his questions. One night, walking back from a concert, they came to her door and she turned to him and said, “I think you would like to have me. I would like that too, but I must tell you that I have had a double mastectomy,” and when he didn’t understand, “I’ve lost both my breasts.” The radiance that he had carried around in his belly and chest cavity —like music— withered quickly, and he made himself look at her when he said, “I’m sorry I don’t think I could.” He walked back to his own cabin through the pines, and in the morning he found a small blue bowl on the porch outside his door. It looked to be full of rose petals, but he found when he picked it up that the rose petals were on top; the rest of the bowl —she must have swept the corners of her studio— was full of dead bees.

Robert Hass,  A story sbout the body.

Ángel Olgoso, Océanos de ceniza

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Océanos de ceniza

Contraviniendo las normas jurídico-botánicas que rigen la ornamentación de cementerios (según las cuales nunca han de sembrarse en ellos especies vegetales capaces de ofrecer productos comestibles), he plantado árboles frutales de vivos colores orillando la tapia norte de nuestro minúsculo camposanto montañés. ¿Será por eso que ahora contemplo, espantado, esos frutos que cuelgan de sus ramas, cerúleos, helados, horrendos, como bulbos híbridos, como homúnculos o creaciones imperfectas y caprichosas exudadas de las esencias sacras de nuestros antepasados? ¿Será por eso que crecen con tanta reciedumbre, como si buscasen una perduración plena, ayudados por la sangre que vuelve? 
Ángel Olgoso, Océanos de ceniza (La máquina de languidecer, Páginas de Espuma, 2009).


Ángel Olgoso

Julio Torri, A Circe

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A Circe
¡Circe, diosa venerable! He seguido puntualmente tus avisos. Mas no me hice amarrar al mástil cuando divisamos la isla de las sirenas, porque iba resuelto a perderme. En medio del mar silencioso estaba la pradera fatal. Parecía un cargamento de violetas errante por las aguas.
¡Circe, noble diosa de los hermosos cabellos! Mi destino es cruel. Como iba resuelto a perderme, las sirenas no cantaron para mí.
Julio Torri, A Circe.
Julio Torri

Cristina Fernández Cubas, La mujer de verde

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La mujer de verde

—Lo siento —dice la chica—. Se ha confundido usted.
La he escuchado sin pestañear, asintiendo con la cabeza, como si la cosa más natural del mundo fuera ésta: confundirse. Porque no cabe ya otra explicación. Me he equivocado. Y por un momento repaso mentalmente la lista de pequeñas confusiones que haya podido cometer en mi vida sin encontrar ninguna que se le parezca. Pero no debo culparme. Me encuentro cansada, agobiada de trabajo y, para colmo, sin poder dormir. Esta misma mañana a punto he estado de telefonear a mi casero. ¿Cómo ha podido alquilar el piso de arriba a una familia tan ruidosa? Pero lo que importa ahora no son los vecinos ni tampoco el casero ni mi cansancio, sino el extraño espejismo que, por lo visto, he debido de sufrir hace apenas media hora. Una mezcla de turbación y certeza que me ha llevado a abandonar precipitadamente una zapatería, y correr por la calle tras una mujer a la que me he empeñado en llamar Dina. Y la mujer, sin prestarme atención, ha seguido indiferente su camino. Porque no era Dina. O por lo menos eso es lo que me está afirmando la verdadera Dina Dachs, sentada frente a su ordenada mesa de trabajo, con la misma sonrisa inocente con la que, hace apenas una semana, acogió la noticia de su incorporación a la empresa. «No», me dice. «No me he movido de aquí desde las nueve.» Y después, meneando comprensivamente la cabeza: «Lo siento. Se ha confundido usted».
Sí. Ahora comprendo que a la fuerza se trata de un error. Porque, aunque el parecido me siga resultando asombroso, la chica que tengo delante no es más que una muchacha educada, cortés, una secretaria eficiente. Y la mujer, la desconocida tras la que acabo de correr en la calle, mostraba en su rostro las huellas de toda una vida, el sufrimiento, una mirada enigmática y fría que ni siquiera alteró una sola vez, a pesar de mis llamadas, de los empujones de la gente, del bullicio de una avenida comercial en vísperas de fiestas. Y fue seguramente eso lo que me llamó la atención, lo que me había llevado a pensar que aquella mujer —Dina, creía— sufría un trastorno, una ausencia, una momentánea pérdida de identidad. Pero ahora sé que mi error es tan sólo un error a medias. Porque la desconocida, fuera quien fuera, necesitaba ayuda. Y vuelvo a mirar a Dina, su jersey de angora y el abrigo de paño colgado del perchero, y de nuevo recuerdo a la mujer. Vestida con un traje de seda verde en pleno mes de diciembre. Un traje de fiesta, escotado, liviano... Y un collar violeta. Indiferente al frío, al tráfico, a la gente. No digo nada más. La evidencia de que he confundido a aquella chica con una demente me hace sonreír. Y me encierro en mi despacho, dejo las compras sobre una silla y empiezo a revisar la correspondencia. Será un mes agotador, sólo un mes. Y luego Roma, Roma y Eduardo. Me siento feliz. Tengo todos los motivos del mundo para sentirme feliz.

Ninguno de los dos pares de zapatos se ajusta a mis medidas. Unos me quedan demasiado estrechos, me oprimen. Para soportarlos debo contraer los dedos en forma de pina. Con los otros me ocurre justamente lo contrario. Mis pies se encogen también en forma de pina, pero la finalidad es muy distinta. Hacerme con el timón de esas barcas que se resisten a ser conducidas, que se rebelan, escapan... Es ya muy tarde para pasar por casa, con lo cual, me digo, no tendré más remedio que escoger entre dos sufrimientos. Opto por el segundo, pero no lo hago a la ligera. Dentro de media hora debo asistir a una c ena de trabajo. Por eso he venido ya arreglada a la oficina y por eso también me he detenido antes en una zapatería. Una compra absurda, apresurada. Mañana devolveré los que me quedan estrechos. Porque ahora me doy cuenta de que no siento el menor apetito y dentro de media hora me veré obligada a comer. Conozco este martirio desde que me he convertido en una ejecutiva respetada. Un suplicio que no tiene nada que ver con su contrario —morirse de hambre y no poder saciarla— y del que suelo avergonzarme a menudo. Me decido, pues, por los zapatos deslizantes como góndolas (no podría explicarlo: me parecen más adecuados a lo que me espera) y aparezco así en el restaurante, a la hora en punto, arrastrando los pies y sin una pizca de apetito. La lectura del menú me produce náuseas. Es una sensación grosera, ridicula. Como groseros me parecen los diez comensales, hablando con un deje de complicidad de sus secretarias, con cierta respetuosa admiración de sus esposas, o ridículos los zapatos que hace rato he abandonado sobre la moqueta. Sólo espero que la cena acabe de una vez, que en algún momento de la noche se hable de Eduardo, de la última ocasión en que vieron a Eduardo, de lo bien que le van las cosas a Eduardo. Por fortuna no tardan en hacerlo. Me preguntan por la sucursal que la empresa acaba de abrir en Roma y yo, aunque al referirme a Eduardo diga «el jefe», siento un ligero alivio al poder pensar en él, pensar en voz alta, a pesar de que lo que digo no tenga, en realidad, nada que ver con lo que imagino. Pero ellos no pueden saberlo. Nadie, ni siquiera en la oficina, puede sospechar remotamente mi relación con Eduardo. Ni en la oficina ni, menos aún, en su casa, y a ratos me gusta decidir que tampoco el propio Eduardo tiene demasiado claras nuestras relaciones. No me importa lo que, de saberlo, pudiera decir su esposa, pero sí, y ésta es mi mejor arma, lo que pueda pensar Eduardo. Y Eduardo no piensa. No piensa en mí como en una amante, a pesar de que ésa es la palabra que mejor definiría nuestra situación, y no me conviene que piense en mí como en una amante. A Eduardo las palabras le dan miedo. Las palabras y su mujer. Por eso, por una vez en la vida, se ha atrevido a engañarla, sin tener tan siquiera que llegar a decirse: «La engaño». Para los comensales no soy más que la antigua compañera de estudios del jefe, su brazo derecho. Para su mujer también. Y así quiero que sigan creyéndolo. Además, tengo el papel bien aprendido. Cuando me preguntan quién se hará cargo de la oficina en Roma, me encojo de hombros. Eduardo está allí, seleccionando personal. Eduardo supervisará el trabajo durante el primer año, irá y volverá. Después, cuando encuentre a la persona adecuada, lo dejará en sus manos. Un italiano seguramente... Y pienso en un apartamento en el Trastevere. En una vida libre, sin horarios, sin familia, con su mujer a miles de kilómetros. Alguien me dice que me encuentra desganada, que apenas pruebo bocado, que «la mujer que no disfruta en la mesa...», y yo aprovecho para recordar de pronto una llamada importante. Una llamada de negocios, naturalmente. Busco con los pies los zapatos olvidados, aprieto los dedos como una pina y abandono la mesa. Pero no me dirijo al teléfono sino al baño. Me mojo la cara, me seco con una toalla de papel, y entonces, cuando me dispongo a retocar el maquillaje, la veo otra vez.
Cierto. Durante la cena apenas he comido y, en cambio, he bebido en abundancia. Pero, por un momento, unos segundos, ella ha estado allí. La he visto con toda nitidez. Su vestido verde, el collar violeta, la mirada fría y enigmática. No sé si ha abierto la puerta y, al verme, ha salido enseguida. No sé si estaba allí cuando yo he entrado. Todo ha sucedido con extrema rapidez. Yo secándome la cara con la toalla de papel, jugando mecánicamente con las posibilidades de un espejo de tres caras, comprobando mi peinado, mi perfil, y ella, una sombra verde, pasando como una exhalación por el espejo. Rectifico la posición de las lunas, las abro, las cierro y, atónita aún, logro aprisionarla por unos segundos. La mujer está allí. Detrás de mí, junto a mí, no lo sé muy bien. Me vuelvo enseguida, pero sólo acierto a sorprender el vaivén de la puerta. «Se ha escapado al verme», pienso. Y no puedo hacer otra cosa que recordar sus ojos. Una mirada fría, enigmática. Pero también, ahora me doy cuenta, una mirada de odio.

Dina Dachs es una chica como tantas otras. Me lo digo por la mañana, lo repito por la tarde. Por la noche me llevo a casa el fichero con los datos de las nuevas empleadas. Cinco en total. Todas con un curriculum semejante, la misma edad, idénticas expectativas de promoción en la empresa. Con una ligera ventaja a favor de Dina. Tres idiomas a la perfección, excelentes referencias, una notable habilidad a la hora de rellenar el cuestionario de la casa. Por eso fue la primera aspirante que seleccioné. Por eso, me explico asimismo ahora, recordaba tan bien su nombre el día en que corrí por la calle tras la mujer de verde. Aunque Dina Dachs es un nombre difícil de olvidar, tal vez porque no parece un auténtico nombre. Pienso en un pseudónimo, en un nombre artístico, en DINA DACHS anunciado en grandes caracteres en un teatro de variedades, en vedettes de revista... No sé ya en lo que pienso. El perpetuo trajín de los inquilinos de arriba me impide ordenar ideas. Mañana protestaré, hablaré con el casero o me mudaré de piso. Mañana, también, interrogaré sutilmente a Dina.

Llevo todo el día observándola, escrutándola, controlando sus llamadas telefónicas, sin que hasta ahora haya aparecido nada especial, nada que me incite a sospechar una doble vida, a explicar sus extrañas apariciones en la calle primero, en el restaurante después. Dina me dice que no sale por las noches. Lo dice muy tranquila, sin saber que en mi pregunta se encierra una trampa. No le importa permanecer en el despacho, hacer horas extras, poner al día el trabajo. En la ciudad no conoce a casi nadie. No tiene hermanos ni hermanas, ni siquiera padres. ¿No tiene hermanas? No, no tiene. Luego le pido que haga una reserva para esta noche en cierto restaurante del que, curiosamente, he olvidado el nombre. Le indico la calle, la situación exacta, el dato revelador de que las paredes están totalmente tapizadas de moqueta y los lavabos disponen de espejos de tres hojas. Dina no suele cenar en restaurantes pero, se le ocurre de pronto, puede consultar con alguna compañera. La dejo hacer y, discretamente, escucho tras la puerta. No parece que esté fingiendo. Después le dicto una carta, dos, tres. Son cartas improvisadas que nadie va a recibir y cuyo único objeto es estudiar a Dina, acorralarla, pescarla en una duda, un traspié. La chica se da cuenta de que lo que le estoy dictando es completamente absurdo. Se da cuenta también de que no dejo de observarla. En un momento, azorada, se baja instintivamente la falda y descruza la pierna. Con la excusa de que la habitación está llena de humo, abro la ventana. Hace frío afuera, un frío casi tan cortante como el silencio que acaba de establecerse entre Dina y yo. La situación se me hace embarazosa. Voy a volverme, decirle que se retire, que ya está bien por hoy, que se marche a su casa. Pero no logro pronunciar palabra. Por primera vez en mi vida he sentido el vértigo de un quinto piso. Porque ella está allí. Aunque no dé crédito a mis ojos, la mujer está allí, en la esquina de enfrente. Veo el traje verde, la mancha violeta, su figura indecisa destacándose entre el bullicio de la calle. Parece una mendiga. El tirante del vestido cae sobre uno de sus hombros. Está despeinada, encogida, se diría que de un momento a otro va a morirse de frío. Y tiene el brazo alzado, inmóvil. Su actitud, sin embargo, no es la de alguien que pida limosna. Salvo que esté loca. O ebria. O que la mano no apunte hacia nadie más que hacia mí. Aquí, en el quinto piso, asomada a la ventana de mi despacho.
—¿Algo más? —dice una voz cansada a mis espaldas.
Ruego a Dina que se acerque. Le hago sitio junto a la ventana e indico con el brazo el lugar exacto adonde debe mirar. «La mendiga», le digo. «Aquella mendiga.» Un autobús se detiene justo enfrente de la mujer de verde. Aguardo a que se ponga de nuevo en marcha. Su figura aparece con intermitencias tras los coches. «Fíjese bien. Allí, está allí. No, ya no. Espere...» Sin darme cuenta la he cogido por el hombro. Ella, contrariada, se aparta de la ventana.
—No veo absolutamente nada —dice.
Está molesta, irritada. Al salir hace lo que ninguna otra secretaria se hubiera atrevido a hacer. Cierra enérgicamente. Casi de un portazo.

No puedo hablar con nadie de lo que me preocupa. Eduardo sigue en Roma, con su mujer. Sé que se trata de un premio de consolación, de un acto sin consecuencias, una estratagema ingenua para asumir inminentes proyectos sin mala conciencia. Pero sé también que no debo llamarle. Su mujer estará con él. En el hotel, en la oficina, en todas partes. Tampoco puedo confiarme a cualquiera porque ignoro del todo los términos en los que podría confiarme a cualquiera. Por un momento pienso en Cesca, la empleada más antigua de la empresa. Cesca me quiere y me respeta. Pero a Cesca le gusta curiosear, meter las narices en los asuntos de los otros, comentar, charlar... Aunque, si mañana vuelve a aparecer la mujer de verde, ¿qué puede tener de alarmante que llame a Cesca y le haga un lugar en la ventana? «Mire a esa mujer. Hace días que ronda por aquí. Parece como si le ocurriera algo extraño.» Y que ella, Cesca, calándose las gafas, me asegure que se trata tan sólo de una mendiga, una de tantas pordioseras que llenan las calles por estas fechas, tal vez una loca, una borracha, una prostituta. Las tres cosas a un tiempo... Y que luego, aguzando la mirada, Cesca reconozca que le recuerda a alguien. No puede precisar quién, pero le recuerda a alguien... O que llame al conserje. Y que el conserje salga a la calle para cerciorarse. O quizá no haga falta. «Es una perturbada», puede decirme. «Una perturbada o una farsante. Siempre aparece por el barrio en navidades. La gente le da dinero porque le tiene miedo.» Pero yo no he visto a nadie que se detenga junto a ella y le dé dinero. La verdad es que, desde la altura del quinto piso, no he visto nada más que su presencia verde y un brazo alzado hacia mí, pidiéndome algo, avisándome de algo. Y también he visto a Dina. A mi lado, apoyada en el alféizar de la ventana mientras yo señalaba en dirección a la pordiosera. Me lo repito varias veces. La pordiosera abajo, en la calle; Dina a mi lado. Un dato tranquilizador que debería bastarme para hablar de puro azar, de coincidencia, de un parecido acusado. De la imposibilidad de que la misma mujer se encuentre en dos lugares a un tiempo. Pero está también su mirada. Apartando mi brazo de su hombro, enrojeciendo de fastidio, cerrando enérgicamente la puerta. Todo es cuestión de grados, pienso. Porque a la mirada de irritación de Dina Dachs le falta muy poco para convertirse en la de la mujer de verde. Una mirada fría, enigmática. Una mirada de odio.

Pero no puedo culparla. En los últimos días no hago más que llenarla de trabajo, darle órdenes y contraórdenes, convocarla a mi despacho o irrumpir en el suyo y cerciorarme de que sigue allí, parapetada tras una montaña de papeles, luchando con cuentas, documentos, informes. Me tranquiliza saberla ocupada, comprobar que tardará aún mucho en terminar con sus tareas del día, que posiblemente será la última en abandonar por la noche la oficina. Y yo, mientras, pienso en la mujer de verde. Espero la aparición de la mujer de verde, asomada a la ventana, con el teléfono en la mano, dispuesta a llamar a Cesca o al conserje. Pero no a Dina. Dina no es una chica como las otras. En tantas horas de observación he podido darme cuenta. Dina tiene orgullo, dignidad, y sólo Dios sabe hasta cuándo va a permitir el acoso al que la someto sin plantarme cara. Sé que estoy empezando a disgustarla seriamente y sé ahora también que Dina es mucho más agraciada de lo que me había parecido al principio. Una de esas mujeres discretas, serenas, que ganan con el trato, con las horas, con los días. Confino pues a Dina en su despacho y espero. Con los ojos pegados al cristal de la ventana, espero.
Ni al día siguiente ni al otro se produce la ansiada aparición. Todo el trabajo del que no puedo hacerme cargo se lo confío a Dina. Desde la ventana oigo el frenético tecleo del cuarto contiguo, pero ya no pienso en ella ni me preocupa lo que pueda opinar de mi comportamiento. Todos mis sentidos están pendientes de la posible aparición de la mujer de verde. Tal vez, me digo, esa pobre amnésica ha recuperado la memoria. O se ha muerto de frío. O las patrullas urbanas han terminado por recogerla. Me siento en la butaca y me dispongo a llamar a Cesca.
«No me encuentro bien», voy a decirle. «Hágase cargo de todo hasta mañana.» Pero no llego a marcar el número. De pronto he sentido frío. Un frío húmedo y penetrante a mis espaldas que me hace reaccionar, darme cuenta de que realmente me siento enferma y que en el mes de diciembre es una auténtica locura mantener la ventana abierta. Una ráfaga de viento pone en danza el montón de papeles a los que hace días no presto la menor atención y que tampoco me van a desviar ahora de mi cometido. Me vuelvo apresuradamente, aunque sospecho ya que aquel frío repentino poco tiene que ver con las inclemencias de la estación o con el estado de mis nervios. Allí abajo está la mujer. En la esquina de enfrente. Parece resuelta, decidida, dispuesta a cruzar la calle en dirección hacia donde me encuentro. Sortea los coches como por milagro. Con el brazo alzado, siempre hacia mí. El deterioro es patético. Los restos del traje verde dejan su pecho al descubierto y, repentinamente, su forma de andar se convierte en tambaleante, insegura, grotesca. ¿Qué es lo que me pudo conducir a pensar que ese fantoche se parecía a Dina? Intento fijarme mejor, me inclino aún más sobre el alféizar, distingo una mancha verde en uno de los pies, sólo en uno, y enseguida comprendo su ocasional cojera. El otro zapato ha quedado olvidado en el bordillo de la acera. Pero nadie lo recoge, nadie lo aparta de un puntapié, nadie tropieza, nadie, en fin, se compadece de esa pobre desgraciada y la conduce a un asilo. La vida en las ciudades es inhu-mana, cruel, despiadada... Aterida de frío cierro la ventana y marco el número de Cesca. «Estoy muy cansada. Hágase cargo de todo hasta mañana, por favor.» Y me voy a casa, acudo a un somnífero y, por una vez, ni los vecinos del piso de arriba pueden impedir mi sueño.

Todos los veintitrés de diciembre el mismo rito. «Me siento muy cansada, Cesca. Mañana no apareceré por la oficina.» Y cada veinticuatro las mismas correrías, la misma búsqueda, el mismo deambular por comercios y grandes almacenes con la lista completa de los empleados en la mano. Es una costumbre de la empresa. Una ceremonia infantil cuyo primer eslabón está en Cesca, en su fingida alarma ante mi supuesto malestar, en el guiño de ojos que adivino desde el otro lado del teléfono, en el «¿Qué será esta vez?» que voy detectando en todo aquel con quien me cruzo en cuanto abandono el despacho, me pongo el abrigo y dejo que el conserje me abra la puerta. El día veintisiete, en su mesa, encontrarán un regalo. Un detalle personal, un acierto inesperado tras el que se encuentran mis buenos oficios, pero que todos sin excepción agradecerán a Eduardo, como si supieran que en este juego de niños el más ilusionado es siempre él, aunque se encuentre, como ahora, a miles de kilómetros o ignore, como de costumbre, cuáles son sus gustos, sus necesidades, sus aficiones. Recuerdo las gafas de Cesca, eternamente esquivas, dispuestas a esconderse en cualquier rincón, a desplazarse a los lugares más inverosímiles, y le compro una cadena de plata. Le siguen el portero, el conserje, la mujer de la limpieza, el chico de los recados, el jefe de personal, las nuevas administrativas... De pronto me doy cuenta de que apenas si sé ilgo de ellas, pendiente como he estado de tan sólo una de ellas. Y pienso en Dina. Me pregunto si tal vez merecería un regalo mejor. Un detalle añadido para hacerme perdonar mis abusos, el acoso al que la he tenido sometida, el trato apremiante, injusto. Aunque ¿no conseguiría con esto confundirla todavía más? Decido que las funciones de las cinco chicas en la oficina son muy parecidas y todas van a recibir un obsequio similar. Entro en perfumerías, almacenes, tiendas de discos. En el bolso llevo las tarjetas con la firma de Eduardo y los nombres de los empleados, lis mejor colocarlas ya ahora, a medida que voy comprando, para que no haya lugar a confusión alguna y dentro de dos días todos puedan admirarse, sorprenderse, agradecer la atención a Eduardo como si fuera la primera vez. Como cada año.
El frío de esta tarde de diciembre es intenso pero a mí siempre me ha gustado el frío de las tardes de diciembre. A pesar de la fecha, a pesar de la luminosidad de los comercios, de los cantos navideños o de la profusión de los árboles adornados, no hay demasiada gente en las calles. Puedo así pasear, contemplar los escaparates con cierta tranquilidad, con el mismo ánimo sereno con el que me he levantado esta mañana. Pildoras para dormir. Ahí estaba el remedio. Un sueño artificial que me ha repuesto de tantos días de agitación y cansancio. Ahora empiezo a ver las cosas de otra manera. Eduardo se excedió al dejarme por tres semanas al mando de la oficina. No estoy capacitada ni poseo el temple necesario. Mis nervios estaban destrozados, quién sabe qué desatinos hubiese podido cometer. Pero ahora estoy contenta. Por primera vez en tantos días me siento alegre y me sorprendo coreando un villancico que escupe un altavoz cualquiera de un comercio cualquiera. Debo de parecer loca. Me pongo a reír. Y entonces, con la recurrencia de una pesadilla, la veo otra vez.
No tengo miedo ya ni me siento cansada. Tan sólo harta, completamente harta. Voy a seguirla, a mirarla de cerca, a convencerme de que no es más que una desarrapada, a preguntarle si necesita ayuda. Ella abandona ahora la avenida luminosa y se interna por un pasaje oscuro. Casi la alcanzo de una corrida, luego me detengo, guardo prudentemente las distancias y observo sus pasos. Camina descalza, deslizándose como un gato por el empedrado. Su cabello parece una maraña de grillos. Su vestido está hecho jirones. Ya no la llamo por su nombre porque ignoro cuál es su nombre. De repente se detiene en seco, como si me aguardara. A pesar de la oscuridad caigo en la cuenta de que no estamos en un pasaje como había creído, sino en un callejón sin salida. Pero es demasiado tarde para retroceder. La inercia de mi carrera me ha hecho rozar su espalda. «Oiga», le digo. «Un momento, por favor. Escuche.» Y entonces, mientras me descubro perpleja con un trozo de seda verde en la mano, un tejido apolillado que se pulveriza al contacto con mis dedos, ella se vuelve y sonríe. Pero no es una sonrisa, sino una mueca. Un rictus terrible. Y sobre todo un aliento. Una fetidez que me envuelve, me marea, me nubla los sentidos. Cuando recupero el conocimiento estoy sola, apoyada contra un muro, con los paquetes de las compras desparramados por el suelo. No me sorprende que estén todavía allí. Los recojo uno a uno. Con cuidado, casi con cariño. Ahora ya sé quién es esa mujer. Y vuelvo a pensar en Dina. Pobre Dina Dachs. Encerrada en su despacho, regresando a su piso, paseando por la calle. Porque Dina, se encuentre donde se encuentre en estos momentos, ignora todavía que está muerta desde hace mucho tiempo.

O tal vez pueda aún impedirlo. Me olvido de los dictados de la razón, esa razón que se ha revelado inútil y escucho por primera vez en mi vida una voz que surge de algún lugar de mí misma. Dina, aunque tal vez no haya muerto aún, está muerta. La mujer de verde es Dina muerta. He asistido a su proceso de descomposición, a sus apariciones imposibles en calles concurridas, en lunas de espejos, en callejones sin salida. Pienso en espejismos de una playa cálida. Acaso no haya ocurrido aún, pero va a ocurrir. Y a mí, por inexpugnables designios del destino, me ha correspondido ser testigo de tan extrañas secuencias. No me parece aventurado concluir que sólo yo puedo hacer algo. Y no me siento asustada. Es extraño, pero no me siento asustada, sino resuelta. Hago pues lo que suelo hacer cada veinticuatro de diciembre. Dejar los regalos para el personal en la garita del portero, comprobar que no se ha desprendido ninguna tarjeta, recordarle la disposición exacta para dentro de dos días. El portero, como siempre, me indica que no me preocupe, se despide de mí, hace como si no supiera que uno de los paquetes le está destinado, cierra la garita y se marcha a su casa. Pero yo no me he ido. Es cierto que he salido a la calle y he avanzado unos pasos. Pero en el quinto piso del edificio hay luz y yo sé quién está allí, tecleando en la máquina, ordenando ficheros, cumpliendo con esas horas extraordinarias a las que le han obligado mi ignorancia y mi confusión. Abro con mi llave y llamo al ascensor. Al llegar al quinto rellano dudo un instante. Pero no toco el timbre. Todas las luces están apagadas salvo las de un despacho. He entrado con sigilo, con cautela, porque por nada del mundo desearía asustarla. Por eso golpeo con los nudillos y espero.
—¿Usted? —pregunta Dina. Pero en realidad está pensando: «Usted. Usted otra vez».
Dina lleva puesto el abrigo y sobre su mesa aparecen montañas de papeles, de cartas, de fichas, de carpetas. «Iba a irme ya», añade. Abre el bolso, introduce un par de cartas, lo cierra con energía y después, como yo sigo inmóvil junto a la puerta: «Le recuerdo que hoy es Nochebuena».
Hago acopio de todas mis fuerzas y le suplico que aguarde un instante. Que se siente. Que me conceda unos minutos para lo que tengo que decirle. Dina me obedece de mala gana. Con un suspiro de fastidio, de cansancio, de asco. Sus dedos repiquetean sobre el tablero de la mesa.
—Dentro de un cuarto de hora me esperan al otro lado de la ciudad. Le ruego que sea breve.
No me molesta su altanería. Nada de lo que haga o diga la pobre Dina puede contrariarme ya. Sin embargo no encuentro las palabras. ¿Cómo explicarle que no vale la pena que se apresure? ¿Cómo hacerle entender que el tiempo, a veces, no se rige por los cómputos habituales? Quizá todo sea un engaño. Vemos las cosas como nos han enseñado a verlas. Su mesa de trabajo, por ejemplo... ¿Podemos estar seguros de que es una mesa, con cuatro patas y un tablero? ¿Quién podría afirmar que dentro de un cuarto de hora estará ella al otro lado de la ciudad? ¿Qué son quince minutos sino una convención? Una forma de medir, encasillar, sujetar o dominar lo que se nos escapa, lo que no comprendemos. Un ardid para tranquilizarnos, para no formularnos demasiadas preguntas...
—Le agradecería —interrumpe con visible fastidio— que intente ser más concreta, por favor.
Pero no puedo. Le digo que acabo de verla en la calle. «¿Otra vez?» Ahora me dirige una media sonrisa burlona. «¿No será que está usted realmente obsesionada?» De un momento a otro estallará, me obligará a abandonar su despacho, amenazará con llamar a la policía. Por eso debo darme prisa. Sí, la he visto. Hoy y también ayer, y el otro día en el restaurante, y la primera vez en una calle populosa. Al principio pensé que tenía algo contra mí, que me perseguía, que me buscaba... Después, que no era ella, sino alguien que se le parecía de forma asombrosa...
—¿Y al final?
Dina me mira al borde de su paciencia. Insisto en que aguarde unos segundos más. Me saco un guante. Me lo vuelvo a poner. De nuevo las palabras fallan. No sé cómo avisarla. No sé cómo decirle que el proceso es irreversible. Que hace apenas una hora, en el callejón, he visto la mueca de la muerte en su boca sin labios, en su fetidez, en su carne descompuesta. Sólo acierto a balbucear:
—Tenga mucho cuidado, por favor. A lo mejor aún podemos evitarlo. O retrasarlo... Retrasarlo al máximo.
Dina acaba de ponerse en pie.
—Lo siento. Todo lo que me está contando es muy interesante. Pero ahora debo irme. Tal vez no tenga usted planes para esta noche, pero yo sí.
Dina me detesta. Me aborrece o me toma por loca. No puedo hacer nada más que dejar que las cosas sigan su curso. Me levanto también, convencida de la inutilidad de cualquier explicación, de cualquier advertencia. Me siento pequeña, insignificante y al tiempo pretenciosa, soberbia. He querido cambiar las páginas del destino, pero el destino de esta pobre chica está trazado.
—¿Por qué me mira así, si puede saberse?
Dina está indignada, erguida frente a mí, con el bolso colgado al hombro y las llaves de la oficina tintineando en una de sus manos. Tal vez me haya equivocado. Pero al colgarse el bolso con gesto enérgico el abrigo de paño se ha entreabierto unos segundos y he visto lo que por nada del mundo hubiera deseado ver.
—Lleva usted un traje verde. Un traje verde de seda. Los ojos de Dina Dachs lanzan llamas. —Le advierto que su posición en la casa no le da derecho a... Ya no sé lo que dice. Hay algo en su voz, en su tono, que no admite réplica.
—Deje ya de observarme, de seguirme a todas horas, de mortificarme con su presencia... No se crea que no me he dado cuenta.
Ahora habla atropellada, compulsivamente.
—Si pretende algo de mí no va a conseguirlo, y si se interesa por mi vestuario, aquí lo tiene. Un traje de seda verde. Recién comprado. Espero que lo apruebe.
Dina se ha quitado enérgicamente el abrigo. Ahora es la misma mujer con la que me encuentro continuamente en los últimos días. Sólo le falta un detalle: un pequeño accesorio que debe de tener guardado en algún lugar. La imagino en el ascensor colocándose el collar ante el espejo. En el taxi. En el baño de la oficina.
—El bolso —le digo—. Déjeme ver su bolso.
Ahora, por primera vez, parece asustada. Intento lo imposible. Convencerla de que no debe salir vestida así a la calle. Que todo lo que estoy haciendo es por su bien. Pero las palabras no sirven, ahora, más que nunca, sé que no sirven. Ignoro si enloquezco u obedezco la voz del destino. Porque la zarandeo. Y ella se resiste. Aferrada a su bolso se resiste e intenta hacerse con un cortaplumas. Está asustada, no atiende a razones. Por eso yo, firmemente decidida, no tengo más remedio que inmovilizarla, revelarle la terrible verdad, decirle gimiendo: «Está usted muerta. ¿No lo comprende aún? ¡Está muerta!». Pero Dina no ofrece ya resistencia. Sus ojos me miran redondeados por el espanto y su cuerpo se desliza junto al mío hasta caer al suelo, impotente, aterrorizada. No tengo tiempo que perder y le arrebato el bolso. Busco con ansiedad un estuche, un paquete, el collar sin el cual es posible que nada de lo previsto suceda. Sólo encuentro papeles. Papeles que no me importan, que paso por alto, que arrojo lejos de mí. Papeles de los que, sin embargo, dos días después, conoceré, al igual que el resto de la oficina, su contenido exacto.
Y entonces Cesca cabeceará con tristeza. Y oiré rumores, pasos, sentiré frío. La factura de la luz, un bloc de notas, una carta... Querido Eduardo... Palabras que recuerdo bien porque son de Dina. No deja de observarme, de seguirme a todas horas, de mortificarme con su presencia... Y otras que reconozco aún más porque son mías, aunque la carta lleve la firma de Dina Dachs y yo no me haya atrevido jamás a formularlas por escrito. Pienso en el Trastevere. En nuestro piso en el Trastevere, en los días que faltan para que nos encontremos en Roma... Recuerdos que no recuerdo. Nunca olvidaré la primera noche, en el
hotel frente al mar... Frases absurdas, ridiculas, obscenas. Promesas de amor entremezcladas con ruidos de pasos, llaves, puertas que se abren, que se cierran, los vecinos del piso de arriba arrastrando muebles, un hombre con bata blanca diciéndome: «Está usted agotada. Serénese». Y, sobre todo, Cesca. La mirada compasiva de Cesca.
Pero esto no ocurrirá hasta dentro de dos días. Ahora estoy de rodillas, resuelta a evitar lo inevitable, con el bolso vacío en la mano y rodeada de papeles que no tengo el menor interés en leer, que aparto con rabia de un manotazo. Recuerdo: «Un cuarto de hora, al otro lado de la ciudad». Y entonces se me hace la luz. Es como si estuviera allí, en una fiesta, una reunión, las doce de la noche y el intercambio de regalos. Pero Dina no llegará a aceptar el obsequio fatídico. He logrado asustarla, prevenirla. «Lo he impedido», digo. Y miro mis manos enguantadas. Aún temblorosas, aún poseídas por una fuerza de la que nunca me hubiera creído capaz. Y luego a Dina, en el suelo, con los mismos ojos desorbitados por el terror, por el espanto, por lo que ella ha debido de creer la visión de la locura. Pero Dina está inmóvil. Vestida de verde. Traje verde, zapatos verdes... Y sólo ahora, incorporándome despacio, observo un cerco amoratado en torno a su garganta y comprendo con frialdad que no le falta nada. «Todavía es pronto», digo en voz alta a pesar de que nadie pueda escucharme. «Pero mañana, pasado mañana, será un collar violeta».

Cristina Fernández Cubas, La mujer de verde (Con Agatha en Estambul, Tusquets, 1994).

Cristina Fernández Cubas

Patricio Pron, La cosecha

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La cosecha
1
Lost John lee el informe de la clínica y descubre que tiene sida. No es más que un control rutinario, de los que las productoras de vídeos pornográficos exigen regularmente a sus empleados, pero su resultado no es el que debía ser. Lost John se queda mirando el papel que sostiene en la mano. Está de pie en la cocina en calzoncillos y la cabeza le da vueltas, así que se apoya en la barra un momento y coge aire. Luego se viste lentamente, mete algo de ropa en una maleta y llama a un taxi. Mientras espera que llegue el taxi, hojea una revista en la que aparece follando a Alyssa Soul. Al dar vuelta la página, ve a Alyssa Soul con la cara cubierta de su semen y sabe que esa es la última vez que aparecerá en una revista, probablemente la última vez que folle a una tía delante de una cámara, y siente alivio y nostalgia. Se dice que su polla no parece realmente empinada, que se nota demasiado el gel lubricante alrededor del ano de Alyssa, se pregunta cómo pudieron escapársele esos detalles al fotógrafo, al director y a la asistente, que estaban en el plató cuando se filmó la escena a la que pertenecen esas fotografías, una semana atrás. Luego recuerda la conversación que tuvo después con Alyssa, en las duchas, cuando descubrieron que los dos habían tenido una infancia errante, siempre detrás de padres militares que saltaban periódicamente de un cuartel a otro, todos iguales pero en sitios tan diferentes como Texas o Minnesota o California. Bueno, el padre de Alyssa había muerto en la primera Guerra del Golfo y el de Lost John también, y a ambos los sorprendieron estas coincidencias y, sobre todo, el haber accedido a esa conversación en un ambiente en el que no es habitual contar intimidades excepto que sean ficticias. Alyssa le había dado su teléfono pero Lost John lo había echado a una papelera al salir de la productora. No quería nada que fuera muy personal. Llaman al teléfono para decirle que su taxi lo espera fuera, y Lost John dice gracias y cuelga suavemente el aparato y después camina hasta la puerta.

2
Unas horas después, su agente abre la misma carta de la misma clínica médica y lee el mismo diagnóstico. Su agente es un ex actor pornográfico llamado Bob Powers –aunque, a sabiendas de sus recursos, algunos lo llaman «God Powers»– que abandonó el negocio demasiado tarde, cosa que prueban algunas cintas de finales de la década de 1980 que él hizo retirar del mercado tan pronto como pudo. En los últimos tiempos ha cambiado de esposa por tercera o cuarta vez y lleva un flequillo y unas gafas que recuerdan a las del actor que es su responsable en la Cienciología, en la que se ha inscrito para evadir impuestos. Que la clínica médica le envíe el diagnóstico de uno de sus representados es lo habitual, puesto que es él el que luego debe distribuirla entre los productores interesados en contratar a Lost John; lo que no es habitual es el diagnóstico. Bob Powers sabe que a partir de ese momento ha perdido una de sus principales fuentes de ingresos y piensa que debe reemplazarlo de inmediato, quizá con Adam «Long» Oria, el actor latino que se parece un poco a Lost John en sus comienzos. Llama al móvil de Lost John pero sólo le responde la contestadora automática. Más tarde cogerá el automóvil e irá a su casa. En la puerta encontrará aparcado su coche y en la casa –desde que fueron amantes por un breve período, seis años atrás, Bob tiene una llave de la casa de Lost John– hallará su cartera, el móvil y las llaves de su coche. Mientras esté revisando los cajones en busca de algún indicio de adónde pudo haber huido su representado, alguien tocará el timbre. Bob Powers se quedará quieto, preguntándose si tiene que abrir o no la puerta, aterrado. Decidirá que no y se sentará un rato a esperar que el que ha tocado se marche; se servirá un vaso de agua pero no beberá nada. Un rato después saldrá con precaución a la calle y se encontrará al empleado de correos, de pie sobre el césped verde de la entrada, que le preguntará por Lost John. Más atrás, la vecina de enfrente husmeará en dirección a la casa. Mierda, pensará Bob Powers: ahora está envuelto en la desaparición de su representado. ¿Es usted el señor John Stuart Mill?, le preguntará el cartero. Bob Powers negará con la cabeza y saldrá corriendo hacia su coche, dejando la puerta abierta.

3
Lost John se ha contagiado el diez de marzo de ese año mientras rodaba una película en Tailandia que aún no ha salido al mercado. Al regresar, el diecisiete de marzo, se hizo un test rutinario que dio resultados negativos y volvió a trabajar sin problemas. Bob Powers intenta frenar la noticia, pero ésta llega pronto a la prensa, que le dedica el espacio que se le dedican a estas cosas: una columna mínima en la sección general. Un redactor del Los Angeles Sentinel elabora con ayuda de unos productores una lista de personas que podrían haber sido infectadas por Lost John. La lista incluye una «primera generación» de actores y actrices pornográficos que han sido penetrados por Lost John sin condón o realizaron alguna escena con él desde el diecisiete de marzo. La lista incluye también una «segunda generación» de actores y actrices que han rodado escenas con alguno de los actores y actrices incluidos en la «primera generación» de contagio, y una tercera. El artículo acaba con la información de que una de las actrices de la «primera generación», la canadiense Ana Foxxx, se ha sometido ya voluntariamente a un test de sida y que el resultado es positivo, y agrega un llamamiento público a aquellas personas, profesionales de la industria pornográfica o no, que pudieran haber tenido sexo con Lost John fuera de las cámaras, y a quienes pudieran haberlo hecho con los integrantes de la primera y la segunda generación, para que se abstengan de tener relaciones sexuales a modo de precaución por lo menos por un año y que se sometan a test de sida para determinar si han sido infectados o no. Cuando el artículo sale publicado, ya es tarde para cientos de personas, pero, en cualquier caso, la lista de los posibles infectados y de su fecha de infección es la siguiente: la «primera generación» comprende a Stacie Candy, Desiree Slack, Ana Foxxx, Katie Persian, Martin Iron, «Gaucho» Cross y Alyssa Soul. La «segunda generación» se extrae de la siguiente lista: Stacie Candy ha trabajado con Diamond Maxxx, Filthy Doreen, Señorita Arroyo, Patricia Petit, Francesca Amore y Jocelyn Davies; Desiree Slack, con Kayla Doll, Ana Foxxx, Anita Redheaded, Indian Summer, Taylor Knight, Raveness Terry, Eva Lux y Charlie Mansion; Ana Foxxx, con Sin Starr, Jenny López, Mark The Shark, John Michael, Patrice Caprice, Jessica Cirius, Desiree Slack y el travestí TT Boy; Katie Persian, con Lucy Dee, Hein Commings, Alex Sanders y Thomas Sexton; Martin Iron, con «Gaucho» Cross, Brian Hardwood, Annie Cruz, Markus Großschwanz, Tony Deeds, Blackie Jackie, Tommy Strong, Val Jean y Marc Anthony; «Gaucho» Cross, con Martin Iron, Indian Summer y el travestí TT Boy; Alyssa Soul, con Johnny Gnochi, Jack Kerouass y Sandy Candie. La «tercera generación» incluye los nombres de doscientos veinticuatro actores y actrices que han trabajado con los anteriormente mencionados y puede ser ampliada con una «cuarta generación», una quinta y así sucesivamente.

4
Lost John está echado sobre la arena. Un muchachito se le acerca y le pregunta algo en portugués que él no entiende. El muchachito le dice: «Do you wanna fuck?» y le sonríe, pero Lost John se incorpora, mira el mar y le dice que no. El muchachito comienza a marcharse. Lost John mira un velero perdiéndose detrás de una ola y llama al muchachito, que vuelve a acercarse con una sonrisa. Lost John le pone en la mano un billete y, sin decir una palabra, le da la espalda y abandona la playa solo. En las calles de Brasil no llama la atención. Tiene una habitación que da al mar y es un buen sitio para pensar y llorar y tratar de averiguar qué hacer a continuación. A veces piensa en masturbarse pero no consigue que se le ponga tiesa. En ocasiones baja a la playa por la mañana, pero la mayor parte de las veces lo hace por la noche, cuando no hay nadie. Se echa al agua y luego se queda tendido sobre la arena esperando que su corazón se tranquilice. En una oportunidad –es por la mañana– está echado así sobre la arena cuando nota que a su lado se ha sentado alguien. Es una chica negra, que mira el mar. Lost John se incorpora y mira al mar él también. Ninguno dice nada y después de un rato Lost John vuelve a echarse de espaldas sobre la arena. La polla se le marca en el pantalón mojado, así que se echa una toalla encima para que no se le note, y sonríe. La chica se levanta y se va, pero vuelve al día siguiente. Le dice algo en portugués que él no entiende. Él le sonríe. Ella sonríe. Luego se levanta y se va. Esa tarde, no sabe bien por qué, Lost John le pide al conserje del hotel que le consiga un diccionario bilingüe de portugués e inglés. El muchachito asiente y se despide llamándolo por el nombre que Lost John ha dado en la recepción al registrarse y que, por supuesto, no es el suyo.

5
A la mañana siguiente llega a la playa y ella ya está tendida sobre la arena. Lleva un bikini minúsculo, que traza un ángulo recto desde la entrepierna hasta las caderas, donde queda suspendido. Lost John deja con delicadeza el diccionario a su lado y corre hacia el mar. Al salir del agua ve que ella lo está hojeando. «You, english», dice ella. «Americano», responde él. Comienzan a hablar, lentamente al principio, buscando las palabras en el diccionario, y más rápido cuando ambos pierden el interés en la gramática. Ella se quita todo el tiempo el cabello que el viento le empuja sobre el rostro. Lost John ve que tiene los dientes amarillos y eso le parece atractivo, de alguna manera. Ella hojea el diccionario un rato echada de espaldas a él y luego se da la vuelta y le pregunta: «You, want fuck?». «Não posso», responde él después de un rato. Ella le da la espalda de nuevo y Lost John piensa que la ha jodido. Se queda mirando el mar. Al rato ella se da la vuelta de nuevo y le pregunta: «You, want dance?» y Lost John sonríe y dice que sí.

6
Esa noche él se pone una camisa blanca y unos pantalones ceñidos y está esperándola en la recepción cuando ella pasa a recogerlo. Beben cerveza y aguardiente de caña y él intenta bailar una música que nunca había escuchado antes. En el fragor del baile, ella lo besa y él no aparta la boca. Ella sonríe.

7
Las salidas se repiten un par de veces más. Él nunca averigua nada de ella: no sabe cómo se llama ni dónde vive ni cuántos años tiene, aunque supone que es unos siete u ocho años menor que él, que tiene veinticuatro. Un día, el conserje del hotel le dice que, sin desear meterse en sus asuntos, quisiera pedirle que se cuidara, puesto que muchas de esas jóvenes que frecuentan a los extranjeros lo hacen con intereses económicos y delictivos, y, agrega: «La mayor parte de ellas tiene sida». Lost John lo mira perplejo, sin saber qué decir. El conserje le sonríe y le pregunta si necesita algo más y Lost John dice que nada y sale a la calle. Esa noche llama a la casa de su madre pero cuelga antes de decir una palabra.

8
«Cómo é teu nome?», le pregunta él al oído mientras recuperan el aliento. «Luizinha», le responde ella. «Eu creiba que ja o tinha dito», agrega. «Eu me chamo John», dice Lost John, y ella repite: «John» y sorbe su bebida.

9
Salen todas las noches durante un par de semanas. Cada noche van a bailar y después caminan por la playa y se echan a besarse y a mirar las estrellas. A veces, cada vez con más frecuencia, también se magrean, pero, cuando ella le coge la polla con las manos, él la aparta y se disculpa y le ofrece acompañarla a su casa. Ella siempre dice que no.

10
Él compra un par de libros divulgativos sobre el sida. No entiende bien los textos porque están en portugués, pero en uno de ellos ve una fotografía microscópica del virus batallando con una célula y la imagen le parece dolorosamente hermosa.

11
Ella se prueba un vestido que él acaba de comprarle. Sonríe.

12
Él comienza a masturbarse pensando en ella. A veces sale bien y a veces no, pero siempre se queda pensando en ella, diciéndose que no puede esperar el momento de volver a verla.

13
Un día, unos mormones lo abordan por la calle e intentan hablar con él sobre Dios. Él se disculpa diciendo que no habla portugués, pero uno de los misioneros es un joven de Utah y le dice: «Hello, brother». Lost John teme que lo reconozca, pero de inmediato se da cuenta de que es improbable que lo reconozca un mormón de Utah e intenta liberarse. Más allá, ella lo espera bajo una farola apagada. «I can’t. I’m sick», dice él e intenta continuar caminando, pero el mormón le aprieta un folleto en la mano y le dice: «May God forgive you for what you have done and what you will do».

14
Esa noche visitan a los padres de ella, que viven en una chabola arriba de un cerro. Los padres le sirven agua fría y tratan de interesarse por Lost John, pero John sólo ha preparado para la ocasión unas frases sueltas y al rato la conversación se termina. La madre y la hija salen al patio a recoger unas gallinas que tienen y Lost John y el padre se quedan mirando un partido de fútbol cuyas reglas él no entiende. Más tarde, al abandonar la casa, se les echan encima unos chavales. Al principio le piden algo de dinero y él niega con la cabeza y sonríe, pero luego uno de ellos saca una pistola y le dice algo que Lost John no entiende. Entonces ella reacciona y golpea al niño de la pistola y se la saca y la echa en unos pastizales. Algunos niños salen corriendo y otros van a buscar la pistola entre los pastizales y ellos dos continúan bajando el cerro seguidos solamente por dos perros negros que no tienen nada mejor que hacer. Ella le dice después de un rato que los chavales que intentaron asaltarlos eran sus hermanos.

15
«Eu desejo ser tua mulher, desejo ser a mãe de teus crianças», le dice ella. «Eu não posso ter crianças, eu estou enfermo», le responde él. «Fize muitas coisas más.» «Não importa, meu amor», le contesta ella. «Eu te amo», agrega. Él se desenvuelve bien en esas conversaciones porque se pasa las tardes mirando telenovelas brasileñas en su habitación del hotel, viendo cómo el dinero desaparece y pensando en las personas a las que ha contagiado –en realidad, pensando sólo en Alyssa Soul y en su padre militar y en lo que él le ha hecho– y preguntándose qué hacer.

16
A veces ella llora cuando está junto a él y le dice que lo que teme, que lo que más teme, es que esa historia de amor no se acabe, que se interrumpa cuando él se marche, si es que algún día se marcha, y no se acabe como debería acabarse, cuando los dos mueran y con ellos muera su memoria de lo que hicieron y de lo que amaron.

17
Un día, al ponerse una chaqueta, Lost John encuentra el folleto que le dieron los mormones. Allí dice que corresponde a algunos hombres el contribuir a la perdición del mundo así como a otros les corresponde ayudar a su salvación, ya que ambos tienen su sitio y son útiles a Dios como la siembra y la cosecha. Lost John se pregunta si lo que va a hacer contribuirá a la salvación del mundo o a su perdición, y se pregunta si él es el que siembra o el que siega. Esa tarde mete sus cosas en la maleta y deja el hotel. El taxista lo lleva hasta el pie del cerro y se niega a ir más allá. Lost John le paga con lo que le queda y salta rápidamente fuera del taxi, antes de que el taxista vea que el dinero no es suficiente. Mientras sube, ve acercarse a los hermanos de Luiza. Levanta las manos cómicamente, como si todos estuvieran jugando, y les entrega la maleta: al fin y al cabo sólo tiene en ella algo de ropa. Más allá, ve que Luiza deja lo que estaba haciendo y comienza a caminar hacia él. El niño de la pistola dice algo a sus espaldas que él no puede entender y Luiza levanta una mano en dirección a ellos.

Patricio Pron, La cosecha (La vida interior de las plantas de interior. Mondadori, 2013).

Patricio Pron

Mircea Cărtărescu, El ruletista

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El ruletista
Concede el consuelo de IsraelA uno que tiene ochenta años y no tiene mañana.
Transcribo aquí (¿para qué?) unos versos de Eliot. En cualquier caso, no como posible lema para uno de mis libros, porque yo no voy a escribir nada nunca más. Y si, a pesar de todo, escribo estas líneas, en absoluto las considero literatura. Ya he escrito suficiente literatura, durante sesenta años no he hecho otra cosa, pero permítaseme ahora, al final del final, un momento de lucidez: todo lo que he escrito después de los treinta años no ha sido más que una penosa impostura. Estoy harto de escribir sin la esperanza de poder superarme algún día, de poder saltar más allá de mi propia sombra. Es cierto que, hasta cierto punto, he sido honesto de la única manera en que puede serlo un artista, es decir, he querido contarlo todo sobre mí, absolutamente todo. Pero la ilusión ha sido más amarga si cabe, dado que la literatura no es el medio adecuado para decir algo real sobre uno mismo. Junto con las primeras líneas que despliegas en la página, en esa mano que sujeta la pluma, entra, como en un guante, una mano ajena, burlona, y tu imagen, reflejada en el espejo de las páginas, se escurre en todas direcciones como si fuera azogue, de tal manera que de sus burbujas deformadas cristalizan la Araña o el Gusano o el Fauno o el Unicornio o Dios, cuando de hecho tú solo querías hablar sobre ti. La literatura es teratología. 
Desde hace unos cuantos años, duermo mal y sueño con un viejo que enloquece por culpa de la soledad. Únicamente el sueño me refleja de forma realista. Me despierto llorando de soledad, incluso aunque de día me sienta acompañado por aquellos de mis amigos que aún viven. Ya no puedo soportar mi vida, pero el hecho de entrar hoy o mañana en una muerte infinita, me obliga a intentar pensar. Por ello —puesto que tengo que pensar, como aquel que, arrojado en el laberinto, tiene que buscar una salida entre paredes embadurnadas de estiércol, o incluso a través de la boca de una ratonera— y solo por ello, escribo estas líneas. No por demostrar(me) que Dios existe. Desgraciadamente, y a pesar de todos mis esfuerzos, nunca he sido creyente, no he sufrido crisis de fe ni de negación de la fe. Quizá habría sido mejor serlo, porque la escritura exige drama y el drama nace de esa lucha agónica entre la esperanza y la desesperanza, en la que la fe desempeña un papel, me imagino, esencial. En mi juventud, la mitad de los escritores se convertía y la otra mitad perdía la fe, pero en su obra literaria el efecto era más o menos el mismo. ¡Cómo los envidiaba yo por aquel fuego que sus demonios atizaban bajo los calderos en que se regodeaban como artistas! Y mírame ahora, en mi escondrijo, un ovillo de harapos y cartílagos por cuya mente o corazón nadie apostaría, porque a mí nadie puede ya quitarme nada. 
Permanezco aquí, en mi sillón, aterrorizado por la idea de que ahí fuera ya no exista nada más que una noche sólida como un infinito témpano de brea, una niebla negra que ha engullido lentamente, a medida que he ido envejeciendo, las ciudades, las casas, las calles, los rostros. Parece que el único sol del universo es la bombilla de la lámpara y lo único que ilumina es el rostro de un anciano, arrugado como un higo. 
Cuando yo haya muerto, mi cripta, mi guarida, seguirá flotando en esa niebla negra y sólida, y llevará estas hojas a ninguna parte para que nadie las lea. Pero en ellas está, al fin y al cabo, todo. He escrito varios miles de páginas de literatura —polvo, nada más que polvo—. Intrigas construidas de forma magistral, fantoches con sonrisas galvanizadas, pero, ¿cómo vas a poder decir algo, por poco que sea, en esta inmensa convención que es el arte? Querrías sacudir el corazón del lector pero, ¿qué hace él? A las tres terminas tu libro y a las cuatro empiezas con otro, por muy bueno que sea el libro que tú hayas depositado en sus manos. Sin embargo, estas diez o quince páginas son otra cosa, se trata de un juego diferente. Mi lector de ahora no es otro que la muerte. Veo ya sus ojos negros, húmedos, atentos como los ojos de una adolescente, leer mientras completo una línea tras otra. Estas hojas contienen mi proyecto de inmortalidad. 
Digo proyecto, aunque todo —y ese es mi triunfo y mi esperanza— es verdad. Qué extraño: la mayoría de los personajes que pueblan mis libros son inventados pero todo el mundo los ha tomado por copias de la realidad. Apenas ahora he reunido el valor suficiente para escribir sobre un hombre real que vivió mucho tiempo a mi lado pero que, en mi convención artística, habría resultado completamente inverosímil. Ningún lector habría aceptado que en su mundo pudiera vivir, apretujado en el mismo tranvía, respirando el mismo aire, un hombre cuya vida es la demostración matemática de un orden en el que ya nadie cree o en el que cree tan solo porque es absurdo. ¡Pero, ay! El Ruletista no es un sueño, no es la alucinación de un cerebro escleroso ni tampoco una coartada. Ahora, cuando pienso en él, estoy convencido de que también yo conocí a aquel mendigo del final del puente, sobre el que hablaba Rilke, en torno al cual giran todos los mundos. 
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Así pues, querido nadie, el Ruletista existió. También la ruleta existió. No has oído hablar de ella pero, dime, ¿qué has oído sobre Agartha? Yo viví la época inverosímil de la ruleta, vi cómo se derrumbaban y cómo se amasaban fortunas a la luz feroz de la pólvora. También yo aullé en aquellos sótanos pequeños y lloré de alegría cuando sacaban a un hombre con los sesos reventados. Conocí a grandes magnates de la ruleta, a industriales, a terratenientes, a banqueros que apostaban sumas muchas veces exorbitantes. Durante más de diez años, la ruleta fue el pan y el circo de nuestro sereno infierno. ¿Que no se ha oído ningún rumor sobre ella en los últimos cuarenta años? Piensa un poco, ¿cuántos miles de años han transcurrido desde los misterios griegos? ¿Conoce alguien acaso qué sucedía en realidad en aquellas cavernas? Cuando se trata de sangre, impera el silencio. Todos han callado, tal vez cada uno de los testigos haya dejado a su muerte unos folios tan inútiles como estos, a los que seguirá, con un dedo esquelético, solo la muerte. La muerte individual de cada uno, el gemelo negro que nació junto con él. 
El hombre sobre el que escribo aquí tenía un nombre cualquiera que todo el mundo olvidó porque, al poco tiempo, ya era conocido como «el Ruletista». Al decir «el Ruletista» se referían solo a él, aunque ruletistas hubiera bastantes. Lo recuerdo con nitidez: una figura hosca, un rostro triangular sobre un cuello largo, pálido y delgado, de piel seca y cabellos rojizos. Ojos de mono amargado, asimétricos, creo que de diferente tamaño. Causaba una cierta impresión de desaliño, de suciedad. Ese mismo aspecto presentaba tanto con sus harapos de la granja como con los esmóquines que vestiría más adelante. ¡Dios mío, qué tentado estoy de escribir una hagiografía, de arrojar una luz transfinita sobre su rostro y de ponerle fuego en la mirada! Pero tengo que apretar los dientes y tragarme estos tics miserables. El Ruletista tenía una cara sombría, como de campesino pudiente, con la mitad de los dientes de metal y la otra mitad de carbón. Desde que lo conocí y hasta el día de su muerte (por culpa de un revólver, pero no de un balazo) presentó siempre el mismo aspecto. Y, sin embargo, ha sido el único hombre al que le fue concedido vislumbrar al infinito Dios matemático y luchar cuerpo a cuerpo con él. 
No es mérito mío el haberlo conocido y poder escribir sobre él. Podría construir, únicamente con su figura ante mis ojos, todo un andamio enormemente ramificado, una Babel de papel, un Bildungsroman de mil páginas, en el que yo, un humilde Serenus Zeitblom,(1) seguiría con el corazón en un puño la demonización progresiva del nuevo Adrian. ¿Y después? Incluso aunque —algo muy poco probable— consiguiera crear lo que no he creado en sesenta años de trabajo —una obra maestra—, me pregunto para qué... Para mi objetivo final, para mi gran apuesta (junto a la cual todas las obras maestras del mundo no son más que polvo de clepsidra), es suficiente con hilvanar en tres líneas las etapas de la vida larvaria de un psicópata: el niño brutal, de rostro sombrío, que corta insectos en pedacitos y mata pájaros a pedradas, obsesionado por el juego de canicas y el lanzamiento de herradura (lo recuerdo perdiendo, perdiendo siempre dinero, canicas, botones y peleándose luego con desesperación); el adolescente con arrebatos de furia epiléptica y un apetito erótico exacerbado; el preso condenado por violación y robo. Creo que el único «amigo» que tuvo en toda esta tortuosa etapa de su vida fui yo, tal vez porque nos conocíamos desde niños dado que nuestros padres eran vecinos. En cualquier caso, nunca me pegó y me miraba con menos recelo que a los demás, quienesquiera que fueran. Lo visité también en varias ocasiones —me acuerdo— en la cárcel, donde, en el frío verdoso del locutorio, se quejaba todo el tiempo, lanzando unos horribles juramentos, de la mala suerte que tenía en el póquer y me pedía dinero. Casi lloraba por la humillación de perder siempre, de no ser capaz de quedarse con el dinero de los demás en ninguna de las miles de manos que jugaba. Permanecía allí, paralizado sobre el banco verde: un tipo insignificante con los ojos enrojecidos por la conjuntivitis. 
No, me resulta imposible hablar sobre él de forma realista. ¿Cómo voy a describir con realismo una parábola viva? Cualquier artificio, cualquier giro o automatismo estilístico que suene a prosa, me horroriza. Tengo que señalar que, tras abandonar la cárcel, se dio a la bebida y que en un año se degradó muchísimo. No tenía trabajo y los únicos lugares donde podías estar seguro de encontrarlo eran algunas tascas de mala muerte donde creo que, además, también dormía. Lo veías pasear de mesa en mesa, vestido con ese estilo inconfundible de los borrachos (una chaqueta directamente sobre la piel y el dobladillo de los pantalones barriendo la acera), pedir que lo invitaran a una jarra de cerveza. Asistí muchas veces a aquella farsa siniestra, para mí dolorosa pero al mismo tiempo divertida, a que lo sometían de vez en cuando algunos parroquianos de la taberna: le hacían venir a su mesa y le decían que conseguiría la cerveza si sacaba el palillo más largo de las dos cerillas que tenían en el puño. Y se morían de risa cuando sacaba siempre el palillo más corto. Nunca —estoy completamente seguro— se «ganó» una cerveza de esta forma. 
Más o menos por aquel entonces aparecieron mis primeros relatos en algunas revistas y, poco tiempo después, mi primer volumen de cuentos, que considero, aún hoy, lo mejor que he hecho nunca. En aquella época era feliz con cada línea que escribía, sentía que competía no con los escritores de mi generación, sino con los grandes escritores del mundo. Penetré, poco a poco, en la conciencia del público y del mundillo literario, fui adulado y vituperado a partes iguales. Me casé por primera vez y sentí, en fin, que estaba vivo. Pero esto me resultó fatal porque la escritura no va habitualmente de la mano de la riqueza ni de la felicidad. Ya me había olvidado, por supuesto, de mi amigo, cuando lo volví a encontrar unos años más tarde en un lugar de lo más inverosímil tratándose de él: en un restaurante del centro, bajo la luz tenue, alucinada, de los brazos de unos candelabros con prismas irisados. Hablaba tranquilamente con mi esposa mientras paseaba la mirada por la sala cuando un grupo de hombres de negocios, sentados en torno a una mesa colmada de forma ostentosa, atrajo de repente mi atención. En medio de ellos, y centro de sus miradas, se encontraba él, con su rostro alargado y enjuto, vestido de tiros largos pero con su eterno aspecto de granuja de ojos apagados. Permanecía recostado con gesto de hastío mientras los demás charloteaban con una animación no exenta de zafiedad. Siempre he sentido repulsión ante las mejillas relucientes y los trajes de enterrador indecente con que ese tipo de hombres gusta de hacerse notar. Pero, ciertamente, me sentía en primer lugar contrariado por la inesperada prosperidad material de mi amigo. Me acerqué a su mesa y le tendí la mano. No sé si se alegró de verme, se mostraba impenetrable, pero nos invitó a unirnos a ellos y, a medida que la tarde se adentraba en la noche, entre las muchas banalidades y trivialidades que se fueron ensartando en la conversación, empezaron a abrirse paso palabras pronunciadas al azar, expresiones enigmáticas que los hombres de negocios intercambiaban por encima de aquella mesa abigarrada y ante las que no sabíamos cómo reaccionar. Durante unas cuantas semanas, sentí de pleno el terror de haber vislumbrado, aunque fuera de manera inconsciente, unas perspectivas que se perdían en un espacio distinto a aquel mundo burgués —en definitiva así era, aunque estuviera ligeramente maquillado por los caprichos del arte— en que yo vivía. Más aún: tenía muchas veces, en la calle o incluso en mi despacho, la sensación de ser vigilado, de estar controlado por una instancia indefinida que flotaba diluida en el aire como la bruma del crepúsculo. Ahora sé, con toda seguridad, que estaba siendo sometido a un control exhaustivo porque había sido propuesto para comenzar mi noviciado en el mundo subterráneo de la ruleta. 
A veces me colma de felicidad la idea de que tal vez Dios no exista. Aquello que unos años antes me parecía un paraíso sangriento (mi vida en esa época se me representa en un raccourci verdoso, parecido al Cristo de Mantegna), ahora me resulta un infierno edulcorado por el olvido, pero no menos posible y, por tanto, terrorífico. La primera vez que descendí a aquel sótano, me decían, para insuflarme valor, que solo la primera partida resulta difícil de soportar, que luego el aspecto «anatómico» de la ruleta no solo deja de causarte disgusto, sino que llegas a descubrir en él el auténtico y dulce encanto de ese juego; al que se le cuela en la sangre, añadían, le llega a resultar tan necesario como el vino o las mujeres. La primera noche me vendaron los ojos y me pasearon, de coche en coche, por las principales calles de la ciudad hasta que ya no habría podido decir quién era y, menos aún, dónde me encontraba. Luego me arrastraron por unos pasillos serpenteantes y descendí unos escalones que olían a piedra húmeda y a gato muerto. Por arriba se oía, de vez en cuando, el traqueteo de un tranvía. Me retiraron el pañuelo de los ojos en un sótano débilmente iluminado por unas cuantas velas; allí, bajo el arco de la bóveda, habían colocado, a modo de mesa, unas barricas de arenques y, a modo de sillas, unos cajones pequeños y unos troncos gruesos de madera. Todo ello evocaba un lagar decorado para resultar más ostentosamente rústico. Esa impresión se veía acrecentada por las jarras de madera y los vasos de cerveza de unos diez o quince individuos muy animados y bien vestidos que, sentados alrededor de las barricas, bebían y hablaban entre sí mientras me contemplaban. Por el suelo de adobe pululaban unas cucarachas enormes. Algunas, medio aplastadas por un taconazo, agitaban aún las patitas o una antena. Me senté a la mesa en la que se encontraba también mi amigo el pelirrojo. Ya habían hecho las apuestas y estaban apuntadas con tiza en un pizarrín negro, así que deduje que por el momento tendría que contentarme con ser un mero espectador. Las sumas eran muy altas, muy por encima de todo lo que yo había visto apostar nunca en un juego de azar. En un momento determinado, la animación de los accionistas —iba a descubrir que así se llaman los que apuestan en ese juego— decayó, las bebidas quedaron olvidadas en las jarras y vasos y en aquel ambiente ceniciento empezó a flotar poco a poco un olor agrio a alcohol y a cerveza caliente. Las miradas de los presentes en la cava se deslizaban cada vez con más frecuencia hacia la portezuela. La puerta se abrió al cabo de un rato y en la habitación entró un individuo con un aspecto muy parecido al que presentaba mi amigo de la infancia en su época de máxima decadencia. Tenía los bolsillos de la chaqueta rotos y se sujetaba los pantalones con cuerda de embalar. De su cara, que asomaba arrugada entre unos cabellos desgreñados, solo se podía decir que era la cara de un borracho. Lo empujaba un patrón —ese es el nombre con que se conoce a los que contratan a los ruletistas— con aspecto de camarero, que llevaba bajo el brazo una caja grasienta de madera. El borrachín se subió a un cajón de madera en el que yo no había reparado hasta entonces y allí permaneció, encorvado, con el aire caricaturesco de un campeón olímpico. Los accionistas lo miraban agitados, comentando entre ellos algún detalle del aspecto del tipo del cajón. A uno lo sorprendí santiguándose con discreción. Otro se roía con saña los pellejos de las uñas. Otro le gritaba algo al patrón. Pero el alboroto se cortó en seco cuando el patrón abrió la cajita. Todos estiraban el cuello, hipnotizados, hacia el pequeño objeto negro que brillaba como incrustado de diamantes. Era un revólver de seis balas, bien lubricado. El patrón se lo mostró al público con gestos lentos, casi rituales, como muestra un ilusionista las manos vacías con las que va a realizar milagros. Pasó después la palma por el tambor del revólver para hacerlo girar; se oyó un sonido delicado, punzante como la risa de un gnomo. Depositó el revólver en el suelo y del interior de una cajita de cartón sacó un cartucho, con su camisa de cobre reluciente, y se lo tendió al accionista que tenía más cerca. Este lo examinó por todas partes atento y concentrado; asintió levemente con la cabeza, como contrariado por no haber encontrado ninguna irregularidad, y se lo pasó al siguiente. El cartucho dio la vuelta a la habitación y dejó restos de aceite en los dedos de todos. Yo también lo toqué por un instante. Me esperaba, no sé por qué, que fuera frío como el hielo, o bien que quemara, pero estaba tibio. El cartucho volvió al patrón, quien, con gestos ostentosos, explícitos, lo introdujo en uno de los seis orificios del tambor. Pasó de nuevo la palma por la pieza móvil de metal que giró durante unos cuantos segundos con el mismo sonido agudo, chirriante. Finalmente, con una extraña reverencia, le tendió el arma reluciente al hombre del cajón. En medio de un silencio que te pulverizaba los huesos y en el que, lo recuerdo incluso ahora, lo único que se oía era el pulular de las cucarachas gigantes y el leve sonido de las antenas al rozarse entre sí, el hombre se llevó el revólver a la sien. Me dolían los ojos por culpa de la terrible concentración y de la luz mortecina. De pronto, la silueta del mendigo con el revólver en la sien se descompuso en unas cuantas manchas fosforescentes amarillentas y verdosas. La pintura de la pared blanca que estaba a sus espaldas adquirió un relieve enorme: era capaz de distinguir cada hendidura y cada grano de cal, engrosados como la piel de un viejo, y las marcas azuladas que dejaban en la pared. De repente, en el sótano empezó a oler a almizcle y a sudor. El hombre del cajón, con los ojos apretados y una mueca como si notara un sabor horrible en la boca, apretó violentamente el gatillo.
Sonrió después con un gesto cándido y aturdido. El breve clic del gatillo fue lo único que se dejó oír. Bajó del cajón y se sentó encima, abrumado. El patrón se abalanzó sobre él y casi lo tira al abrazarlo. Los presentes en la habitación, en cambio, empezaron a aullar como locos y a lanzar unos juramentos terribles. Cuando el patrón y su Ruletista salieron por la portezuela, los acompañaron con esos silbidos salvajes que no se escuchan más que en los partidos de boxeo. 
Casualmente, en la primera partida de ruleta a la que asistí, el ruletista salió indemne. Desde entonces, a lo largo de los años, he asistido a cientos de ruletas y he visto en muchas ocasiones una imagen indescriptible: el cerebro humano, la única sustancia verdaderamente divina, el oro químico donde se encuentra todo, esparcido por las paredes y por el suelo, mezclado con esquirlas de hueso. Piensa en las corridas de toros o en los gladiadores y entenderás por qué ese juego se me coló enseguida en la sangre y cambió mi vida. La ruleta posee, en principio, la simplicidad geométrica y la fuerza de una telaraña: un ruletista, un patrón y unos accionistas son los personajes del drama. Los papeles secundarios se los reparten el dueño de la cava, el policía que está de ronda por los alrededores, los mozos contratados para deshacerse de los cadáveres. Las sumas relativamente insignificantes que la ruleta les aportaba eran, para ellos, verdaderas fortunas. El ruletista es, por supuesto, la estrella del juego y la razón de su existencia. Por regla general, los ruletistas eran reclutados de entre las hordas de infelices necesitados de pan como perros vagabundos, de borrachos o de presidiarios recién liberados. Cualquiera, con tal de estar vivo y de poner su corazón a prueba a cambio de mucho, muchísimo dinero (pero, ¿qué quiere decir «dinero» en estas circunstancias?), podía llegar a ser ruletista. Era asimismo deseable que no tuviera, a ser posible, ningún tipo de vínculo social: familia, trabajo, amigos. El ruletista tiene cinco posibilidades de entre seis de escapar con vida. Recibe habitualmente el diez por ciento de la ganancia del patrón. Este debe disponer de unos fondos sustanciosos porque, en caso de que el ruletista muera, tiene que pagar las apuestas de todos los accionistas que han apostado en su contra. Los accionistas, por su parte, tienen una posibilidad entre seis de ganar pero, si el Ruletista muere, pueden reclamar su apuesta multiplicada por diez, o incluso por veinte, según el acuerdo establecido previamente con el patrón. Sin embargo, el ruletista solo tenía cinco posibilidades entre seis de salvarse en la primera partida. Según el cálculo de probabilidades, si volvía a llevarse la pistola a la sien, sus posibilidades disminuían. En el sexto intento, esas posibilidades se reducían a cero. De hecho, hasta que mi amigo entró en el mundo de la ruleta, en el que llegaría a convertirse en el Ruletista con mayúscula, no se conocían casos de supervivencia ni siquiera tras cuatro intentos. La mayoría de los ruletistas lo eran, por supuesto, de forma ocasional, y no volverían a repetir esa terrible experiencia por nada en el mundo. Solo unos pocos se sentían atraídos por la perspectiva de ganar mucho dinero; aspiraban a contratar ellos mismos a otro ruletista y convertirse así, a su vez, en patrones, algo que podía suceder ya con la segunda partida. 
No tiene sentido continuar aquí con la descripción del juego. Es tan estúpido y atractivo como cualquier otro, aunque con la aureola, es cierto, de esa pizca de sangre que resulta del gusto de nuestra infamia. Vuelvo a aquel que acabó con el juego porque lo jugó a la perfección. A tenor de la leyenda que circulaba en aquella época en todas las tabernas de la ciudad, él no fue captado por un patrón sino que oyó hablar de la ruleta y fue él solito a venderse. Imagino que el patrón que lo contrató después estuvo encantado de hacerse con un ruletista de una manera tan sencilla, ya que habitualmente el proceso era largo e irritante, con penosos regateos con aquellos que sacaban su alma a subasta. Al principio, cualquier vagabundo pedía la luna y hacía falta mucha pericia para convencerle de que su vida y su sangre no valían el universo entero sino tan solo un cierto número de billetes en función de la demanda del mercado. Un ruletista al que no fuera necesario convencer de que, de hecho, era un don nadie o al que no hubiera que amenazar con llamar a la policía, constituía un golpe de suerte inesperado, sobre todo si ese ruletista aceptaba sin rechistar la primera cantidad, propuesta por el patrón con la boca pequeña y la mirada huidiza. Sobre aquellas primeras ruletas en las que participó mi amigo no he podido averiguar gran cosa. Supongo que los accionistas apenas se fijaron en él cuando escapó con vida la primera o la segunda vez, puede incluso que la tercera. Fue considerado, como mucho, un ruletista afortunado. Pero después de la cuarta y de la quinta, se convirtió en la figura central del juego, un verdadero mito llamado a alcanzar proporciones gigantescas en los años posteriores. Durante dos años, hasta nuestro reencuentro en el restaurante, el Ruletista se había llevado el revólver a la sien en ocho ocasiones, por diferentes sótanos del sucio laberinto de los cimientos de nuestra ciudad. Me contaron (y más adelante pude convencerme por mí mismo) que cada una de las veces, en su rostro torturado, de frente estrechísima, asomaba una abrumadora expresión de espanto, un pánico animal que resultaba insoportable para los espectadores. Era como si ese miedo reduplicara su suerte y le ayudara a escapar con vida. Su tensión emocional llegaba al punto culminante cuando apretaba bruscamente el gatillo con los ojos cerrados y una mueca sarcástica en los labios. Se oía un breve clic e, inmediatamente después, su cuerpo de huesos pesados caía blandamente al suelo, desmayado pero ileso. Permanecía unos días postrado en cama, exhausto, pero luego se recuperaba rápidamente y retomaba su vida cotidiana, que se repartía entre el cabaret y el burdel. Tenía poca imaginación y, por mucho que se esforzara, no conseguía gastar todo lo que ganaba, así que cada vez era más rico. Se había librado hacía tiempo de la mediación del patrón y se había convertido él mismo en su propio patrón. Era un enigma que siguiera arriesgándose. Solo cabía una explicación posible, pero únicamente Dios sabrá qué había de cierto en ella: que lo hiciera por alcanzar un cierto grado de gloria, como un deportista que intenta superarse en cada carrera. Si eso fuera verdad, sería algo completamente nuevo en el mundo de la ruleta, donde se jugaba exclusivamente por dinero. ¿A quién se le iba a pasar por la cabeza convertirse en una especie de campeón mundial de la supervivencia? Pero lo cierto es que el Ruletista conseguía, por el momento, mantener ese ritmo demencial en una carrera en la que solo había otro concursante: la muerte. Y precisamente en el momento en que esa cabalgada clandestina parecía hundirse en la monotonía (los que venían a presenciar las ruletas de mi amigo no lo hacían por apostar sino por el deseo de ver cómo perdía de una vez por todas, y es que tenían el sentimiento, cada vez más resignado, de que estaban apostando contra el diablo), el Ruletista hizo un primer gesto de desafío que prácticamente acabó con la ruleta porque pulverizó cualquier otra competición que no fuera entre él y aquello que supera nuestra pobre condición. En el invierno de aquel año anunció, a través del sistema de información inefable, seguro y rápido del mundo de la ruleta, que organizaría en Navidad una ruleta especial: el revólver tendría dos cartuchos en el tambor en vez de uno solo. 
Las posibilidades de salvarse eran ahora de una entre tres, eso sin tener en cuenta la reducción progresiva de las posibilidades al cabo de tantas partidas. Muchos entendidos seguían pensando, incluso después de la muerte del Ruletista, que esa ruleta de Navidad fue de hecho su golpe maestro y que todo lo que vino luego, aunque más espectacular, fue tan solo la consecuencia de ese gesto. Yo estuve presente en la ruleta de Navidad. El sótano pertenecía a una destilería de coñac y conservaba el químico olor a la bebida de mala calidad. Aunque la sala era la más grande de las que yo había visto hasta ese momento, aquella noche estaba llena a rebosar. Miraras donde miraras te encontrabas con rostros conocidos: militares y pintores, unos cuantos sacerdotes barbudos, industriales y mujeres mundanas, todos ellos sobreexcitados por la inesperada innovación en el juego de la ruleta rusa. La pizarra sobre la que dos jóvenes en mangas de camisa apuntaban las apuestas ocupaba toda la pared detrás del cajón al que tenía que subirse el Ruletista. Este apareció al cabo de un rato, apenas visible a través del humo azulado de la cava. Subió al cajón y, después del ceremonial de la verificación minuciosa del arma y de los cartuchos —que duró mucho más de lo habitual porque nadie quería renunciar al placer de acariciar de forma casi voluptuosa el cañón del revólver—, cogió la pistola, la cargó introduciendo al azar los dos cartuchos en los orificios del tambor y lo hizo girar con la palma de la mano. Se oyó de nuevo, en el silencio de la sala, aquella risita afilada de siempre; el silencio no se vio perturbado por ninguna explosión y sobre las paredes encaladas no se abrió ninguna flor de sangre. El Ruletista se derrumbó en brazos de los que ocupaban las primeras filas, arrastrando los vasos en su caída y haciendo rodar los montoncitos de monedas que atestaban aquellas mesas improvisadas. Lloré entonces como un niño, de emoción y de desesperación, ya que había apostado una suma inmensa y la había perdido, como todos los que rabiaban al comprobar que era evidente que el Ruletista tenía una suerte monstruosa. Salimos de aquella madriguera serpenteante en grupos pequeños, como de costumbre y, en medio de la noche, en el silencio de aquel barrio de las afueras, nos sentimos a lo largo del camino como dirigidos por una mirada diluida en todo lo que nos rodeaba, en la capa deslumbrante, fluorescente, de la nieve que lo cubría todo, en los escaparates adornados con abetos y estrellas de papel de plata, en los escasos transeúntes cargados de paquetes y de niños arrebujados en sus bufandas hasta la nariz y la boca. Alguna que otra mujer, con el rostro enrojecido por el frío y tiritando dentro de su abrigo de piel, arrastraba a su novio o a su esposo hasta los escaparates de botas y pañuelos que arrojaban sobre sus rostros unos reflejos turquesas, azules, violetas. El camino a mi casa pasaba junto a un parque infantil; allí, todo un pueblo de chiquillos churretosos por culpa de las piruletas se detenía absorto ante las casetas de venta de limonada y pasteles. Un padre bien abrigado, que arrastraba por la pista un trineo ocupado por su hija, me guiñó el ojo. Era un patrón al que conocía de otra ruleta. De repente me sentí fatal. 
Naturalmente, me prometía a mí mismo una y otra vez que tenía que abandonar el mundo de la ruleta. Pero en aquella época publicaba dos o tres libros al año y disfrutaba de ese éxito que suele preceder a un largo silencio primero y al olvido después. Recuperaba con cada libro lo que había perdido en la ruleta y volvía a hundirme allí, bajo tierra, donde, al parecer, un presentimiento de nuestra carne y de nuestro esqueleto nos atrae mientras estamos vivos. Lo que más me sorprende ahora es el contenido «idealista», «delicado» de aquellos libros, el d'annunzianismo nauseabundo en que me regodeaba. Meditaciones nobles, gestos principescos, bordados de seda, mots d’esprit rutilantes y un narrador sabio, omnisciente, que hacía, con la sustancia insustancial de sus historias, miles de malabarismos primorosos. Cuando entré en la conspiración de la ruleta, era imposible que no me golpearan inmediatamente, como una ola cada vez más impetuosa, más exaltada, las noticias sobre las nuevas reglas del juego impuestas tácitamente por la personalidad arrolladora del Ruletista. Después de repetir un par de veces más la ruleta con dos proyectiles, se hizo inmensamente rico y participaba como accionista en varios sectores de la industria del país. La idea de la ruleta como vulgar negocio, como fuente de ingresos o de riqueza, era simplemente absurda. Por otra parte, sus cuotas tendían a la baja a pesar de los fanáticos que se arruinaban al empeñarse en apostar contra él. Con un simple gesto del Ruletista, todo el sistema de apuestas se había derrumbado. Ahora era de mal gusto organizar vulgares ruletas en las que un pobre vagabundo se llevara la pistola a la sien. Ya no quedaban patrones ni accionistas, y el único que organizaba partidas de ruleta era el propio Ruletista. Pero todo se había transformado en un mero espectáculo con entradas en lugar de apuestas; un espectáculo con un solo actor que, de vez en cuando, como un gladiador en la arena, se enfrentaba al destino. Las salas alquiladas eran cada vez más espaciosas. Se renunció por completo a la tradición de las ratoneras, al olor a sangre y a estiércol, a los nombres de resonancias rembrandtianas. Hasta el sótano se hacían llevar ahora pesadas telas de seda de un brillo untuoso, se colocaban copas de fino cristal sobre unas mesas hundidas bajo oleadas de bordados holandeses, había muebles con repujados florales y candelabros con cientos de prismas y colgantes de cuarzo. En lugar de cervezas vulgares, se escanciaban ahora bebidas finas de unas botellas de formas raras. Mujeres vestidas de noche se dejaban guiar hasta las mesas y desde allí contemplaban con curiosidad el escenario, donde por el momento actuaba una orquesta de la que sobresalían, por todas partes, los embudos dorados de las trompetas, los cuellos curvos de los saxofones y los tallos graciosos, en continuo movimiento, de los trombones. Creo que ese aspecto presentaba también la estancia en la que el Ruletista se decidió a cargar el revólver con tres cartuchos. Ahora tenía exactamente tantas posibilidades de sobrevivir como de jugar por última vez a ese juego demente. Porque el nuevo ambiente, el lujo ostentoso que envolvía como una crisálida el insecto terrorífico de la ruleta, no hacía más que incrementar la excitación de los espectadores ante el olor de la muerte. Todo era, por lo demás, absolutamente real. Es cierto que el Ruletista se peinaba con brillantina, que vestía esmoquin y los pantalones anchos de la época, pero el revólver era de verdad y las balas eran reales, y la posibilidad del tan esperado «accidente» era mayor que nunca. El arma pasó de nuevo por todas las manos dejando en los dedos un delicado olor a aceite. Ni las señoras más refinadas de la sala se cubrían los ojos; en ellos se leía el perverso deseo de ver con sus propios ojos lo que algunas conocían solo de oídas: el cráneo reventado como una cáscara de huevo y esa sustancia ambigua, líquida, del cerebro salpicando sus vestidos. Por mi parte, siempre me ha estremecido el deseo femenino de acercarse a la muerte, su fascinación por los hombres que huelen a pólvora de forma casi metafísica. El increíble éxito que tenía entre las mujeres aquel chimpancé estúpido y apergaminado que de vez en cuando ponía en peligro su propia vida, debía de tener su origen ahí. Creo que aquellas mujeres nunca habrían amado con más pasión que después de haber asistido a su muerte: habrían llegado a casa con sus amantes y se habrían arrancado los vestidos ensangrentados, manchados de pegotes de una sustancia cenicienta y de líquido ocular. Pero el Ruletista subió al cajón cubierto por un tisú rojo, se llevó la pistola a la sien y, con la misma expresión de pánico paroxístico en su rostro, apretó el gatillo. Luego, en medio de aquel silencio que paralizaba todo durante unos segundos, se oyó tan solo el golpe sordo de su cuerpo contra el suelo. Tras unos días de delirio en el hospital, el Ruletista volvió a su vida cotidiana. Me cuesta olvidar su rostro torturado mientras yacía boca arriba sobre la alfombra de Buhara colocada a los pies del cajón. En otra época, los ruletistas que se salvaban eran abucheados, algunas veces llegaban incluso a ser golpeados por los desesperados accionistas; ahora, en cambio, aplaudían a mi amigo como a una gran estrella de cine y rodeaban con veneración su cuerpo inconsciente. Las jóvenes se apiñaban en torno a él llorando histéricas y eran felices si conseguían tocarlo. 
Aquella ruleta con tres cartuchos lubricados en el interior del tambor se confunde en mi cabeza con las que siguieron después. Era como si la soberbia diabólica del Ruletista lo arrastrara cada vez con más fuerza a provocar a los dioses del azar. Pronto anunció una ruleta con cuatro cartuchos clavados en los alvéolos del tambor y, más adelante, con cinco. ¡Un solo orificio vacío, una única posibilidad, entre seis, de sobrevivir! El juego ya no era un simple juego e incluso el más superficial de los asistentes que ocupaban ahora los sofás de terciopelo podía sentir, no con la cabeza, ni con el corazón, sino en los huesos, en las articulaciones y los nervios, la grandeza teológica que había adquirido la ruleta. Después de que el Ruletista cargara el arma e hiciera girar el tambor, provocando de nuevo la risita entrecortada de metal negro, bien lubricado, la pieza pesada y hexagonal de los cartuchos detuvo su único agujero ante el cañón. El clic del gatillo, que sonó seco, y la caída del Ruletista fueron envueltos por un silencio sagrado. 
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Sentado ante mi escritorio, me cubro con una manta y, sin embargo, tengo un frío espantoso. Mientras escribía estas líneas, mi habitación, mi cripta, ha viajado a tanta velocidad a través de la neblina negra exterior que me siento mareado. He dado vueltas y más vueltas en la cama durante toda la noche, soy un saco de huesos empañados por la transpiración. Fuera no hay nada, nunca. Por mucho que avances en cualquier dirección, hasta el infinito, solo encuentras esta niebla negra y densa, sólida como la pez. El Ruletista es mi apuesta y debería ser el trocito de masa en torno al cual podría volver a crecer el pan ligero del mundo. En caso contrario, todo, si es que existe un todo, es plano como una torta. Pero si ha existido, y lo ha hecho —ahí está mi apuesta—, entonces el mundo existe y yo no me veré obligado a cerrar los ojos ni tampoco, con la piel arrugada pegada a los huesos y la carne por fuera como un abrigo de sangre, a avanzar así por toda la eternidad. Con esta historia me fabrico un acuario, el más mísero, porque no me interesa un acuario ornamental en el que él y yo, garantía cada uno de la realidad del otro, intentemos sobrevivir como dos peces semitransparentes, con los latidos del corazón visibles, arrastrando a nuestro paso un fino hilillo de excrementos. Me horroriza la idea de que el acuario tenga agujeros. Por Dios, tengo que hacer un esfuerzo, aunque ya no siento la columna... 
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Durante muchos años el Ruletista se aferró a su ángel de la guarda, luchando por hacerlo bajar y arrastrándolo consigo a todas partes. Llegó así la noche en que lo agarró del cuello con ambas manos y, haciendo acopio de todas sus fuerzas, le miró directamente a los ojos. Pero el Señor, hacia la mañana, lo arruinó y le cambió de nombre... Aquella última velada de ruleta, prácticamente toda la elite de la ciudad se había congregado en la gigantesca sala refrigerada situada en los sótanos del matadero. La decoración de la misma podía resultar chocante a aquellos que se habían acostumbrado al lujo ostentoso de las salas anteriores, más propio de advenedizos. No sé si la intuición de alguien o una reminiscencia del à rebours nos había conducido a aquel híbrido nostálgico, a aquella mezcla en cierto modo perversa de promiscuidad y refinamiento, cuyo efecto era mucho más poderoso que el del fasto de unos meses atrás. A primera vista, excepto por las dimensiones de la sala, tenías la impresión de encontrarte en una de aquellas cavas miserables de los tiempos «prehistóricos» de la ruleta. Las paredes estaban llenas de dibujos obscenos y de inscripciones grabadas o toscamente trazadas con carboncillo, pero un ojo avisado no podía dejar de observar desde un primer momento el refinamiento estético, el trazo gráfico coherente y emocionante de un gran artista, cuyo nombre, por motivos evidentes, prefiero no recordar. Las mesitas de maderas preciosas y estuco dorado imitaban los barriles de arenques en torno a los cuales se colocaban los accionistas de otra época. Las jarras de cristal imitaban el aspecto primitivo de las de vidrio barato, incluso sus reflejos verdosos y sus mellas artificiales. Las pantallas sombrías esparcían una luz mórbida, como de antorcha de sebo, mezclada con oleadas de humo —azulado como el de los puros de antaño pero perfumado ahora con almizcle— que despertaban un sentimiento delicado, nostálgico. Sobre el escenario de la sala había una caja de naranjas auténticas, acarreadas desde el puerto, con las inscripciones de una empresa árabe. En la habitación, atraídos por la apuesta fantástica de aquella velada, podías reconocer, ataviados con sus chilabas blancas, a varios magnates del petróleo, a estrellas de cine y cantantes de moda, a industriales con la pechera almidonada y un clavel en el ojal. Todos habían aceptado, en la entrada, que les taparan los ojos con un pañuelo que no podrían quitarse hasta llegar a la sala. Yo mismo era —lo digo con tanto disgusto que no puedo ser acusado de falta de modestia— una especie de vedette que atraía todas las miradas, incluso las de los que se encontraban junto a mí aquella noche. Nunca se había hecho tanta publicidad de mis libros, que eran cada vez más gruesos y más de su gusto: nobles, sí, ante todo nobles. Generosos, ante todo generosos. Así sonaba la justificación del jurado cuando me concedieron el Premio Nacional: «Por la humanidad noble y generosa de sus libros, por el pleno dominio del lenguaje expresivo». 
Cuando el Ruletista apareció en la sala vestido con unos extravagantes jirones de tela que imitaban, con buen gusto, sus harapos, y cuando el propietario de la sala, disfrazado de patrón, abrió la caja que llevaba bajo el brazo y presentó ante el público un Winchester (que pertenece ahora a una colección particular) de puño de marfil y cañón reluciente, se nos cortó la respiración. No podíamos creer que fuera cierto lo que estaba a punto de suceder. ¡Porque el Ruletista había anunciado unas semanas antes que en la próxima ruleta cargaría el revólver con las seis balas! Entre la evolución de un cartucho a cinco —por muy inverosímil que fuera también esta— y la locura de ahora se abría el abismo entre una posibilidad o ninguna. La pizca de cordura que el Ruletista había conservado en sus experimentos se evaporaba ahora bajo el millón de esporas de la certeza. El examen de los cartuchos y del revólver nos llevó horas. Cuando se los devolvieron, el Ruletista, subido en su cajón, los agitó un instante en el puño como si fueran dados y luego los introdujo, uno a uno, en los agujeros del tambor. Con un movimiento brusco de la mano, lo hizo girar. «Es inútil», recuerdo que susurró alguien a mi lado. En medio de un silencio aterrador, se oía con claridad la risita dentada que emitía el tambor al girar. Temblando, con el rostro convulso, con esa mirada de pánico que solo tienen los que agonizan, se llevó la pistola a la sien. La gente se puso en pie. 
Yo lo miraba con tanta concentración que sentía cómo se me hinchaban las venas de las sienes. Veía cómo se elevaba despacio, tembloroso, el gatillo del revólver. Y de repente, como si aquella vibración se hubiera extendido por toda la sala, sentí que el suelo bajo mis pies se hundía. Volví a ver cómo el Ruletista caía del cajón y cómo el revólver se descargaba con un estallido apocalíptico. Pero el aire estaba ya saturado por un rugido sordo, hendido por los gritos de las mujeres y por el crujido de las botellas hechas añicos. Atenazados por el pánico al espacio cerrado, nos pisoteamos unos a otros mientras nos atropellábamos por salir cuanto antes. Las sacudidas duraron unos cuantos minutos y transformaron calles enteras en montones de escombros y de hierros retorcidos. Justamente en la entrada, un tranvía había descarrilado, se había empotrado contra el escaparate de una tienda de muebles y había destrozado los cristales. Una hora más tarde, el terremoto se repitió, aunque esta vez de forma más débil. ¿Quién tuvo el valor suficiente para entrar en su casa aquella noche? Vagamos por las calles hasta que la niebla del alba clareó el horizonte y el polvo de los edificios derrumbados se posó en el asfalto. Apenas entonces recordé que el Ruletista se habría quedado probablemente abandonado allí, en el sótano del mercado, y volví para ver si seguía vivo. Lo encontré tendido en el suelo, al cuidado de unos cuantos individuos. Tenía una pierna dislocada a la altura de la cadera y gemía de dolor. A su lado estaba aún el revólver, que olía a pólvora y que tenía solo cinco balas en el tambor. La sexta había dejado un agujero negruzco en una de las paredes de la habitación, cerca del techo. Paré un coche que pasaba por la calle y llevé a mi amigo de la infancia al hospital. Se repuso rápidamente pero cojeó durante el año que le quedaba de vida. Esa noche fue el entierro de la ruleta, que se borró de la mente de todos tal y como olvidamos, habitualmente, cualquier cosa que hayamos realizado a la perfección. Las generaciones más jóvenes, las que vinieron después de la guerra, no han conocido ya semejantes Misterios. Yo me limito a dejar testimonio —pero para ti, nadie; para ti, nada. 
Desde la noche del terremoto, el Ruletista se sumergió en unos barrios de dudosa reputación y dejó a su paso, como de costumbre, una cadena de escándalos apenas encubiertos. Al parecer, nunca más volvió a pensar en la ruleta. 
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Ya no puedo escribir siquiera una página al día. Me duelen constantemente las piernas y las vértebras. Me duelen los dedos, los oídos, la piel de la cara. ¿Qué habrá, qué existirá después de la muerte? ¡Me gustaría creer, cuánto me gustaría hacerlo! Creer que allí se abrirá una vida nueva, que nuestra situación actual es larvaria, un compás de espera. Que el yo, puesto que existe, debe encontrar una forma de asegurar su permanencia. Que me convertiré en otra cosa infinitamente más compleja. De lo contrario es absurdo, y no encuentro espacio para lo absurdo en el proyecto del mundo. Miles de millones de galaxias, campos imperceptibles, en fin, este universo que rodea mi cabeza como un aura no podría existir si yo no tuviera que conocerlo en su totalidad, poseerlo, ser él. Esta noche, acurrucado bajo mi edredón, he tenido una especie de visión. Acababa de nacer de un vientre alargado, sangriento, indeciblemente obsceno, que me había expulsado con un movimiento rotatorio. A una velocidad infinita, dejando atrás restos de lágrimas, linfa y sangre, me adentraba en la oscuridad. Y de repente, en el borde de la noche, se planta ante mi cara un inmenso Dios de luz, tan gigante que no cabía en mis sentimientos ni en mi entendimiento. Me dirigía hacia su enorme pecho y los rasgos de su severo rostro escapaban hacia arriba y se combaban en el límite de mi campo visual. Poco después no veía más que la gran luz amarilla de su pecho; lo he atravesado rodando y, tras una travesía infinita a través de su carne de fuego, he salido por su espalda. Al mirar atrás, mientras ascendía volando, he visto al colosal Jehová derrumbarse boca abajo hacia la derecha. Ha ido disminuyendo poco a poco hasta desaparecer, y yo me encontraba de nuevo solo en aquella noche sin límites. Al cabo de un tiempo imposible de calcular (pero que yo calificaría de eternidad), en el margen de mi campo visual se eleva otro Dios enorme, idéntico al primero. He atravesado también a este y he seguido adentrándome en el vacío. Luego, tras una eternidad, ha aparecido otro. La hilera de Dioses, al mirar hacia atrás, iba en aumento. Eran cientos, luego miles, se derrumbaban boca abajo, unas veces hacia la derecha y otras hacia la izquierda, como si fueran los dientes de una gigantesca cremallera de fuego. Y al abrir la cremallera en mi vuelo, he desvelado el pecho del Dios verdadero, un raccourci más grandioso que cualquier otra cosa de este mundo. Al darme la vuelta, carbonizado por su luz, me he elevado tan alto por encima de él, que me ha sido concedido poder verlo en su integridad. ¡Qué hermoso era! Su torso peludo, como de toro, tenía senos de mujer. Su rostro era joven, coronado por la llamarada de una melena peinada en miles de trenzas; las caderas, anchas, cobijaban su poderoso miembro viril. Todo él, de la cabeza a los pies, era solo luz. Tenía los ojos entreabiertos, sonreía de forma extática y triste, y justo a la altura del corazón, bajo el seno izquierdo, asomaba una herida terrible. Entre los dedos de la mano derecha sujetaba, con un gesto indeciblemente gracioso, una rosa roja. Flotaba así, tumbado, en un espacio que se esforzaba por abarcarlo, pero que parecía absorbido, abarcado por él... Me he despertado entre los muebles fríos de mi habitación, con un sollozo seco, senil. He querido destruir estas páginas que he ido amontonando aquí con tanta inconsciencia. Pero, ¿qué puede hacer un hombre que ha dedicado toda su vida a escribir literatura? ¿Cómo puedes abandonar los arcanos del estilo? ¿Cómo, con qué instrumentos puedes exponer en una página un testimonio puro, libre de la cárcel de las convenciones artísticas? Tengo que asumirlo y tener el valor de reconocerlo: de ninguna manera. Lo he sabido desde el principio, pero, con la astucia de un animal acosado, he ocultado mi juego, mi postura, mi apuesta, a tus miradas. Porque, finalmente, he apostado únicamente por la literatura. He seguido, en mi razonamiento masoquista, pascaliano, precisamente aquello que parecía estar en mi contra. He aquí todo mi razonamiento, eso que me hace llevar hasta el final (solo yo sé con cuánto esfuerzo) esta «historia»: he conocido al Ruletista. Eso no puedo ponerlo en duda. A pesar del hecho de que era imposible que él existiera, lo cierto es que ha existido. Pero hay un lugar en el mundo donde lo imposible es posible, se trata de la ficción, es decir, la literatura. Allí las leyes del cálculo de probabilidades pueden ser infringidas, allí puede aparecer un hombre más poderoso que el azar. El Ruletista no podía vivir en el mundo, lo cual es en cierto modo una forma de decir que el mundo en el que él vivía era ficticio, que era literatura. No tengo ninguna duda, el Ruletista es un personaje. Pero entonces yo también soy un personaje y aquí no puedo evitar mostrarme exultante de alegría. Porque los personajes no mueren jamás, viven siempre que su mundo es «leído». Aunque jamás consiga besar a su amada, el pastor pintado en una urna griega sabe al menos que la va a contemplar eternamente. Esta es mi apuesta y mi esperanza. Espero con toda mi alma —y tengo un argumento poderoso: el Ruletista— ser el personaje de un relato y, aunque tengo ochenta años, no morir nunca porque, de hecho, no he vivido nunca. Quizá no viva dentro de una historia importante, quizá sea tan solo un personaje secundario pero, para un hombre que afronta el final de su vida, cualquier perspectiva es preferible a la de desaparecer para siempre. 
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Por lo que a la fantástica fortuna del Ruletista respecta, se han lanzado cientos de suposiciones. ¿Qué otra cosa puedo hacer que añadir otra, acaso más real o, al menos, más coherente que las demás? Conociendo al Ruletista desde niño, sé que, de hecho, no ha sido la suerte sino, por el contrario, la más negra de las suertes, una mala suerte sobrenatural diría yo, la que siempre lo había caracterizado. Nunca experimentó la alegría de ganar siquiera el más pueril de los juegos en que interviniera el azar. Desde las canicas hasta las carreras de caballos, desde el lanzamiento de herraduras contra una estaca hasta el póquer, el destino parecía seguirlo como a un bufón, parecía contemplarlo con una mirada siempre irónica. La ruleta fue su gran oportunidad y es sorprendente que ese hombre, dotado de un pensamiento tan rudimentario, tuviera sin embargo la astucia de sacar provecho del único punto por donde podía atravesar, como un escorpión, la coraza del destino, y transformar la sempiterna burla en un triunfo eterno. ¿De qué manera? Ahora la respuesta me parece simple; primitiva pero, al mismo tiempo, genialmente simple: el Ruletista apostaba contra sí mismo. Cuando se llevaba la pistola a la sien, él se desdoblaba. Su voluntad se volvía en su contra y lo condenaba a muerte. Estaba firmemente convencido, cada una de las veces, de que iba a morir. De ahí, creo, esa expresión de pánico infinito que afloraba en su rostro. Pero puesto que su mala suerte era absoluta, lo único que podía hacer era fracasar siempre en todos y cada uno de sus intentos de suicidarse. Quizá esta explicación sea una tontería pero, como decía, me resulta imposible considerar otra que se pueda sostener de modo verosímil. Por lo demás, ahora ninguna de ellas tiene ya importancia... 
Estoy agotado. Hago un ímprobo esfuerzo por escribir una página más. Será la última, porque los dados están lanzados y el acuario ya está listo. Tengo que cerrar la última fisura por donde escapa el agua; luego permaneceré durante largo tiempo inmóvil junto a él. Únicamente nuestras colas y nuestras aletas palpitarán de vez en cuando. Espero ese momento con tanta ansiedad que apenas me queda paciencia para referir hasta el final la historia del Ruletista. La muerte le llegó rápido, después de la ruleta de seis cartuchos a la que había sobrevivido de forma increíble. Poco menos de un año más tarde, al volver de la taberna en una mañana lechosa, fue bruscamente empujado hacia un callejón promiscuo. Un adolescente que no llegaba a los dieciséis años le puso un revólver en la sien y le pidió el dinero. Mi amigo fue encontrado muerto junto al revólver unas horas más tarde; el pobre chaval no había borrado siquiera sus huellas. El cadáver no tenía señales de violencia, y el análisis médico constató que la muerte la había provocado un ataque al corazón. Por otra parte, en el interior del revólver, que no había sido disparado, no se encontró ningún cartucho. El joven fue localizado aquel mismo día, escondido en casa de unos amigos, y se aclaró todo. Su intención había sido simplemente la de atracarlo. La pistola estaba descargada y la había utilizado solo para intimidarle. Pero el borracho al que había atacado sufrió una crisis de pánico y se desplomó pesadamente en el suelo; el chico perdió la cabeza, arrojó el revólver al suelo y salió corriendo. Puesto que no tenía amigos y nadie parecía conocerlo (yo mismo permanecí escondido unos cuantos días, hasta que todo hubo pasado), el Ruletista fue enterrado de prisa, con una cruz sencilla, de madera, en la cabecera de la tumba. 
Así cierro yo también mi cruz y mi mortaja de palabras, bajo las que esperaré hasta mi resurrección, como Lázaro, cuando oiga tu voz clara y poderosa, lector. Concluyo, para que la losa tenga un epitafio y se cierre el círculo, con esos versos de Eliot que tanto me gustan: 

Concede el consuelo de Israel A uno que tiene ochenta años y no tiene mañana. 

Notas a pie de página 
(1) Personaje, junto con Adrian, de la novela Doctor Fausto, de Thomas Mann. (Nota de la traductora.)

Mircea Cărtărescu, El Ruletista(Nostalgia, Impedimenta. 2012). Traducción de Marian Ochoa de Eribe Urdinguio.


Mircea Cărtărescu



Juan José Arreola, Eva

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EvaÉl la perseguía a través de la biblioteca entre mesas, sillas y facistoles. Ella se escapaba hablando de los derechos de la mujer, infinitamente violados. Cinco mil años absurdos los separaban. Durante cinco mil años ella había sido inexorablemente vejada, postergada, reducida a la esclavitud. Él trataba de justificarse por medio de una rápida y fragmentaria alabanza personal, dicha con frases entrecortadas y trémulos ademanes.
En vano buscaba él los textos que podían dar apoyo a sus teorías. La biblioteca, especializada en literatura española de los siglos XVI y XVII, era un dilatado arsenal enemigo, que glosaba el concepto del honor y algunas atrocidades por el estilo.
El joven citaba infatigablemente a J. J. Bachofen, el sabio que todas las mujeres debían leer, porque les ha devuelto la grandeza de su papel en la prehistoria. Si sus libros hubieran estado a mano, él habría puesto a la muchacha ante el cuadro de aquella civilización oscura, regida por la mujer cuando la tierra tenía en todas partes una recóndita humedad de entraña y el hombre trataba de alzarse de ella en palafitos.
Pero a la muchacha todas estas cosas la dejaban fría. Aquel período matriarcal, por desgracia no histórico y apenas comprobable, parecía aumentar su resentimiento. Se escapaba siempre de anaquel en anaquel, subía a veces a las escalerillas y abrumaba al joven bajo una lluvia de denuestos. Afortunadamente, en la derrota, algo acudió en auxilio del joven. Se acordó de pronto de Heinz Wölpe. Su voz adquirió citando a este autor un nuevo y poderoso acento.
«En el principio sólo había un sexo, evidentemente femenino, que se reproducía automáticamente. Un ser mediocre comenzó a surgir en forma esporádica, llevando una vida precaria y estéril frente a la maternidad formidable. Sin embargo, poco a poco fue apropiándose ciertos órganos esenciales. Hubo un momento en que se hizo imprescindible. La mujer se dio cuenta, demasiado tarde, de que le faltaba ya la mitad de sus elementos y tuvo necesidad de buscarlos en el hombre, que fue hombre en virtud de esa separación progresista y de ese regreso accidental a su punto de origen.»
La tesis de Wölpe sedujo a la muchacha. Miró al joven con ternura. «El hombre es un hijo que se ha portado mal con su madre a través de toda la historia», dijo casi con lágrimas en los ojos.
Lo perdonó a él, perdonando a todos los hombres. Su mirada perdió resplandores, bajó los ojos como una madona. Su boca, endurecida antes por el desprecio, se hizo blanda y dulce como un fruto. Él sentía brotar de sus manos y de sus labios caricias mitológicas. Se acercó a Eva temblando y Eva no huyó.
Y allí en la biblioteca, en aquel escenario complicado y negativo, al pie de los volúmenes de conceptuosa literatura, se inició el episodio milenario, a semejanza de la vida en los palafitos.
Juan José Arreola, Eva

Juan José Arreola

Cristina Grande, Osito

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Osito
Era marino y se parecía a Conan el Bárbaro. Yo estaba en paro. Con el finiquito me fui a Amsterdam con mi amiga Marcia. No éramos de esas amigas que hablan sin parar de sus cosas. Nos gustaba beber juntas y ligar por separado.
No recuerdo su nombre. Lo cierto es que no llegué a entenderlo aunque se lo pregunté varias veces. Creo que era alemán. Hablaba un inglés macarrónico y entendí que estaba separado, que vivía en Sidney y que le gustaría vivir en Costa Rica.
Marcia y yo habíamos tomado la penúltima en el bar de nuestro hotelucho junto al puerto. Él estaba en la otra punta de la barra, y solo se dirigió a mí cuando ya nos retirábamos tambaleantes a nuestra asquerosa habitación. La suya no era mejor, pero me sentía a gusto con aquel bárbaro. Pensé que en sus enormes maletas cabrían mis cuatro cosas, incluso yo misma. Vi un osito de peluche muy viejo encima de una de ellas. Por la mañana me dijo que debía irme, y ya junto a la puerta supe que eran vanas mis ilusiones de que al menos me regalara el osito.
Cristina Grande, Osito.


Cristina Grande




Purranki Sandongui, La rutina diaria

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La rutina diaria
Sé que no me vais a creer, pero la rutina que tanto lamentamos no existe. Nuestra vida dura apenas un día, como la de algunas mariposas. Nacemos por la mañana y llevamos a cabo nuestras vidas, rutinarias sólo en apariencia. Cada vez que hacemos algo es la primera y la última vez. Un prodigioso truco cerebral impide que nos demos cuenta de nada. La maravilla y el pánico serían paralizadores y entonces sí que seríamos por completo inviables como especie. Nacemos pues con todos nuestros recuerdos tatuados en el córtex, con todas nuestras rutinas preinstaladas, con nuestra capacidad de sorpresa calcinada. Nos movemos por las horas escasas y únicas con el automatismo de quien hubiera hecho las mismas cosas mil veces, hasta llegar sin sentir a la noche, que es cuando nos vamos a dormir sin saber que el sueño es en realidad nuestra muerte.
Sé que esto flaquea por todos lados, que estamos todos programados para encontrar esta historia inverosímil, que habría demasiadas cosas para explicar, demasiados huecos en esta historia. Haría falta mucho tiempo para pulir los detalles y convenceros de todo esto. Pero tiempo es precisamente lo que no tenemos.
Purranki SandonguiLa rutina diaria (Transtornos del sueño).


Lara Moreno, Futuro imperfecto

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Futuro imperfecto
Dijiste ya te pegaré y yo supe o quise entender que me estarías pegando durante horas, hasta que mis nalgas estuvieran rojas y calientes y el líquido de entre mis piernas hiciera un ruido de charcos pisoteados. Dijiste ya investigaré y yo vi o quise adivinar que estarías horas así, husmeando en mi cuerpo, hasta que la nariz se te quedara atascada de tantos lunares desperdigados, hasta que mi piel fuera un erizo escalofriante entre tus dientes (tus dientes y el pezón, tus dientes y el ombligo cuenco valle y reposo, un clítoris púrpura chocando con tus dientes tan blancos). No sé qué más dijiste. Algo así como mastúrbate, pero que no te oiga.
De todos modos nunca terminé de creerme los futuros imperfectos que te salían de la boca, a las cinco menos cuarto de la madrugada, mientras limpiabas mi vientre con papel higiénico, pero con la delicadeza de un orfebre. El lenguaje del sexo es tan engañoso.
Esta mañana me he cruzado contigo por el parque. Tu capacidad para sonreír a pesar de todo, sin que nada pese, me hace enfurecer. Te has inventado un idioma nuevo para mí, para lo que ahora somos (por lo que nunca fuimos), y te has despedido diciendo cosas absurdas y ciertas, como por ejemplo nos vemos en la próxima parada o cuídate. No hay tranvías en Madrid, así que he entrado con disciplina en el primer bar que he encontrado, he mirado largamente al camarero, en señal de solicitud, y sentada en el váter de un minúsculo cubículo no demasiado sórdido, me he vengado de ti, los dedos introducidos, las rodillas notando el frío inmóvil de los azulejos, de tus palabras de las cinco menos cuarto, de tus embestidas de las once y media de la mañana, me he vengado de mí misma, y mirando fijamente la cadena de la cisterna, he tenido un orgasmo largo y doloroso, arriesgado, mientras mi vejiga se vaciaba de todos tus recuerdos, mojándome dulcemente las manos.
Lara Moreno, Futuro imperfecto.


Lara Moreno




Carmela Greciet, Túnel de lavado

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Túnel de lavado
Como todos los sábados, mi padre vino a buscarme a casa de mi madre en su Volkswagen. A menudo, empezábamos el día lavando el coche en la gasolinera. Lo hacíamos a mano, con lanza, y a mí me gustaba apuntar el chorro espumoso hacia el capó, los cristales, las llantas. Luego aspirábamos la moqueta y frotábamos la chapa hasta que salía brillo, tirábamos los trapos que se habían quedado más ennegrecidos, y nos íbamos a tomar una hamburguesa como premio. Me gustaba el olor de gasoil y grasa en nuestras manos.
Aquel sábado, mi padre parecía cansado:
—Hoy probaremos con el túnel de lavado —me dijo—. Puedes quedarte dentro. Cierra bien las ventanillas.
Era extraño estar en el interior de aquella burbuja de espuma, ver venir hacia mí como amenazas los gigantescos rodillos girando, escuchar el fuerte rugido de la máquina al echar el aire…
Por fin, una luz verde al salir del túnel indicó el final de lavado. Entonces, un hombre que yo jamás había visto entró en el coche y ocupó el asiento del piloto. Se dirigió a mí en un idioma extraño y arrancamos.
Carmela Greciet, Túnel de lavado. 

Carmela Greciet

Purranki Sandongui, Me encontré en una selva oscura

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Me encontré en una selva oscura
Los sueños parece que se asocien con eso de predecir el futuro. No tiene nada de particular. También se han asociado con el futuro el color de las entrañas de los animales, el vuelo de los pájaros, cualquier cosa que escape a nuestro arbitrio. Esa es una característica del futuro: todavía no ha sucedido, es oscuro, y podría suceder de forma distinta a nuestros planes. Una situación parecida al mundo onírico: son situaciones que en realidad no suceden en absoluto y que escapan a nuestro control.
Podemos soñar que estamos atrapados o que nos persigue una raspa de pescado, que nos llevan a juicio por decir mal la e. En todos esos casos nos gustaría estar soñando otra cosa más guay. Soñar que nos acosan las bailarinas del Bolshoi o que nos hinchamos a comer pera, que podemos volar o caminar. Es una verdadera pena, pero ni siquiera en sueños podemos tener eso que llaman libre albedrío. La mente se nos muestra durante el sueño como una víscera más, igual de incontrolable y misteriosa. Podemos influir en su funcionamiento con películas de miedo, con drogas de mayor calidad, ingresando en una secta donde nos pongan el lavado al diez y con suavizante. Pero al final es algo tan aleatorio como la propia vida. El libre albedrío sin la capacidad eficaz para ser ejercido es una broma tan mala como los derechos humanos.
Steve Jobs dijo los otros días eso, que la propia vida era aleatoria. Siendo aleatoria como es la misma frase, no sabría reunir suficiente evidencia en contra. A nivel microscópico parece que podamos influir en nuestro destino cambiandonos de carril y enfadandonos mucho. Pero desde el aire se podría ver de forma global que el atasco fluye como un río de puré de ciruela.
Es decir, despertamos y cambian los perseguidores y las angustias, pero nuestra capacidad de actuar permanece intacta un día tras otro. Sin usar.

Purranki Sandongui, Me encontré en una selva oscura (Transtornos del sueño).




Julia Otxoa, Agradecimiento

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Agradecimiento
Hortensia Salazar recogió de la tintorería el abrigo rojo que días atrás había dejado para limpiar, el abrigo traía en su bolsillo izquierdo una pequeña carta dirigida a ella, se le invitaba a acudir a una misteriosa cita en la playa, el martes doce a las tres de la tarde.
La dama picada por la curiosidad acudió a la cita y esperó por espacio de tres largas horas, cuando cansada e indignada se disponía a marcharse, un niño le entregó otra carta de color verde, en ella, el misterioso personaje, que firmaba con las iniciales A. Z. se excusaba por no haberse presentado y le volvía a convocar para dentro de siete días en los jardines de la catedral.
Hortensia Salazar guardó fidelidad ininterrumpida durante más de veinte años a los sucesivos requerimientos a pesar de que a ellos jamás acudió nadie.
Gracias a la diversidad geográfica de las citas, la paciente dama llegó a conocer perfectamente todos los rincones de su ciudad, y cuando murió ya centenaria, lo hizo quedando profundamente agradecida a aquel desconocido que durante tantos años había llenado su vida, manteniendo viva en ella la llama de la pasión por lo ignoto e inasequible.
Julia Otxoa, Agradecimiento.



 
Julia Otxoa

Francisco Ferrer Lerín, Sin título III

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Sin título III
Conocí a Drácula en mil novecientos cincuenta y dos. Ambos montábamos veloces caballos y emprendíamos un largo viaje por las tierras rojas y sedientas de Estrecho Quinto. Nuestras metas eran aparentemente dispares. Drácula escogía aquellos parajes por la semejanza del terreno con su fisiología. Yo, Bárbara Blomberg, dejaba a Doña Blanca, a Don Patricio, al fino elenco que aplaudía mis arpegios y me lanzaba a la aventura deseando olvidar en el frenesí del galope cierta pasión inconfesada. Pero el azar juega malas pasadas y opuestas trayectorias confluyen. La noche del tres al cuatro de octubre pedí albergue en el contumaz castillo de Montearagón. Deseaba pasarla en la erecta fortaleza que domina el valle. Drácula deseaba lo mismo.
Francisco Ferrer Lerín, Sin título III (Besos humanos, Anagrama,2018).

Francisco Ferrer Lerín

Richard Brautigan, 1/3 1/3 1/3

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1/3 1/3 1/3
Todo se haría en tercios. Yo me llevaría 1/3 del dinero por mecanografiar la novela, y ella 1/3 por corregirla, y él 1/3 por escribirla. 
Íbamos a dividir las ganancias en tres. Cerramos el trato con un apretón de manos, cada cual consciente de lo que tenía que hacer, del camino por andar, de la puerta al final. 
Me correspondía 1/3 porque tenía la máquina de escribir. 
Yo vivía en una casucha de mi propia factura revestida de cartón, frente a la vieja casa destartalada que la Seguridad Social alquilaba para ella y su hijo de nueve años, Freddy. 
El novelista vivía a un kilómetro y medio de allí en una caravana, junto al estanque de un aserradero donde trabajaba de vigilante. 
Yo tenía unos diecisiete años y por esos años me sentía solo y muy raro en el noroeste del Pacífico, en aquella tierra oscura y lluviosa de 1952. Ahora tengo treinta y uno y no sé qué pretendía al vivir como lo hacía entonces. 
Ella era una de esas mujeres eternamente frágiles de treinta y largos, que antes fueron muy atractivas y a las que les prestaron mucha atención en moteles y bares, pero que ahora viven de la Seguridad Social y cuyas vidas giran en torno al día del mes en que reciben el cheque de la Seguridad Social. 
La palabra “cheque” es la única palabra religiosa en sus vidas, así que siempre la usan cuando menos tres o cuatro veces en cada charla. No importa de qué estén hablando. 
El novelista tenía cuarenta y largos, era alto, tirando a pelirrojo y con pinta de que la vida le había aportado una interminable seguidilla de novias infieles, borrachos perdidos y coches con mala transmisión. 
Estaba escribiendo la novela porque quería contar una historia que le había ocurrido años atrás cuando trabajaba en el bosque. 
También quería ganar dinero: un tercio. 
Mi participación en el asunto ocurrió de la siguiente manera: un día estaba parado delante de mi casucha, comiendo una manzana y mirando poco antes de la lluvia un cielo negro y deshilachado y fastidioso como un dolor de muelas. 
Así me mantenía ocupado. Estaba ocupado mirando el cielo y comiendo una manzana. Se hubiera dicho que me habían contratado para que lo hiciera, ofreciéndome un buen sueldo y una pensión si me quedaba mirando el cielo bastante tiempo. 
—¡EH, TÚ! —oí que me gritaban. 
Miré al otro lado de un charco de barro y era la mujer. Llevaba puesto aquel impermeable verde que usaba siempre, salvo cuando iba a ver a la gente de la Seguridad Social en el centro. Entonces se ponía un deforme abrigo gris arratonado. 
Vivíamos en la zona pobre de la ciudad, donde las calles no estaban asfaltadas. La calle era solo un gran charco de barro que había que esquivar. La calle ya no servía para los coches. Circulaban en otra frecuencia, donde el asfalto y la grava eran más amables. 
Ella llevaba las botas blancas de goma que siempre usaba en invierno, unas botas que le daban un aspecto infantil. Era tan frágil y le debía tanto al departamento de la Seguridad Social que a menudo parecía una niña de doce años. 
—¿Qué quieres? —dije. 
—Tienes una máquina de escribir, ¿no? —dijo—. Pasé delante de tu casucha y te oí escribir a máquina. Escribes mucho por la noche. 
—Sí, tengo una máquina de escribir —dije. 
—¿Eres buen mecanógrafo? 
—Me las arreglo. 
—No tenemos máquina de escribir. ¿Qué te parece juntarte con nosotros? —me gritó desde el otro lado del charco. Realmente aparentaba doce años, ahí de pie con sus botas blancas, la encantadora chica de los lodazales. 
—¿A qué te refieres con “juntarse”? 
—Bueno, él está escribiendo una novela —dijo—. Lo hace bien. Yo la corrijo. He leído un montón de libros de bolsillo y la revista Reader’s Digest. Nos hace falta alguien que tenga una máquina de escribir para mecanografiarla. Te quedas con un tercio de las ganancias. ¿Qué te parece? 
—Me gustaría ver la novela —dije. No entendía qué estaba pasando. Sabía que ella tenía tres o cuatro novios que siempre la visitaban. 
—¡Claro! —gritó—. Tienes que verla para mecanografiarla. Ven conmigo. Podemos ir a su casa ahora mismo así lo conoces y le echas un vistazo a la novela. Es un buen tipo. El libro es magnífico. 
—Muy bien —dije, y rodeé el charco de barro para ir hasta donde estaba parada ella, al frente de su casa de dentista malvada, con doce años, a unos tres kilómetros de la oficina de la Seguridad Social. 
—Vamos —dijo. 

*** 
Fuimos hasta la carretera, enfilamos por ella y pasamos delante de más charcos de barro y estanques de aserraderos, hasta que llegamos a un camino que cruzaba las vías de tren y luego continuaba delante de media docena de estanques de más aserraderos, llenos de troncos negros invernales. 
Hablamos muy poco y solo de su cheque, que llevaba dos días de retraso, y ella había llamado a la Seguridad Social, y le habían dicho que se lo habían mandado por correo y que tendría que llegarle al día siguiente, pero que si no lo recibía llamara al día siguiente y le mandarían un giro postal de emergencia. 
—Bueno, espero que llegue mañana —dije. 
Al lado del último estanque había una vieja caravana amarilla montada sobre bloques de madera. Con solo mirarla uno sabía que nunca más iría a ninguna parte, que la carretera era un cielo lejano al que solo rezarle. Era muy triste y tenía una chimenea como de cementerio que echaba al aire de arriba humo muerto y rasgado. 
Había una especie de animal mitad perro y mitad gato sentado delante de la puerta, en un porche improvisado con tablones desnudos. El animal nos ladró a medias y maulló a medias (“¡Gumiau!”) y se escondió debajo de la caravana, mirándonos desde detrás de uno de los bloques de madera. 
—Llegamos —dijo la mujer. 
Se abrió la puerta de la caravana y salió un hombre al porche. Había una pila de leños amontonados en el porche y estaba tapada con una lona alquitranada negra. 
El hombre hizo visera con la mano, cubriéndose los ojos de un sol brillante imaginario, porque todo se había puesto negro y amenazaba con llover. 
—Hola —dijo. 
—¿Qué hay? —dije. 
—Hola, cariño —dijo ella. 
El hombre me estrechó la mano y me dio la bienvenida a la caravana, luego le dio a ella un besito en la boca y los tres entramos. 
El interior era pequeño y estaba sucio y olía a lluvia estancada y tenía una cama grande sin hacer que parecía haber sido el escenario de algunas de las escenas amorosas más tristes desde la Crucifixión. 
Había una media mesita verde llena de cosas y dos sillas como insectos y un lavamanos pequeño y un hornillo que servía para cocinar y para calentar el ambiente. 
Había unos platos sucios en el lavamanos. Daba la impresión de que siempre habían estado sucios: nacidos sucios para durar para siempre. 
En alguna parte de la caravana una radio pasaba música country, pero no pude ver dónde se encontraba. Miré por todas partes pero la radio no estaba a la vista. A lo mejor estaba debajo de una camisa o algo así. 
—Es el chico de la máquina de escribir —dijo ella—. Se llevará un tercio por mecanografiarla. 
—Me parece justo —dijo él—. Necesitamos que alguien la mecanografíe. Yo nunca he hecho nada de este tipo. 
—¿Por qué no se la muestras? —dijo ella—. Le gustaría echarle un vistazo. 
—Bueno. Pero no está muy bien escrita —me dijo—. Solo fui hasta cuarto grado, así que ella va a corregirla, pulir la gramática y poner las comas y esas cosas. 
Había un cuaderno sobre la mesa, junto a un cenicero que contenía unas seiscientas colillas. El cuaderno tenía pegada en la tapa una fotografía en colores de Hopalong Cassidy. 
Hopalong parecía cansado, como si se hubiera pasado la noche anterior persiguiendo actrices jovencitas por todo Hollywood y apenas le quedaran fuerza para volver a subirse al caballo. 
El cuaderno tenía unas veinticinco o treinta páginas escritas. La letra era grande, como de escuela primaria: una mezcla poco feliz de imprenta y cursiva. 
—No está terminada —dijo él. 
—Tú la mecanografías. Yo la edito. Él la escribe —dijo ella. 
Era la historia de un leñador joven que se enamoraba de una camarera. La novela empezaba en 1935 en un café de North Bend, Oregon. 
El leñador joven se sentaba a una mesa y la camarera le tomaba el pedido. Era muy atractiva, de pelo rubio y mejillas rosadas. El leñador joven pedía chuletas de ternera con puré de patatas y jugo de carne. 
—Sí, yo me encargo de corregirla. Tú puedes mecanografiarla, ¿no? No está mal, ¿eh? —dijo ella en la voz de una niña de doce años a la que la Seguridad Social mira por encima del hombro. 
—No —dije—. Es fácil. 
De pronto la lluvia empezó a caer con fuerza, sin previo aviso, simplemente caían grandes gotones que por poco no sacudían la caravana. 
Ya veo que te gustan las chuletas dijo Maybell tenia el lapis metido en la boca que era linda y roja como una mansana! 
Solamente cuando me tomas el pedio dijo Carl ella dijo que él era un leniador muy timido pero grandote y fuetre como su padre que era duenio del aserrdero! 
Yo me encargo de que te pongan mucho jugo! 
Entonse se abre la puerta del cafe y entra Rins Adams era apuesto y malo, todo el mundo por hay le tenia miedo pero Carl no y su padre muerto no tenian miedo del no senior! 
Maybell temblo cuando lo vio ahi parado con su impermeable negro el le sonrio y Carl sintio que la sangre le herbia como cafe caliente y se puso como loco! 
Hola Rins dijo Maybell colorada como un flor, mientras seguíamos sentados en la caravana bajo la lluvia, aporreando las puertas de la literatura norteamericana. 

Richard Brautigan, 1/3 1/3 1/3. Traducción : Martín Schifino.


Richard Brautigan

1/3 1/3 1/3 
It was all to be done in thirds. 
I was to get 1/3 for doing the typing, and she was to get 1/3 for doing theediting, and he was to get 1/3 for writing the novel. 
We were going to divide the royalties three ways. We all shook hands on the deal, each knowing what wewere supposed to do, the path before us, the gate at the end. 
I was made a 1/3 partner because I had the typewriter. 
I lived in a cardboard-lined shack of my own building across the street from the run-down old house theWelfare rented for her and her nineyear-old son Freddy. 
The novelist lived in a trailer a mile away beside a sawmill pond where he was the watchman for the mill. 
I was about seventeen and made lonely and strange by that Pacific Northwest of so many years ago, thatdark, rainy land of 1952. I’m thirty-one now and I still can’t figure out what I meant by living the way I didin those days. 
She was one of those eternally fragile women in their late thirties and once very pretty and the object ofmuch attention in the roadhouses and beer parlors, who are now on Welfare and their entire lives rotatearound that one day a month when they get their Welfare checks. 
The word “check” is the one religious word in their lives, so they always manage to use at least three orfour times in every conversation. It doesn’t matter what you are talking about. 
The novelist was in his late forties, tall, reddish, and looked as if life had given him an endless stream oftwo-timing girlfriends, five-day drunks and cars with bad transmissions. 
He was writing the novel because he wanted to tell a story that had happened to him years before whenhe was working in the woods. 
He also wanted to make some money: 1/3. 
My entrance into the thing came about this way: One day I was standing in front of my shack, eating anapple and staring at a black ragged toothache sky that was about to rain. 
What I was doing was like an occupation for me. I was that involved in looking at the sky and eating theapple. You would have thought that I had been hired to do it with a good salary and a pension if I staredat the sky long enough. 
“HEY, YOU!” I heard somebody yell. 
I looked across the mud puddle and it was the woman. She was wearing a kind of green Mackinaw thatshe wore all the time, except when she had to visit the Welfare people downtown. Then she put on ashapeless duck-gray coat. 
We lived in a poor part of town where the streets weren’t paved. The street was nothing more than a bigmud puddle that you had to walk around. The street was of no use to cars any more. They travelled on adifferent frequency where asphalt and gravel were more sympathetic. 
She was wearing a pair of white rubber boots that she always had on in the winter, a pair of boots thatgave her a kind of child-like appearance. She was so fragile and firmly indebted to the WelfareDepartment that she often looked like a child twelve years old. 
“What do you want?” I said. 
“You have a typewriter, don’t you?” she said. 
“I’ve walked by your shack and heard you typing. You type alot at night.” 
“Yeah, I have a typewriter,” I said. 
"You a good typist?” she said. 
“I’m all right.” 
“We don’t have a typewriter. How would you like to go in with us?” she yelled across the mud puddle. She looked a perfect twelve years old, standing there in her white boots, the sweetheart and darling of allmud puddles. 
“What’s ‘go in’ mean?” 
“Well, he’s writing a novel,” she said. “He’s good. I’m editing it. I’ve read a lot of pocketbooks and the Reader’s Digest. We need somebody who has atypewriter to type it up. You’ll get 1/3. How does that sound?” 
“I’d like to see the novel,” I said. I didn’t know what was happening. I knew she had three or fourboyfriends that were always visiting her. 
“Sure!” she yelled. “You have to see it to type it. Come on around. Let’s go out to his place right now and you can meet him and have a look at the novel. He’s a good guy. It’s a wonderful book.” 
“OK,” I said, and walked around the mud puddle to where she was standing in front of her evil dentisthouse, twelve years old, and approximately two miles from the Welfare office. 
“Let’s go,” she said. 

*** 
We walked over to the highway and down the highway past mud puddles and sawmill ponds and fieldsflooded with rain until we came to a road that went across the railroad tracks and turned down past halfa dozen sawmill ponds that were filled with black winter logs. 
We talked very little and that was only about her check that was two days late and she had called theWelfare and they said they mailed the check and it should be there tomorrow, but call again tomorrow ifit’s not there and we’ll prepare an emergency money order for you. 
“Well, I hope it’s there tomorrow,” I said. 
Next to the last sawmill pond was a yellow old trailer up on blocks of wood. One look at that trailershowed that it was never going anywhere again, that the highway was in distant heaven, only to beprayed to. It was really sad with a cemetery-like chimney swirling jagged dead smoke in the air above it. 
A kind of half-dog, half-cat creature was sitting on a rough plank porch that was in front of the door. The creature half-barked and half-meowed at us, “Arfeow!” and darted under the trailer, looking out at usfrom behind a block. 
“This is it,” the woman said. 
The door to the trailer opened and a man stepped out onto the porch. There was a pile of firewoodstacked on the porch and it was covered with a black tarp. 
The man held his hand above his eyes, shielding his eyes from a bright imaginary sun, though everythinghad turned dark in anticipation of the rain. 
“Hello, there,” he said. 
“Hi,” I said. 
“Hello, honey,” she said. 
He shook my hand and welcomed me to his trailer, than he gave her a little kiss on the mouth before weall went inside. 
The place was small and muddy and smelled like stale rain and had a large unmade bed that looked as ifit had been a partner to some of the saddest love-making this side of The Cross. 
There was a green bushy half-table with a couple of insect-like chairs and a little sink and a small stovethat was used for cooking and heating. 
There were some dirty dishes in the little sink. The dishes looked as if they had always been dirty: borndirty to last forever. 
I could hear a radio playing Western music someplace in the trailer, but I couldn’t find it. I looked all overbut it was nowhere in sight. It was probably under a shirt or something. 
“He’s the kid with the typewriter,” she said. “He’ll get 1/3 for typing it.” 
“That sounds fair,” he said. “We need somebody to type it. I’ve never done anything like this before.” 
“Why don’t you show it to him?” she said. “He’d like to take a look at it.” 
“OK. But it isn’t too carefully written,” he said to me. “I only went to the fourth grade, so she’s going to edit it, straighten out the grammar and commas and stuff.” 
There was a notebook lying on the table, next to an ashtray that probably had 600 cigarette butts in it. The notebook had a color photograph of Hopalong Cassidy on the cover. 
Hopalong looked tired as if he had spent the previous night chasing starlets all over Hollywood andbarely had enough strength to get back in the saddle. 
There were about twenty-five or thirty pages of writing in the notebook. It was written in a largegrammar school sprawl: an unhappy marriage between printing and longhand. 
“It’s not finished yet,” he said. 
“You’ll type it. I’ll edit it. He’ll write it,” she said. 
It was a story about a young logger falling in love with a waitress. The novel began in 1935 in a café inNorth Bend, Oregon. 
The young logger was sitting at a table and the waitress was taking his order. She was very pretty withblond hair and rosy cheeks. The young logger was ordering veal cutlets with mashed potatoes andcountry gravy. 
“Yeah, I’ll do the editing. You can type it, can’t you? It’s not too bad, is it?” she said in a twelveyear-oldvoice with the Welfare peeking over her shoulder. 
“No,” I said. “It will be easy.” 
Suddenly the rain started to come down hard outside, without any warning, just suddenly great drops ofrain that almost shook the trailer. 
You sur lik veel cutlets don’t you Maybell said she was holding her pensil up her mowth that was pretiand red like an apl! 
Onli wen you take my oder Carl she said he was a kind of bassful loger but big and strong lik his deadwho ownd the starmill! 
Ill mak sur you get plenty of gravi! 
Just ten then caf door opend and in cam Rins Adams he was hansom and mean, everi bodi in the thosparts was afrad of him but not Carl and his dead dad they wasnt afrad of him no sur! 
Maybell shifard wen she saw him standing ther in his blac macinaw he smild at her and Carl felt his blodrun hot lik scalding coffee and fitting mad! 
Howdi ther Rins said Maybell blushed like a flower flouar while we were all sitting there in that rainytrailer, pounding at the gates of American literature.

Richard Brautigan, 1/3 1/3 1/3

Ana María Matute, El incendio

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El incendio.
El niño cogió los lápices color naranja, el lápiz de color amarillo, y aquel por una punta azul y la otra rojo. Fue con ellos a la esquina, y se tendió en el suelo. La esquina era blanca, a veces la mitad negra, la mitad verde. Era la esquina de la casa, y todos los sábados la encalaban. El niño tenía los ojos irritados de tanto blanco, de tanto sol cortando su mirada con filos de cuchillo. Los lápices del niño eran naranja, rojo, amarillo y azul. El niño prendió fuego a la esquina con sus colores. Sus lápices -sobre todo aquel de color amarillo, tan largo- se prendieron de los postigos y las contraventanas, verdes, y todo crujía, brillaba, se trenzaba. Se desmigó sobre su cabeza, en una hermosa lluvia de ceniza, que le abrasó.
 Ana María Matute, El incendio.

Ana María Matute

Manuel Moya, Sesión de magia

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Sesión de magia.
Señoras y caballeros, vengo expresamente desde el mismísimo cuerno del África Tropical para mostrarles en vivo y en directo el poder de la magia y de ustedes mismos. Sé que han visto salir de otras chisteras, conejos, avestruces, hipopótamos, pavos reales, diputados, jueces con pelucas, marquesas decapitadas... Aun así, sé que ustedes no creen en la magia y yo he venido aquí desde el mismísimo Cuerno del África para tratar de demostrar cuán equivocados están. Miren, sólo me atrevo a pedirles una cosa: permanezcan atentos. No se dejen embaucar por mi verborrea ni por mis chistes malos. Duden hasta de mi sombra, si es preciso. Vean, sin embargo que en mis manos no escondo nada. Observen: nada de nada. Manos limpias, impolutas, blancas. Pero no se corten. Mírenlas todo el tiempo que quieran: nada. Digan conmigo lo que ven: NA DA. Repítanlo conmigo: NA DA, nada, así me gusta. Hacía tiempo que no tenía un público tan gentil y maravilloso. Absolutely nothing, que dirían los políglotas. Sé lo que están pensando. Claro, cuando este tío habla tanto de sus manos, es que lleva algo en la chistera. En la chistera está el truco, como siempre. Pero se equivocan. En la chistera no hay nada. Podría dejarla en el camerino, pero un mago sin chistera es como un buzo sin escafandra o un artista porno sin…, ustedes ya me entienden. En la chistera, puedo asegurárselo, no hay nada. Está completamente vacía... por el momento. Miren. Le doy la vuelta. ¿Ven? Nada. NA DA. Ni en mi mano ni en mi chistera hay nada. Ambos estamos limpios. Todavía no sé cómo es que llegamos a fin de mes. ¿Saben ustedes el chiste del fontanero y el tigre? Pues esto era que una vez había un tigre, quiero decir, un fontanero... pero, bah, dejemos el chiste del tigre para luego. Les mostraré la chistera despacio, muy despacio, para que la observen mejor. ¿Alguien ha visto una chistera por dentro? ¿Nadie? Puedo asegurarles que una chistera no tiene mucho que ver. Un forro de tela, las orejas de un conejo, la cola de algún caimán, plumas de palomas. Créanme: lo normal en una chistera. Claro que el que yo insinúe que no hay nada sospechoso, hará que ustedes justamente comiencen a sospechar. Usted, por ejemplo caballero. Sí, usted, el del jersey rojo. Creo que usted no está muy convencido de lo que digo, ¿me equivoco? Venga, sí, sí, no se corte, caballero, acompáñeme si quiere. Aquí no matamos a nadie. Cuando más, lo guardamos en la chistera. Pero, ¿viene o no viene? Ande y no sea tímido. Muy bien, muy bien. Vamos, vamos, un aplauso para el caballero, por favor. Premiemos con un fuerte aplauso la audacia y la natural desconfianza del caballero. Bien, quédese ahí. No toque la chistera, no vaya a morderle. Mi seguro no cubre las mordeduras de chistera. Bien, dígame cómo se llama. Sí, claro, el suyo: mi nombre lo sabe todo el mundo. Oquéi, Pablo. El señor Pablo. ¿Le he contado alguna vez el chiste del fontanero y el tigre, señor Pablo? Recuérdemelo más tarde, pero ahora, hágame el favor, póngase a mi lado. No tenga miedo. Al último de mis ayudantes lo enterramos con todos los honores, sin ahorrar en gastos. Póngase cómodo y observe mis manos. Tómese su tiempo. Cójalas. Levántelas. Por cierto, ¿nos conocemos usted y yo de algo? Lo digo porque veo que se toma tantas confianzas... Bah, bah, bah, no entre usted en detalles. ¿Verdad, mi querido Pablo, que no nos conocemos de nada? Como si estuviera usted en su casa, claro que sí. Bien. El caballero Pablo está a punto de aclararles si hay o no hay algo en mis manos. Tómese su tiempo. Coja ahora la chistera, pero con cuidado; ya le he dicho... Están en manos de un hombre profundamente desconfiado. Tendrán que fiarse de él. De acuerdo. ¿Ve usted algo anómalo en la chistera o en mis manos? ¿Considera el señor Don Pablo que ya ha mirado suficientemente mis manos y mi chistera? Bien. ¿Tiene ya un juicio al respecto? No, por favor, tómese su tiempo. Si le parece puedo aprovechar para contar el chiste del fontanero y el tigre. ¿Puedo continuar, entonces? Bien. Por un momento he temido que llamara a los del CSI. No, no, quédese hasta el final, si no le importa. Descuide. Ha pasado usted lo peor. Si ha sobrevivido a la inspección de la chistera, puede usted respirar tranquilo. Muchos se quedan aquí. Tuve un ayudante que se perdió en la chistera. Su mujer me ha puesto un pleito, pero me dejaron libre no por falta de pruebas, sino porque a la buena mujer ya no le interesaba que apareciera su marido. Otro perdió la cabeza. Literalmente. Tuvimos que prestarle una de su número. Gajes del oficio, se entiende. Tomo, pues, con mucho cuidado la chistera. Es una chistera de las buenas. Llevo quince años con ella y ni una queja. Se la compré a un ministro inglés y me dijo que con ella puesta nunca le había faltado un par de fajos de billetes en la cartera. Conmigo es más modesta. Quizás es que no nos conocemos lo suficiente. Pero, bah, descuide: si de la chistera fuese a salir un cocodrilo, tampoco yo estaría aquí. Bien. Nada en mis manos y nada en mi chistera. Este es el quid de la cuestión. Le ruego que me mire fijamente, que no me pierda de vista ni un momento. Ustedes también, claro. Por cierto, ¿les he contado ya el chiste del fontanero y el piano? Mírenme las manos: nada. Miren la chistera: nada. Pero a ver, a ver, un inciso... permítanme un inciso todavía. Estamos a punto de llegar al final. Antes de seguir quiero saber, señor Pablo, si debe usted algo o si tiene usted firmada alguna hipoteca. Imagínese que de la chistera saliera un vecino que le reclama sesenta mil euros o que un banco... Imagine que sale un juez con un pelucón fumándose un puro, un par de agentes de policía que vienen a meterlo en el talego. Imagine que saliera un terrorista islámico, un leopardo albino, un payaso con un motosierra. La cosa es seria. Podríamos dejarlo aquí. El público lo comprendería. Siempre es mejor un gatillazo mágico que un desastre, no sé si me sigue. Podemos dejarlo aquí. Señores, yo he hecho un largo viaje desde el mismísimo Cuerno del África, pero estoy dispuesto a dejar la cosa donde me digan. El público siempre es el que manda. Si a este buen hombre le muerde una anaconda o le pasa por encima una zarabanda de caníbales no quiero reclamaciones. Por cierto, antes de que nos precipitemos hacia el desenlace, les tenía prometido un cuento: el del fontanero y la cigala, ¿recuerdan? Esto era un fontanero, quiero decir, una de estas cigalas cigalas, que no caben en un plato, muy ufana ella, muy despampanante y muy, no sé cómo decirlo... Bueno, bah, mejor acabar de una vez con esto y luego, si es que salimos indemnes, contamos el chiste de la dichosa cigalita, pero permítame recordarle, querido Pablo, que estamos aún a tiempo. Usted sería el primero en caer, pero veo que está tranquilo, que es usted, aparte de desconfiado, valiente. Vaya una cosa por otra. Bueno, no nos demoremos más y acabemos cuanto antes. Observe atentamente mis manos. Nada en las mangas de la camisa, nada en la chistera. Un momento de silencio, por favor. ¿Sabe usted imitar el redoble del tambor? Inténtelo al menos, no sea usted tímido. Yo le sigo. Trrrrrrrrrrrrrrrrrr. Así, muy bien, aunque si me permite que se lo diga, le da usted tono de entierro. Otra vez. Trrrrrrrrrrrrrr. Ya. Mucho, mucho mejor. Mire, ya lo siento, aquí llega. Trrrrrrrrrrrrr. Aquí llega. Miren. Abran los ojos. Pido un gran aplauso para este cuento que acaba de aparecer ante sus ojos. Ya se lo advertí, son ustedes los verdaderos magos. Gracias, muchas gracias.

Manuel Moya, Sesión de magia.

Manuel Moya

Felisberto Hernández, Nadie encendía las lámparas

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Nadie encendía las lámparas.

Hace mucho tiempo leía yo un cuento en una sala antigua. Al principio entraba por una de las persianas un poco de sol. Después se iba echando lentamente encima de algunas personas hasta alcanzar una mesa que tenía retratos de muertos queridos. A mí me costaba sacar las palabras del cuerpo como de un instrumento de fuelles rotos. En las primeras sillas estaban dos viudas dueñas de casa; tenían mucha edad, pero todavía les abultaba bastante el pelo de los moños. Yo leía con desgano y levantaba a menudo la cabeza del papel; pero tenía que cuidar de no mirar siempre a una misma persona; ya mis ojos se habían acostumbrado a ir a cada momento a la región pálida que quedaba entre el vestido y el moño de una de las viudas. Era una cara quieta que todavía seguiría recordando por algún tiempo un mismo pasado. En algunos instantes sus ojos parecían vidrios ahumados detrás de los cuales no había nadie. De pronto yo pensaba en la importancia de algunos concurrentes y me esforzaba por entrar en la vida del cuento. Una de las veces que me distraje vi a través de las persianas moverse palomas encima de una estatua. Después vi, en el fondo de la sala, una mujer joven que había recostado la cabeza contra la pared; su melena ondulada estaba muy esparcida y yo pasaba los ojos por ella como si viera una planta que hubiera crecido contra el muro de una casa abandonada. A mí me daba pereza tener que comprender de nuevo aquel cuento y transmitir su significado; pero a veces las palabras solas y la costumbre de decirlas producían efecto sin que yo interviniera y me sorprendía la risa de los oyentes. Ya había vuelto a pasar los ojos por la cabeza que estaba recostada en la pared y pensé que la mujer acaso se hubiera dado cuenta; entonces, para no ser indiscreto, miré hacia la estatua. Aunque seguía leyendo, pensaba en la inocencia con que la estatua tenía que representar un personaje que ella misma no comprendería. Tal vez ella se entendería mejor con las palomas: parecía consentir que ellas dieran vueltas en su cabeza y se posaran en el cilindro que el personaje tenía recostado al cuerpo. De pronto me encontré con que había vuelto a mirar la cabeza que estaba recostada contra la pared y que en ese instante ella había cerrado los ojos. Después hice el esfuerzo de recordar el entusiasmo que yo tenía las primeras veces que había leído aquel cuento; en él había una mujer que todos los días iba a un puente con la esperanza de poder suicidarse. Pero todos los días surgían obstáculos. Mis oyentes se rieron cuando en una de las noches alguien le hizo una proposición y la mujer, asustada, se había ido corriendo para su casa.
La mujer de la pared también se reía y daba vuelta la cabeza en el muro como si estuviera recostada en una almohada. Yo ya me había acostumbrado a sacar la vista de aquella cabeza y ponerla en la estatua. Quise pensar en el personaje que la estatua representaba; pero no se me ocurría nada serio; tal vez el alma del personaje también habría perdido la seriedad que tuvo en vida y ahora andaría jugando con las palomas. Me sorprendí cuando algunas de mis palabras volvieron a causar gracia; miré a las viudas y vi que alguien se había asomado a los ojos ahumados de la que parecía más triste. En una de las oportunidades que saqué la vista de la cabeza recostada en la pared, no miré la estatua sino a otra habitación en la que creí ver llamas encima de una mesa; algunas personas siguieron mi movimiento; pero encima de la mesa sólo había una jarra con flores rojas y amarillas sobre las que daba un poco de sol.
Al terminar mi cuento se encendió el barullo y la gente me rodeó; hacían comentarios y un señor empezó a contarme un cuento de otra mujer que se había suicidado. Él quería expresarse bien pero tardaba en encontrar las palabras; y además hacía rodeos y digresiones. Yo miré a los demás y vi que escuchaban impacientes; todos estábamos parados y no sabíamos qué hacer con las manos. Se había acercado la mujer que usaba esparcidas las ondas del pelo. Después de mirarla a ella, miré la estatua. Yo no quería el cuento porque me hacía sufrir el esfuerzo de aquel hombre persiguiendo palabras: era como si la estatua se hubiera puesto a manotear las palomas.
La gente que me rodeaba no podía dejar de oír al señor del cuento; él lo hacía con empecinamiento torpe y como si quisiera decir: “soy un político, sé improvisar un discurso y también contar un cuento que tenga su interés”.
Entre los que oíamos había un joven que tenía algo extraño en la frente: era una franja oscura en el lugar donde aparece el pelo; y ese mismo color -como el de una barba tupida que ha sido recién afeitada y cubierta de polvos- le hacía grandes entradas en la frente. Miré a la mujer del pelo esparcido y vi con sorpresa que ella también me miraba el pelo a mí. Y fue entonces cuando el político terminó el cuento y todos aplaudieron. Yo no me animé a felicitarlo y una de las viudas dijo: “siéntense, por favor” Todos lo hicimos y se sintió un suspiro bastante general; pero yo me tuve que levantar de nuevo porque una de las viudas me presentó a la joven del pelo ondeado: resultó ser sobrina de ella. Me invitaron a sentarme en un gran sofá para tres; de un lado se puso la sobrina y del otro el joven de la frente pelada. Iba a hablar la sobrina, pero el joven la interrumpió. Había levantado una mano con los dedos hacia arriba -como el esqueleto de un paraguas que el viento hubiera doblado- y dijo:
-Adivino en usted un personaje solitario que se conformaría con la amistad de un árbol.
Yo pensé que se había afeitado así para que la frente fuera más amplia, y sentí maldad de contestarle:
-No crea; a un árbol, no podría invitarlo a pasear.
Los tres nos reímos. Él echó hacia atrás su frente pelada y siguió:
-Es verdad; el árbol es el amigo que siempre se queda.
Las viudas llamaron a la sobrina. Ella se levantó haciendo un gesto de desagrado; yo la miraba mientras se iba, y sólo entonces me di cuenta que era fornida y violenta. Al volver la cabeza me encontré con un joven que me fue presentado por el de la frente pelada. Estaba recién peinado y tenía gotas de agua en las puntas del pelo. Una vez yo me peiné así, cuando era niño, y mi abuela me dijo: “Parece que te hubieran lambido las vacas.” El recién llegado se sentó en el lugar de la sobrina y se puso a hablar.
-¡Ah, Dios mío, ese señor del cuento, tan recalcitrante!
De buena gana yo le hubiera dicho: “¿Y usted?, ¿tan femenino?” Pero le pregunté:
-¿Cómo se llama?
-¿Quién?
-El señor… recalcitrante.
-Ah, no recuerdo. Tiene un nombre patricio. Es un político y siempre lo ponen de miembro en los certámenes literarios.
Yo miré al de la frente pelada y él me hizo un gesto como diciendo: “‘¡Y qué le vamos a hacer!”
Cuando vino la sobrina de las viudas sacó del sofá al “femenino” sacudiéndolo de un brazo y haciéndole caer gotas de agua en el saco. Y enseguida dijo:
-No estoy de acuerdo con ustedes.
-¿Por qué?
-…y me extraña que ustedes no sepan cómo hace el árbol para pasear con nosotros.
-¿Cómo?
-Se repite a largos pasos.
Le elogiamos la idea y ella se entusiasmó:
-Se repite en una avenida indicándonos el camino; después todos se juntan a lo lejos y se asoman para vernos; y a medida que nos acercamos se separan y nos dejan pasar.
Ella dijo todo esto con cierta afectación de broma y como disimulando una idea romántica. El pudor y el placer la hicieron enrojecer. Aquel encanto fue interrumpido por el femenino:
-Sin embargo, cuando es la noche en el bosque, los árboles nos asaltan por todas partes; algunos se inclinan como para dar un paso y echársenos encima; y todavía nos interrumpen el camino y nos asustan abriendo y cerrando las ramas.
La sobrina de las viudas no se pudo contener.
-¡Jesús, pareces Blancanieves!
Y mientras nos reíamos, ella me dijo que deseaba hacerme una pregunta y fuimos a la habitación donde estaba la jarra con flores. Ella se recostó en la mesa hasta hundirse la tabla en el cuerpo; y mientras se metía las manos entre el pelo, me preguntó:
-Dígame la verdad: ¿por qué se suicidó la mujer de su cuento?
-¡Oh!, habría que preguntárselo a ella.
-Y usted, ¿no lo podría hacer?
-Sería tan imposible como preguntarle algo a la imagen de un sueño.
Ella sonrió y bajó los ojos. Entonces yo pude mirarle toda la boca, que era muy grande. El movimiento de los labios, estirándose hacia los costados, parecía que no terminaría más; pero mis ojos recorrían con gusto toda aquella distancia de rojo húmedo. Tal vez ella viera a través de los párpados; o pensara que en aquel silencio yo no estuviera haciendo nada bueno, porque bajó mucho la cabeza y escondió la cara. Ahora mostraba toda la masa del pelo; en un remolino de las ondas se le veía un poco de la piel, y yo recordé a una gallina que el viento le había revuelto las plumas y se le veía la carne. Yo sentía placer en imaginar que aquella cabeza era una gallina humana, grande y caliente; su calor sería muy delicado y el pelo era una manera muy fina de las plumas.
Vino una de las tías -la que no tenía los ojos ahumados- a traernos copitas de licor. La sobrina levantó la cabeza y la tía le dijo:
-Hay que tener cuidado con éste; mira que tiene ojos de zorro.
Volví a pensar en la gallina y le contesté:
-¡Señora! ¡No estamos en un gallinero!
Cuando nos volvimos a quedar solos y mientras yo probaba el licor -era demasiado dulce y me daba náuseas-, ella me preguntó:
-¿Usted nunca tuvo curiosidad por el porvenir?
Había encogido la boca como si la quisiera guardar dentro de la copita.
-No, tengo más curiosidad por saber lo que le ocurre en este mismo instante a otra persona; o en saber qué haría yo ahora si estuviera en otra parte.
-Dígame, ¿qué haría usted ahora si yo no estuviera aquí?
-Casualmente lo sé: volcaría este licor en la jarra de las flores.
Me pidieron que tocara el piano. Al volver a la sala la viuda de los ojos ahumados estaba con la cabeza baja y recibía en el oído lo que la hermana le decía con insistencia. El piano era pequeño, viejo y desafinado. Yo no sabía qué hacer; pero apenas empecé a probarlo la viuda de los ojos ahumados soltó el llanto y todos nos callamos. La hermana y la sobrina la llevaron para adentro; y al ratito vino la sobrina y nos dijo que su tía no quería oír música desde la muerte de su esposo -se habían amado hasta llegar a la inocencia.
Los invitados empezaron a irse. Y los que quedamos hablábamos en voz cada vez más baja a medida que la luz se iba. Nadie encendía las lámparas.
Yo me iba entre los últimos, tropezando con los muebles, cuando la sobrina me detuvo:
-Tengo que hacerle un encargo.
Pero no me dijo nada: recostó la cabeza en la pared del zaguán y me tomó la manga del saco.

Felisberto Hernández, Nadie encendía las lámparas.


Felisberto Hernández

Roberto Arlt, El jorobadito

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El jorobadito

Los diversos y exagerados rumores desparramados con motivo de la conducta que observé en compañía de Rigoletto, el jorobadito, en la casa de la señora X, apartaron en su tiempo a mucha gente de mi lado.
Sin embargo, mis singularidades no me acarrearon mayores desventuras, de no perfeccionarlas estrangulando a Rigoletto.
Retorcerle el pescuezo al jorobadito ha sido de mi parte un acto más ruinoso e imprudente para mis intereses, que atentar contra la existencia de un benefactor de la humanidad.
Se han echado sobre mí la policía, los jueces y los periódicos. Y ésta es la hora en que aún me pregunto (considerando los rigores de la justicia) si Rigoletto no estaba llamado a ser un capitán de hombres, un genio o un filántropo. De otra forma no se explican las crueldades de la ley para vengar los fueros de un insigne piojoso, al cual, para pagarle de su insolencia, resultaran insuficientes todos los puntapiés que pudieran suministrarle en el trasero una brigada de personas bien nacidas.
No se me oculta que sucesos peores ocurren sobre el planeta, pero ésta no es una razón para que yo deje de mirar con angustia las leprosas paredes del calabozo donde estoy alojado a espera de un destino peor.
Pero estaba escrito que de un deforme debían provenirme tantas dificultades. Recuerdo (y esto a vía de información para los aficionados a la teosofía y la metafísica) que desde mi tierna infancia me llamaron la atención los contrahechos. Los odiaba al tiempo que me atraían, como detesto y me llama la profundidad abierta bajo la balconada de un noveno piso, a cuyo barandal me he aproximado más de una vez con el corazón temblando de cautela y delicioso pavor. Y así como frente al vacío no puedo sustraerme al terror de imaginarme cayendo en el aire con el estómago contraído en la asfixia del desmoronamiento, en presencia de un deforme no puedo escapar al nauseoso pensamiento de imaginarme corcoveado, grotesco, espantoso, abandonado de todos, hospedado en una perrera, perseguido por traíllas de chicos feroces que me clavarían agujas en la giba… Es terrible…, sin contar que todos los contrahechos son seres perversos, endemoniados, protervos…, de manera que al estrangularlo a Rigoletto me creo con derecho a afirmar que le hice un inmenso favor a la sociedad, pues he librado a todos los corazones sensibles como el mío de un espectáculo pavoroso y repugnante. Sin añadir que el jorobadito era un hombre cruel. Tan cruel que yo me veía obligado a decirle todos los días:
-Mirá, Rigoletto, no seas perverso. Prefiero cualquier cosa a verte pegándole con un látigo a una inocente cerda. ¿Qué te ha hecho la marrana? Nada. ¿No es cierto que no te ha hecho nada?…
-¿Qué se le importa?
-No te ha hecho nada, y vos contumaz, obstinado, cruel, desfogas tus furores en la pobre bestia…
-Como me embrome mucho la voy a rociar de petróleo a la chancha y luego le prendo fuego.
Después de pronunciar estas palabras, el jorobadito descargaba latigazos en el crinudo lomo de la bestia, rechinando los dientes como un demonio de teatro. Y yo le decía:
-Te voy a retorcer el pescuezo, Rigoletto. Escuchá mis paternales advertencias, Rigoletto. Te conviene…
Predicar en el desierto hubiera sido más eficaz. Se regocijaba en contravenir mis órdenes y en poner en todo momento en evidencia su temperamento sardónico y feroz. Inútil era que prometiera zurrarle la badana o hacerle salir la joroba por el pecho de un mal golpe. Él continuaba observando una conducta impura. Volviendo a mi actual situación diré que si hay algo que me reprocho, es haber recaído en la ingenuidad de conversar semejantes minucias a los periodistas. Creía que las interpretarían, más heme aquí ahora abocado a mi reputación menoscabada, pues esa gentuza lo que menos ha escrito es que soy un demente, afirmando con toda seriedad que bajo la trabazón de mis actos se descubren las características de un cínico perverso.
Ciertamente, que mi actitud en la casa de la señora X, en compañía del jorobadito, no ha sido la de un miembro inscripto en el almanaque de Gotha. No. Al menos no podría afirmarlo bajo mi palabra de honor.
Pero de este extremo al otro, en el que me colocan mis irreductibles enemigos, media una igual distancia de mentira e incomprensión. Mis detractores aseguran que soy un canalla monstruoso, basando esta afirmación en mi jovialidad al comentar ciertos actos en los que he intervenido, como si la jovialidad no fuera precisamente la prueba de cuán excelentes son las condiciones de mi carácter y qué comprensivo y tierno al fin y al cabo.
Por otra parte, si hubiera que tamizar mis actos, ese tamiz a emplearse debería llamarse Sufrimiento. Soy un hombre que ha padecido mucho. No negaré que dichos padecimientos han encontrado su origen en mi exceso de sensibilidad, tan agudizada que cuando me encontraba frente a alguien he creído percibir hasta el matiz del color que tenían sus pensamientos, y lo más grave es que no me he equivocado nunca. Por el alma del hombre he visto pasar el rojo del odio y el verde del amor, como a través de la cresta de una nube los rayos de luna más o menos empalidecidos por el espesor distinto de la masa acuosa. Y personas hubo que me han dicho:
-¿Recuerda cuando usted, hace tres años, me dijo que yo pensaba en tal cosa? No se equivocaba.
He caminado así, entre hombres y mujeres, percibiendo los furores que encrespaban sus instintos y los deseos que envaraban sus intenciones, sorprendiendo siempre en las laterales luces de la pupila, en el temblor de los vértices de los labios y en el erizamiento casi invisible de la piel de los párpados, lo que anhelaban, retenían o sufrían. Y jamás estuve más solo que entonces, que cuando ellos y ellas eran transparentes para mí. De este modo, involuntariamente, fui descubriendo todo el sedimento de bajeza humana que encubren los actos aparentemente más leves, y hombres que eran buenos y perfectos para sus prójimos, fueron, para mí, lo que Cristo llamó sepulcros encalados. Lentamente se agrió mi natural bondad convirtiéndome en un sujeto taciturno e irónico. Pero me voy apartando, precisamente, de aquello a lo cual quiero aproximarme y es la relación del origen de mis desgracias. Mis dificultades nacen de haber conducido a la casa de la señora X al infame corcovado.
En la casa de la señora X yo “hacía el novio” de una de las niñas. Es curioso. Fui atraído, insensiblemente, a la intimidad de esa familia por una hábil conducta de la señora X, que procedió con un determinado exquisito tacto y que consiste en negarnos un vaso de agua para poner a nuestro alcance, y como quien no quiere, un frasco de alcohol. Imagínense ustedes lo que ocurriría con un sediento. Oponiéndose en palabras a mis deseos. Incluso, hay testigos. Digo esto para descargo de mi conciencia. Más aún, en circunstancias en que nuestras relaciones hacían prever una ruptura, yo anticipé seguridades que escandalizaron a los amigos de la casa. Y es curioso. Hay muchas madres que adoptan este temperamento, en la relación que sus hijas tienen con los novios, de manera que el incauto -si en un incauto puede admitirse un minuto de lucidez- observa con terror que ha llevado las cosas mucho más lejos de lo que permitía la conveniencia social.
Y ahora volvamos al jorobadito para deslindar responsabilidades. La primera vez que se presentó a visitarme en mi casa, lo hizo en casi completo estado de ebriedad, faltándole el respeto a una vieja criada que salió a recibirlo y gritando a voz en cuello de manera que hasta los viandantes que pasaban por la calle podían escucharle:
-¿Y dónde está la banda de música con que debían festejar mi hermosa presencia? Y los esclavos que tienen que ungirme de aceite, ¿dónde se han metido? En lugar de recibirme jovencitos con orinales, me atiende una vieja desdentada y hedionda. ¿Y ésta es la casa en la cual usted vive?
Y observando las puertas recién pintadas, exclamó enfáticamente:
-¡Pero esto no parece una casa de familia sino una ferretería! Es simplemente asqueroso. ¿Cómo no han tenido la precaución de perfumar la casa con esencia de nardo, sabiendo que iba a venir? ¿No se dan cuenta de la pestilencia de aguarrás que hay aquí?
¿Reparan ustedes en la catadura del insolente que se había posesionado de mi vida?
Lo cual es grave, señores, muy grave.
Estudiando el asunto recuerdo que conocí al contrahecho en un café; lo recuerdo perfectamente. Estaba yo sentado frente a una mesa, meditando, con la nariz metida en mi taza de café, cuando, al levantar la vista distinguí a un jorobadito que con los pies a dos cuartas del suelo y en mangas de camisa, observábame con toda atención, sentado del modo más indecoroso del mundo, pues había puesto la silla al revés y apoyaba sus brazos en el respaldo de ésta. Como hacía calor se había quitado el saco, y así descaradamente en cuerpo de camisa, giraba sus renegridos ojos saltones sobre los jugadores de billar. Era tan bajo que apenas si sus hombros se ponían a nivel con la tabla de la mesa. Y, como les contaba, alternaba la operación de contemplar la concurrencia, con la no menos importante de examinar su reloj pulsera, cual si la hora que éste marcara le importara mucho más que la señalada en el gigantesco reloj colgado de un muro del establecimiento.
Pero, lo que causaba en él un efecto extraño, además de la consabida corcova, era la cabeza cuadrada y la cara larga y redonda, de modo que por el cráneo parecía un mulo y por el semblante un caballo.
Me quedé un instante contemplando al jorobadito con la curiosidad de quien mira un sapo que ha brotado frente a él; y éste, sin ofenderse, me dijo:
-Caballero, ¿será tan amable usted que me permita sus fósforos?
Sonriendo, le alcancé mi caja; el contrahecho encendió su cigarro medio consumido y después de observarme largamente, dijo:
-¡Qué buen mozo es usted! Seguramente que no deben faltarle novias.
La lisonja halaga siempre aunque salga de la boca de un jorobado, y muy amablemente le contesté que sí, que tenía una muy hermosa novia, aunque no estaba muy seguro de ser querido por ella, a lo cual el desconocido, a quien bauticé en mi fuero interno con el nombre de Rigoletto, me contestó después de escuchar con sentenciosa atención mis palabras:
-No sé por qué se me ocurre que usted es de la estofa con que se fabrican excelentes cornudos.
Y antes que tuviera tiempo de sobreponerme a la estupefacción que me produjo su extraordinaria insolencia, el cacaseno continuó:
-Pues yo nunca he tenido novia, créalo, caballero… le digo la verdad…
-No lo dudo- repliqué sonriendo ofensivamente-, no lo dudo…
-De lo que me alegro, caballero, porque no me agradaría tener un incidente con usted…
Mientras él hablaba yo vacilaba si levantarme y darle un puntapié en la cabeza o tirarle a la cara el contenido de mi pocillo de café, pero recapacitándolo me dije que de promoverse un altercado allí, el que llevaría todas las de perder era yo, y cuando me disponía a marcharme contra mi voluntad porque aquel sapo humano me atraía con la inmensidad de su desparpajo, él, obsequiándome con la más graciosa sonrisa de su repertorio que dejaba al descubierto su amarilla dentadura de jumento, dijo:
-Este reloj pulsera me cuesta veinticinco pesos…; esta corbata es inarrugable y me cuesta ocho pesos…; ¿ve estos botines?, treinta y dos pesos, caballero. ¿Puede alguien decir que soy un pelafustán? ¡No, señor! ¿No es cierto?
-¡Claro que sí!
Guiñó arduamente los ojos durante un minuto, luego moviendo la cabeza como un osezno alegre, prosiguió interrogador y afirmativo simultáneamente:
-Qué agradable es poder confesar sus intimidades en público, ¿no le parece, caballero? ¿Hay muchos en mi lugar que pueden sentarse impunemente a la mesa de un café y entablar una amable conversación con un desconocido como lo hago yo? No. Y, ¿por qué no hay muchos, puede contestarme?
-No sé…
-Porque mi semblante respira la santa honradez.
Satisfechísimo de su conclusión, el bufoncillo se restregó las manos con satánico donaire, y echando complacidas miradas en redor prosiguió:
-Soy más bueno que el pan francés y más arbitrario que una preñada de cinco meses. Basta mirarme para comprender de inmediato que soy uno de aquellos hombres que aparecen de tanto en tanto sobre el planeta como un consuelo que Dios ofrece a los hombres en pago de sus penurias, y aunque no creo en la santísima Virgen, la bondad fluye de mis palabras como la piel del Himeto.
Mientras yo desencajaba los ojos asombrados, Rigoletto continuó:
-Yo podría ser abogado ahora, pero como no he estudiado no lo soy. En mi familia fui profesional del betún.
-¿Del betún?
-Sí, lustrador de botas…, lo cual me honra, porque yo solo he escalado la posición que ocupo. ¿O le molesta que haya sido profesional? ¿Acaso no se dice “técnico de calzado” el último remendón de portal, y “experto en cabellos y sus derivados” el rapabarbas, y profesor de baile el cafishio profesional?…
Indudablemente, era aquél el pillete más divertido que había encontrado en mi vida.
-¿Y ahora qué hace usted?
-Levanto quinielas entre mis favorecedores, señor. No dudo que usted será mi cliente. Pida informes…
-No hace falta…
-¿Quiere fumar usted, caballero?
-¡Cómo no!
Después que encendí el cigarro que él me hubo ofrecido, Rigoletto apoyó el corto brazo en mi mesa y dijo:
-Yo soy enemigo de contraer amistades nuevas porque la gente generalmente carece de tacto y educación, pero usted me convence…. me parece una persona muy de bien y quiero ser su amigo -dicho lo cual, y ustedes no lo creerán, el corcovado abandonó su silla y se instaló en mi mesa.
Ahora no dudarán ustedes de que Rigoletto era el ente más descarado de su especie, y ello me divirtió a punto tal que no pude menos de pasar el brazo por encima de la mesa y darle dos palmadas amistosas en la giba. Quedose el contrahecho mirándome gravemente un instante; luego lo pensó mejor, y sonriendo, agregó:
-¡Que le aproveche, caballero, porque a mí no me ha dado ninguna suerte!
Siempre dudé que mi novia me quisiera con la misma fuerza de enamoramiento que a mí me hacía pensar en ella durante todo el día, como en una imagen sobrenatural. Por momentos la sentía implantada en mi existencia semejante a un peñasco en el centro de un río. Y esta sensación de ser la corriente dividida en dos ondas cada día más pequeñas por el crecimiento del peñasco, resumía mi deleite de enamoramiento y anulación. ¿Comprenden ustedes? La vida que corre en nosotros se corta en dos raudales al llegar a su imagen, y como la corriente no puede destruir la roca, terminamos anhelando el peñasco que aja nuestro movimiento y permanece inmutable.
Naturalmente, ella desde el primer día que nos tratamos, me hizo experimentar con su frialdad sonriente el peso de su autoridad. Sin poder concretar en qué consistía el dominio que ejercía sobre mí, éste se traducía como la presión de una atmósfera sobre mi pasión. Frente a ella me sentía ridículo, inferior sin saber precisar en qué podía consistir cualquiera de ambas cosas. De más está decir que nunca me atreví a besarla, porque se me ocurría que ella podía considerar un ultraje mi caricia. Eso sí, me era más fácil imaginármela entregada a las caricias de otro, aunque ahora se me ocurre que esa imaginación pervertida era la consecuencia de mi conducta imbécil para con ella. En tanto, mediante esas curiosas transmutaciones que obra a veces la alquimia de las pasiones, comencé a odiarla rabiosamente a la madre, responsabilizándola también, ignoro por qué, de aquella situación absurda en que me encontraba. Si yo estaba de novio en aquella casa debíase a las arterias de la maldita vieja, y llegó a producirse en poco tiempo una de las situaciones más raras de que haya oído hablar, pues me retenía en la casa, junto a mi novia, no el amor a ella, sino el odio al alma taciturna y violenta que envasaba la madre silenciosa, pesando a todas horas cuántas probabilidades existían en el presente de que me casara o no con su hija. Ahora estaba aferrado al semblante de la madre como a una mala injuria inolvidable o a una humillación atroz. Me olvidaba de la muchacha que estaba a mi lado para entretenerme en estudiar el rostro de la anciana, abotagado por el relajamiento de la red muscular, terroso, inmóvil por momentos como si estuviera tallado en plata sucia, y con ojos negros, vivos e insolentes.
Las mejillas estaban surcadas por gruesas arrugas amarillas, y cuando aquel rostro estaba inmóvil y grave, con los ojos desviados de los míos, por ejemplo, detenidos en el plafón de la sala, emanaba de esa figura envuelta en ropas negras tal implacable voluntad, que el tono de la voz, enérgico y recio, lo que hacía era sólo afirmarla.
Yo tuve la sensación, en un momento dado, que esa mujer me aborrecía, porque la intimidad, a la cual ella “involuntariamente” me había arrastrado, no aseguraba en su interior las ilusiones que un día se había hecho respecto a mí. Y a medida que el odio crecía, y lanzaba en su interior furiosas voces, la señora X era más amable conmigo, se interesaba por mi salud, siempre precaria, tenía conmigo esas atenciones que las mujeres que han sido un poco sensuales gastan con sus hijos varones, y como una monstruosa araña iba tejiendo en redor de mi responsabilidad una fina tela de obligaciones. Sólo sus ojos negros e insolentes me espiaban de continuo, revisándome el alma y sopesando mis intenciones. A veces, cuando la incertidumbre se le hacía insoportable, estallaba casi en estas indirectas:
-Las amigas no hacen sino preguntarme cuándo se casan ustedes, y yo ¿qué les voy a contestar? Que pronto.-O si no:- Sería conveniente, no le parece a usted, que la “nena” fuera preparando su ajuar.
Cuando la señora X pronunciaba estas palabras, me miraba fijamente para descubrir si en un parpadeo o en un involuntario temblor de un nervio facial se revelaba mi intención de no cumplir con el compromiso, al cual ella me había arrastrado con su conducta habilísima. Aunque tenía la seguridad de que le daría una sorpresa desagradable, fingía estar segura de mi “decencia de caballero”, mas el esfuerzo que tenía que efectuar para revestirse de esa apariencia de tranquilidad, ponía en el timbre de su voz una violencia meliflua, violencia que imprimía a las palabras una velocidad de cuchicheo, como quien os confía apuradamente un secreto, acompañando la voz con una inclinación de cabeza sobre el hombro derecho, mientras que la lengua humedecía los labios resecos por ese instinto animal que la impulsaba a desear matarme o hacerme víctima de una venganza atroz.
Además de voluntariosa, carecía de escrúpulos, pues fingía articular con mis ideas, que le eran odiosas en el más amplio sentido de la palabra. Y aunque aparentemente resulte ridículo que dos personas se odien en la divergencia de un pensamiento, no lo es, porque en el subconsciente de cada hombre y de cada mujer donde se almacena el rencor, cuando no es posible otro escape, el odio se descarga como por una válvula psíquica en la oposición de las ideas. Por ejemplo, ella, que odiaba a los bolcheviques, me escuchaba deferentemente cuando yo hablaba de las rencillas de Trotsky y Stalin, y hasta llegó al extremo de fingir interesarse por Lenin, ella, ella que se entusiasmaba ardientemente con los más groseros figurones de nuestra política conservadora. Acomodaticia y flexible, su aprobación a mis ideas era una injuria, me sentía empequeñecido y denigrado frente a una mujer que si yo hubiera afirmado que el día era noche, me contestara:
-Efectivamente, no me fijé que el sol hace rato que se ha puesto.
Sintetizando, ella deseaba que me casara de una vez. Luego se encargaría de darme con las puertas en las narices y de resarcirse de todas las dudas en que la había mantenido sumergida mi noviazgo eterno.
En tanto la malla de la red se iba ajustando cada vez más a mi organismo. Me sentía amarrado por invisibles cordeles. Día tras día la señora X agregaba un nudo más a su tejido, y mi tristeza crecía como si ante mis ojos estuvieran serruchando las tablas del ataúd que me iban a sumergir en la nada. Sabía que en la casa, lo poco bueno que persistía en mí iba a naufragar si yo aceptaba la situación que traía aparejada el compromiso. Ellas, la madre y la hija, me atraían a sus preocupaciones mezquinas, a su vida sórdida, sin ideales, una existencia gris, la verdadera noria de nuestro lenguaje popular, en el que la personalidad a medida que pasan los días se va desintegrando bajo el peso de las obligaciones económicas, que tienen la virtud de convertirlo a un hombre en uno de esos autómatas con cuello postizo, a quienes la mujer y la suegra retan a cada instante porque no trajo más dinero o no llegó a la hora establecida. Hace mucho tiempo que he comprendido que no he nacido para semejante esclavitud. Admito que es más probable que mi destino me lleve a dormir junto a los rieles de un ferrocarril, en medio del campo verde, que a acarretillar un cochecito con toldo de hule, donde duerme un muñeco que al decir de la gente “debe enorgullecerme de ser padre”.
Yo no he podido concebir jamás ese orgullo, y sí experimento un sentimiento de verguenza y de lástima cuando un buen señor se entusiasma frente a mí con el pretexto de que su esposa lo ha hecho “padre de familia”. Hasta muchas veces me he dicho que esa gente que así procede son simuladores de alegría o unos perfectos estúpidos. Porque en vez de felicitarnos del nacimiento de una criatura debíamos llorar de haber provocado la aparición en este mundo de un mísero y débil cuerpo humano, que a través de los años sufrirá incontables horas de dolor y escasísimos minutos de alegría.
Y mientras la “deliciosa criatura” con la cabeza tiesa junto a mi hombro soñaba con un futuro sonrosado, yo, con los ojos perdidos en la triangular verdura de un ciprés cercano, pensaba con qué hoja cortante desgarrar la tela de la red, cuyas células a medida que crecía se hacían más pequeñas y densas. Sin embargo, no encontraba un filo lo suficientemente agudo para desgarrar definitivamente la malla, hasta que conocí al corcovado.
En esas circunstancias se me ocurrió la “idea” -idea que fue pequeñita al principio como la raíz de una hierba, pero que en el transcurso de los días se bifurcó en mi cerebro, dilatándose, afianzando sus fibromas entre las células más remotas- y aunque no se me ocultaba que era ésa una “idea” extraña, fui familiarizándome con su contextura, de modo que a los pocos días ya estaba acostumbrado a ella y no faltaba sino llevarla a la práctica. Esa idea, semidiabólica por su naturaleza, consistía en conducir a la casa de mi novia al insolente jorobadito, previo acuerdo con él, y promover un escándalo singular, de consecuencias irreparables. Buscando un motivo mediante el cual podría provocar una ruptura, reparé en una ofensa que podría inferirle a mi novia, sumamente curiosa, la cual consistía:
Bajo la apariencia de una conmiseración elevada a su más pura violencia y expresión, el primer beso que ella aún no me había dado a mí, tendría que dárselo al repugnante corcovado que jamás había sido amado, que jamás conoció la piedad angélica ni la belleza terrestre.
Familiarizado, como les cuento, con mi “idea”, si a algo tan magnífico se puede llamar idea, me dirigí al café en busca de Rigoletto.
Después que se hubo sentado a mi lado, le dije:
-Querido amigo: muchas veces he pensado que ninguna mujer lo ha besado ni lo besará. ¡No me interrumpa! Yo la quiero mucho a mi novia, pero dudo que me corresponda de corazón. Y tanto la quiero que para que se dé cuenta de mi cariño le diré que nunca la he besado. Ahora bien: yo quiero que ella me dé una prueba de su amor hacia mí… y esa prueba consistirá en que lo bese a usted. ¿Está conforme?
Respingó el corcovado en su silla; luego con tono enfático me replicó:
-¿Y quién me indemniza a mí, caballero, del mal rato que voy a pasar?
-¿Cómo, mal rato?
-¡Naturalmente! ¿O usted se cree que yo puedo prestarme por ser jorobado a farsas tan innobles? Usted me va a llevar a la casa de su novia y como quien presenta un monstruo, le dirá: “Querida, te presento al dromedario”.
-¡Yo no la tuteo a mi novia!
-Para el caso es lo mismo. Y yo en tanto, ¿qué voy a quedarme haciendo, caballero? ¿Abriendo la boca como un imbécil, mientras disputan sus tonterías? ¡No, señor; muchas gracias! Gracias por su buena intención, como le decía la liebre al cazador. Además, que usted me dijo que nunca la había besado a su novia.
-Y eso, ¿qué tiene que ver?
-¡Claro! ¿Usted sabe acaso si a mí me gusta que me besen? Puede no gustarme. Y si no me gusta, ¿por qué usted quiere obligarme? ¿O es que usted se cree que porque soy corcovado no tengo sentimientos humanos?
La resistencia de Rigoletto me enardeció. Violentamente, le dije:
-Pero ¿no se da cuenta de que es usted, con su joroba y figura desgraciadas, el que me sugirió este admirable proyecto? ¡Piense, infeliz! Si mi novia consiente, le quedará a usted un recuerdo espléndido. Podrá decir por todas partes que ha conocido a la criatura más adorable de la tierra. ¿No se da cuenta? Su primer beso habrá sido para usted.
-¿Y quién le dice a usted que ése sea el primer beso que haya dado?
Durante un instante me quedé inmóvil; luego, obcecado por ese frenesí que violentaba toda mi vida hacia la ejecución de la “idea”, le respondí:
-Y a vos, Rigoletto, ¿qué se te importa?
-¡No me llame Rigoletto! Yo no le he dado tanta confianza para que me ponga sobrenombres.
-Pero ¿sabés que sos el contrahecho más insolente que he conocido?
Amainó el jorobadito y ya dijo:
-¿Y si me ultrajara de palabra o de hecho?
-¡No seas ridículo, Rigoletto! ¿Quién te va a ultrajar? ¡Si vos sos un bufón! ¿No te das cuenta? ¡Sos un bufón y un parásito! ¿Para qué hacés entonces la comedia de la dignidad?
-¡Rotundamente protesto, caballero!
-Protestá todo lo que quieras, pero escucháme. Sos un desvergonzado parásito. Creo que me expreso con suficiente claridad ¿no? Les chupás la sangre a todos los clientes del café que tienen la imprudencia de escuchar tus melifluas palabras. Indudablemente no se encuentra en todo Buenos Aires un cínico de tu estampa y calibre. ¿Con qué derecho, entonces, pretendés que te indemnicen si a vos te indemniza mi tontería de llevarte a una casa donde no sos digno de barrer el zaguán? ¡Qué más indemnización querés que el beso que ella, santamente, te dará, insensible a tu cara, el mapa de la desverguenza!
-¡No me ultraje!
-Bueno, Rigoletto, ¿aceptás o no aceptás?
-¿Y si ella se niega a dármelo o quedo desairado?…
-Te daré veinte pesos.
-¿Y cuándo vamos a ir?
-Mañana. Cortáte el pelo, limpiáte las uñas…
-Bueno…, présteme cinco pesos…
-Tomá diez.
A las nueve de la noche salí con Rigoletto en dirección a la casa de mi novia. El giboso se había perfumado endiabladamente y estrenaba una corbata plastrón de color violeta.
La noche se presentaba sombría con sus ráfagas de viento encallejonadas en las bocacalles, y en el confín, tristemente iluminado por oscilantes lunas eléctricas, se veían deslizarse vertiginosas cordilleras de nubes. Yo estaba malhumorado, triste. Tan apresuradamente caminaba que el cojo casi corría tras de mí, y a momentos tomándome del borde del saco, me decía con tono lastimero:
-¡Pero usted quiere reventarme! ¿Qué le pasa a usted?
Y de tal manera crecía mi enfurecimiento que de no necesitarlo a Rigoletto lo hubiera arrojado de un puntapié al medio de la calzada.
¡Y cómo soplaba el viento! No se veía alma viviente por las calles, y una claridad espectral caída del segundo cielo que contenían las combadas nubes, hacía más nítidos los contornos de las fachadas y sus cresterías funerarias. No había quedado un trozo de papel por los suelos. Parecía que la ciudad había sido borrada por una tropa de espectros. Y a pesar de encontrarme en ella, creía estar perdido en un bosque.
El viento doblaba violentamente la copa de los árboles, pero el maldito corcovado me perseguía en mi carrera, como si no quisiera perderme, semejante a mi genio malo, semejante a lo malvado de mí mismo que para concretarse se hubiera revestido con la figura abominable del giboso.
Y yo estaba triste. Enormemente triste, como no se lo imaginan ustedes. Comprendía que le iba a inferir un atroz ultraje a la fría calculadora; comprendía que ese acto me separaría para siempre de ella, lo cual no obstaba para que me dijera a medida que cruzaba las aceras desiertas:
-Si Rigoletto fuera mi hermano, no hubiera procedido lo mismo.
Y comprendía que sí, que si Rigoletto hubiera sido mi hermano, yo toda la vida lo hubiera compadecido con angustia enorme. Por su aislamiento, por su falta de amor que le hiciera tolerable los días colmados por los ultrajes de todas las miradas. Y me añadía que la mujer que me hubiera querido debía primero haberlo amado a él. De pronto me detuve ante un zaguán iluminado:
-Aquí es.
Mi corazón latía fuertemente. Rigoletto atiesó el pescuezo y, empinado sobre la punta de sus pies, al tiempo que se arreglaba el moño de la corbata, me dijo:
-¡Acuérdese! ¡Usted es el único culpable! ¡Que el pecado…!
Fina y alta, apareció mi novia en la sala dorada.
Aunque sonreía, su mirada me escudriñaba con la misma serenidad con que me examinó la primera vez cuando le dije: “¿me permite una palabra, señorita?”, y esta contradicción entre la sonrisa de su carne (pues es la carne la que hace ese movimiento delicioso que llamamos sonrisa) y la fría expectativa de su inteligencia discerniéndome mediante los ojos, era la que siempre me causaba la extraña impresión.
Avanzó cordialmente a mi encuentro, pero al descubrir al contrahecho, se detuvo asombrada, interrogándonos a los dos con la mirada.
-Elsa, le voy a presentar a mi amigo Rigoletto.
-¡No me ultraje, caballero! ¡Usted bien sabe que no me llamo Rigoletto!
-¡A ver si te callás!
Elsa detuvo la sonrisa. Mirábame seriamente, como si yo estuviera en trance de convertirme en un desconocido para ella. Señalándole una butaca dorada le dije al contrahecho:
-Sentáte allí y no te muevas.
Quedóse el giboso con los pies a dos cuartas del suelo y el sombrero de paja sobre las rodillas y con su carota atezada parecía un ridículo ídolo chino. Elsa contemplaba estupefacta al absurdo personaje.
Me sentí súbitamente calmado.
-Elsa -le dije-, Elsa, yo dudo de su amor. No se preocupe por ese repugnante canalla que nos escucha. Óigame: yo dudo… no sé por qué…, pero dudo de que usted me quiera. Es triste eso…, créalo… Demuéstreme, deme una prueba de que me quiere, y seré toda la vida su esclavo.
Naturalmente, yo no estaba seguro de lo que quería expresar “toda la vida”, pero tanto me agradó la frase que insistí:
-Sí, su esclavo para toda la vida. No crea que he bebido. Sienta el olor de mi aliento.
Elsa retrocedió a medida que yo me acercaba a ella, y en ese momento, ¿saben ustedes lo que se le ocurre al maldito cojo? Pues: tocar una marcha militar con el nudillo de sus dedos en la copa del sombrero.
Me volví al cojo y después de conminarle silencio, me expliqué:
-Vea, Elsa, y la única prueba de amor es que le dé un beso a Rigoletto.
Los ojos de la doncella se llenaron de una claridad sombría. Caviló un instante; luego, sin cólera en la voz, me dijo muy lentamente:
-¡Retírese!
-¡Pero!…
-¡Retírese, por favor…; váyase!…
Yo me inclino a creer que el asunto hubiera tenido compostura, créanlo…, pero aquí ocurrió algo curioso, y es que Rigoletto, que hasta entonces había guardado silencio, se levantó exclamando:
-¡No le permito esa insolencia, señorita…, no le permito que lo trate así a mi noble amigo! Usted no tiene corazón para la desgracia ajena. ¡Corazón de peñasco, es indigna de ser la novia de mi amigo!
Más tarde mucha gente creyó que lo que ocurrió fue una comedia preparada. Y la prueba de que yo ignoraba lo que iba a ocurrir, es que al escuchar los despropósitos del contrahecho me desplomé en un sofá riéndome a gritos, mientras que el giboso, con el semblante congestionado, tieso en el centro de la sala, con su bracito extendido, vociferaba:
-¡Por qué usted le dijo a mi amigo que un beso no se pide…, se da! ¿Son conversaciones esas adecuadas para una que presume de señorita como usted? ¿No le da a usted verguenza?
Descompuesto de risa, sólo atiné a decir:
-¡Calláte, Rigoletto; calláte!…
El corcovado se volvió enfático:
-¡Permítame, caballero…; no necesito que me dé lecciones de urbanidad!
Y volviéndose a Elsa, que roja de vergüenza había retrocedido hasta la puerta de la sala, le dijo:
-¡Señorita… la conmino a que me dé un beso!
El límite de resistencia de las personas es variable. Elsa huyó arrojando grandes gritos y en menos tiempo del que podía esperarse aparecieron en la sala su padre y su madre, la última con una servilleta en la mano. ¿Ustedes creen que el cojo se amilanó? Nada de eso. Colocado en medio de la sala, gritó estentóreamente:
-¡Ustedes no tienen nada que hacer aquí! ¡Yo he venido en cumplimiento de una alta misión filantrópica!… ¡No se acerquen!
Y antes de que ellos tuvieran tiempo de avanzar para arrojarlo por la ventana, el corcovado desenfundó un revólver, encañonándolos.
Se espantaron porque creyeron que estaba loco, y cuando los vi así inmovilizados por el miedo, quedéme a la expectativa, como quien no tuviera nada que hacer en tal asunto, pues ahora la insolencia de Rigoletto parecíame de lo más extraordinaria y pintoresca.
Éste, dándose cuenta del efecto causado, se envalentonó:
-¡Yo he venido a cumplir una alta misión filantrópica! Y es necesario que Elsa me dé un beso para que yo le perdone a la humanidad mi corcova. A cuenta del beso, sírvanme un té con coñac. ¡Es una vergüenza cómo ustedes atienden a las visitas! ¡No tuerza la nariz, señora, que para eso me he perfumado! ¡Y tráigame el té!
¡Ah, inefable Rigoletto! Dicen que estoy loco, pero jamás un cuerdo se ha reído con tus insolencias como yo, que no estaba en mis cabales.
-Lo haré meter preso…
-Usted ignora las más elementales reglas de cortesía -insistía el corcovado-. Ustedes están obligados a atenderme como a un caballero. El hecho de ser jorobado no los autoriza a despreciarme. Yo he venido para cumplir una alta misión filantrópica. La novia de mi amigo está obligada a darme un beso. Y no lo rechazo. Lo acepto. Comprendo que debo aceptarlo como una reparación que me debe la sociedad, y no me niego a recibirlo.
Indudablemente… si allí había un loco, era Rigoletto, no les quede la menor duda, señores. Continuó él:
-Caballero… yo soy…
Un vigilante tras otro entraron en la sala. No recuerdo nada más. Dicen los periódicos que me desvanecí al verlos entrar. Es posible.
¿Y ahora se dan cuenta por qué el hijo del diablo, el maldito jorobado, castigaba a la marrana todas las tardes y por qué yo he terminado estrangulándole?

Roberto Arlt, El jorobadito.

Roberto Arlt

Philip Roth, El defensor de la fe

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El defensor de la fe.
En mayo de 1945, transcurridas sólo unas semanas desde la finalización de la guerra en Europa, me reexpidieron a Estados Unidos, donde pasé el resto de la guerra integrado en una compañía de instrucción militar, en Camp Crowder, Misuri. Junto con el resto del Noveno Ejército, había cruzado Alemania tan deprisa, a finales de invierno y durante la primavera, que cuando subí al avión no podía creer que nuestro punto de destino estuviera situado en el oeste. Mi mente me indicaba otra cosa, pero cierta inercia del espíritu me decía que íbamos a despegar hacia algún nuevo frente, donde, tras desembarcar, seguiríamos con nuestro empuje hacia el este: siempre hacia el este, hasta dar la vuelta al mundo, pasando por pueblos en cuyas calles tortuosas y empedradas el enemigo estaría mirándonos mientras tomábamos posesión de lo que hasta ese momento consideraba suyo. Había cambiado lo suficiente, en dos años, como para que no me hicieran efecto los temblores de los ancianos, los llantos de los muy jóvenes, la incertidumbre y el miedo en los ojos de quienes antes fueron altivos. Había tenido la suerte de que el corazón se me volviera militar, de esos que son como los pies, que al principio duelen y se hinchan, pero al final les crecen las suficientes durezas como para que el soldado pueda transitar por los más raros caminos sin experimentar el menor sentimiento.
En Camp Crowder estuve a las órdenes del capitán Paul Barrett. El día en que me presenté, salió de su despacho para estrecharme la mano. Era de baja estatura, bronco, de temperamento exaltado y —tanto al descubierto como bajo techado— siempre llevaba el casco muy pulido, y con el recubrimiento interior bajado hasta los pequeños ojos. En Europa había conseguido un ascenso por méritos de guerra y una herida grave en el pecho, y sólo hacía unos meses que lo habían enviado de vuelta a Estados Unidos. Se dirigió a mí con llaneza, y, a última hora de la tarde, cuando formaron las compañías, me presentó a la tropa:
—Caballeros —dijo—, el sargento Thurston, como bien saben, ya no forma parte de esta compañía. El sargento Nathan Marx, aquí presente, ocupará su puesto. Es un veterano de los frentes europeos y, por consiguiente, espera encontrar aquí una compañía de soldados, no una compañía de muchachitos.
Aquella noche me quedé hasta muy tarde en oficinas, tratando, sin mucho entusiasmo, de resolver el enigma de los turnos de guardia, los impresos de personal y los informes matutinos. El encargado de oficinas dormía con la boca abierta en un colchón extendido en el suelo. Un recluta leía las órdenes del día siguiente, que estaban puestas en un tablón, nada más pasar la puerta mosquitera. Era una noche cálida, y de los cuarteles me llegaba la música bailable de las emisoras de radio. El recluta, que llevaba un rato mirándome cuando creía que no me daba cuenta, acabó por acercárseme.
—Oiga, mi sargento, ¿hay guateque de reclutas mañana por la noche? —me preguntó.
Un guateque de reclutas consiste en limpiar los cuarteles.
—¿Los tenéis habitualmente los viernes por la noche? —le pregunté.
—Sí —dijo él; y luego añadió, misteriosamente—: Ahí está la cosa.
—Pues entonces sí, habrá guateque de reclutas.
Se dio media vuelta, y oí que murmuraba algo. Le temblaban los hombros, y me pregunté si estaría llorando.
—¿Cómo te llamas, soldado? —le pregunté.
Se volvió, sin llorar para nada. Al contrario: sus ojos salpicados de verde, alargados y estrechos, destellaban como peces al sol. Se acercó a mí y se sentó en el borde de mi mesa. Me tendió la mano:
—Sheldon —dijo.
—Estate de pie, Sheldon.
Apartándose de la mesa, completó:
—Sheldon Grossbart.
Sonrió, como disculpándose por la familiaridad que me había impuesto.
—¿Tienes algo en contra de limpiar los cuarteles el viernes por la noche, Grossbart? —le dije. A lo mejor es que no deberíamos celebrar guateques para reclutas. Sería mejor que contratáramos una doncella.
Mi tono me sorprendió. Sonaba exactamente igual que cualquiera de los sargentos mayores con quienes había tratado en mi vida.
—No, mi sargento.
Se puso serio, pero con una seriedad que más bien parecía una sonrisa contenida.
—Es sólo que… Ir a organizar los guateques de reclutas precisamente los viernes por la noche…
Volvió a situarse contra la esquina de la mesa, sin acabar de sentarse ni de estar de pie. Me miró con esos ojos que tenía, llenos de manchitas y destellantes, y luego hizo un gesto con la mano. Fue muy leve —no pasó de un movimiento de muñeca, hacia atrás y hacia delante, pero bastó para excluir de nuestros asuntos todo el resto del cuarto de oficinas, para convertirnos a ambos en el centro del mundo. De hecho, parecía excluir también todo lo que nos concernía, menos el corazón.
—El sargento Thurston era una cosa —susurró, echando una ojeada al encargado de oficinas—, pero todos pensábamos que con usted aquí todo cambiaría un poco.
—¿Quiénes sois todos?
—Los judíos de aquí.
—¿Por qué? —le pregunté, con aspereza. ¿Qué habéis pensado?
Aún me duraba lo de «Sheldon», o por cualquier otra cosa, no tuve tiempo de planteármelo, pero, desde luego, estaba irritado.
—Todos pensamos que usted… Pues eso, Marx, como Karl Marx. Como los hermanos Marx. M-a-r-x. Qué tíos más grandes. ¿Es así como se escribe su apellido, mi sargento?
—M-a-r-x.
—Fishbein dijo que…
Se detuvo.
—Lo que quiero decir, sargento…
Se le pusieron rojos el cuello y la cara, y se le movía la boca, pero de ella no salían palabras. Al momento se puso firmes, mirándome desde lo alto de su estatura. Era como si de pronto hubiera llegado a la conclusión de que no podía esperar de mí más simpatía que de Thurston, y ello porque yo pertenecía a la fe de Thurston, no a la suya. El joven se las había apañado para equivocarse en lo tocante a mi verdadera fe, pero no me sentí con ánimo para sacarlo del error. Muy sencillamente dicho: el tipo no me caía bien.
Dado que yo me limitaba a devolverle la mirada, acabó hablando, en otro tono:
—Mire, mi sargento —me explicó—: los viernes por la noche, los judíos se supone que tenemos que asistir a los oficios religiosos.
—¿Os dijo el sargento Thurston que no podíais asistir a los oficios religiosos cuando tocaba guateque de reclutas?
—No.
—¿Os dijo que teníais que quedaros a fregar los suelos?
—No, mi sargento.
—¿Os dijo el capitán que teníais que quedaros a fregar los suelos?
—No es eso, mi sargento. Son los demás compañeros del cuartel —se inclinó hacia mí. Piensan que nos escaqueamos. Y no nos escaqueamos. El viernes por la noche es cuando los judíos asistimos a los oficios religiosos. Estamos obligados.
—Pues asistid.
—Pero es que los compañeros nos lo echan en cara. No hay derecho.
—Eso no es problema del Ejército, Grossbart. Es un asunto personal que tendréis que solucionar por vuestros propios medios.
—Pero es injusto.
Me puse en pie para marcharme.
—No hay nada que yo pueda hacer al respecto —dije.
Grossbart se puso tenso y permaneció delante de mí.
—Pero es que se trata de una cuestión religiosa, señor.
—Sargento —dije yo.
—Eso quise decir, mi sargento —dijo, casi gruñendo.
—Mira, más vale que habléis con el capellán. Si queréis ver al capitán Barrett, yo hablo con él.
—No, no. No quiero líos, mi sargento. Eso es lo primero que te recriminan. Sólo quiero lo que me corresponde por derecho.
—Maldita sea, Grossbart, deja ya de llorar. Ya tienes lo que te corresponde por derecho. Puedes quedarte a fregar los suelos o puedes ir a la shul…[en el original, en yiddish: sinagoga].
Se le caldeó de nuevo la sonrisa. Le brillaba la saliva en las comisuras de la boca.
—Querrá usted decir iglesia, mi sargento.
—¡Quiero decir shul, Grossbart!
Pasé a su lado y salí. No lejos, oí el crujido de las botas de un centinela sobre la gravilla. Por las ventanas de los cuarteles, a la luz eléctrica, se veían chicos en camiseta y pantalones de faena, sentados en sus catres, limpiando los fusiles. De pronto, oí un ligero ruido a mis espaldas. Me di la vuelta y vi la oscura silueta de Grossbart corriendo hacia los cuarteles, a decirles a sus amigos judíos que tenían razón, que yo era de los suyos, tanto como Harpo, tanto como Karl.
A la mañana siguiente, charlando con el capitán Barrett, le referí el incidente de la noche anterior. Por el modo de contárselo, el capitán debió de entender que lo que yo hacía no era exponerle la postura de Grossbart, sino defenderla.
—Marx, soy capaz de pelear con un negro al lado, si el hombre me ha demostrado su valor. Me enorgullezco de poseer una mentalidad muy abierta —dijo, mirando por la ventana—. De manera que aquí nadie es objeto de trato especial, sargento, ni para lo bueno ni para lo malo. Lo único que hay que hacer es demostrar lo que se vale. Si un soldado destaca en los ejercicios de tiro, le doy un permiso de fin de semana. Si destaca en los ejercicios físicos, permiso de fin de semana. Porque se lo ha ganado.
Apartó los ojos de la ventana y me señaló con el dedo.
—Usted es judío, Marx, ¿no es así?
—Sí, señor.
—Y yo lo admiro. Lo admiro por las condecoraciones que lleva en ese pasador del pecho. Yo juzgo a los hombres por lo que hacen en el campo de batalla, sargento. Por lo que tiene aquí —dijo, y luego, en contra de lo que yo había supuesto, es decir que se pondría la mano en el corazón, se señaló con el dedo pulgar los botones que hacían lo posible por mantenerle la tripa dentro de la camisa. Redaños —dijo.
—Muy bien, señor. Sólo quería ponerlo a usted al corriente de lo que dice la tropa.
—Señor Marx, va usted a envejecer antes de tiempo si se preocupa tanto de lo que dice la tropa. Deje eso en manos del capellán. Es cosa suya, no nuestra. Nosotros, lo que tenemos que hacer es enseñarles a esos chicos a disparar como es debido. Si los judíos piensan que los demás los acusan de dar gato por liebre… Pues qué quiere que le diga, no lo sé. Me parece un cachondeo que así, de pronto, el Señor se haya puesto a darle voces en el oído al soldado Grossbart y al hombre no le quede más remedio que marcharse corriendo a la iglesia.
—A la sinagoga —dije yo.
—Sinagoga es lo que hay que decir, sargento. Me lo apuntaré en un papelito, para no olvidarme la próxima vez. Gracias por tenerme al corriente.
Aquella tarde, cuando faltaban unos minutos para que la compañía formara delante de las oficinas, para el rancho, di orden de que se me presentara el cabo Robert LaHill. LaHill era un muchacho robusto, de piel atezada, cuyo pelo ensortijado tendía a asomar por todas partes. Tenía un brillo en los ojos que lo hacía a uno pensar en cavernas y dinosaurios.
—LaHill —le dije—, cuando estén formados, recuérdales a todos que pueden asistir a los oficios religiosos cuando se celebren, siempre que informen en oficinas antes de salir del cuartel.
LaHill se rascó la muñeca, pero no transmitió la impresión de haber oído o comprendido nada.
—LaHill —le dije—: iglesia. ¿Te acuerdas? Iglesia, curas, misa, confesión.
Torció un labio hasta darle forma de sonrisa; lo tomé como señal de que, por un momento, se había reincorporado a la raza humana.
—Los judíos que quieran asistir a los oficios esta noche deben presentarse en oficinas a las 19:00, después de romper filas —dije; luego, como si se me acabara de ocurrir, añadí—: Por orden del capitán Barrett.
Un poco más tarde, mientras la última luz del día —la más suave que ese año había visto— empezaba a caer sobre Camp Crowder, me llegó por la ventana la espesa y monocorde voz de LaHill:
—Oído al parche, tropa: que de parte del jefe que hoy a las 19:00, después de romper filas, que los judíos pasen por oficinas, si quieren asistir a la misa judía.
A las siete en punto, miré por la ventana del cuartel de oficinas y vi en el rectángulo polvoriento a tres soldados con el uniforme de paseo. Miraban sus relojes y se removían, inquietos, sin dejar de decirse cosas en voz baja. Estaba oscureciendo, y, solos como estaban en la explanada desierta, se los veía muy pequeñitos. Cuando abrí la puerta, me llegaron de los cercanos cuarteles los ruidos del guateque para reclutas: catres chocando con las paredes, grifos llenando cubos, escobones barriendo el suelo de madera, trapos quitando el polvo para la revista del sábado. Grandes gurruños de trapos frotaban en redondo los cristales de las ventanas. Nada más salir, nada más poner el pie en el suelo, creí oír que Grossbart ordenaba a los demás «¡Firmes!». Aunque también puede ser que al verlos ponerse firmes imaginara yo la orden.
Grossbart dio un paso al frente.
—¡Gracias, señor! —dijo.
—Sargento, Grossbart —le recordé. Deja el señor para los oficiales. Yo no soy oficial. Llevas tres semanas en el Ejército, ya deberías saberlo.
Volvió hacia fuera las palmas de las manos, como para indicarme que él y yo estábamos más allá de todas las convenciones.
—Gracias, de todos modos —dijo.
—Sí —dijo un chico, detrás de él. Muchas gracias.
Y el tercero musitó «gracias», pero apenas se le movieron los labios, de modo que sólo en eso modificó su posición de firmes.
—¿Por qué? —pregunté.
Grossbart resopló de contento.
—Por el comunicado. Lo que nos ha comunicado el cabo. Ha servido. Ha dejado todo…
—Más claro —el muchacho alto terminó la frase de Grossbart.
Grossbart sonrió.
—Quiere decir oficial, señor. Público —me dijo. Ahora no parecerá que nos estamos escaqueando, quitándonos de en medio cuando llega la hora de dar el callo.
—Fue una orden del capitán Barrett —dije yo.
—Bueeeno, pero usted ha puesto un poquito de su parte —dijo Grossbart. Y nosotros se lo agradecemos.
Luego se volvió hacia sus compañeros.
—Sargento Marx, quiero presentarle a Larry Fishbein.
El alto dio un paso al frente y me tendió la mano. Yo se la estreché.
—¿Es usted de Nueva York? —me preguntó.
—Sí.
—Yo también.
Tenía un rostro cadavérico, que se hundía hacia dentro desde las mejillas a la mandíbula, y cuando sonreía —como hizo ante la comprobación de nuestro paisanaje— enseñaba una boca de dientes estropeados. Pestañeaba con mucha frecuencia, como tratando de evitar las lágrimas.
—¿De qué parte? —me preguntó.
Yo me dirigí a Grossbart:
—Pasan cinco minutos de las siete. ¿A qué hora son los oficios?
—La shul —dijo él, sonriente— empieza dentro de diez minutos. Quiero presentarle a Mickey Halpern. Mickey, te presento a Nathan Marx, nuestro sargento.
El tercer muchacho dio un brinco hacia delante.
—Soldado Michael Halpern. A sus órdenes —saludó.
—El saludo es para los oficiales, Halpern —dije yo.
El chico bajó la mano y, con los nervios, de paso, comprobó si tenía bien abrochados los bolsillos de la camisa.
—¿Me ocupo yo de conducirlos, señor? —preguntó Grossbart. ¿O viene usted con nosotros?
Desde detrás de Grossbart, Fishbein soltó:
—Luego dan un refrigerio. Las del cuerpo auxiliar femenino de San Luis, según nos dijo el rabino la semana pasada.
—El capellán —musitó Halpern.
—Nos encantaría que viniese con nosotros —dijo Grossbart.
Para no afrontar su petición, aparté la vista y vi, en las ventanas de los cuarteles, una nube de rostros que nos miraban.
—Marchaos cuanto antes, Grossbart —dije.
—Vale, pues —dijo. Se volvió hacia los demás—: Adelante, paso ligero. ¡Mar!
Emprendieron la marcha, pero a los tres o cuatro metros Grossbart dio media vuelta, corriendo de espaldas, y me dijo:
—Buen shabbus[en el original, en yiddish: Sabbat], señor.
Y a continuación se perdieron los tres en las sombras extranjeras del crepúsculo de Misuri.
Cuando ya habían desaparecido por el campo de instrucción, cuyo verde, ahora, se había vuelto de un azul profundo, seguía oyéndose a Grossbart marcar el paso ligero, y según fue oscureciendo, ello me trajo de pronto un recuerdo profundo —como el sesgo de la luz—, y me vinieron a la memoria los ruidos estridentes de un patio de recreo del Bronx donde, años atrás, junto al Grand Concourse había estado jugando durante largas tardes de primavera parecidas a ésta. Era un recuerdo agradable para un hombre joven que tan lejos se hallaba de la paz y de su casa, y trajo consigo tantos otros fragmentos de memoria, que empecé a ponerme extraordinariamente tierno conmigo mismo. De hecho, me permití una ensoñación tan fuerte, que fue como si una mano se me estuviera metiendo en los adentros, hasta el fondo. ¡Mucho tenía que penetrar para emocionarme! Tenía que dejar atrás aquellos días en los bosques de Bélgica, dejar atrás las muertes que me negué a llorar, dejar atrás las noches en esas casas de campo alemanas en que quemamos los libros para calentarnos, dejar atrás periodos interminables en que me mantuve inaccesible a toda debilidad que pudiera sobrevenirme en el contacto con el prójimo y me las apañé incluso para negarme la postura del conquistador: la fanfarronería en que yo, como judío, bien podía haber incurrido mientras mis botas se abrían paso entre los escombros de Wesel, Münster y Braunschweig.
Pero ahora, bastó un ruido nocturno, un rumor de hogar y tiempo pasado, para que mi memoria se zambullera en todo lo que mantenía anestesiado, para alcanzar lo que de pronto recordé ser yo. De modo que no fue totalmente extraño que, en busca de más yo, me diera por seguir los pasos de Grossbart hasta la Capilla n.° 3, donde se celebraban los oficios judíos.
Me senté en el último banco, que estaba vacío. Dos filas más adelante estaban Grossbart, Fishbein y Halpern, cada uno con un pequeño recipiente blanco en la mano. Cada banco estaba situado a un nivel por encima del anterior, de modo que yo dominaba el recinto entero y veía perfectamente lo que ocurría. Fishbein escanciaba el contenido de su recipiente en el de Grossbart, y era de ver la expresión de gozo que ponía Grossbart mirando el arco de color morado que trazaba el líquido entre la mano de Fishbein y la suya. Bajo la deslumbrante luz amarilla, vi al capellán, en la plataforma delantera, entonando la primera línea de la lectura replicada. Grossbart tenía el libro de oraciones en el regazo, sin abrir, y hacía girar el vino en su copa. Sólo Halpern respondía al canto con sus oraciones. Sujetaba el libro con los cinco dedos de la mano muy separados. Llevaba la gorra calada hasta las cejas, haciéndola, así, adquirir una forma redondeada, parecida a la de una kipá. De cuando en cuando, Grossbart se llevaba la copa a los labios. Fishbein, con su largo rostro amarillento convertido en una especie de bombilla agonizante, miraba a diestra y siniestra, estirando el cuello para ver a los que ocupaban el mismo banco que él, y luego a los de delante, y luego a los de detrás. Al verme a mí, los párpados le tocaron retreta. Le dio un codazo a Grossbart, inclinó la cabeza hacia su amigo, le susurró algo y, luego, cuando le tocó turno de réplica a la congregación, la voz de Grossbart se unió a las demás. Fishbein tenía ahora los ojos puestos en su libro, pero no alcanzaba a mover los labios.
Llegó, finalmente, el momento de beber el vino. El capellán les dedicó una sonrisa mientras Grossbart vaciaba su copa de un solo trago, Halpern saboreaba el vino, meditativo, y Fishbein fingía devoción con una copa vacía.
—Esta noche miro nuestra congregación —dijo el capellán, sonriendo con esta última palabra— y veo muchas caras nuevas, y deseo darles la bienvenida a nuestros oficios vespertinos del viernes, aquí en Camp Crowder. Soy el comandante Leo Ben Ezra, vuestro capellán castrense.
Aun siendo norteamericano, el capellán hablaba con verdadera parsimonia, casi silabeando, como con intención de comunicar, sobre todo, con quienes entre los allí presentes supieran leer los labios.
—Sólo voy a deciros unas palabras antes de pasar a la sala contigua, donde las bondadosas damas del Templo de Sinaí, de San Luis, Misuri, os tienen preparado un agradable piscolabis.
Aplausos y silbidos. Tras una nueva sonrisa momentánea, el capellán alzó las manos, con las palmas hacia fuera y levantando rápidamente los ojos al cielo, como para recordar a la tropa en qué lugar se encontraba y Qué Otro podía hallarse entre los congregados. En el súbito silencio que siguió, me pareció oír que Grossbart cacareaba: «¡Qué limpien el suelo los goyim!». ¿Fueron ésas las palabras? No estaba seguro, pero Fishbein, sonrisueño, le dio con el codo a Halpern. Halpern lo miró con cara de tonto y en seguida volvió a su libro de rezos, que venía manteniéndolo ocupado durante toda la charla del rabino. Una mano tiró del pelo crespo y negro que le asomaba por debajo de la gorra. Sus labios se movieron.
Prosiguió el rabino:
—Es de comida de lo que voy a hablaros un momento. Ya sé, ya sé —entonó, fatigosamente— que en vuestras bocas, las de casi todos, la comida trafe[en el original, en yiddish: cualquier alimento que no sea kósher] sabe a ceniza. Sé que a muchos os dan arcadas, y sé cómo sufren vuestros padres ante la idea de que sus hijos estén comiendo alimentos impuros y que ofenden el paladar. ¿Qué puedo deciros? Lo único que puedo deciros es que cerréis los ojos y os lo traguéis. Comed lo necesario para vuestra supervivencia y tirad lo demás. Ya querría yo seros de más ayuda. Permitidme que os diga, a los que pensáis que todo esfuerzo es inútil, que lo intentéis una y otra vez, pero también que vengáis a verme. Si es tal vuestro grado de repulsión, habrá que buscar ayuda en las instancias más elevadas.
Se inició una ronda de cháchara, que en seguida remitió. A continuación, todos cantaron Ain Kelohainu; a pesar de los años transcurridos, resultó que aún recordaba la letra. Luego, de pronto, una vez concluidos los oficios, Grossbart se me plantó al lado.
—¿Instancias más elevadas? ¿Se refiere al general?
—Bah, Shelly —dijo Fishbein—, es a Dios a quien se refiere.
Se dio un cachete en la cara y se quedó mirando a Halpern.
—¡Todo lo alto que se puede llegar!
—Chist —dijo Grossbart. ¿A usted qué le parece, mi sargento?
—No sé —dije. Mejor le preguntas al capellán.
—Eso voy a hacer. Voy a pedirle cita. Y Mickey también.
Halpern dijo que no con la cabeza.
—No, no, Sheldon…
—Estás en tu derecho, Mickey —dijo Grossbart. No podemos permitir que nos mangoneen.
—No pasa nada —dijo Halpern. A quien le molesta la cosa es a mi madre, no a mí.
Grossbart me miró.
—Anoche vomitó. Por el sofrito de carne picada. Era todo jamón, y sabe Dios qué más.
—Fue por el resfriado. Y ya está —dijo Halpern, tras lo cual hizo que la kipá recuperase su condición de gorra militar.
—¿Y tú, Fishbein? —pregunté yo. ¿Tú también quieres kósher?
El interpelado se ruborizó.
—Un poco. Pero lo dejo estar. Tengo un estómago muy fuerte y, de todas formas, tampoco me atiborro de comida.
Yo me quedé mirándolo, y él alzó la muñeca como en refuerzo de lo que acababa de decir; llevaba la correa del reloj en el último agujero, y me lo hizo ver:
—¿Pero los oficios sí que son importantes para ti? —le pregunté.
Miró a Grossbart.
—Desde luego, señor.
—Sargento.
—Cuando está uno en casa el asunto no tiene tanta importancia —dijo Grossbart, interponiéndose entre nosotros—, pero lejos del hogar, así nos confirmamos en nuestro judaísmo.
—Hay que mantenerse unidos —dijo Fishbein.
Inicié el camino hacia la puerta; Halpern se apartó para dejarme paso.
—Eso es lo que pasó en Alemania —decía Grossbart, en voz lo suficientemente alta como para que yo lo oyera. No permanecieron juntos. Dejaron que los mangonearan.
Di media vuelta.
—Mira, Grossbart: esto es el Ejército, no un campamento de verano.
Él sonrió:
—¿Y?
Halpern trató de escabullirse, pero Grossbart lo agarró del brazo.
—¿Qué edad tienes, Grossbart? —le pregunté yo.
—Diecinueve.
—¿Y tú? —le dije a Fishbein.
—Igual. Hasta somos del mismo mes.
—¿Y aquél? —señalé a Halpern, que había conseguido alcanzar la salida.
—Dieciocho —musitó Grossbart. Pero no sabe ni anudarse el cordón de los zapatos, ni lavarse los dientes solo. Me da mucha pena.
—A mí me da mucha pena de todos nosotros, Grossbart —dije yo—, pero compórtate como un hombre. No te pases.
—¿Pasarme en qué, señor?
—Para empezar, no te pases con lo de «señor» —dije.
Lo dejé ahí plantado. Pasé junto a Halpern, que no me miró. Lo siguiente fue encontrarme en el exterior, pero, a mi espalda, oí a Grossbart decir:
—Eh, Mickey, mi leben, vuelve aquí. ¡Hay refrescos!
¡«Leben»! Lo que me llamaba mi abuela.
Estaba yo en mi puesto trabajando, por la mañana, una semana después, cuando el capitán Barrett me pegó un grito y me ordenó que me presentase en su despacho. Cuando entré, tenía el casco tan encajado, que no conseguí verle los ojos. Estaba hablando por teléfono, y al dirigirse a mí tapó el auricular con la mano:
—¿Quién puñetas es Grossbart?
—Del tercer pelotón, mi capitán —dije yo. Un recluta.
—Y ¿qué es todo esto de la comida? Su madre ha llamado por teléfono a un jodido congresista protestando por la comida.
Destapó el auricular y se subió el casco hasta permitir que le viera las pestañas inferiores.
—Sí, señor —dijo al teléfono. Sí, señor. Sigo aquí, señor. En este mismo momento le estoy preguntando a Marx…
Volvió a cubrir el teléfono y volvió la cabeza hacia mí.
—Piesligeros Harry al aparato —dijo, entre dientes. El congresista llama al general Lyman, que llama al coronel Sousa, que llama al comandante, que me llama a mí. Están muriéndose de ganas de cargarme el muerto. ¿Qué es lo que ocurre? —sacudió el teléfono en el aire. ¿No le doy de comer a la tropa? ¿Qué es todo esto?
—Mire, señor, el tal Grossbart es un tío raro…
Barrett recibió esa noticia con una burlona sonrisa de indulgencia. Probé con otro planteamiento:
—Es un judío muy ortodoxo, mi capitán, y sólo puede comer cierto tipo de alimentos.
—El congresista dice que vomita. Cada vez que come algo, dice su madre, lo devuelve.
—Está acostumbrado a seguir las normas en materia de alimentación, mi capitán.
—Y ¿por qué tiene su mamá que llamar a la Casa Blanca?
—Padres judíos, señor. Tienden a proteger a sus hijos más de lo que usted supone. Quiero decir que los judíos tienen una vida familiar muy fuerte. Cuando el chico se marcha de casa, puede ocurrir que la madre se preocupe muchísimo. Lo más probable es que el chico se lo haya mencionado en una carta, y la madre no lo entendió bien.
—Un buen puñetazo en la boca es lo que le daba yo —dijo el capitán. Tenemos una guerra en marcha, y el tipo exige cubertería de plata.
—No creo que se le pueda echar la culpa al chico, señor. Creo que podemos encarrilar el asunto sólo con preguntarle. Los padres judíos se preocupan…
—Todos los padres se preocupan, por el amor de Dios. Pero no se suben a la parra y empiezan a tirar de todas sus relaciones…
Lo interrumpí, en un tono de voz más elevado y más tenso que antes.
—La vida en familia es muy importante, mi capitán. Pero sí, tiene usted razón, hay momentos en que puede salirse de madre. Es una cosa maravillosa, mi capitán, pero precisamente por ser una relación tan estrecha…
No siguió escuchando mi intento de ofrecer una explicación de la carta que me valiera a mí y le valiese también a Piesligeros Harry. Volvió al teléfono:
—¿Señor? —dijo. Marx, aquí presente, me dice que los judíos tienen tendencia a andar enredando. Según él, podemos resolver el asunto aquí mismo, dentro de la propia unidad… Sí, señor… Volveré a llamarlo, señor, en cuanto me sea posible.
Colgó.
—¿Dónde está la tropa, sargento?
—En el campo de tiro, mi capitán.
Tras atizarse un cacharrazo en el casco, volvió a calárselo hasta los ojos y se arrancó bruscamente de su asiento.
—Vamos a dar un paseo —dijo.
El capitán conducía y yo iba a su lado. Era un caluroso día de primavera y, por debajo de mi inmaculado traje de campaña, era como si las axilas estuviesen derritiéndoseme por el pecho y los costados. Los caminos estaban secos, y cuando llegamos al campo de tiro tenía los dientes llenos de arena, a pesar de haber mantenido la boca cerrada durante todo el trayecto. El capitán echó el freno y me dijo que fuera cagando leches a buscar a Grossbart.
Lo encontré bocabajo, disparando como un loco a un blanco que tenía a ciento cincuenta metros. Tras él, esperando turno, estaban Halpern y Fishbein, este último con un par de gafas de montura de acero que no le había visto antes y que le conferían la apariencia de un viejo buhonero que con gusto le habría vendido a cualquiera no sólo su fusil, sino también todas las cananas de munición que le colgaban del cuerpo. Me mantuve aparte, junto a las cajas de cartuchos, mientras Grossbart terminaba de atomizar los blancos distantes. Fishbein se retrasó un poco para quedar a mi lado.
—Hola, sargento Marx —dijo.
—¿Cómo estás? —respondí yo entre dientes.
—Bien, gracias. Sheldon tiene muy buena puntería.
—No me he fijado.
—Yo no soy tan bueno, pero creo que ya empiezo a cogerle el tranquillo. Mire, mi sargento, no es mi intención hacer preguntas inadecuadas…
El chico se detuvo ahí. Estaba tratando de alcanzar cierto grado de intimidad conmigo, pero el ruido de los disparos lo obligaba a gritar.
—¿De qué se trata? —le pregunté.
Al otro extremo del campo de tiro, vi al capitán Barrett de pie en el jeep, recorriendo la fila con la mirada, buscándonos a Grossbart y a mí.
—Mis padres no paran de preguntarme que adónde vamos —dijo Fishbein. Todo el mundo dice que al Pacífico. A mí me da igual, pero mis padres… Si hubiera modo de tranquilizarlos, seguro que podría concentrarme más en las prácticas de tiro.
—No sé adónde, Fishbein. Lo que tienes que hacer es concentrarte.
—Sheldon dice que usted quizá pueda averiguarlo.
—No sé nada de nada, Fishbein. Tómatelo con calma y que Sheldon no…
—Pero si yo me lo tomo con calma, mi sargento. Es en mi casa…
Grossbart había terminado ya y se sacudía el polvo del uniforme de campaña con una sola mano. Le di una voz:
—¡Grossbart! ¡El capitán quiere verte!
Se acercó a nosotros. Le centelleaban los ojos, resplandecientes.
—Hola —dijo.
—No apuntes con el fusil —le dije.
—No voy a pegarle un tiro, mi sargento —me dedicó una sonrisa tamaño calabaza y apartó el cañón.
—Vete al diablo, Grossbart, esto no es un juego. ¡Sígueme!
Eché a andar por delante de él, con la espantosa sensación de que, en pos de mí, Grossbart iba marcando el paso, con el fusil al hombro, como si fuera mi destacamento unipersonal. Una vez en el jeep, saludó al capitán con el arma.
—Soldado Sheldon Grossbart, a sus órdenes, señor.
—Descanse, Grossman.
El capitán se dejó caer hasta quedar instalado en el asiento del jeep y con el dedo índice hizo señal a Grossbart de que se acercara.
—Bart, señor. Sheldon Grossbart. Todo el mundo se equivoca.
Grossbart me hizo un gesto de complicidad con la cabeza: yo lo comprendía. Aparté la mirada en el preciso momento en que el camión del rancho se detenía en el campo de tiro y desembarcaba a media docena de soldados de cocina, con las camisas arremangadas. El sargento la emprendió a voces con ellos, mientras montaban lo necesario para el rancho.
—Grossbart, tu mamá le ha escrito a un congresista diciéndole que no te damos bien de comer. ¿Lo sabías? —dijo el capitán.
—Fue mi padre, señor. Le comunicó por escrito al senador Franconi, que es nuestro representante, que mi religión me impide comer determinados alimentos.
—¿De qué religión hablamos, Grossbart?
—La judía.
—La judía, señor —le dije yo a Grossbart.
—Perdón, señor. La judía, señor.
—¿De qué has vivido hasta ahora? —le preguntó el capitán. Llevas un mes en el Ejército. Y no me parece a mí que te estés cayendo a pedazos.
—Como porque no me queda más remedio, señor. Pero el sargento Marx puede atestiguar que no como un bocado más de lo necesario para mi supervivencia.
—¿Es así, Marx? —me preguntó Barrett.
—Nunca he visto comer a Grossbart, señor —dije.
—Ya oyó usted lo que nos dijo el rabino —dijo Grossbart. Y yo sigo sus instrucciones.
El capitán me miró.
—¿Y bien, Marx?
—Repito que no sé lo que come o deja de comer, señor.
Grossbart alzó las manos como para suplicarme, y por un momento dio la impresión de que me iba a dar el fusil para que se lo sujetara.
—Pero, mi sargento…
—Mira, Grossbart, limítate a contestar a las preguntas del capitán —le dije tajantemente.
Barrett me sonrió, y me sentó fatal.
—Muy bien, Grossbart —dijo—, ¿qué es lo que quieres? ¿Quieres la blanca? ¿Quieres marcharte?
—No, señor. Sólo quiero que se me permita vivir como judío. Y a los demás también.
—¿Quiénes son los demás?
—Fishbein y Halpern, señor.
—O sea que no os gusta el servicio, ¿verdad?
—Halpern vomita, señor. Lo he visto yo.
—Creí que eras tú el que vomitaba.
—A mí sólo me ha ocurrido una vez, señor. Me comí una salchicha sin darme cuenta de lo que era.
—Vamos a preparar menús, Grossbart. Os pondremos documentales, para que aprendáis a identificar lo que os damos para envenenaros.
Grossbart no respondió. La tropa, en fila de a dos, estaba formada para el rancho. Al final de una de las filas localicé a Fishbein, o más bien sus gafas me localizaron a mí. Me devolvieron un guiño de sol. A su lado estaba Halpern, pasándose un pañuelo caqui por el interior del cuello de la camisa. Avanzaban con la cola, acercándose ya a los pucheros. El sargento de cocina seguía gritándoles a sus muchachos. Por un momento, quedé literalmente aterrorizado ante la idea de que el sargento de cocina fuera a verse involucrado en el problema de Grossbart.
—Marx —dijo el capitán—, tú eres judío, ¿verdad?
Jugué a ser un hombre franco y directo:
—Sí, señor.
—¿Cuánto tiempo llevas en el Ejército? Díselo a este chico.
—Tres años y dos meses.
—Un año en primera línea, Grossbart. Doce putos meses en primera línea por toda Europa. Admiro a este hombre.
El capitán me dio un golpecito en el pecho con el interior de la muñeca.
—¿Le has oído decir ni pío sobre la comida? ¿Le has oído? Quiero una respuesta, Grossbart. Sí o no.
—No, señor.
—Y ¿por qué no? ¿No hemos quedado en que es judío?
—Hay cosas que les importan más a unos judíos que a otros.
Barrett explotó.
—Mira, Grossbart. Marx, aquí presente, es un buen hombre; un puñetero héroe. Cuando tú aún estabas en el instituto, él ya andaba por ahí matando alemanes. ¿Quién hace más por los judíos: tú, devolviendo por un miserable pedacito de salchicha, por un trocito de carne de primera, o Marx, matando a todos esos nazis hijos de puta? Yo, si fuera judío, iría besando por donde pisa este hombre, Grossbart. Es un puñetero héroe, y se come sin rechistar todo lo que le ponemos delante. Y lo que yo quiero saber es por qué tienes tú que venirnos con pegas. ¿Qué es lo que te estás trabajando? ¿La licencia?
—No, señor.
—¡Es como hablar con una pared! Quítemelo de delante, sargento —Barrett se instaló de nuevo en el asiento del conductor. Voy a ver al capellán.
Rugió el motor, el jeep dio media vuelta en un remolino de polvo y, con él, el capitán emprendió el viaje de regreso al campamento.
Grossbart y yo permanecimos un momento codo con codo, mirando cómo se alejaba el jeep. Luego, me miró y me dijo:
—No quiero crear problemas. Eso precisamente es lo primero que nos echan en cara.
Mientras hablaba, observé que tenía unos dientes blancos y rectos, y ello me hizo comprender, de pronto, que Grossbart tenía padres, que de verdad tenía padres —que alguien, alguna vez, lo había llevado al dentista, y que el hijo de ese alguien era Sheldon. Por mucho que hablara y dijese de sus padres, resultaba difícil creer en la existencia del Grossbart niño y heredero, del Grossbart unido a alguien por vínculos de sangre, a un padre, a una madre o, menos que a nadie, a mí. Este descubrimiento me llevó al siguiente:
—¿A qué se dedica tu padre, Grossbart? —le pregunté, cuando echábamos a andar hacia la cola del rancho.
—Es sastre.
—¿Es norteamericano?
—Ahora sí. Tiene un hijo en el Ejército —dijo, en tono de broma.
—¿Y tu madre? —le pregunté.
Me guiñó un ojo.
—Ballabusta[en el original, en yiddish: ama de casa]... Puede decirse que duerme con el trapo del polvo en la mano.
—¿También ella es inmigrante?
—A estas alturas, aún no habla más que yiddish.
—¿Y tu padre, lo mismo?
—Chamulla un poco el inglés. «Lavado», «planchado», «meter pantalones». Hasta ahí llega. Pero son muy buenos conmigo.
—Entonces, Grossbart…
Alargué el brazo e hice que se detuviera. Él se volvió hacia mí, y cuando se encontraron nuestros ojos, los suyos dieron la impresión de estremecerse dentro de las cuencas.
—Entonces, Grossbart, eres tú quien escribió esa carta, ¿verdad?
La felicidad tardó un par de segundos en resplandecer de nuevo en sus ojos.
—Sí.
Siguió caminando, y yo con él.
—Es lo que mi padre habría escrito si hubiera sabido escribir. Pero, eso sí, era su nombre. Él firmó. Incluso echó la carta al correo. Se la mandé desde aquí, para que llevara matasellos de Nueva York.
Yo estaba atónito, y Grossbart se dio cuenta. Con absoluta seriedad, me puso delante el brazo derecho:
—La sangre es la sangre, mi sargento —dijo, pellizcándose la vena azul de la muñeca.
—¿Qué diablos pretendes, Grossbart? —le pregunté. Te he visto comer. ¿Lo sabes? Le he dicho al capitán que no sé lo que comes, pero te he visto devorar el rancho como un auténtico lobo.
—Aquí se trabaja duro, mi sargento. Estamos en periodo de instrucción. Hay que echar leña al horno.
—¿Por qué dices en la carta que te pasas el día vomitando?
—Ahí era a Mickey a quien me refería. Hablaba en su nombre. Él nunca escribiría, y mire que se lo he pedido. En los puros huesos, se habría quedado ya, sin mi ayuda. Mire, mi sargento, he utilizado mi nombre, que es el de mi padre, pero la carta también vale para Mickey y para Fishbein.
—Estás hecho un auténtico mesías, vaya.
Ya estábamos en la cola del rancho.
—Muy bueno, mi sargento —dijo, sonriente. Pero ¿quién sabe? ¿Quién puede decirlo? A lo mejor, resulta que el auténtico mesías es usted. Lo que dice Mickey, que el mesías es una noción colectiva. Mickey fue una temporada a la yesibá [en el original, en yiddish: escuela o academia de estudios rabínicos]. Lo que él dice es que el mesías somos todos a una. Un poquito yo, otro poquito usted. Tendría usted que oír a ese chico hablando, mi sargento, cuando se pone.
—Un poquito yo, otro poquito usted —dije yo. Te encantaría creerlo, ¿verdad, Grossbart? Así te resultaría todo clarísimo.
—No parece que sea algo muy malo de creer, mi sargento. A fin de cuentas, lo único que quiere decir es que todos tenemos que aportar un poco.
Me fui a comer el rancho con los demás suboficiales.
Dos días después vino a aterrizar en mi mesa una carta dirigida al capitán Barrett. Había seguido la cadena de mando: del despacho del congresista Franconi, a quien iba dirigida, al general Lyman, al coronel Sousa, al comandante Lamont y ahora al capitán Barrett. La leí dos veces. Llevaba fecha de 14 de mayo, que era el día en que Barrett habló con Grossbart en el campo de tiro.
Apreciado congresista:
En primer lugar, permítame agradecerle el interés que ha puesto usted en mi hijo, el soldado Sheldon Grossbart. Afortunadamente, pude hablar por teléfono con él, el otro día, y me parece que he podido resolver nuestro problema. Como ya le dije en mi carta anterior, Sheldon es un chico muy religioso, y me costó mucho trabajo convencerlo de que lo más religioso, en este caso —lo que el propio Dios quería que mi hijo hiciese—, era padecer la angustia de la contrición religiosa por el bien de este país y de la humanidad entera. Me costó lo suyo, congresista, pero Sheldon acabó viendo la luz. De hecho, lo que dijo (anoté sus palabras en un papel, para no olvidarlas nunca), lo que dijo fue: «Creo que tienes razón, papá. Son tantos los millones de camaradas judíos que han dado su vida combatiendo, que lo menos que puedo hacer es vivir una temporada con disminuido rigor los preceptos de mi fe, para así acabar cuanto antes con esta guerra y devolver la dignidad y la condición humana a todos los hijos del Señor». Unas palabras, congresista, de las que cualquier padre se sentiría orgulloso.
Por cierto que mi hijo quiso comunicarme —para que yo se lo comunicara a usted— el nombre del militar que tanto contribuyó a que él tomase esta decisión: el SARGENTO NATHAN MARX. El sargento Marx es un veterano del frente a cuyas órdenes está ahora Sheldon. Este hombre ha ayudado a Sheldon a superar los primeros obstáculos que se alzaron ante él al entrar en el Ejército, y, en parte, es responsable de que Sheldon haya cambiado de opinión en lo tocante a los preceptos alimenticios. A Sheldon, me consta, le encantará que el sargento Marx vea reconocida su tarea.
Gracias y buena suerte. Espero ver su nombre en las listas, cuando lleguen las próximas elecciones.
Respetuosamente,
Samuel E. Grossbart
Adjunto a la carta de Grossbart iba un comunicado dirigido al general Marshall Lyman, comandante del puesto, y firmado por el congresista Charles E. Franconi, de la Cámara de Representantes de Estados Unidos. En el comunicado se ponía en conocimiento del general Lyman que el sargento Nathan Marx era motivo de orgullo para el Ejército de Estados Unidos y para el pueblo judío.
¿Por qué se había retractado Grossbart? ¿Creyó haber ido demasiado lejos? ¿Era aquella carta una retirada estratégica, un hábil intento de fortalecer lo que él consideraba su alianza conmigo? ¿O de veras había cambiado de opinión, por acción de un diálogo imaginario entre Grossbart père y Grossbart fils? No lo tenía yo del todo claro, pero la perplejidad sólo me duró unos días, esto es: hasta que me di cuenta de que, fueran cuales fueran sus razones, el hecho era que había decidido desaparecer de mi vida: a partir de entonces, se avendría a ser un recluta más entre los reclutas. Lo vi al pasar lista, pero no pestañeó; en el rancho, pero jamás dio señal de percibir mi presencia. Los domingos se sentaba con los demás reclutas a ver a los suboficiales jugar al softball, conmigo haciendo de lanzador, pero jamás me dirigió una palabra que no fuera indispensable. También Fishbein y Halpern se retiraron —por orden de Grossbart, estoy seguro. Aparentemente, había comprendido que lo más sensato era volver la espalda antes de incurrir en la indignidad del privilegio inmerecido. Nuestro distanciamiento me permitió perdonarle los anteriores contactos e incluso terminar admirándolo por su buen sentido.
Entretanto, liberado de Grossbart, me fui acostumbrando a mi puesto y a mis tareas administrativas. Un día me subí a una báscula y descubrí que ya era un auténtico hombre de retaguardia: había engordado más de tres kilos. Hallé paciencia para pasar de las tres primeras páginas de un libro. Pensaba cada vez más en el futuro, y escribía cartas a chicas que había conocido antes de la guerra. Hubo incluso alguna que me contestó. Escribí a la Universidad de Columbia solicitando el programa de la facultad de Derecho. Seguí al tanto de la guerra del Pacífico, pero ya no era mi guerra. Me pareció que ya se vislumbraba el final, y a veces, por la noche, en sueños, me veía caminando por las calles de Manhattan —Broadway, la Tercera Avenida, la calle 116, donde viví durante los tres años que pasé estudiando en Columbia. Me fui envolviendo en esos sueños y empecé a ser feliz.
Y entonces, un domingo, en ausencia de todo el mundo, estando yo en mi puesto de trabajo, leyendo un Sporting News con más de un mes de retraso, Grossbart volvió a aparecer.
—¿Le gusta a usted el béisbol, mi sargento?
Levanté la cabeza.
—¿Cómo estás?
—Bien —dijo Grossbart. Están haciendo de mí un auténtico soldado.
—¿Qué tal les va a Fishbein y Halpern?
—Van tirando —dijo él. Esta tarde no tenemos instrucción. Se han ido al cine.
—Y ¿cómo es que tú no te has ido con ellos?
—Tenía ganas de pasar a saludarlo a usted.
Sonrió: una sonrisa de chico normal, como si ambos supiéramos muy bien que nuestra amistad se nutría de visitas inesperadas, cumpleaños recordados, cortacéspedes prestados. Al principio me ofendí, pero en seguida se me pasó tal sensación, superada por la incomodidad general que me producía la idea de que todos los demás del campamento estaban encerrados en un oscuro cine, mientras yo permanecía allí con Grossbart. Cerré el periódico.
—Mi sargento —dijo él—, quiero pedirle un favor. Se lo digo sin ambages: un favor.
Hizo un alto, para permitirme el rechazo de entrada, sin escucharlo; con lo cual, claro está, me obligó a comportarme con una amabilidad que no entraba en mis previsiones.
—Adelante.
—Bueno, de hecho son dos favores.
No dije nada.
—El primero es por los rumores esos que corren. Todo el mundo dice que nos mandan al Pacífico.
—Como ya le dije a tu amigo Fishbein, no lo sé —dije. Tendrás que esperar para enterarte. Como todos los demás.
—Según usted, ¿hay alguna posibilidad de que a algunos nos manden al este?
—¿A Alemania? —dije. Puede ser.
—Quiero decir Nueva York.
—No lo creo, Grossbart. A priori.
—Gracias por la información, mi sargento —dijo él.
—No es ninguna información, Grossbart. Mera conjetura.
—Sería estupendo estar cerca de casa, desde luego. Por mis padres, ya sabe usted…
Dio un paso en dirección a la salida y de inmediato lo deshizo.
—Ah, lo otro. ¿Puedo pedirle el otro favor?
—¿De qué se trata?
—Lo otro es… Bueno, tengo familia en San Luis, y me ofrecen una cena de pascua de esas de no te menees, si voy a verlos. Dios, mi sargento, es algo que significaría muchísimo para mí.
Me puse en pie.
—No hay permisos durante la instrucción básica, Grossbart.
—Pero si estamos libres todos de aquí al lunes por la mañana, mi sargento. Nadie se daría cuenta, si abandonara el campamento.
—Yo me daría cuenta. Y tú también.
—Pero nadie más. Sólo nosotros dos. Anoche llamé por teléfono a mi tía, y tendría usted que haberla oído. «Vente, vente», me decía, «tenemos pescado relleno chrain[en el original, en yiddish: rábano picante]... ¡De todo!». Sólo un día, mi sargento. Yo asumo la responsabilidad, si pasa algo.
—El capitán tiene que firmar los pases, y no está.
—Puede usted firmarlo.
—Mira, Grossbart…
—Mi sargento, llevo dos meses comiendo trafe sin rechistar, hasta la muerte.
—Creí que habías comprendido que no te quedaba otro remedio. Vivir una temporada con disminuido rigor los preceptos de tu fe.
Me señaló con el dedo.
—¡Oiga! —exclamó. ¡Eso no tenía que haberlo leído usted!
—Pues lo leí. ¿Y qué?
—La carta iba dirigida a un miembro del Congreso de Estados Unidos.
—No me vengas a mí con camelos, Grossbart. Bien querías tú que la leyese.
—¿Por qué me persigue usted, mi sargento?
—¿Es una broma?
—Ya he pasado por esto antes —dijo él—, pero no con mi propia gente.
—¡Sal de aquí, Grossbart! ¡Quítate de mi vista y vete al infierno!
No se movió.
—¡Le da vergüenza, eso es lo que le pasa a usted! —dijo. Y la paga con nosotros. Dicen que Hitler era medio judío. Oyéndolo a usted, me lo creo.
—¿Qué pretendes de mí, Grossbart? —le pregunté. ¿Qué andas buscando? Quieres que te conceda privilegios especiales, que te cambie la comida, que averigüe adónde van a destinarte, que te dé pases de fin de semana.
—¡Hasta habla usted igual que los goyim! —Grossbart me mostraba el puño. ¿No es más que un pase de fin de semana lo que le estoy pidiendo? ¿Es sagrado el Seder o no es sagrado el Seder?
¡Seder! De pronto me di cuenta de que ya habían pasado semanas desde la celebración de la pascua judía. Se lo dije.
—Muy bien —dijo él. ¿Quién lo niega? Hace un mes. Y yo, aquí, comiendo picadillo. Y ahora lo único que estoy haciendo es pedirle un pequeño favor. Pensé que un judío como usted lo comprendería. Mi tía está dispuesta a saltarse las reglas, a prepararme una cena de Seder con un mes de retraso…
Se dio media vuelta para marcharse, mascullando algo.
—¡Vuelve aquí! —le grité. Se detuvo y me miró. Grossbart, ¿por qué no puedes comportarte como todo el mundo? ¿Por qué tienes que ser una chinche en costura?
—Porque soy judío, mi sargento. Soy diferente. No mejor, quizá. Pero sí diferente.
—Esto es una guerra, Grossbart. Por el momento, conténtate con ser como todo el mundo.
—Me niego.
—¿Qué?
—Me niego. No puedo dejar de ser yo, eso es lo que hay.
Se le saltaron las lágrimas.
—Es muy difícil ser judío. Pero ahora comprendo lo que dice Mickey: más difícil todavía es seguir siéndolo —alzó una mano para señalarme, con tristeza. No hay más que verlo a usted.
—¡Deja de llorar!
—¡Deja de esto, deja de aquello, deja de lo otro! Deje usted, mi sargento. ¡Deje de cerrar su corazón a su propia gente!
Y, enjugándose los ojos con la manga de la camisa, tomó corriendo la salida.
—¡Lo menos que podemos hacer los unos por los otros! ¡Es lo menos!
Una hora más tarde, por la ventana, vi a Grossbart cruzando el campo de instrucción. Llevaba el pantalón de uniforme y una bolsita de cuero muy pizpireta. Salí al calor del día. Todo estaba tranquilo: no se veía un alma, salvo, en cocinas, cuatro reclutas sentados en torno a una cacerola, doblados hacia delante, pelando patatas al sol, parloteando sin parar.
—¡Grossbart! —grité.
Él me miró y siguió caminando.
—¡Grossbart! ¡Ven aquí ahora mismo!
Dio media vuelta y se acercó a mí, cruzando el campo. Se me plantó delante.
—¿Dónde vas? —le pregunté.
—A San Luis. Me da igual todo.
—Te cogerán sin pase.
—Pues me cogerán sin pase.
—Irás al calabozo.
—Ya estoy en el calabozo.
Dio media vuelta y se alejó.
No le dejé que diese más allá de dos o tres pasos.
—Vuelve aquí —le dije, y me siguió a la oficina, donde yo mismo escribí a máquina su pase y lo firmé con el nombre del capitán, con mis iniciales debajo.
Cogió el pase y luego, un momento más tarde, alargó el brazo y me asió de la mano.
—No sabe usted cuánto significa esto para mí, mi sargento.
—Vale —le dije. No te metas en líos.
—Ojalá pudiera hacerle ver lo que esto significa para mí.
—No me hagas favores. No le escribas a ningún congresista para que luego me cite.
Sonrió.
—Tiene usted razón. No le escribiré a nadie. Pero deje que haga algo por usted.
—Tráeme un poco de ese pescado relleno. Y lárgate.
—¡Por supuesto! —dijo. Con una rodaja de zanahoria y un poco de rábano picante. No me olvidaré.
—Muy bien. Enseña el pase a la salida. ¡Y no se lo cuentes a nadie!
—No se lo contaré a nadie. Es un poco tarde, pero le deseo un buen Yom Tov[fiesta, festejo, «día bueno»].
—Buen Yom Tov, Grossbart —dije yo.
—Es usted un buen judío, mi sargento. Anda usted por ahí presumiendo de duro, pero en el fondo es una buena persona. Lo digo como lo pienso.
Estas últimas palabras me causaron mucho más efecto del que se suponía que podía causarme cualquier palabra salida de boca de Grossbart.
—Muy bien, Grossbart —dije—. Ahora llámame «señor» y lárgate de aquí de una puta vez.
Salió por la puerta, corriendo, y desapareció. Quedé muy contento de mí mismo: era un grandísimo alivio dejar de pelear con Grossbart, y no me había costado nada. Barrett nunca se enteraría y, en caso de que se enterara, ya me inventaría alguna excusa. Estuve un rato sentado a mi mesa, disfrutando de mi decisión. Luego se abrió la puerta mosquitera y volvió a entrar Grossbart.
—¡Mi sargento! —dijo.
Detrás de él vi a Fishbein y Halpern, ambos en uniforme de paseo y ambos con bolsitas de cuero igual de pizpiretas que la de Grossbart.
—Mi sargento, he pillado a Mickey y a Larry saliendo del cine. Casi se me escapan.
—¿Qué te dije, Grossbart? ¿No te dije que no se lo contaras a nadie?
—Pero es que mi tía me dijo que llevara amigos. Que no dejara de llevarlos, me dijo.
—Soy tu sargento, Grossbart, ¡no tu tía!
Grossbart me miró con incredulidad. Hizo que Halpern se aproximara, tirándole de la manga:
—Mickey, explícale al sargento lo que esto significaría para ti.
Halpern se me quedó mirando y, al cabo de un instante, encogiéndose de hombros, dijo:
—Mucho.
Fishbein dio un paso adelante sin necesidad de que nadie lo animara a ello.
—Significaría muchísimo para mí y para mis padres, sargento Marx.
—¡No! —grité.
Grossbart meneaba la cabeza.
—Puedo comprender que me diga a mí que no, mi sargento, pero que se lo niegue a Mickey, que es alumno de una yesibá, no me entra en la cabeza.
—No le estoy negando nada a Mickey —dije yo. Acabas de pasarte un pelo, Grossbart. Eres tú quien se lo ha negado.
—Entonces, le doy mi pase —dijo Grossbart. Le daré la dirección de mi tía y le escribiré una nota. Deje por lo menos que se vaya él.
No había pasado un segundo cuando ya había embuchado el pase en un bolsillo del pantalón de Halpern. Éste se me quedó mirando, y Fishbein también. Grossbart estaba en la puerta y la mantenía abierta.
—Haz el favor, Mickey, por lo menos tráeme un poco de pescado relleno —dijo, y volvió a plantarse fuera.
Los otros tres nos miramos, y yo acabé diciendo:
—Halpern, dame ese pase.
Se lo sacó del bolsillo y me lo dio. Fishbein se había desplazado hasta la puerta, pero una vez allí se hacía el remolón. Permaneció un momento con la boca ligeramente abierta, y luego se señaló:
—¿Y yo? —preguntó.
Era tan ridículo, lo suyo, que me sentí exhausto. Me dejé caer en mi asiento, sintiendo que el corazón me latía al fondo de los ojos.
—Fishbein —dije—, eres consciente de que no te estoy negando nada, ¿verdad? Si el Ejército fuera mío, incluiría el pescado relleno en el rancho. Y vendería kugel[en el original, en yiddish: un tipo de pudin] en el economato. Por Dios bendito que lo haría.
Halpern sonrió.
—Lo comprendes, ¿verdad, Halpern?
—Sí, mi sargento.
—¿Y tú, Fishbein? No quiero hacerme enemigos. Me pasa lo mismo que a vosotros: quiero terminar el servicio militar y volverme a casa. Echo de menos las mismas cosas que vosotros.
—Entonces, mi sargento —dijo Fishbein—, ¿por qué no se viene?
—¿Adónde?
—A San Luis. A casa de la tía de Shelly. Nos dan un Seder como Dios manda. Jugamos al matzoh[en el original, en yiddish: pan sin levadura que se come en Pascua] escondido.
Me ofreció una sonrisa ancha, de dientes negros.
Volví a ver a Grossbart, al otro lado de la mosquitera.
—¡Eh! —agitaba un trozo de papel en el aire. Aquí tienes la dirección, Mickey. Dile que yo no he podido ir.
Halpern no se movió. Se quedó mirándome, y vi que el encogimiento de hombros le iba subiendo por los brazos. Quité la tapa de la máquina de escribir y mecanografié sendos pases para Halpern y Fishbein.
—Marchaos —dije. Los tres.
Creí que Halpern iba a besarme la mano.
Aquella misma tarde estaba tomándome una cerveza en un bar de Joplin, oyendo el partido de los Cardinals de San Luis, sin prestar mucha atención al locutor. Traté de analizar con precisión el asunto en que me había visto involucrado, y me planteé la posibilidad de que tal vez mi lucha con Grossbart fuera tan culpa suya como mía. ¿Quién era yo para refrenar de ese modo la generosidad de mis sentimientos? ¿Quién era yo para sentirme tan rencoroso, para comportarme con tanta dureza? A fin de cuentas, tampoco era la caraba, lo que se me pedía. ¿Tenía yo derecho, pues, o motivo, para poner freno a Grossbart, sabiendo que ello implicaba ponerle freno también a Halpern? Y a Fishbein, esa alma cándida, tan desagradable de ver. Entre los muchos recuerdos de mi infancia que se me vinieron encima durante aquellos días, había una frase de mi abuela: «¿Ya estás otra vez montando un tsimmes?[en el original, en yiddish: compota de zanahoria; montar un tsimmes equivale a hacer una montaña de un grano de arena]». Era lo que le preguntaba a mi madre, por ejemplo, cuando yo me había cortado haciendo algo y su hija procedía a echarme una tremenda bronca. Lo que yo necesitaba era un poco de mimo, y mi madre se ponía a corregir mis costumbres. Pero mi abuela sabía que la compasión debe imponerse a la justicia. Yo también debería saberlo. ¿Quién era Nathan Marx para repartir su bondad con semejante tacañería? Pensé que ni el propio mesías —si alguna vez viniera— pondría tantos inconvenientes al otorgar favores. Lo suyo sería dar abrazos y besos. Si Dios quiere.
Al día siguiente, mientras jugaba al softball en el campo de instrucción, decidí preguntarle a Bob Wright, suboficial encargado de Clasificación y Destinos, adonde pensaba él que enviarían a nuestros reclutas cuando terminaran el periodo de instrucción, dentro de dos semanas. Se lo pregunté como sin darle importancia, entre dos entradas, y él me dijo:
—Los mandan a todos al Pacífico. Shulman, el otro día, pudo ver la orden en que el mando dispone el destino de tus chicos.
La noticia me dejó conmocionado, como si yo hubiera sido el padre de Halpern, Fishbein y Grossbart.
Estaba ya a punto de dormirme, aquella noche, cuando alguien llamó a mi puerta.
—¿Quién es? —pregunté.
—Sheldon.
Abrió la puerta y entró. Por un momento, percibí su presencia sin alcanzar a verlo.
—¿Qué tal fue la cosa? —le pregunté.
Se hizo visible en la penumbra, frente a mí.
—Estupendamente, mi sargento.
A continuación se sentó en el borde de la cama. Yo me incorporé.
—Y ¿qué tal usted? —me preguntó—. ¿Ha pasado un buen fin de semana?
—Sí.
—Los demás se han ido a dormir.
Lanzó un profundo suspiro paternal. Permanecimos un rato en silencio, y una sensación de hogar se apoderó de mi feo cubículo; la puerta estaba cerrada, el gato, fuera; los niños, en la cama, sanos y salvos.
—Mi sargento, ¿puedo decirle algo personal?
No le contesté, y él dio la impresión de comprender por qué.
—No es sobre mí. Sobre Mickey. Mi sargento, nunca he sentido por nadie lo que siento por él. Anoche lo oí en la cama, cerca de mí. Estaba llorando de un modo que le partía a uno el corazón. Auténticos sollozos.
—Lo siento.
—Tuve que hablar con él para que parase. Se agarró a mi mano, mi sargento, no me la soltaba. Estaba casi histérico. No hacía más que decir que ojalá supiera adonde nos mandan, que aunque fuera al Pacífico, que ya sería mejor que nada. Saberlo.
Mucho tiempo atrás, alguien le había enseñado a Grossbart la lamentable regla de que sólo mintiendo se saca la verdad. No es que no me tragara lo del llanto de Halpern: el muchacho siempre tenía los ojos enrojecidos. Pero, fuera ello cierto o incierto, se trocó en mentira tan pronto como Grossbart lo expresó. Grossbart era pura estrategia. Pero, claro —y esta idea se me presentó como una revelación—, lo mismo me pasaba a mí. Hay estrategias de ataque y también hay estrategias de retirada. De modo que, reconociendo que yo tampoco había actuado sin trampa ni cartón, le dije lo que sabía.
—Es el Pacífico.
Se le escapó un grito ahogado, nada artificial, esta vez.
—Se lo diré a Halpern. Ojalá fuera otro sitio.
—Sí, ojalá.
Se agarró a mis palabras.
—¿Quiere usted decir que puede hacer algo? ¿Un cambio, quizá?
—No, no puedo hacer nada.
—¿No conoce usted a nadie en Clasificación y Destinos?
—Grossbart, no hay nada que yo pueda hacer —dije. Si la orden es que vais al Pacífico, al Pacífico iréis.
—Pero es que Mickey…
—Mickey, tú, yo, todo el mundo, Grossbart. No hay nada que hacer. Con suerte, a lo mejor se acaba la guerra antes de que os toque. Reza para que suceda un milagro.
—Pero…
—Buenas noches, Grossbart.
Me volví a echar y noté, con alivio, que los muelles del somier recuperaban su posición al levantarse Grossbart para marcharse. Ahora lo veía con claridad: se había quedado con la mandíbula colgando y parecía grogui, como un boxeador. En ese momento vi que llevaba una bolsa de papel en la mano.
—Grossbart —sonreí—, ¿es un regalo para mí?
—Ah, sí, mi sargento. Tenga, de parte de todos —me tendió la bolsa. Son rollitos de primavera.
—¿Rollitos de primavera?
Cogí la bolsa y noté una zona de humedad grasienta en la parte de abajo. La abrí, convencido de que Grossbart me estaba gastando una broma.
—Pensamos que seguramente le gustaría. Es comida china. Pensamos que sería de su gusto…
—¿Tu tía os puso rollitos de primavera?
—No estaba en casa.
—Te había invitado, Grossbart. Me dijiste que os había invitado a ti y a tus amigos.
—Ya lo sé —dijo. Acabo de releer la carta. Era para la semana que viene.
Salté de la cama y me aproximé a la ventana.
—Grossbart —dije, pero no estaba llamándolo.
—¿Qué?
—¿Qué eres tú, Grossbart? Por Dios te pido que me digas la verdad.
Creo que fue la primera vez que le hice una pregunta para la que no tenía respuesta inmediata.
—¿Cómo puedes portarte así con los demás? —continué.
—Mi sargento, este día libre nos ha venido maravillosamente a todos. Tendría que haber visto a Fishbein. Le encanta la comida china.
—¿Y el Seder? —dije yo.
—Nos conformamos con lo segundo que más nos gustaba, mi sargento.
La rabia me tomaba al asalto. No la evité:
—¡Eres un embustero, Grossbart! —dije. Un embaucador y un sinvergüenza. No tienes respeto por nada. Por nada en absoluto. Ni por mí, ni por la verdad, ni siquiera por el pobre Halpern… Nos estás utilizando a todos…
—Mi sargento, mi sargento, yo quiero mucho a Mickey. Pongo a Dios por testigo, le quiero mucho. Lo que intento…
—¡Lo que intentas! ¡Tus sentimientos!
Fui hacia él, trastabillándome, y lo agarré por la pechera de la camisa. Lo zarandeé con furia.
—¡Fuera de aquí, Grossbart! ¡Fuera de aquí y no vuelvas a acercárteme! Porque si te pongo la vista encima, voy a hacerte la vida imposible. ¿Comprendes lo que te digo?
—Sí.
Lo solté; y cuando salió de mi cuarto me vinieron ganas de escupir donde él había pisado. No lograba controlar mi furia. Me tenía inundado, me poseía por completo, daba la impresión de que sólo echándome a llorar o incurriendo en algún acto de violencia lograría librarme de ella. En un arrebato, cogí de la cama la bolsa que Grossbart me acababa de regalar y, con todas mis fuerzas, la tiré por la ventana. Y a la mañana siguiente, cuando los reclutas patrullaban la zona de alrededor de los cuarteles, oí gritar a uno de ellos, que no esperaba del registro sino colillas y fundas de caramelo:
—¡Rollitos chinos! —gritó. ¡Me cago en diez, puñeteros rollitos chinos!
Una semana después, cuando me llegó la orden procedente de Clasificación y Destinos, no pude creer lo que veían mis ojos. Todos los reclutas embarcarían con destino a Camp Stoneman, California, para desde allí ser trasladados al Pacífico; todos los reclutas, menos uno: el soldado Sheldon Grossbart. A él lo enviaban a Fort Monmouth, Nueva Jersey. Miré la copia mimeografiada un montón de veces. Dee, Farrell, Fishbein, Fuselli, Fylypowycz, Glinicki, Gromke, Gucwa, Halpern, Hardy, Helebrandt, y así sucesivamente, hasta Anton Zygadlo. Todos partirían rumbo al oeste antes de que terminara el mes. Todos menos Grossbart. Había conseguido un enchufe, y no precisamente mío.
Agarré el teléfono y llamé a Clasificación y Destinos. Al otro lado del hilo, una voz dijo con mucha decisión:
—Cabo Shulman, señor.
—Ponme con el sargento Wright.
—¿De parte de quién, señor?
—Soy el sargento Marx.
Y, para sorpresa mía, la voz dijo «¡oh!» y, en seguida:
—Un minuto, por favor, mi sargento.
El «¡oh!» de Shulman se me quedó en la cabeza mientras esperaba que Wright acudiese. ¿Por qué «oh»? ¿Quién era Shulman? Y en ese momento, con toda sencillez, creí haber descubierto el enchufe de Grossbart. De hecho, me lo imaginaba perfectamente, a Grossbart, el día en que hubiese descubierto a Shulman en el economato, o en la bolera, o puede incluso que en las letrinas. «Me alegro de conocerte. ¿De dónde eres? ¿Del Bronx? Lo mismo que yo. ¿Conoces a Fulanito? ¿Conoces a Menganito? ¡Yo también! Ah, ¿trabajas en Clasificación y Destinos? ¿De veras? Oye, ¿qué posibilidades hay de ir al este? ¿Podrías hacer algo? ¿Cambiar algo? ¿Fraude, trampa, falsedad? Tenemos que ayudarnos entre nosotros, sabes. Si los judíos de Alemania…».
Bob Wright se puso al teléfono.
—¿Cómo estás, Nate? ¿Cómo va ese brazo de bateador?
—Bien, bien. Bob, me gustaría saber si puedes hacerme un favor.
Oí claramente mis palabras, y me recordaron de tal modo a Grossbart, que pude llevar adelante con más facilidad lo que tenía planeado.
—Te va a parecer una locura, Bob, pero tengo aquí un chico a quien han destinado a Monmouth y quiere cambiarlo. Le mataron a un hermano en Europa, y se considera obligado a ir al Pacífico. Dice que se sentiría un verdadero cobarde, si se mantuviese aparte. No sé, Bob, ¿hay algo que pueda hacerse? ¿Quizá enviar a algún otro a Monmouth?
—¿A quién? —preguntó él, con precaución.
—A cualquiera. Al primero por orden alfabético. Me da igual. El chico me ha estado preguntando si puede hacerse algo.
—¿Cómo se llama?
—Grossbart, Sheldon.
Wright no contestó.
—Sí —dije yo. Como es judío, me pareció que podía echarle una mano.
—Creo que puedo hacer algo —dijo Wright al fin. El comandante lleva semanas sin aparecer por aquí. Deben de haberlo enviado en misión especial al campo de golf. Lo intentaré, Nate, es lo único que puedo decirte.
—Te lo agradecería mucho, Bob. Nos vemos el domingo.
Y colgué, sudando.
Al día siguiente apareció la orden, corregida: Fishbein, Fuselli, Fylypowycz, Glinicki, Gromke, Grossbart, Gucwa, Halpern, Hardy… El muy afortunado soldado Harley Alton iría a Fort Monmouth, Nueva Jersey, donde, por alguna razón, querían un soldado que hubiera hecho el periodo de instrucción en infantería.
Aquella noche, después del rancho, me pasé por oficinas para confirmar los turnos de guardia. Grossbart me estaba esperando. Fue el primero en hablar.
—¡Hijo de puta!
Me senté a mi mesa y, mientras él me fulminaba con la mirada, me puse a introducir los cambios necesarios en el turno de guardia.
—¿Qué tiene usted contra mí? —gritó. ¿Y contra mi familia? Se moriría usted si me viera cerca de mi padre. Dios sabe cuántos meses le quedan de vida.
—¿Y eso?
—El corazón —dijo Grossbart. Con las penalidades que ha tenido que pasar en esta vida, ahora le viene usted con éstas. ¡Maldigo el día en que lo conocí, Marx! Shulman me ha contado lo ocurrido. Su antisemitismo no tiene límites, ¿verdad? No le basta con el daño que ya ha hecho aquí. Encima, tiene que hacer una llamadita telefónica especial. ¡Lo que quiere es que me maten!
Hice las últimas anotaciones en los turnos de guardia y me levanté para marcharme.
—¡Buenas noches, Grossbart!
—¡Me debe usted una explicación!
Se interpuso en mi camino.
—Sheldon, eres tú quien debe explicaciones.
Frunció el entrecejo:
—¿A usted?
—A mí, sí, eso creo. Pero, más que a nadie, a Fishbein y Halpern.
—Sí, vale, tergiverse usted las cosas. No le debo nada a nadie. He hecho por ellos todo lo que he podido. Ahora, creo que tengo derecho a ocuparme de mí mismo.
—De los demás es de quienes debemos aprender a ocuparnos, Sheldon. Tú mismo me lo dijiste.
—¿Llama usted a eso ocuparse de mí? ¿Qué es lo que ha hecho?
—No de ti. De todos nosotros.
Lo aparté y eché a andar hacia la salida. Oí su enfurecida respiración a mi espalda, y sonaba igual que un motor poderoso arrojando vapor.
—¡No te pasará nada! —dije, desde la puerta.
Y, pensé, tampoco a Fishbein y Halpern, incluso en el Pacífico, si Grossbart veía algún provecho para sí mismo en la obsequiosidad del uno y la suave espiritualidad del otro.
Me quedé junto al edificio de oficinas y oí a Grossbart llorando a mi espalda. Por las ventanas de los cuarteles, a la luz eléctrica, se veía a los reclutas en camiseta, sentados en sus catres, comentando las órdenes, como llevaban dos días haciendo. Con una especie de nerviosismo tranquilo, limpiaban las botas, pulían las hebillas del cinturón, plegaban la ropa interior, haciendo lo posible por aceptar su hado. A mi espalda, Grossbart tragó saliva, aceptando el suyo. Y yo, a continuación, poniendo toda mi fuerza de voluntad en no darme la vuelta y pedir perdón por mi venganza, hube de aceptar el mío.

Philip Roth, El defensor de la fe. 1959. Publicado en The New Yorker el 14 de marzo de 1959 y, posteriormente, en el libro de relatos Goodbye, Columbus and Five Short Stories (1959).

Philip Roth

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